Montenegro, prisionero del sexo
Cuesta trabajo creer, ya lo sé, que el periódico Hoy en los años cuarenta fuera una universidad. Así fue por lo menos en los primeros cinco años de la década. El Partido Comunista, del cual era su órgano, estaba en auge entonces. Era legal, Batista le había regalado la Confederación de Trabajadores de Cuba, la poderosa CTC y dos de sus miembros más destacados, Juan Marinello, antiguo presidente de Unión Revolucionaria Comunista, viejo venerado, poeta, ensayista, y Carlos Rafael Rodríguez, el futuro tercer hombre de Fidel Castro, eran ministros destacados en el gabinete batistiano. Con Batista el Partido tenía bastante dinero en forma de anónimas sinecuras y fuera Stalin era el “tío Joe” para el frivolo Roosevelt y también, ¿por qué no decirlo?, para el astuto Churchill: los tres se sentaban en la misma mesa a trinchar el mapa de Europa y del mundo.
Para colmo, el líder comunista americano Earl Browder, de acuerdo con Moscú, había creado toda una teoría revisionista en la que el comunismo y el capitalismo eran la misma cosa pero con gulags, de los que nadie en Cuba sabía o quería saber. Ni de gulags ni de purgas. Los americanos, siempre influyentes, consiguieron sin dificultad que el líder comunista cubano, apodado por sí mismo Blas Roca, emulara (verbo favorito del comunismo) a Browder y declarara que en Cuba el Partido Comunista, devenido inerme Partido Socialista Popular, se convertía al browderismo como una suerte de Enmienda Platt marxista. Para colmo, el llamado partido del obrero, en menos de cuatro años compartiendo el poder con Batista, mulato como Roca, llegaría a postular para la próxima presidencia de Cuba al candidato batistiano, Carlos Saladrigas, un altanero miembro de la alta burguesía blanca. Ver para creer en Marx.
No sabía nada de esto, claro, cuando fui con mi padre por primera vez al periódico Hoy el día 27 de julio de 1941. La fecha está marcada con tinta en mí memoria porque allí vi y oí por primera vez máquinas de escribir colectivas tecleando al unísono, para crear ese sonido característico de las redacciones que hoy ha desaparecido ante la proliferación del word processor, la máquina muda que compone letras verdes. Otro descubrimiento emocionante fue ver los linotipos cazando letras como insectos, un pájaro inventado por el hombre, para cocinarlas en una sopa de plomo derretido. La mayor, más estruendosa y feliz invención era la rotativa, vista en el cine produciendo siempre extras sensacionales, pero ahora atronando el patio de máquinas al hacer impresión sobre la cinta interminable de papel periódico, Y por sobre todo, como una emanación, el olor de la tinta que iba de menor, en las máquinas de escribir, a mayor en la máquina de imprimir. Todo era un espectáculo inolvidable que se iniciaba con un timbre eléctrico avisando que la función iba a empezar. Como en el cine del pueblo.
Pero con el tiempo resultaría más inolvidable la congregación de tanto talento bajo el mismo techo. Sería hacer listas mencionar sólo los nombres de los hombres y mujeres que en ese momento trabajaban en el periódico Hoy. Está, primero porque era el de más talento, Lino Novas Calvo. Después venía Carlos Montenegro, del que hablaré enseguida y Rolando Masferrer, que había estado, como Lino y Montenegro, en España durante la guerra civil. Pero Masferrer había ido como combatiente. Ahora estaba cojo de una herida que había sufrido en una pierna en el frente de Madrid. Masferrer había sido además un combatiente urbano en la Universidad de La Habana y en otras partes de la ciudad, mandado siempre por el Partido. Ahora se veía más pacífico como jefe de cables, traduciendo de unos rollos que salían de otra máquina maravillosa, la teletipo, que escribía sola pero sólo mensajes en inglés. Masferrer, que luego se hizo gángster y esbirro de Batista y que moriría volado por una bomba en Miami después de cumplir condena en Sing-Sing, demostró en el ínterin ser uno de los mejores periodistas que ha dado Cuba, escribiendo una prosa dinámica y audaz que pedía prestado a los anarquistas, como hizo Hemingway, párrafos pujantes cargados de cojones y carajos que manejaba con soltura, sin censura. ¿Quién era capaz de corregir al incorregible líder de los Tigres de Masferrer, que no era un club de pelota sino una banda paramilitar capaz de aterrar a todo el que vivió en Cuba de 1952 a 1959? Masferrer era el miedo. Una vez, antes del golpe de Estado de Batista, la policía lo sorprendió en el acto de enterrar vivo a un enemigo que seguramente lo merecía.
Entre las mujeres de Hoy estaban Emma Pérez, que se había casado con Montenegro en la cárcel, y Mírta Aguirre, lesbiana obvia, que no se casaba con nadie. Emma Perez profesora de pedagogía en la Universidad de La Habana, se fue junto con Montenegro y Masferrer para crear una facción alrededor de un periódico, Tiempo en Cuba, y luego la revista Gente, que ella dirigía con mano férrea y en la que produjo, como luego en su columna de la revista Bohemia, un periodismo culto nada oculto, más bien exhibicionista, que manejaba la alta cultura y la cultura popular con extrema facilidad. Mirta Aguirre crítica de cine con un criterio partidista, pero con un manejo de la cultura del cine seguro y sagaz, también hacía crítica de música y de teatro con la misma autoridad. Fue una mujer de un raro valor, incluso físico, y cuando la conocí ya de mayor (fuimos juntos profesores de la Escuela de Periodismo) pude apreciar su ingenio mordaz capaz de ser mordaza. Socratesa comunista, su propio partido la acusó de pervertir a sus alumnas y ahí terminaron, bajo Castro, sus días y sus noches.
Hubo otros escritores en Hoy que serían fuera de serie dondequiera como Carlos Franqui y Agustín Tamargo. Ambos irían a hacer grupo con Masferrer pero Franqui lo hizo sólo por poco tiempo.
Dirigía el periódico entonces Aníbal Escalante, después famoso por su doble encuentro con Fidel Castro, que demostró que Escalante no sólo era un político muy inteligente sino un hombre de un valor personal extraordinario. Muchos, por hacer menos, fueron fusilados por Castro. Aníbal, como todo el mundo lo llamaba, casi se hizo con el poder con beneplácito ruso. Pero esa época se conoce como el período en que Castro gobernaba con el pseudónimo de Aníbal, que fue de veras escalante. Aníbal, pocos lo saben porque se escondía, larvatus prodeo, era un hombre de una gran cultura y su biblioteca, que dejaba ver a pocos, era vasta. Pero, era, siempre fue, un estalínista feroz. Fue así que pudo enfrentarse a ese otro Stalin nada fiel. Aníbal lo supo demasiado tarde. Como Jruschov murió oscuramente.
La figura literaria dominante en el periódico (aparte Nicolás Guillen, poeta en residencia) era Carlos Montenegro el del nombre memorable, de figura formidable. Montenegro era jefe de redacción, que quería decir que se ocupaba de literatura. Era la segunda jefatura después del jefe de información, cargo más periodístico. Montenegro era entonces un hombre alto, hirsuto, de cara mala a la que gruesas gafas daban aspecto de topo. Era encorvado, descuidado y de pies planos y uno se pregunta cómo fue una vez sexualmente irresistible. La respuesta es la cárcel: en la que había pasado quince años de su vida no demasiado larga entonces.
Como Novas Calvo, Montenegro había ejercido, de joven, los más variados oficios. “Grumete, cargador de bananas en Centroamérica”, enumera Enrique Pujáis en la cubierta. Nacido en Galicia, Montenegro emigró a los siete años a Cuba. A los trece años se embarcó en un tramp de cabotaje, vivió un año en Argentina, fue minero y trabajó en una fábrica de armas en Estados Unidos. Pujáis afirma que fue apuñalado y puesto preso en Tampico, que puede ser una fábula. Otra fábula, esta vez más cerca de la vida, es que a los 18 años fue acosado sexualmente por otro hombre en la zona habanera de los muelles, al que mató. Fue condenado a cadena perpetua y cumplió 15 años en el presidio del Príncipe de La Habana. Fue en la cárcel que comenzó a escribir y ganó un concurso de cuentos patrocinado por la revista Carteles, entonces la más importante de Cuba.
Su vida, paralela a la de Lino Novas Calvo, cambió al ganar este premio y saber toda La Habana cultural que el autor del cuento (“El renuevo”, influido, por supuesto, por Máximo Gorky, realista socialista con una insoportable carga sentimental entonces en boga), estaba preso por lo que la moral al uso consideraba la defensa del honor. Se organizó una comisión primero, luego una protesta y finalmente una petición de indulto. Montenegro fue indultado no sin antes casarse en la cárcel. Curiosa manera de salir de una condena para entrar en otra.
En libertad, Montenegro, niño lindo de la izquierda liberal habanera, siguió el camino de toda carne política: se hizo comunista y su fama creció bajo el frondoso árbol histórico del Partido. Publicó, inevitablemente, un libro titulado El renuevo y otros cuentos (1929) después Dos barcos (1934), otra colección de cuentos y luego se fue a España como corresponsal durante la guerra civil. De allí regresó con un libro de reportajes de guerra y una narración partidaria, Aviones sobre el pueblo. Poco antes de irse a España publicó su obra maestra, la novela Hombres sin mujer, que es todo lo contrario del cuento que escribió en la cárcel. Dura o más bien implacable, como el título apenas indica, y llena de sexo de principio a fin: de la única clase de sexo posible en la cárcel. Autobiografía en apariencia, Hombres sin mujer es un libro en que la pederastía y esa forma particularmente cubana de la sodomía, la bugarronería: la posesión activa por un hombre de otro hombre que hará las veces de la mujer, forman la sola relación posible. El libro fue considerado en su tiempo, en Cuba y en todas partes, como una obra maestra —y lo es.
Extrañamente en español habrá que esperar hasta la publicación de El beso de la mujer araña, de Manuel Puig en 1976, que es una ficción creada por la imaginación de su autor, para encontrar un libro que pueda ser semejante. Hombres es una autobiografía cruel: el destino que evitó su autor con la muerte de su asaltante se cumple en la cárcel finalmente accediendo su protagonista a los mismos requerimientos sexuales, pero con la voluntad del deseo. Dice Montenegro en su advertencia al lector, “considero un deber... describir en toda su crudeza lo que viví”. La novela es un antecedente de Genet. Mejor que Genet porque no contiene la carga de literatura pseudorromántica con que Genet idealiza el crimen. Además, Montenegro nunca fue ladrón. Se libró así de publicar un canto al robo con fractura y pederastía.
Hombres sin mujer es no sólo una gran novela cubana sino del idioma español, sin comparación posible. Pero el grito desesperado del preso loco por tener una mujer, que aulla: “¡Yo quiero comer gallina blanca!”, recuerda extrañamente al momento en Amarcord en que el gigante loco subido al árbol (de la vida) grita al viento: “Voglio una donna!” Afortunadamente, no para el autor que está muerto, para los lectores, el libro no está del todo olvidado y ha habido dos ediciones sucesivas recientes en México y España. Los jóvenes entusiastas de Málaga no malgastaban su entusiasmo cuando, para lanzar su editorial, escogieron este libro tan localmente cubano (es más, habanero, es más propio de El Príncipe, encerrado en él como preso) al felicitarse por su elección, al declararse afortunados al dar a conocer al lector español un antecedente memorable, una obra maestra nada ordinaria.
El Montenegro que comandaba la redacción de Hoy no como un preso exaltado sino como un autor laureado (acababa de publicar su tercer tomo de cuentos en 1941, Los héroes, y se ganaría el prestigioso premio Hernández Cata en 1944) nunca daba importancia no sólo a sus premios sino a la literatura misma. Es el error cometido por Lino Novas que nunca siquiera pasó por la cabeza de Virgilio Pinera o de Lezama. Ahora, chancleteando más que caminando por la redacción, Montenegro era como un oso benévolo y si Hollywood hubiera hecho la película de su vida le habría dado el papel, sin duda, a Walter Matthau.
Un día en que me movía en la redacción de un escritorio al cuarto de cables donde se recibían los resultados de la Serie Mundial de baseball, pasión más que afición, Montenegro me atajó:
“Ven acá”, me llamó y era por supuesto una orden. Me dijo que me veía tanto en el periódico que creía que yo quería ser periodista cuando mayor. Lo pensé pero nunca se lo dije; a los 12 años yo sólo quería ser pelotero, jugar si no en las grandes ligas por lo menos en la liga cubana de invierno. Fantasías infantiles. Pero Montenegro siguió: “¿Tú sabes escribir a máquina?” Le dije que no. Me dijo que me iba a enseñar y dio media vuelta experta a su máquina, que estaba sobre un satélite, palabra que todavía me asombra. (¿Era cada periodista un planeta entonces?) La colocó frente a mí. “Escribe.” Traté pero mal, claro.
“Para ser periodista”, me instruyó, “hay que saber primero escribir a máquina. ¿Entiendes?” Le dije que sí. Traté de nuevo. “No, no”, me dijo. “Nunca escribas con todos los dedos. Los periodistas nada más escriben con dos dedos. Si escribes con todos los dedos no serás nunca periodista, serás mecanógrafo.”
Esta lección, la única que aprendí para aprender a escribir, no la he olvidado. Cada vez que alguien, al verme escribir, con el dedo del medio derecho y el índice izquierdo, trata de que escriba con los diez dedos sé que me está reduciendo a mecanógrafo.
Cuando Montenegro, Emma Pérez, Lino Novas Calvo y Masferrer y los suyos dejaron el periódico, no los volví a ver en grupo. Vi, sí, a Lino Novas muchas veces pero nunca después que dejó Cuba como dejó el periódico Hoy. Vi también a Montenegro en su exilio de Miami. Estaba recluido en su apartamento como si fuera su celda voluntaria. Blanco en canas, había cogido de viejo un aura noble. Ya no parecía un topo: se parecía al prisionero de Alcatraz del cine y hasta había cierto parecido entre Montenegro y Burt Lancaster. Para acentuar la semejanza, Montenegro tenía ahora su apartamento lleno de jaulas con pájaros: canarios, sinsontes, azulejos y, creo, hasta tomeguines del Pinar, ese pájaro tan cubano.
Hablé con Montenegro y recordaba el periódico Hoy pero lo recordaba mal, era evidente: aseguraba que lo había dejado en 1938, cuando todavía no había sido fundado. Le dije que en esa fecha fue coeditor de la revista Mediodía. No recordaba. Tampoco recordaba haberme dado una lección de mecanografía. Algunos viejos recuerdan el pasado más remoto, pero otros, por una falla particular de la memoria, no recuerdan nada. Cuando se trata de un escritor no hay que buscar los recuerdos sino sus libros. Pero me sorprendió que Carlos Montenegro, antes de morir, ya no recordaba nada de su vida ni siquiera sus libros.
Lino Novas Calvo, más maltratado por la vejez que Montenegro, por lo menos recordaba la exactitud de un artículo que sustituía a un pronombre. Eso no es gramática, que es la mecanografía de la escritura. Eso es, ni más ni menos, literatura. Montenegro murió en Miami en solitario.
Enero de 1992