Capítulo 10

—NO viene. —Valentine mantenía la voz baja y una sonrisa congelada, e incluso consiguió saludar a una delicada beldad del otro lado del salón que aparentemente no se había enterado de que se había casado hacía poco.

—Vendrá. —Westhaven también sonreía, como si Val acabara de decir algo muy divertido.

—Siempre puedo ir a buscarlo. —St. Just no sonreía. Parecía pensativo, lo cual generalmente no era una buena señal para nadie.

—Debemos enviar a la duquesa —propuso Val—. Traería al sinvergüenza corriendo.

St. Just lo miró.

—Está demasiado ocupada repartiendo su alegría a cada hombre y mujer que pasa por el pueblo.

—Sophie está incluso más elegante que nuestra madre. —Westhaven no quería sonar feliz en absoluto.

Maggie se deslizó hacia ellos, muy atractiva ataviada con un vestido de terciopelo verde.

—Pensaba que vosotros tres habíais dicho que teníais a Sindal bajo control. Sophie se esfuerza tanto por sonreír que deben de dolerle los músculos de la cara y él no aparece por ningún lado.

—¡Oh, por el amor de Dios! —Westhaven sonó de lo más disgustado—. Evie acaba de cambiarle la copa de ponche de huevo a Deene y el idiota ni se ha dado cuenta.

Maggie frunció el cejo.

—¿Qué importancia tiene eso?

—Pues resulta —dijo St. Just cuando Westhaven se alejó— que el de Deene tiene una dosis de un adorable ron blanco que puede tumbar a cualquier hombre adulto.

Maggie bebió un sorbo de su bebida.

—El mío también.

Val se extendió y le cogió la copa de la mano.

—Entonces mejor comparte, hermana querida, o yo mismo voy a ir a buscar a Sindal.

 

 

 

Una noche de verano podía ser tranquila, incluso pacífica, pero jamás podría competir con la completa quietud de una noche de invierno. No había pájaros volando de rama en rama, ni el cricrí de los grillos, ni suaves brisas que agitaran las verdes hojas de los árboles.

Cuando Vim ralentizó el paso de su caballo en el camino de entrada de Sidling, todo estaba en silencio y una gran luna coronaba el horizonte. El silencio era tan denso como el aire frío, pero, de ninguna de las maneras, Vim podía haber permanecido más tiempo puertas adentro con sus tontas y jóvenes primas, su tía que echaba chispas, su tío extrañamente silencioso y los ancianos criados con los que se topaba a cada paso que daba.

Cuando el caballo aminoró el paso, Vim comenzó a componer una nota mental para lady Sophie Windham.

Sentía —más de lo que podía explicar— que sus caminos se bifurcaran.

Pero aquello no era una disculpa y él le debía una. Se había precipitado a sacar oportunas conclusiones, le había hecho el amor loca y apasionadamente, y luego lo había echado todo a perder. Debería haberse arrodillado, debería haber hecho que su corazón se estremeciera, o la palabra que fuera que aquel Windham había usado.

Al final del camino, dio la vuelta con el caballo hacia el pueblo y volvió a comenzar la nota: «Querida Sophie…».

«Mi querida Sophie…»

«Queridísima Sophie…»

«Sophie, mi amor…»

El caballo inclinó las orejas hacia adelante y Vim lo detuvo. Lo último que necesitaba era aterrizar de bruces en el duro y frío suelo porque algún condenado zorro estuviera cazando su cena.

—¿Qué es? —Le acarició el cuello al animal y le dejó que caminara un poco—. ¿Oyes algún perro aullándole a la luna?

Pero a medida que se aproximaban al pueblo, Vim también lo oyó: era el llanto de un bebé.

Detuvo el caballo y se dedicó a escuchar. Aquél era el sonido que había llevado sus pasos hasta Sophie, un sonido infeliz y descontento, pero inconfundiblemente humano.

Era Kit y no lloraba por hambre. Tampoco estaba cansado, sino que aquél era su llanto de cuando estaba solo, el lamento de que lo abandonaran cuando necesitaba que lo sostuvieran, que lo abrazaran y lo tranquilizaran. Aquélla era la forma más simple y más sincera en la que un ser humano demandaba amor.

El muchachito quería a Sophie y no dudó de su derecho a ella, ni se detuvo para preocuparse por antiguas ofensas, insinuaciones y violines; no se preocupó por los títulos ni por ninguna otra condenada cosa que se interpusiera entre él y lo que necesitaba para ser feliz.

Gracias a Dios, el llanto cesó.

Antes de que Vim cambiara de idea, condujo al caballo en dirección a Moreland a un ligero galope.

 

 

 

—La duquesa me ha enviado a averiguar qué es lo que os tiene con esas caras tan largas. —Percival, duque de Moreland, observó a sus tres hijos, todos aferrados a sus bebidas con la adusta resignación de hombres adultos obligados a relacionarse socialmente. Aquello era raro, porque todos sus hijos se encontraban muy cómodos en entornos sociales.

—¿Somos así de transparentes? —preguntó Valentine.

—Para la duquesa, todo es transparente cuando se trata de su familia. Supongo que estamos aguardando a que el pretendiente de Sophie entre en razón y galope hasta aquí en su blanco corcel, ¿me equivoco?

St. Just estaba junto a la ventana, espiando por una abertura en los cortinados.

—Es castaño, de hecho, y el idiota finalmente está aquí. Alguien tiene que avisar a Sophie.

—Todavía no —dijo el duque—. Primero voy a decirle unas palabras a Sindal, por órdenes de la duquesa. Vosotros tres, cuidad de vuestras hermanas y, por el amor de Dios, encontrad a alguien que baile con Evie antes de que arrastre de los pelos a Deene bajo el muérdago. Ella tolera el alcohol mucho mejor que él.

—Sindal, me alegro de que hayas venido. —Entregó el abrigo del hombre a un lacayo y notó que la expresión del joven era cautelosa y que tenía las mejillas rojas como si hubiera galopado toda la distancia que lo separaba de Sidling—. Deja de buscar con la mirada si Sophie está aquí. Te aseguro que anda por algún lado.

Sindal le entregó los guantes y el sombrero al lacayo y aguardó hasta que éste se alejó.

—¿Y usted no se opondrá a que me relacione con lady Sophie?

—Qué muchacho tan audaz te has vuelto. —Envalentonado por el amor, evidentemente; eso hacía que la situación fuera a un tiempo más simple y más delicada—. No te importa un comino si yo me opongo, ¿no es así?

Sindal frunció los labios.

—La verdad es que no, su gracia, pero a Sophie, sí.

—Gracias a Dios por los pequeños favores, entonces. ¿Vamos a quedarnos aquí, con el frío que hace, intercambiando indirectas o me dejarás que te sirva una copa de ponche?

Sindal continuaba espiando subrepticiamente en la vasta entrada del vestíbulo.

—No tomaré ponche, gracias, su alteza.

«Oh, por el amor de Dios.» El duque miró a los ojos a su invitado de una manera que no era en absoluto amistosa. El amor hacía que los hombres jóvenes —y también los viejos— se volvieran tontos, aunque aquello no tenía importancia en aquel momento.

—Quizá una copita —cedió Sindal.

Y justo cuando el duque estaba seguro de que iban a poder estar a solas en la ponchera de los hombres, vio cómo la mismísima Sophie se acercaba corriendo.

—¿Lord Sindal? —Ella se detuvo, con la mirada clavada en la cara de él.

—Estoy sirviéndole una copa de ponche, Sophie. —El duque cogió por el brazo—. Creo que la duquesa ha dicho algo acerca de que Westhaven estaba arrasando las bandejas de mazapán. Quizá quieras ir a echar un vistazo, ¿no?

Tuvo que arrastrar al muchacho por la fuerza.

—Puedes merodear por el muérdago más tarde, Sindal. No quiero más que cinco minutos de tu tiempo. —«Y nietos.» Seguramente lo que más deseaba era tener nietos; no obstante basándose en la forma en que Sophie y su pretendiente se miraron a los ojos, el final feliz era previsible.

Los nietos legítimos serían más fáciles de aceptar por la duquesa.

—A tu salud. —Le dio una copa de ponche al barón—. Bebe. Tengo el presentimiento de que necesitas fortalecerte.

Sindal bebió un pequeñísimo sorbo, con los ojos clavados en la puerta de entrada al vestíbulo.

—Y a su salud también, su gracia. Ahora, si ya ha terminado de demostrar su paciencia ducal, hay algo que tengo que decirle a su hija que no puede…

El aristócrata le quitó la copa a Sindal de la mano.

—Tú me escucharás a mí primero, jovencito. —Vio de reojo a su esposa junto a la puerta y comprendió que se aseguraría de que tuvieran la privacidad requerida—. Has estado notoriamente ausente en nuestras reuniones navideñas en los últimos años.

—He estado notoriamente ausente de Inglaterra, pero no preveo que eso vuelva a suceder en el futuro.

—Me alegro de oírlo. Deja de lado un momento ese fantaseo infernal con Sophie y mira con atención a la mujer que hay al pie de la escalera.

Sindal dejó de inspeccionar los alrededores para dirigir a su anfitrión una mirada en la que se mezclaban la irritación y una vaga curiosidad.

—¿La mujer robusta y un poco mayor?

—La que se encuentra de pie junto al hombre calvo que se apoya en un bastón. —La mujer, solícita, se volvió, lo cual le permitió a Sindal, preocupado y enamorado como estaba, observar que no sólo era un poco robusta, sino que había pasado de ser lo que se llamaría una mujer madura a algo menos halagador hacía por lo menos unos doce kilos.

—¿La reconoces?

—Me parece vagamente conocida, igual que el hombre mayor que está a su lado.

—Allí tienes tu sueño frustrado, Sindal. ¿Por qué no te paras bajo la rama de muérdago y le tiendes una emboscada por los viejos tiempos? Horton apenas si puede mantenerse en pie, de lo mal que lo tiene la gota, y casi nunca está sobrio. Supongo que puedes desafiarlo a un duelo ahora, podrías echar un pulso con él.

Había que decir en su favor que Sindal no se quedó boquiabierto.

—Pero, por supuesto —el duque hizo una pausa para beber—, si yo tuviera seis pequeñas terneritas que se parecen a él a quienes dar una dote y presentar en sociedad, yo también me daría a la bebida.

El joven deslizó la vista para mirar al duque a los ojos.

—Su situación presente no disculpa su interferencia en la defensa que un hombre quería hacer del honor de ella y del suyo propio años atrás, su gracia.

—No, así es. —El duque apoyó su copa—. Pero ¿qué hay de su hija mayor? Quizá nació seis meses y medio después de la boda. —Hablaba muy tranquilamente; no había necesidad de pregonar la estupidez de la mujer después de todos aquellos años—. Tu abuelo se lamentó de la situación conmigo mientras compartíamos un brandy, Sindal. Ella te llevaba por las… narices y, mientras tanto, tenía el ojo puesto en el hombre con el título más valioso. Incluso llegó a arrinconar a mi hijo Bartholomew una o dos veces, pero él era demasiado astuto y no de los que deja que se aprovechen de él. Si te sirve de consuelo, Horton resultó más fácil de manipular que tú.

Mientras los miraban, el obeso noble se tambaleó un poco, derramando un poco de su bebida sobre el brazo de su esposa. El silencio se extendió, abriéndose paso por entre los joviales sonidos de la fiesta y de un piano que tocaba una melodía navideña en algún lugar de la casa.

—He quedado como un tonto, pero no por su culpa, su gracia. —Sindal también habló tranquilamente. El duque volvió a ponerle la bebida en la mano.

—No mucho más que otros jóvenes. Yo mismo he tenido un par de intentos antes de que la duquesa me aceptara como esposo.

Pero parecía que Sindal ni siquiera lo escuchaba ya. Continuó mirando cómo la dama Horton parecía mostrar que pasaba un buen momento, aunque la expresión de su cara mostraba constantemente fatiga, ansiedad y lo que al duque le parecía una furia reprimida por lo que le había tocado en suerte en la vida.

—Parece al menos diez años mayor de lo que es.

—No creo que su situación haya sido fácil. La reciben, porque la duquesa se ha ocupado de ello, pero su indiscreción es de dominio público. Algunas cosas son fáciles de calcular. Tu abuelo me aseguró que el niño no podía haber sido tuyo.

—¿Cómo podía saber semejante cosa? Yo fui el pretendiente de aquella mujer durante varios meses. —Y Sindal no le quitaba los ojos de encima a la desafortunada mujer y a su triste esposo.

—Te conocía a ti. —El duque ya no hablaba como el rico y noble aristócrata que era, ni siquiera como un vecino de Sindal y amigo de su fallecido abuelo. Hablaba como padre y, más específicamente, como el padre de Sophie.

—Le debo una disculpa, su gracia. —Sindal le tendió la mano y él se la estrechó, lo cual le produjo alivio.

—A mí no me debes ninguna disculpa. Sin embargo, St. Just ha dicho algo acerca de que sí que le debes una a Sophie. Quizá quieras hacerlo cuanto antes.

Sindal dejó su bebida, asintió una vez y salió caminando como un hombre muy decidido a llevar a cabo su misión. El duque fue tras él. Entre el atestado salón principal, encontró la mirada de su esposa, notó la ligera ansiedad en sus ojos y la alivió con un pequeño gesto disimulado dedicado sólo a ella.

 

 

 

—Acaba de pasar caminando a mi lado. —Sophie se volvió ante el clavicémbalo, con las faldas haciendo frufrú, y regresó junto a Val—. Apenas si me ha mirado, Valentine. ¿Ni siquiera merezco que me mire?

Ella se desvió y caminó hacia el arpa.

—Maggie se ha ofrecido a envenenarle la bebida. ¿Qué es lo que tiene la bendita ponchera que yo no tenga? ¿Qué es?

—Tu capa. Un poco de aire fresco te ayudará a tranquilizarte, Soph.

—¡No quiero tranquilizarme!

Él le sostuvo la mirada, pensando que su esposa estaría orgullosa de él. Sólo un hombre valiente —o quizá uno muy tonto— intentaría consolar a una mujer a quien estaba rompiéndosele el corazón.

—Prefiero pensar que sí quieres tranquilizarte, preferiblemente con Sindal y con un par de hijos suyos.

Ella levantó la cabeza y Valentine se alegró de que sólo le quedaran un par de días por allí. Un poco más de aquel drama y renunciaría a las fiestas en familia durante la próxima década.

—He abandonado a un bebé buenísimo. Un bebé maravilloso —dijo—. Lo he dejado con desconocidos.

—Eso no tiene nada que ver con que Sindal te ignore. —Le cubrió los hombros con la capa y aprovechó para darle un pequeño abrazo—. Vamos a dar una pequeña caminata, Soph. Le devolverá el color rosado a tus mejillas.

Se cogió a su brazo y Val pudo notar cuándo su ira se convertía en pesar, sintió cómo se le hundían los hombros de tristeza.

—He dejado al bebé, pero, Valentine, estoy comenzando a preguntarme si no he dejado también al hombre. Jamás le he explicado lo que quería… porque no lo sabía realmente.

—Y yo no estoy seguro de querer saberlo. Vamos, Soph. Podemos caminar hacia la iglesia y asegurarnos de que el piano cascarrabias no ha vuelto a hacer de las suyas. Este condenado clima es duro con los viejos soldados.

—Tú y tus benditos pianos. —Pero dejó que la llevara por las cristaleras que daban a la terraza. St. Just todavía estaba vigilando desde las ventanas y vio cuando Val llevó a Sophie por la terraza. Val sólo movió la cabeza cuando St. Just hizo señas de que volvieran a entrar, todo sin que Sophie se diera cuenta de nada sumida como estaba en la tristeza.

—Es un buen bebé —decía—. Y los Harrad son buenas personas, pero Kit es especial, es único y ellos sólo han educado a niñas.

—¿Has pasado dos semanas con el niño y lo conoces mejor que una experimentada madre de tres hijas?

Sabía que corría un riesgo, pero Val optó por azuzarla antes que consolarla.

—Vim también sabía lo que hacía contigo, hermana querida. La pregunta es, ¿qué vais a hacer vosotros con eso ahora? Me han dicho que vuelve a partir a las Américas y que eso está un poco lejos de la vieja y feliz Inglaterra.

—Te odio.

—Ay, querida, ya lo sé.

Ella comenzó a caminar con decisión junto a él, luego se detuvo de repente, le soltó el brazo e inspiró hondo. Él la rodeó con los brazos y en silencio prometió abandonar su carrera como encantador escolta.

—¿Qué es lo que más duele, Soph? Dímelo.

—Le irás con el cuento a la duquesa y a nuestros odiosos hermanos.

—Yo soy tu único hermano odioso.

Ella asintió.

—Tú eres el peor de una terrible camada. —Estaba dando rodeos, pero una dama tenía derecho a hacerlo cuando le rompían el corazón—. Lo amo.

—Sindal no se ha ganado ese honor… —Se calló de repente cuando Sophie retrocedió y puso los ojos en blanco.

—Quiero decir que amo a Kit, aunque también amo a Vim.

Val bajó los brazos, sintiendo que lo último de paciencia fraternal que le quedaba se le agotaba.

—No es raro entonces que Sindal esté inseguro de lo que piensas de él, Sophie Windham, porque yo mismo estoy confundidísimo. ¿Le has dicho al hombre que lo amas?

—Por supuesto que no.

Val volvió a caminar.

—Entonces, ¿cómo se supone que tiene que saberlo?

—Porque voy a insistir en que se quede con Kit. —Sophie siguió a su hermano con enérgico paso—. Vim necesita a alguien a quien amar y que lo ame, por ello sería estupendo que se quedara con Kit. Ha dicho que había considerado acogerlo en Sidling. La vizcondesa adora al niño y pienso que el viejo Rothgreb también le ha cogido cariño.

Val continuó caminando.

—Has perdido la cabeza. Sindal está a punto de marcharse a un destino desconocido. No puede arrastrar a tu condenado bebé con él.

—Cantidad de niños nacen a bordo. La mayoría de los capitanes comerciales que pueden permitírselo llevan a sus esposas y niños con ellos. Además, si Kit está en Sidling, Vim tendrá una excelente razón para estar en casa más a menudo. A Rothgreb y a su esposa les gustará eso.

—Sophie, yo te quiero, pero ese plan no funcionará: pone a los dos muchachos que pareces amar con todo el corazón a deambular por el mundo sin ti o los pone justo debajo de tus narices, donde puedes mirarlos pero no tocarlos.

Ella negó con la cabeza y continuó caminando con él.

—Muy bien, entonces, ve a visitar a tu «Santo Horror» y explícales a los Harrad que has cambiado completamente de idea, que jugarás a los bolos con la vida de un niño mientras ignoras por completo tus propias necesidades. Yo me voy a enfrentar a un viejo piano mientras todavía me quede cordura.

Se alejó, sin retroceder, y dejó a Sophie en medio del pueblo, con los puños apretados a los lados del cuerpo mientras el clamor de la fiesta de Navidad flotaba en el gélido aire de la noche.

 

 

 

Un hombre no podía aspirar a la condición de hombre a menos que admitiera ante sí mismo que se había equivocado.

Y Sophie lo sabía. Sabía que Vim había pasado más de doce años vagando por el mundo, acopiando los tesoros de la tierra, dejando creer a todos equivocadamente que el duque lo había tratado mal, cuando en realidad…

—Le pido disculpas. —El objeto mismo de su enamoramiento juvenil dio un paso atrás y lo miró con ojos cansados. Louise Holderness Horton sonrió con indecisión.

—Lo conozco, señor, o eso creo.

Él se inclinó hacia adelante y le besó la mejilla.

—Soy Sindal, Louise. Wilhelm Charpentier. Feliz Navidad. —Hizo una reverencia y la dejó de pie allí, bajo el muérdago, con una mano en la mejilla y una sombra de su vieja sonrisa en los labios.

«Y ahora, a lidiar con lo que realmente importa.» Se despidió rápidamente de la anfitriona, cuya serena y madura belleza le recordó demasiado a Sophie.

Sophie, que seguía ausente a pesar de que él había ido expresamente a hacer las paces con ella. Hizo una inspección visual más del lugar y no la vio por ninguna parte, así que mandó pedir su sombrero y su abrigo.

—¿Dónde crees que vas? —Westhaven no consiguió fruncir el cejo de una manera verosímil—. Si no me equivoco, no has saludado a Sophie.

—No lo he hecho y, si eso es lo que ella desea, así será. Discúlpame.

—Realmente te vas. —El cejo fruncido se convirtió en una mueca de desconcierto cuando la mano de Westhaven permaneció en el brazo de Vim.

—Me voy a la casa del asistente del párroco, si quieres saberlo, y luego, si Sophie todavía no quiere concederme una audiencia, me voy a ir a Yorkshire o a cualquier otro lugar donde creáis que podéis ocultarla.

—¿Qué hay en la casa del asistente del párroco?

—No es un «qué», es un «quién». El amor de la vida de Sophie, que debería al menos estar con ella si no va a permitir que sea yo quien esté con ella. Feliz Navidad, Westhaven.

Se deslizó por la puerta y se decidió a ir andando. Era una distancia corta hasta el pueblo y necesitaba tiempo para aclararse la cabeza.

 

 

 

—¿Adónde iba Sindal? —gruñó St. Just.

—No estoy seguro, pero ha mencionado la casa del asistente del párroco. —Westhaven frunció el cejo—. Sonaba un poco como si hubiera tomado algo del ron blanco de Deene, pero sólo bebió un trago con el duque.

—¿Ahora el duque también está involucrado?

Los hermanos intercambiaron una mirada y hablaron al unísono:

—Vamos.

 

 

 

Vim componía un discurso, tras haber fracasado por completo con su nota para Sophie. Buscó una manera de explicarles a los Harrad que le gustaría recuperar al bebé, que muchas gracias, pero Sophie Windham amaba al niño y él deseaba que tuviera a las personas y las cosas que amaba.

Y si conseguía superar aquel obstáculo sin caer de bruces podría, con una disculpa a mano, señalarle a la dama que un muchachito podía usar la influencia de un hombre.

Era un plan débil, pero tenía la ventaja de ahorrarle varios viajes a West Riding en lo más crudo del invierno. Seguramente ella vería lo bueno que era aquello.

—¿Vim?

Él se detuvo en seco. Allí estaba ella, en medio del césped, ni a cinco metros de distancia, resplandeciente vestida de terciopelo a la luz de la luna.

—Sophie. ¿Por qué no estás en la fiesta?

Ella lo miró durante tanto tiempo que él pensó que quizá no lo había escuchado. Pero entonces soltó un suspiro y pareció empequeñecer.

—Voy a buscar a Kit para llevarlo contigo.

«¿Qué?».

—¿Por qué harías algo así?

Su sonrisa era lánguida. No era una sonrisa que le hubiera visto antes y le rompió el corazón.

—Porque es lo correcto —dijo ella, frotándose los brazos con las manos—. Es lo correcto para ti y es lo correcto para Kit. Yo no puedo educarlo… lady Sophie y todo eso. Puedo hacer mis obras de caridad pero no puedo de ningún modo tener a un niño para educar. Lo comprendo.

—¿Podemos hablar de esto?

Ella levantó la barbilla.

—No querías hablar conmigo en la fiesta.

Las notas de una vieja obra de Handel llegaron flotando por encima de los sonidos de la reunión de Moreland. Era la misma nana pastoral que Sophie le había cantado a Kit días atrás, pero esa vez estaba interpretada apacible y habilidosamente en el piano de la iglesia. La música era tranquilizadora, pero también era triste.

—Tu padre tenía algo que explicarme, Sophie. Te pido disculpas si te ha parecido que te evitaba. —Pero ella era la que lo evitaba, de pie allí, intentando no temblar en el gélido aire de la noche—. ¿Podemos ir a algún lugar donde sentarnos? Porque quiero hablar contigo, lo quiero desesperadamente.

—Vas a quedarte con el bebé —aseveró, mirando el césped—. Mi hermano es un idiota.

No estaba seguro de a cuál de sus hermanos se refería.

—Si tú lo dices… A mí todos ellos me parecen agradables cuando no están amenazando con darme una paliza.

Ella frunció el cejo.

—¿Todavía te amenazan?

—Últimamente, no. —La cogió por el brazo y comenzó a caminar en dirección al sofisticado porche de los Harrad—. No me parece que pueda asumir la responsabilidad del niño, Sophie. No en mis circunstancias actuales.

—¿Porque te vas a China?

—Se suponía que me iba a Baltimore. —Y ella se iba a Yorkshire, por el amor de Dios.

—Donde sea. Los niños generalmente no tienen problema para viajar, en especial cuando son tan pequeños como Kit. Además, no puede quedarse con los Harrad. Son personas decentes, pero ha sido una tontería por mi parte pensar que unos desconocidos lo amarían como nosotros.

—¿Así que amas a Kit?

Ella se detuvo al pie de los peldaños de los Harrad.

—Así es. Creía que tú también y que estás en condiciones de mantenerlo. Voy a ser obstinada en defender mi propuesta.

—Formidable amenaza, querida, pero yo también estoy preparado para ser obstinado. ¿Sabes de qué quería hablar conmigo tu padre con tanta urgencia?

Esta vez, cuando ella lo miró de arriba abajo, Vim tuvo la sensación de que realmente lo veía.

—Papá es propenso a los comienzos excéntricos. No confía en nadie que yo conozca, excepto, posiblemente, en la duquesa.

La creía. Creía que no tenía más idea de quién había participado en la gran humillación de Vim todos aquellos años de la que él mismo tenía. A esas alturas, entonces, el duque y probablemente también sus hijos, le habían guardado las espaldas a Vim.

—Es una noche de revelaciones. ¿Podemos sentarnos?

No había dónde sentarse, como no fuera el humilde porche de madera de los Harrad. Él se sentó en un banco de madera y dio una palmada en el espacio que quedaba su lado.

—Deja que te abrace, Sophie. Hace demasiado frío para estar de pie por orgullo y tenemos un dilema que resolver.

Ella se sentó y dejó escapar un suspiro de alivio.

—¿Cuál es nuestro dilema? —Ella podría haberse sentado un poco más cerca de él o podría haber intentado ponerse cómoda en el duro asiento de madera.

—Si Kit ha de tener el mejor comienzo posible, necesita dos padres que lo amen y que cuiden de él.

Ella se concentró en algo a la distancia, como si intentara ver las notas que su hermano tocaba y que flotaban en la helada oscuridad.

—No puedo ser su madre y su padre, ni tú tampoco.

—Sugiero algo un poco más convencional. Tú serás su madre; yo, su padre.

La solución era convencional en extremo: un bebé, una madre y un padre. Era la forma de agruparse más prosaica en la historia de las especies. Sin embargo, el lento latir del corazón de Vim era extraordinario. Luchó por hablar con firmeza sobre sus latidos.

—Te debo una disculpa, Sophie Windham.

Ella cerró los ojos.

—Estás hablando en clave, señor Charpentier.

No le dijo milord, ni barón, ni Sindal.

—Vim. Soy Vim para ti y comenzaré con la disculpa. Cuando estábamos en la ciudad…

Ella negó con la cabeza.

—Eso era entonces, esto es ahora. Ese tiempo fue sólo un tonto deseo de mi parte y conseguimos hurtar ese tiempo para nosotros a pesar de que el buen juicio indicaba lo contrario. Si vas a pedirme disculpas por lo que pasó allí, no lo aceptaré.

Él pensó que se pondría en pie y se marcharía y eso sería algo que no podría soportar. No otra vez, ni nunca más. No, por él, ni por el niño. Encontró su mano y la cogió entre las suyas.

—Entendiste que te ofrecía un sórdido acuerdo antes de que marcháramos de la ciudad.

Ella ocultó la cara entre las rodillas.

—¿Debemos hablar de esto?

—Yo debo. —Era su única esperanza real, ofrecerle la verdad y rogar porque fuera suficiente—. No te equivocabas.

Ella levantó la cabeza.

—¿No?

—Te ofrecía cualquier acuerdo que aceptaras. Matrimonio, preferiblemente, pero también cualquier cosa por debajo de eso. Te ofrecía cualquier cosa y todo lo que tenía para poder ocupar un lugar en tu vida.

—No. —Ella luchó por liberar su mano y se encorvó sobre sí misma—. Estabas siendo cortés u honorable… te movía algún motivo que en modo alguno puede satisfacer a una mujer que, por lo demás, tras recibir esa propuesta matrimonial te vería embarcar y partir a ultramar. Eso no era lo que había deseado en absoluto.

—Dime qué era lo que deseabas, Sophie. Dímelo, por favor.

—Quería… —Hizo una pausa y se llevó el dorso de la mano a la mejilla—. Deseaba tener mi propia Navidad. Deseaba un hombre que me cuidara y que estuviera a mi lado, sin importar que un inoportuno bebé me acompañara. Un hombre que me amara, que amara a nuestros niños y que hiciera conmigo el viaje de la vida. Yo deseaba esas cosas y luego apareciste tú y deseé…

—¿Qué deseaste, Sophie?

—Deseé que tú fueras un regalo de Navidad y deseé pasar el resto de mis Navidades contigo.

Él se preguntó si aquellos pastores de antaño, en las lejanas laderas, habían oído el batir de alas de los ángeles, pero pensó que no había nada más celestial que el latir de sus propios corazones, palpitando con esperanza, admiración y dicha.

—Feliz Navidad, lady Sophie. —Le enmarcó la cara con las manos y la besó lentamente y con veneración—. Sé mi regalo de Navidad, el mío y el de Kit, para siempre jamás.

Ella le rodeó las muñecas con los dedos e intentó alejarle las manos cuando le rozaba las húmedas mejillas con los pulgares.

—No puedo —dijo—. No es suficiente que a los dos nos importe el niño, ni que tú me importes a mí.

La besó, la besó para silenciarla, la besó para reunir coraje.

—Entonces deja que sea suficiente el hecho de que te amo, amo al niño y te amo a ti, y siempre os amaré. Por favor, te lo suplico, deja que eso sea suficiente.

Ella retrocedió y lo observó y él no pudo evitar que las palabras se formaran en su boca.

—No quiero ir a Baltimore, no quiero dejar que mis tíos se ocupen de cosas de las que debería ocuparme desde hace años y no quiero evitar a mis vecinos por un triste contratiempo que sucedió hace muchos años. Yo también tengo mis deseos, Sophie Windham.

—¿Qué es lo que deseas?

—Un lugar en tu corazón. Un lugar permanente. Deseo que mis hijos te tengan a ti como madre. Deseo que los idiotas de tus hermanos sean tíos que adoren a nuestros niños y que tus hermanas sean las tías que los malcríen desvergonzadamente. Deseo crear un hogar contigo para nuestros hijos, donde tus padres puedan venir a visitarnos y criticarnos por ser demasiado indulgentes con nuestros hijos. Quiero un regalo, Sophie Windham: un futuro contigo. Ése es mi deseo de Navidad. ¿Puedes concedérmelo?

El espontáneo recital de lord Valentine llegó a su fin cuando Vim formulaba su pregunta y el silencio llenó el aire.

—Por favor, Sophie…

Vim estaba de rodillas en la gélida oscuridad y se acercó a ella. Extendió los brazos y ella, gracias a Dios y a los ángeles del cielo, se entregó a él.

—Sí. Sí, señor Charpentier, seré tu regalo de Navidad y tú serás el mío, y Kit nos pertenecerá, y nosotros a él, y mis herman…

Él gimió de placer mientras la abrazaba y, en ese momento, sobre la iglesia, se oyó una nueva interpretación de Valentine: una vivaz y atronadora tonada:

—«Porque nos ha nacido un niño, se nos ha dado un hijo… se nos ha dado un hijo».

Sophie no podía decir cuánto tiempo había permanecido en los brazos de Vim, en los tristes peldaños fríos. La primavera podía haber llegado y haberse ido y ella todavía seguiría invadida por la dicha, el alivio y la esperanza.

Sobre todo por la esperanza.

—¿Estás molestando a nuestra hermana?

Sophie levantó la cabeza y miró por encima del hombro de Vim. Valentine, Westhaven y St. Just estaban a menos de tres metros de distancia y ella ni siquiera los había escuchado. Éste formuló la pregunta con ese tono particularmente calmado que significaba que podía perder los estribos en cualquier momento.

Vim la ayudó a ponerse en pie y mantuvo un brazo rodeándole los hombros.

—No me estaba molestando. Si vosotros tres no podéis diferenciar entre un hombre que molesta a una mujer poco dispuesta y uno que está besando a su prometida, entonces lo lamento mucho por vuestras esposas.

La expresión de St. Just no cambió, aunque Valentine sonreía de oreja a oreja y Westhaven también le sonreía.

—¿Y qué hay del niño? —preguntó St. Just—. Sindal, ¿tus buenas intenciones también incluyen al niño?

Vim apretó el brazo alrededor de ella.

—Por supuesto que sí. —Había una combinación de ferocidad y dicha en su tono, por lo que Sophie no pudo evitar una sonrisa.

—Eso es una suerte —aseveró St. Just, caminando hacia ellos—. Entonces querréis esto. —Sacó una hoja de papel del bolsillo del abrigo y se lo entregó a Vim, que ni siquiera lo desplegó.

—¿Qué es?

Los dientes de St. Just brillaron en la oscuridad.

—El recibo de venta de la yegua y su futura progenie.

Vim miró a Sophie, pero ella no tenía ni idea de lo que estaba haciendo su hermano y estaba demasiado feliz como para que le importara.

—Es para el muchachito —dijo St. Just—. No puedo llevarme a la yegua al norte en su condición actual y no quiero tener que volver al sur en el próximo otoño, ¿no es así?

—Supongo que no.

Valentine se aclaró la garganta.

—Lo último que necesito es otro violín. Cuando esté restaurado, los virtuosos pagarán por usarlo en sus conciertos. O, dado su nombre, el bebé podrá crecer con algunas aficiones musicales.

Vim parecía un poco contrariado.

—¿Un violín?

—Es muy dulce por tu parte, Val. —Sophie le rodeó la cintura con un brazo—. Lo aceptamos en nombre de Kit.

—¿Suponéis que podéis mantener una tienda de dulces en fideicomiso para él? —Westhaven parecía demasiado alegre para hacer la oferta—. Siempre seré su tío favorito si lo hacéis y sus primos lo tendrán en particular estima. Quizá también le sea útil a la hora de cortejar…

—Eso es diabólico —protestó Valentine, frunciendo el cejo con ferocidad.

—Es «ducal» —agregó St. Just—. Digno del viejo en persona, Westhaven, y no muy bueno por tu parte.

—Aceptamos —dijo Sophie, sonriéndole a su hermano más querido—. ¿No es así?

—Por supuesto que sí —convino Vim—. Pero antes de que nuestro hijo tenga el futuro tan asegurado, creo que debería tener otra pequeña conversación con el duque.

—Me disculpan, milord, milady. —El señor Harrad estaba en la puerta de entrada de su casa, con su delgado cuerpo exudando cierta timidez—. He oído voces… mi esposa y yo esperamos poder hablar con lady Sophia y lord Sindal pronto.

—Os dejaremos —dijo Westhaven, dando un paso adelante para besarle la frente a Sophie—. No te quedes afuera mucho tiempo con este frío. Sindal, bienvenido a la familia.

—Bienvenido —repitió Valentine—, pero como le des a Sophie un solo disgusto, estaré encantado de crujirte los huesos. —Besó a su hermana en la mejilla y retrocedió.

—Y luego yo te invitaré a otro asalto —añadió St. Just, extendiéndole una mano a Vim y dándole un abrazo a Sophie—. Me enviarás al muchacho cuando esté en edad de aprender a montar a caballo.

No era una petición, sino una orden. Las expectativas de los hombres con respecto a su futuro sobrino sería motivo de controversia. Así, mientras se alejaban en dirección a Moreland, los tres hermanos ya iban discutiendo sobre quién le enseñaría al niño a montar, a bailar, a coquetear, a disparar…

Sophie los contempló desaparecer en la noche con un particular dolor en el pecho pero se dio cuenta de que tenía un asunto más que concluir antes de poder llevar a Vim a casa con su familia.

—Señor Harrad, ¿sería éste un buen momento para hablar?

Él miró a Sophie y luego a Vim, mostrándose tímido y cansado.

—Tan bueno como cualquier otro.

 

 

 

—El muchacho aguantó todo el servicio sin decir ni pío.

Vim miraba al duque, Percival, duque de Moreland, sonreírle al bebé que tenía en brazos.

—¡Sin decir ni pío, mi amor! No puedo decir lo mismo de mis propios muchachos.

—Ni de ti mismo —dijo la duquesa por lo bajo desde su lugar junto a su esposo en el carruaje ducal.

Vim intercambió una mirada con Sophie, que pasó desapercibida para los duques, concentrados como estaban con los ojos clavados en Kit.

—¿Sabes, Sindal? —El duque no levantó la vista del niño—. Tu abuelo y yo hablábamos de una unión entre tú y una de mis niñas. Él lo aprobaba. También aprobaría a este pequeño.

La duquesa, a su vez, le hizo una pregunta a Sophie.

—¿Cómo habéis conseguido que la señora Harrad aceptara separarse de él?

—No hizo falta. —Sophie deslizó una mano junto a la de Vim y él continuó con las explicaciones.

—La señora Harrad está otra vez esperando un hijo —dijo Vim—. No se lo había dicho a su esposo cuando él accedió a acoger a Kit.

—Así que las cosas se han solucionado para todos —dijo el duque, rozando su nariz ducal en la mejilla del bebé—. Tiene mis ojos, Esther.

—Percival Windham, por el amor de Dios.

Pero el duque estaba de excelente humor y antes de que Vim ayudara a Sophie a apearse del carruaje, él ya había hecho una lista de pequeños municipios en los que Kit podría aspirar para un asiento en la Cámara de los Comunes.

—¿Vendrás al estudio para tomar una copa conmigo, Sindal? —El duque todavía tenía en brazos a Kit que sonreía y balbuceaba como si él y el aristócrata fueran antiguos compañeros de armas.

—Mi tío aguarda mi compañía en Sidling, su gracia. Quizá en otro momento…

—Nos veremos para la cena, entonces —dijo la duquesa—. Me atrevería a decir que el duque me permitirá al menos que le dé de comer al niño en algún momento de la tarde.

—Por supuesto que puedes darle de comer —respondió el duque—. Pero ahora viene a tomar un trago conmigo al estudio. Vamos, Esther, el niño no debe estar fuera con este frío, en especial cuando parece que en cualquier momento comenzará a nevar otra vez. —Emprendieron el camino hacia la casa, dejando a Sophie y a Vim de pie en el camino.

—¿Llegarás a tiempo para cenar esta noche?

—Asumiendo que mi tío me permita abandonar Sidling. Ahora que sabe que viviré principalmente allí, aparece con toda clase de proyectos e ideas que requieren largas discusiones.

Y, para sorpresa y placer de Vim, disfrutaba de aquellas discusiones.

—Tengo muchas ganas de ver tu propiedad en Surrey. —Sophie deslizó una mano en la suya y comenzó a caminar con él hacia los establos—. El cielo no parece prometer nada bueno.

Cuando llegaron a la relativa privacidad del pasillo del granero, Vim ofreció a los caballos el espectáculo de un hombre besando a su prometida con una concentración casi desesperada. Cuando consiguió dar un paso atrás, la reservada sonrisa que jugaba en los labios de Sophie le hizo pensar que sólo un buen chapuzón en el helado abrevadero de los caballos podría atemperar sus ansias.

—Estaré aquí para la cena y mañana por la mañana para salir a dar un paseo a caballo contigo. Si hace mal tiempo, podemos hornear pan o escuchar a tu hermano tocar el pianoforte.

A ella se le borró la sonrisa y apoyó la mejilla sobre el pecho de Vim.

—Se irán pronto, los tres. Han prometido a sus esposas que estarían en casa para la Noche de Reyes.

—Vendrán para la boda. —Vim deseó que así fuera. Sophie no había decidido una fecha, y él tampoco la había presionado para que lo hiciera, aunque el día de mañana era un buen momento para él. Aquella misma tarde, de hecho, le parecía incluso mejor.

Sophie le acarició el pecho con la mano.

—Será mejor que te vayas. Tengo que rescatar a Kit de mi padre, no sea que terminen los dos bebiendo brandy. Mamá no me lo perdonará si el niño es una mala influencia para el duque.

Kit era una maravillosa influencia para el duque, pero Vim captó la indirecta. Cuanto antes partiera, antes regresaría a Moreland. Besó otra vez a su prometida, montó y cabalgó en el frío aire de la tarde.

Cuando llegó a Sidling, no sólo su tío sino también su tía lo aguardaban en el despacho. Tenían planes, al parecer, para una recepción en la galería de los retratos para celebrar el compromiso de Vim. Y mientras Vim miraba el reloj y el cielo cubierto, y su tío hablaba sin descanso sobre la próxima noche de luna llena o de la noche siguiente, pequeños copos de nieve comenzaron a bailar en el aire.

 

 

 

—Tu pretendiente ha venido a pesar de este tiempo infernal. —Evie Windham mantuvo la voz baja, lo cual era un acto de piedad porque, con tres hermanos en la casa y siendo Sophie la primera hermana en comprometerse, la situación era ideal para bromear.

—No creo que se quede mucho tiempo. —Aunque, con la forma en la que había comenzado a nevar, Sophie deseó que se quedara al menos hasta la mañana siguiente.

Evie parecía que iba a ser la primera en bromear cuando el duque se acercó a sus hijas.

—Si voy a perder a mi querida Sophie por los encantos del heredero de Rothgreb, al menos debo insistir en acompañarla a cenar, ¿no es así?

Evie dio una palmada en el brazo a su padre.

—Por supuesto y debes protegerla de nuestros hermanos, que se han tomado la libertad de ofrecer consejos sobre cómo educar a niños varones, aunque entre los tres no tienen ni un año de experiencia en el asunto.

El duque sonrió.

—Han heredado esta propensión a dar consejos sin garantía de su madre.

—Por supuesto que sí, papá. —Evie salió, brindando a Sophie la oportunidad perfecta para hacerle un par de preguntas a su querido padre, preguntas que quería asegurarse de que no oyera nadie, ni un hermano, ni una hermana, ni una duquesa siquiera.

Y si las preguntas habían alterado al duque no se notó durante la cena.

—No debemos dejarte a merced del clima esta noche, Sindal. Ya lo has hecho muchas veces cuando cortejabas a nuestra Sophie y es demasiado para la paz mental de un anciano.

—¿Barón? —La duquesa le dirigió una sonrisa a Vim, sentado al lado de Sophie—. ¿Será posible que lo convenzamos de aceptar la hospitalidad de Moreland? No me gustaría tentar al destino, pidiéndole que viaje en medio de una tormenta que es cada vez más intensa.

Sophie deslizó la mano desde donde la tenía apoyada, sobre el musculoso muslo de Vim, por debajo de la mesa. Le apretó su creciente erección, con suavidad pero con firmeza.

—Estoy encantado de aceptar una propuesta tan amistosa, sus gracias. —Su voz sonaba un poco tensa y probablemente era por eso que Sophie escuchaba con tanta atención—. Mis tíos me han aconsejado que permaneciera aquí si el tiempo se ponía peligroso.

Él apoyó una mano sobre la de ella, dándole a sus dedos, y a sí mismo, otro pequeño apretón mientras decía la última palabra.

Luego, maldición, la duquesa hizo una señal para que las damas se pusieran en pie y se reunieran con ella para tomar el té en el salón, mientras los hermanos de Sophie comenzaban a intercambiar el tipo de sonrisa que aseguraba que Vim no se retiraría hasta al cabo de varias horas.

Sophie mantuvo una expresión plácida, incluso cuando Evie le guiñó un ojo, Maggie puso los ojos en blanco y la duquesa mandó pedir licores en vez de té.

 

 

 

Sólo saber que Sophie estaba al otro lado del pasillo —la habitación de Vim estaba en el ala de la familia— era tanto un placer como una tortura. Quería ir hacia ella, pero Dios sabía qué hermano, hermana o padre podía encontrarse Vim en el camino.

Suspiró y, por vigésima vez desde que se había retirado al dormitorio, dio vueltas en la vasta cama cuando un lento crujido llegó a sus oídos. El crujido se repitió: era una puerta que se abría y se cerraba.

Notó un perfume, una fragancia floral y fresca, que comenzaba a adorar.

—Sophie Windham, has desarrollado una deplorable afición a colarte en los dormitorios de los caballeros.

—Y también voy a colarme en tu cama —dijo, abriendo las cortinas de la cama—. Hace frío aquí fuera.

Intentar apelar severamente al decoro era una completa pérdida de tiempo, mientras Sophie se desprendía de la bata, la lanzaba a los pies de la cama y se quitaba el camisón por encima de la cabeza.

—No puedo permitir que pilles un resfriado. —Abrió las mantas y se reprendió por suplicar desvergonzadamente que la boda tuviera lugar cuanto antes. Sólo el buen Dios podía otorgar tantas tormentas de nieve providenciales a un hombre y su prometida.

—Creo que prefiero pillar a mi esposo durmiendo. —Ella se acostó junto a Vim, por cada uno de sus poros exudaba feminidad. Él le rodeó los hombros con los brazos para apretarla contra sí y suspiró.

—Supongo que, siendo una mujer en vísperas de su matrimonio, has venido aquí a hablar, ¿me equivoco? —Intentó no sonar muy repelente, pero los hermanos de ella le habían hablado largo y tendido acerca de la necesidad de una mujer de hablar en privado con su esposo y de su derecho a hacerlo.

Sophie le acarició el abdomen desnudo.

—Por supuesto que he venido a hablar. Me encanta hablar contigo.

Él llevaría la conversación al asunto de la fecha de la boda, entonces. Hacer que aquella situación lo favoreciera mientras intentaba no aprovecharse de la hospitalidad de Moreland. Y además, ¿quién sabía adónde podía llevar la conversación?

Sophie le subió la mano por el pecho, luego le resiguió el esternón hasta el ombligo.

—He venido a hablar porque las tormentas de nieve no son un medio muy fiable de conseguir tiempo con la persona que uno ama. —Movió la mano hacia abajo y la cerró suavemente alrededor de la rígida erección de Vim—. Pero no he venido aquí solamente para hablar.

 

 

 

—Ha dejado de nevar. —El duque cerró la cortina y se volvió para mirar a su esposa, sentada al escritorio.

Ella apoyó la pluma y su semblante no dejaba entrever cuál era su estado emocional, aunque su marido notó las sombras en sus ojos.

—Entonces supongo que los muchachos viajarán pronto.

—Y en la primavera, podemos ir a visitarlos. —Cruzó la habitación y se agachó para atizar el fuego—. Inspeccionaremos la casa de Sindal en Surrey, pasaremos a ver a Westhaven y Amery, no vaya a ser que la pequeña Rose se sienta ignorada por sus abuelos, nos dirigiremos a Oxfordshire para visitar a Val y a Ellen y luego bajaremos a West Riding, si quieres.

Ella asintió. Un hombre propone pasar semanas de excursión por el campo importunando a un hijo tras otro y la esposa sólo asiente… Extraño.

—Esther, ¿hay algo que te preocupe?

—No. —Se puso en pie y fue hacia la cama, la cama donde habían concebido a sus hijos y donde se habían reconciliado de las cada vez menos frecuentes peleas—. Ven, siéntate conmigo, esposo.

«Esposo.» Raramente lo llamaba así, casi nunca delante de otros. Se sentó con ella y le cogió la mano.

—Dime, esposa. No puedo permitir que algo te preocupe mientras me quede aliento.

—Nuestra querida y sensata Sophie, la hija por la que jamás imaginamos tener que preocuparnos…

—Nos preocupamos por cada uno de esos condenados, si me permites la palabra.

—Así es, pero nuestra Sophie, por quien no nos hemos preocupado tanto, esa Sophie… —Se volvió y apoyó la cara en su hombro, lo que le provocó al duque un escalofrío de incomodidad. Esther era la mujer más buena sobre la tierra del Señor, pero cuando se trataba de la familia, no era ni sentimental ni cobarde.

—Háblame de Sophie, Esther.

—Ha vomitado después del desayuno. Otra vez.

El duque le rodeó los hombros a su esposa y le besó el cabello, principalmente para ocultar su sonrisa.

—Todo irá bien, Esther. No tienes que preocuparte. Sophie es una Windham. Por supuesto, ha incurrido en ciertas libertades con su prometido. Probablemente ha heredado esa tendencia de su madre.

La duquesa se irguió y frunció el cejo.

—¿No estás enfadado? ¿No vas a desafiar a duelo a Sindal ni les echarás la bronca?

—No lo haré, no cuando nuestro propio matrimonio comenzó en circunstancias similares… y mira lo bien que nos ha ido. Ven a la cama. Si el tiempo ha mejorado realmente, entonces el jinete no debería tener problemas para regresar de la ciudad cuanto antes.

Ella se metió debajo de las mantas y se arrellanó entre sus brazos, igual que lo había hecho casi cada noche de su vida de casada.

—¿Y qué jinete sería ése?

—El que procurará la licencia especial que Sophie me ha pedido que obtuviera con toda la urgencia posible. He enviado al pobre mensajero con este tiempo con nada menos que mi mejor botella de whisky para que se apresurara.

La duquesa suspiró y se acercó un poco más a él.

—Feliz Navidad, Percival. Te amo.

—Feliz Navidad, duquesa. Y yo te amo a ti.

 

 

 

—Hablaremos más tarde, entonces. —Vim se movió para quedar en cuclillas sobre Sophie, con su erección rozándole la barriga—. Ahora, volveremos a anticipar nuestros privilegios maritales una vez más, a menos que salgas por esa puerta en este instante, Sophie Windham.

—Tu entusiasmo por esos priv… ¡Por el amor de Dios! —Ella suspiró cuando él la besó, le acarició el pelo con la mano e inclinó las caderas de manera incitante contra él. Sophie ya lucía uno de los anillos de los Charpentier y una parte de Vim había esperado que, con el compromiso oficial, sus ansias por su esposa se aplacaran y llegaran a algo más cercano al cariño, algo que admitiera la compostura y el decoro, servicios religiosos y comidas familiares que no parecieran durar días.

Era una vana, estúpida esperanza. Cuanto más la amaba, más deseaba hacerle el amor.

—Señor Charpentier, ¿por qué te muestras tan paciente justo cuando yo estoy desesperada porque seas impulsivo? —Sophie ronroneó la pregunta a su oído, lamiéndole el lóbulo de la oreja, luego metiéndoselo en la boca y mordiéndole con bastante fuerza como para tentar a Vim a que liberara los impulsos que quería provocar.

—Me comporto así —gruñó él mientras le tocaba el sexo con su miembro—, porque soy considerado con tu placer, Sophie.

—Tanta consideración normalmente me hace gritar y gemir, y… —Sophie lo cogió por el pelo y se ayudó de la presa para levantar la cadera hasta un ángulo más cómodo—. Me encanta anticipar los privilegios del matrimonio con un hombre tan considerado.

También le encantaba hacer el amor con él, algo que Vim había llegado a apreciar en sus pocos pero apasionados encuentros. Sophie Windham era una dama, pero también era una mujer enamorada de su futuro esposo.

Él se hundió lentamente en su anhelante calor y el placer de aquello casi lo enloqueció.

—Basta, Sophie. —Fue más lento para que ella entendiera lo que decía, pero eso únicamente permitió que ella usara sus músculos internos para hacer más presión sobre su miembro—. Por el amor de Dios, vas a castrarme.

—Quizá durante diez minutos. —Ella marcó un ritmo que hizo que Vim decidiera destrozar y hacer crujir la vieja cama. Cuando ella comenzó a emitir unos delatores gemidos desde lo profundo de la garganta, él renunció y dejó que la pasión los consumiera. No era su imaginación tampoco. Mientras se conocían más el uno al otro como amantes, a medida que cada uno descubría las partes sensibles y las preferencias del otro, el placer se hacía cada vez mayor. Él llegó a desear el rugido en sus oídos y el ardiente placer que explotaba en sus genitales y le recorría el cuerpo todas y cada una de las veces que hacían el amor.

Cuando Vim se sobrepuso a sus jadeos y quedó saciado, cuando ella le dejó las huellas de sus uñas en la espalda, levantó la cabeza para mirar la habitación.

—En serio, debes dejar de abordarme así, Sophia. Voy a tener que insistir en que nos casemos en Año Nuevo, si no queremos que nuestro próximo hijo nazca prematuro.

—Año Nuevo es una fiesta adorable… o la Noche de Reyes. —Sonaba tan satisfecha que Vim no pudo evitar sonreír.

—Quédate quieta. Tengo que pedirte que te atengas a una fecha, milady, si tengo que compartir una cama contigo. —Abandonó su cuerpo sabiendo que sus ojos lo perseguirían mientras salía de debajo de las mantas.

Cuando regresó a la cama tan desnudo como Dios lo trajo al mundo, su prometida le había obedecido, por una vez, y había permanecido boca arriba, con un rosado rubor borrándose de sus mejillas.

—Estás cansada —señaló él, sentándose en el borde de la cama—. Creo que estabas dormitando durante el sermón del párroco también.

—Con los ojos cerrados es como mejor venero la sabiduría que imparte. No me hagas cosquillas o de lo contrario tendré que vengarme de ti.

Le limpió con delicadeza las partes íntimas, deseando haber encendido más velas.

—Me encanta cuando te vengas de mí y ¿me parece a mí o has mencionado que debes aguardar diez minutos hasta que recupere mi vigor masculino? Seguro que era una exageración para provocarme.

—Para inspirarte. —Levantó las mantas para que pudiera volver a meterse en la cama con ella.

—Vas a adorar la casa de Surrey, Sophie. No estaremos lejos de Westhaven, pero si tiene intención de visitarnos antes de febrero, tendré que devolverle su condenada tienda de dulces otra vez.

Vim no permitiría que echara de menos a sus hermanos. Había estado mal por parte de ellos no haberle prestado atención durante tanto tiempo, pero ahora tendría a un esposo que sabía todos los secretos para viajar por el reino, aunque recalaran en Sidling.

—Abrázame, por favor. —Ella le cogió un brazo y se lo puso en la cintura para enfatizar su petición y Vim se preguntó si había en la Tierra algún placer más grande que acurrucarse con ella.

—¿Te quedarás dormida sobre mí, señorita Windham?

—No, pero me permitiré un intervalo de quince minutos para hablar contigo en privado.

—Cinco minutos. —Le apoyó las manos abiertas en los pechos, esos pechos maravillosamente sensibles, y la oyó suspirar de placer.

Él no estaba alarmado porque hubiera algo que ella quisiera discutir. Cuando ella aceptó su corazón, Sophie Windham también se había ganado su confianza, pero sí tenía un poco de curiosidad.

—¿Por qué necesitamos privacidad, mi amor? —Él se apoyó en un codo para ver cómo aquella expresión de cariño le suavizaba predeciblemente las facciones. La usaba con desvergonzada frecuencia para su propio placer, pero también para el de ella.

—Tengo algunas preguntas para ti.

Sonaba muy seria. Él le quitó el pelo de la frente con el pulgar.

—Te responderé lo mejor que puedas.

—Sabes cambiar pañales.

—Así es.

—Sabes cómo alimentar a un bebé.

—En general, sí.

—Sabes cómo bañarlos.

—Eso no es complicado.

Ella permaneció en silencio y la curiosidad de Vim creció cuando Sophie se acostó boca arriba para mirarlo casi con solemnidad.

—Le he pedido a mi padre que nos procure una licencia especial.

Él se había preguntado por qué no se habían pronunciado las amonestaciones, pero no había cuestionado la decisión de Sophie.

—He supuesto que era para permitir que tus hermanos pudieran asistir a la ceremonia.

—¿Ellos? Sí, supongo que sí.

Ella estaba en silencio, algo muy propio de ella para tratar un asunto, así que él deslizó un brazo por sus hombros y le besó la sien.

—Dime, mi amor. Si puedo explicarte mis errores de juventud después de un vaso de ponche de huevo, tú puedes confiarme lo que sea que esté molestándote.

Ella le hundió la cabeza en el hombro.

—¿Conoces los signos que indican que una mujer está embarazada?

Intentó verlo como una mera pregunta, como una consulta objetiva.

—Es probable que se le interrumpa la regla, en primer lugar.

Sophie le cogió una mano y se la apoyó sobre sus turgentes senos, luego se movió, ansiosa por sus caricias.

—¿Qué más?

Pensó en los partos de su madrastra y en lo que había aprendido durante sus viajes.

—Desde el exterior, puede parecer cansada en momentos inesperados —dijo lentamente—. Sus pechos se vuelven más sensibles y puede que necesite visitar el lavabo más de lo habitual.

Ella apoyó la cara sobre su pecho y le pasó una pierna por encima de las caderas.

—Eres un hombre muy observador, señor Charpentier.

Con un aguijonazo de algo parecido a la sorpresa, pero no simplemente sorpresa, Vim volvió a pensar en Sophie dormitando en la iglesia, en sus pechos maravillosamente sensibles, en su repentina partida de la sala cuando se encontraron para cenar.

—Y —dijo él lentamente—, algunas mujeres se marean un poco durante las primeras semanas.

Ella le movió la mano, llevándosela a la boca para besarle los nudillos, luego la apoyó en la parte baja de su abdomen, sobre su vientre.

—Una boda en Año Nuevo será perfecta si la organizamos para el mediodía. Me han dicho que los mareos pasan en unas pocas semanas, amado.

A los oídos de Vim, había algo de sobrecogimiento en aquella simple y suave palabra cariñosa.

La sensación que lo embargó era indescriptible. Una profunda paz, una honda admiración, una insondable gratitud se fusionaba en algo tan trascendente que hacía que el «amor» —incluso loco y apasionado— fuera una descripción insuficiente.

—Si eso te hace feliz, Sophie, la décima parte de lo feliz que me hace a mí, entonces tendremos la mejor Navidad que jamás ha tenido nadie, en ningún lugar, en ninguna época. Te lo prometo como padre de tus hijos, como tu futuro esposo y como el hombre que te ama con todo su corazón.

Ella le rodeó la mandíbula con una mano y lo cegó con su sonrisa.

—La mejor Navidad —dijo ella—. La mejor que nadie jamás ha tenido, en ningún lugar, en ninguna época, hasta nuestra próxima Navidad, con nuestros niños, el año que viene.

No le costó a Vim ni cinco minutos comenzar a celebrar su inminente buena fortuna; de hecho, no le costó ni un minuto. Y Sophie tenía razón: las futuras Navidades de su familia serían las mejores que nadie, nunca, en ningún lugar del mundo jamás había tenido.