Capítulo 4
—HAY pocos consuelos en mi actual estado; no hagas pis en la escalerilla de montar, por el amor de Dios. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —Aethelbert Charpentier, octavo vizconde de Rothgreb, acarició el lomo de su perro con el extremo de su sólido bastón de roble. Hablarle al viejo Jock, no Jacques, era uno de aquellos consuelos y apenas podía permitírselo si el perro estaba de mal humor, vagando por ahí por haber recibido una reprimenda demasiado severa.
Jock levantó la cabeza tras oler su orina y corrió obedientemente al costado del vizconde.
—Como te decía, hay pocos consuelos en mi vida a día de hoy; tú eres uno de ellos, y la señora, predeciblemente, otro.
El perro estornudó.
—Sin ánimo de ofender, viejo muchacho, ninguno de nosotros es lo que solía ser.
Jock se acercó con sigilo a los nevados restos de un crisantemo y levantó la pata, con expresión indiferente mientras obedecía de nuevo a la llamada de la naturaleza.
—Así que meando ahí, ¿eh? Una decisión bastante práctica. —El vizconde echó un vistazo al cielo mientras aguardaba al perro; no había nada malo en la vejiga de Jock, aunque el perro fuera más viejo en años caninos que el vizconde en años humanos.
—Qué tiempo más asqueroso hace en la ciudad —comentó el vizconde mientras continuaban con la caminata—. Debe de ser por eso que mi sobrino todavía no ha llegado. Sus visitas cada vez son más cortas… y eso cuando se digna a aparecer. Alguna gente no conoce el significado de la lealtad familiar, incluso aunque pueda contarse con ellos para que no anden desvelando los secretos de la familia delante de la nobleza.
Si esa pasajera referencia a un episodio pasado le causó alguna impresión, Jock no estaba dispuesto a reconocerla; el suelo helado le ofrecía demasiados olores interesantes.
El viaje a los establos parecía costar más con el paso del tiempo, pero cuando un hombre sentía el frío resuello de sus ochenta años respirándole en la nuca, agradecía poder recorrer aquella distancia con sus propias piernas, a cualquier velocidad.
—Bueno, quizá Wilhelm haya hecho escala al norte, o haya perdido la vida en el mar. Por lo visto, el muchacho no puede tomarse la molestia de escribir, excepto por su condenada contabilidad trimestral.
Jock se detuvo a regar otro arbusto —las habilidades del perro todavía eran prodigiosas en algunos sentidos— y se acercó al vizconde cuando éste se detuvo a orillas del canal de drenaje sobre el que los establos de Sidling se erguían en su avejentado esplendor.
—Noble perro de caza, ¡y un cuerno! —dijo Rothgreb, pasando la mano por la cabeza del animal. Pagaría las consecuencias por no ponerse los guantes antes de salir de casa, pero Essie había salido a pasear otra vez. Con el tiempo amenazando con volverse espantoso, buscarla en los establos se había convertido en un asunto urgente.
—Ve a buscar a la señora —ordenó Rothgreb, moviendo una mano hacia los establos—. Ve a buscar a Essie, Jock.
La bestia subió la colina brincando, agitando las orejas con un entusiasmo más propio de un cachorro. Jock encontraría a Essie donde siempre: sentada en algún viejo baúl en la cuadra, con uno o dos gatos en el regazo, con la expresión serena a pesar de que últimamente salía a pasear sin guantes, sombrero, bufanda o —y eso era lo verdaderamente preocupante— incluso sin capa.
Essie siempre había tenido su propio sentido de la sensatez, lo cual explicaba el que sus hijas y nietas sufrieran de una mayúscula ausencia del mismo.
Pero últimamente…
—¿Milady? —Rothgreb se tambaleó en el pasillo del granero, apoyándose en su bastón por un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad; no estaba recuperando el aliento, por el amor de Dios; los establos no estaban ni a cuatrocientos metros de la casa.
—¿Rothgreb? —Essie se levantó apartando antes con delicadeza a un perezoso cazador de ratones que descansaba sobre ella—. Milord, estáis sin guantes y sin bufanda. Eso no es una buena idea.
—Milady, vos misma estáis sin capa, guantes ni bufanda.
Lo dijo tan amablemente como pudo, pero la mujer estaba correteando por ahí, con un vestido y un chal, a su edad… Una pulmonía podía ser su fin. Ella se arregló el pelo blanco como la nieve, trenzado en una corona.
—Vaya, es verdad. ¡Qué extraño! Ven a saludar a Drusilla, ya que estás aquí.
Ella se deslizó hacia él y lo atrajo de la mano. Se detuvieron en la puerta del cubículo de una elegante yegua gris; Hija de Holandés era la única yegua que el vizconde había decidido hacer criar porque sus potrillos eran bastante espectaculares, igual que lo habían sido los potrillos de su abuela Drusilla.
—¡Qué bonita! —canturreó Essie y sacó un trozo de zanahoria del bolsillo. La yegua se acercó furtivamente y estiró el cuello para coger la golosina de la mano de la mujer.
—Es bonita —dijo el vizconde, observando cómo la mujer, su esposa desde hacía más de cincuenta años, pasaba la mano por el peludo cuello del caballo—. Es hermosa, de hecho, y siempre lo será. Pero no debemos malcriarla, querida. ¿Puedo acompañarte de regreso a casa?
Ella siguió acariciando al caballo y se volvió a mirar a su esposo con severidad.
—Por supuesto que lo harás. No sé en qué estabas pensando al salir sin guantes con este tiempo. Debería darle un azote a ese perro tuyo por permitirlo.
—Sí, deberías, pero ya ha pasado la hora del almuerzo y te he echado de menos, Essie. —Le ofreció un brazo y elevó una plegaria para pedir que llegaran a casa antes de la primavera… o antes de que la Muerte los reclamara.
—¿Tenemos noticias de Vim? —Le cogió el brazo, pero él se apoyaba en ella tanto como ella en él. Essie podía estar un poco desorientada, pero estaba llena de una maravillosa energía.
—¿Cómo dices, querida?
—Vim —repitió ella, hablando un poco más alto—. Wilhelm Lucifer Charpentier, nuestro sobrino y tu heredero.
—Ni una palabra todavía, pero lo espero.
Se tambalearon en silencio un buen trecho; a ambos les costaba desplazarse sobre la irregular superficie. El perro olfateaba por todas partes pero jamás se alejaba mucho de ellos.
—Vendrá —dijo Essie suavemente cuando llegaban a los jardines traseros—. Vim es un buen muchacho; sólo es triste, como lo era Christopher.
—Christopher era algo mucho peor que triste —dijo Rothgreb. Las escaleras se convertían en algo diabólico cuando había nieve—. Essie, ¿te reto a que me ganes a las cartas?
—El ajedrez hará que el tiempo pase más rápido… suponiendo que podamos encontrar el nuestro, el italiano.
Rothgreb miró al horizonte. Si bien su esposa estaba cada vez más perdida con respecto a algunas cosas, tenía la sensación de que también era más astuta que nunca con respecto a otras.
—Si no lo encontramos, podemos jugar al cribbage o a las damas.
Ella resopló y subió los peldaños antes que él.
—A las damas, no. Por el amor de Dios, Rothgreb: es un juego para viejos chochos que ya no pueden diferenciar un peón de un caballo.
—Así es. —Él subió la escalera más lentamente que ella y le cogió la mano cuando llegaron a la terraza. La mano de ella estaba caliente, mientras que la suya, la nudosa mano de un anciano, estaba fría.
—Ven aquí, Rothgreb. Me temo que voy a darle una buena paliza a tu orgullo.
Ella esbozó una sonrisa juvenil y Rothgreb la siguió hacia la casa. No encontraron su ajedrez italiano —él sabía que así sería y sospechaba que Essie también—, pero ella igualmente lo derrotó, como siempre desde hacía décadas, sirviéndose no de su tablero, sino de uno que utilizaban cada día y que habían cedido a los sirvientes.
Sophie se despertó en medio del silencio y la casi oscuridad, con la calidez del cuerpo de Vim cubriéndole la espalda.
—Estás despierta —dijo éste en voz baja, probablemente por respeto al bebé que dormía en la cuna cerca de la chimenea—. En seguida vuelvo.
Le palmeó el brazo y Sophie sintió el movimiento del colchón. Ella debería levantarse también, pero oyó a Vim detrás de un biombo y decidió quedarse donde estaba. Cuando regresó a la cama, él se sentó en el lado opuesto y luego se escabulló bajo las mantas.
—Deberías haber intentado despertarme —dijo él, casi en un susurro—. Muévete, Sophie. Los dos estaremos más abrigados. —Porque ninguno de los dos iba a arriesgarse a hacer ningún ruido intentando encender el fuego, no mientras el pequeño lord siguiera durmiendo pacíficamente.
—He tratado de despertarte dos veces, después he encendido el fuego para que no cogieras un resfriado —explicó Sophie—. Cuando me he dado cuenta de que Kit dormía, me he subido aquí para evitar moverlo a mi habitación y tener que encender otro fuego.
Como si él fuera a creérselo.
Le rodeó la cintura con un brazo.
—Un día más no supondrá ninguna diferencia.
Sophie notó que con aquellas palabras pretendía convencerse a sí mismo, pero ella no necesitaba que la convencieran de nada. El peso que tenía sobre el corazón se aligeró, aunque no desapareció por completo: el día siguiente llegaría demasiado pronto.
—¿Vim?
—¿Cariño?
La dulce palabra, susurrada con adormilada sensualidad, hizo que a Sophie le palpitara el corazón. ¿Eso era lo que hacía la gente casada? ¿Se acurrucaba y hablaba en habitaciones en penumbras, proporcionándose calor mientras intercambiaban confidencias?
—¿Qué es lo que te molesta de volver a casa?
Él se quedó en silencio un largo rato, podía sentir su respiración en la nuca. Sophie pensó que estaba escogiendo sus palabras, decidiendo qué decirle, si es que le decía algo.
—No estoy seguro de qué es exactamente lo que es y eso es parte del problema, pero las cosas que asocio con el lugar no son del todo optimistas, tampoco.
¿Aquello eran…? ¿Sus labios? Una caricia de refilón en su cuello hizo que Sophie temblara a pesar del montón de mantas que la envolvía.
—¿Cuál piensas que es el problema?
Otro beso, más decidido esta vez.
—Mis tíos ya son bastante mayores, el tío Bert y la tía Essie parecen ese tipo de personas inmortales. Siempre cuento con que vivirán eternamente. Tu piel sabe a flores.
Ah, Dios, su lengua… una caricia de su lenta, cálida y húmeda lengua bajo su oreja, como la un gato, pero más suave y más decidida.
—Nadie vive para siempre.
El jugueteo se detuvo.
—Así es, lamentablemente. Mi tía me escribe que una cantidad de reliquias familiares han desaparecido, algunas de ellas valiosas por su coste económico; otras, en cuanto a los sentimientos.
Cerró los dientes con suavidad en la curva de su oreja.
¿Qué era aquello? No estaba besándola, exactamente, ni acariciándole las partes del cuerpo que otros hombres habían buscado a tientas en oscuros rincones; Sophie deseaba que intentara algo más tierno.
—¿Crees que puede haber un ladrón entre los sirvientes?
Él deslizó su lóbulo dentro de la boca y lo succionó brevemente.
—Quizá, aunque el personal es antiguo. Pagamos excelentes salarios, les damos la pensión a aquellos que se jubilan, a aquellos pocos que quieren hacerlo.
—Entonces, ¿hay algún ladrón en el barrio que se aproveche de tus familiares?
Se estaba volviendo casi imposible permanecer pasivamente de lado. Ella quería ponerse boca arriba, besarlo, tocarle el pelo, la cara, el pecho…
—O tal vez algún viejo criado, demasiado trabajador, ha puesto parte de la plata en el lugar equivocado —murmuró Vim junto a su oreja.
—Ya lo descubrirás. —Sophie se movió, tan lentamente como pudo. Se tumbó boca arriba, junto a Vim, y él permaneció de costado, mirándola en la penumbra.
—Debemos abandonar esta cama, Sophie. —Posó la tibia palma sobre su estómago, en una lenta y suntuosa caricia que incluso a través de la tela la dejó deseando más, mucho más.
—Bésame. —Ella entrelazó los brazos alrededor de su cuello y pasó una pierna por encima de las caderas de él y se acomodó contra su cuerpo—. Por favor.
—Que Dios me ayude.
Musitó aquella plegaria contra su cuello mientras le apretaba la ruborizada cara contra él, estrechándola por la espalda. Cuando su boca se fundió con la de ella, Sophie se felicitó por estar acostada porque las sensaciones la mareaban.
Vim, envolviéndola con su cuerpo, tenía una mano rodeándole el trasero para estrecharla más contra su creciente erección. El sabor de él le inundaba la lengua y la sensación de su calor y su fuerza le recorría todo el cuerpo.
El sonido de sus suaves gruñidos la invadió cuando ella le lamió el labio inferior.
Se aferró de su pelo con una mano, intentando acallar cualquier tonta idea de abandonar la cama.
Que abandonara su vida, sí, estaba preparada para aceptarlo… pero no todavía.
—Dios mío, Sophie, tenemos que detenernos.
Se movió para quedar a cuatro patas sobre ella, luego se movió otra vez, encajando su cuerpo entre sus piernas abiertas. Sophie levantó las rodillas y entrelazó los tobillos en la parte más estrecha de su espalda y, antes de que soltara más ridiculeces, ella se levantó y lo besó con toda la frustración y el deseo que la invadían.
—Vim, deseo… —Él la besó antes de que pudiera terminar la frase, la besó pavorosamente. Su lengua adoptó un sinuoso ritmo que enviaba corrientes de calor que se esparcían por el cuerpo de Sophie.
—Sophie, no podemos…
—También podemos. —Era la hija de un duque, capaz de mostrar la misma decisión que un duque. Metió la mano bajo la cintura de sus pantalones, hundió los dedos en uno de sus costados.
—Traviesa… —murmuró Vim, pero no sonó como un regaño. Así que Sophie movió la mano y lo cogió abiertamente por el trasero.
Él empujó su cuerpo contra el sexo de ella, provocándole sensaciones encontradas. Sophie se apretó contra él y mentalmente maldijo la invención de la ropa. Un pequeño gemido consiguió abrirse paso entre la niebla de su excitación.
Vim también debió de oírlo porque se quedó completamente quieto y levantó la cabeza.
—El bebé —dijeron al unísono; Vim con resignación y algo que se parecía al alivio, y Sophie con horror. Se había olvidado por completo de que el niño estaba en la habitación.
—Déjame salir. —Ella le empujó un hombro, lo cual resultó tan efectivo como empujar a Goliat cuando estaba derrumbado en el suelo—. Vim, Kit está despierto.
—Quizá se duerma de nuevo. —El ínfimo dejo de esperanza en su voz era casi cómico.
—Jamás se duerme de nuevo.
—Yo iré a por él. —Le besó la nariz y se levantó, llevándose con él su calidez y un mundo de deseos insatisfechos. Sophie estaba reuniendo valor para retirar las mantas cuando Vim regresó a la cama, con el bebé resoplando suavemente contra su hombro.
—Haz sitio. Nuestro pequeño lord viene a bordo para navegar un poco en su barcaza real.
—¿Está seco?
—El vestuario real está bastante en orden, por ahora. —Vim se subió a la cama y se acomodó de costado, con el bebé apoyado en las almohadas que había entre los dos adultos.
—Tendrá hambre muy pronto —dijo Sophie, cogiendo un pie del niño y sacudiéndolo con suavidad. Kit le sonrió y pataleó alegremente, así que ella lo hizo otra vez.
—Le gusta el cambio de lugar. —Vim sonreía al bebé mientras le hacía cosquillas en la barriga.
A Sophie no se le hubiera ocurrido llevarlo a la cama con ellos; ni hubiera pensado en besar a Vim antes de abandonar la cama.
No se le hubiera ocurrido que podía enamorarse de un hombre porque dejaba de lado su deseo sexual por atender a un bebé, pero mientras observaba cómo éste le sonreía al niño y disfrutaba con él, se dio cuenta de que uno de sus más tercos y desesperados deseos se había hecho realidad: estaba enamorada.
Se demoró unos momentos, escuchando a Vim decirle tonterías al pequeño acerca de la navegación en traicioneras aguas de cojines y mantas, luego salió de la cama y fue a encender el fuego de la chimenea.
Vim escuchó a Sophie murmurar algo acerca de calentar un poco de avena mientras se ponía los calcetines. Había salido hacía un momento, dejando al hombre con su nariz atrapada por un bebé feliz, reanimado y —gracias al cielo— seco.
Colocó al niño sobre su pecho; era un pequeño y tibio consuelo en una situación que de otro modo se hubiera vuelto repentinamente inhóspita.
—Préstame atención, joven Kit.
—¡Gah! —Kit pasó otra manita por la nariz de Vim.
—Buscaré compensación si insistes en este asunto de atrapar narices.
Kit dio un sordo golpe en el pecho de Vim y se levantó, con una enorme sonrisa.
—Adelante, sonríe, pequeño demonio. ¿Sabes por qué la aristocracia tiene familias numerosas? Por muchas razones. La primera de ellas es que para cualquier hombre resulta muy tentador andar por la vida revolcándose con cualquiera y los bebés como tú son el frecuente resultado.
—¡Te! —Otro golpe—. ¡Te, te, te, teta!
—Muchacho, será mejor que cuides ese lenguaje cuando la señorita Sophie esté por aquí. Di algo menos vulgar.
—¡Bah!
—«Bah» es aceptable, usado juiciosamente. La aristocracia tiene familias numerosas no sólo porque puede, sino también porque mantiene a sus bebés bien lejos de cualquier situación en la que el placentero asunto de la procreación tenga lugar. Los bebés pertenecen a las habitaciones de los niños.
—¡Ga, ga, ga, ga!
Vim levantó a Kit sobre su pecho, lo cual hizo que éste se riera y moviera brazos y piernas.
—Quizá pilotes un globo aerostático.
Volvió a acercar al pequeño a su pecho, acunándolo estrechamente contra sí.
—Me has salvado de la locura, ¿sabes? Sophie Windham es un peligro para un hombre con buenas intenciones.
No hubo comentario del niño y él se dio cuenta de que si el bebé no los hubiera interrumpido, en esos momentos probablemente la ropa de Sophie Windham estaría desparramada por toda la cama y Vim dentro de ella tan hondo como le fuera posible, dándolo todo para hacerla gritar de placer.
Haciendo que los dos gritaran.
—No hay razón para no hacerlo —murmuró contra la cabeza del bebé—. Ella lo desea, y yo la deseo tanto que corro el riesgo de quedar bizco para siempre, pero no creo que a ella le convenga…
Se quedó en silencio, intentando considerar cómo un hombre —un caballero— debería actuar en aquellas circunstancias. Si no era más que una criada —y las pistas señalaban tanto en esa dirección como en cualquier otra—, entonces Sophie no estaba en condiciones de buscar un marido, pero a Vim le inspiraba ideas de matrimonio, compromiso y permanencia.
Y también de ardiente y devastador placer; era una confusa combinación si es que eso era posible.
Kit le cogió el labio inferior.
—¿Desde cuándo los bebés vienen con garras? —Le apartó los dedos con cuidado y le examinó las minúsculas uñas. Eran muy pequeñas, pero Vim sabía que crecían rápidamente—. Tendremos que encontrar unas tijeras y desarmarte pronto, mi valiente.
Permaneció en la cama con el niño unos minutos más, pero cuando éste lo miró con decisión, Vim bajó rápidamente con él a la lavandería y lidió con el asunto del cambio de ropa.
—¿Estás cocinando otra vez?
Mantuvo su tono distraído mientras llevaba al niño a la cocina. Sophie levantó la vista del fregadero donde estaba pelando una manzana.
—Voy a añadir un poco de manzana a la avena de su alteza.
—Hemos hecho una escala en la lavandería. Kit ya está listo para hacer su rutina a la hora de siempre.
—A este ritmo, necesitaré hervir algunos de sus pañales. —Sophie echó algunos trozos de manzanas en un cuenco hirviendo en el hornillo, cortó otro trozo por la mitad y se lo pasó a Vim.
Él le dio uno al bebé y comió el otro.
—No he terminado de explicarte la situación en Sidling.
—¿Es ése el lugar donde vive tu familia?
Removió las manzanas y luego hizo lo mismo con el contenido de una segunda olla. Él no podía descifrar su humor por su expresión, su tono ni la postura de su cuerpo; era tan reservada como algunos monarcas que Vim había conocido en sus viajes.
—Sidling ha sido de mi familia desde los tiempos de los normandos, aunque la casa en sí es bastante modesta.
Ella le echó un vistazo desde la cocina mientras Kit comenzaba a mover sus manitas con entusiasmo, blandiendo el pedazo de manzana como si fuera una espada.
—El nombre de Sidling me suena mucho.
—No es particularmente elegante, pero mis tíos han estado cómodos allí, igual que mis primos. —O se habían sentido cómodos allí desde que Vim se había hecho cargo de las finanzas.
—¿Y ésa es la casa donde faltan las reliquias, donde las roban o pasa algo poco claro?
En ese momento, ella disponía la bandeja para el té; sus movimientos eran firmes, elegantes y automáticos. ¿Quizá era la cocinera o una ayudante de cocina? Vim tuvo que volver sobre sus palabras para darse cuenta de que le había hecho una pregunta.
—Hemos estado cerca de perder a mi tía una o dos veces, también, si es que se puede creer lo que dicen las cartas de mi tío.
—¿Cómo hace uno para perder a una tía? ¿Tiene problemas de salud?
—No físicamente, pero está volviéndose un poco… loca. Se pasea sola por la propiedad, aunque he sugerido varias veces que debería contratarse a alguien para que le haga compañía.
De hecho, había insistido en que así se hiciera, pero su tío le había respondido, enfadado, que un hombre que había estado casado con una mujer más de medio siglo sabía que no era buena idea asignarle a ésta una enfermera si se mostraba reticente a ello.
Sophie cogió un jarro de leche de la ventana.
—Mi padre ha tenido un ataque al corazón no hace mucho tiempo. Eso ha alterado a toda la familia.
—¿Cómo está ahora?
Ella dejó la leche en la encimera y cogió un cuchillo para el pan del estante que había en la viga sobre su cabeza.
—Mejor que nunca. El ataque al corazón ha sido la excusa que mi madre necesitaba para ocuparse con más ahínco de las cosas y creo que también era la excusa que él necesitaba para permitírselo.
Cortó varias rebanadas de pan, envolvió la hogaza y dispuso un pequeño bol de avena, una servilleta limpia y la pequeña cuchara de Kit en un extremo de la mesa.
—Si nos haces los honores, yo prepararé unos sándwiches para nosotros.
Kit se comió una prodigiosa cantidad de avena con manzanas. Cuando Vim le cambió los pañales, avivó el fuego en el salón y se lavó las manos, ya había oscurecido.
Sophie llevó un aperitivo al salón de los sirvientes y Vim acomodó al bebé en un nido de mantas delante del fuego.
—Había algo más que quería decirte, Sophie, acerca de Sidling.
Ella, que estaba acercándole un plato de sándwiches, se detuvo.
—Da la sensación de que no será agradable.
—No es agradable, pero tampoco es para darle tanta importancia. Soy el heredero de mi tío, ya lo sabes, y se espera que me case bastante pronto. —La necesidad que sentía de que ella lo supiera, dado que no volvería a verla después del día siguiente, era algo que Vim no sabría explicar.
Ella tomó un sándwich y le agregó un poco de mantequilla.
—He olvidado ponerles mantequilla, pero tienen suficiente mostaza. —El pequeño cuchillo de plata resultaba un objeto elegante en su mano mientras untaba la mantequilla por el pan con suaves movimientos.
—Mi tío tiene tres hijas y cada una de ella tiene, al menos, otras dos hijas —continuó Vim, sin coger su sándwich; de repente se le había secado la boca por alguna razón—. Tengo siete de esas primas lejanas. Al menos dos de ellas están en edad casadera y en este tiempo que ha pasado, más todavía.
—¿Tú quieres casarte con una de ellas?
Ella ahuecaba las mantas del bebé, remetía los bordes de satén y alisaba su superficie.
—Sophie, apenas si conozco a esas mujeres, pero soy responsable de ellas. En última instancia, tendré que darles una dote. Mis tíos están empecinados en que es hora de que siente la cabeza, aunque la idea me llena de…
Fue enmudeciendo mientras intentaba darle un nombre a la pesada y curiosa sensación que le oprimía la garganta. La conversación no iba en la dirección hacia la que él tenía intención de llevarla, en el caso de que hubiera tenido una intención de antemano.
—¿Sí?
—Pavor; la idea de lidiar con esas jóvenes muchachas que parlotean y revolotean por Sidling me llena de pavor. —Cogió un sándwich con una mano pero no lo mordió—. ¿Has pensado en el matrimonio alguna vez, Sophie?
—No seriamente.
Y tampoco lo pensaba seriamente en ese momento. Eso sí quedaba bien claro por el tono poco formal y por el modo en que evitaba mirarlo a los ojos. La cuidadosa manera en que él intentaba acercarse a ella encontraba respuesta, sólo que no era la respuesta que él esperaba. Fuera lo que fuese lo que ella deseara de él, iba a ser algo pasajero y rápidamente olvidado.
Por parte de ella.
—Cómete tu sándwich —dijo Vim—. Ya ves por qué necesito ponerme en camino. La situación en Kent es preocupante desde varios puntos de vista y es el último lugar del mundo donde me gustaría pasar las fiestas.
Ella no respondió, sino que comió su sándwich en silencio mientras el fuego ardía alegremente y el bebé se las ingeniaba para meterse los dedos de los pies en la boca.
Sophie sintió que dejaba transcurrir la noche con una especie de desconcertada resignación. Toda su vida adulta y también gran parte de su adolescencia, había esperado sentir cierta chispa, que el corazón le diera un vuelco cuando un hombre determinado entrara en la habitación.
Vim era aquel hombre, pero no era el hombre correcto. Por una vez en su vida, Sophie deseó tener a uno de sus hermanos mayores cerca para que le explicara cómo debían ser las cosas con los hombres.
¿Cómo era posible que Vim la hubiera besado así y, al minuto siguiente, le hablara de casarse con una desconocida o con una prima?
¿Cómo podía ser que la vida finalmente le hubiera ofrecido al hombre que había esperado conocer, sólo para arrebatárselo al poco de aquella manera tan terrible?
¿Cómo podría soportar otra Navidad, viendo a su familia animadísima junto a una multitud de vecinos también animadísimos, mientras ella estaba hundida?
Y ¿cómo —cómo, en nombre de Dios— iba a despedirse de Kit cuando llegara el momento?
—No estás escuchando, Sophie Windham. —Vim le rozó el pómulo con el pulgar—. ¿Debo llevar a su alteza a la cama?
Sophie echó un vistazo al niño que tenía en brazos.
—Está casi dormido.
Se sentó junto a Vim en el gastado sofá del salón de los sirvientes, mientras él leía poemas de Wordsworth junto a la luz del fuego. La rodeaba con un brazo y ella sabía por qué: por aquellas primas en Kent, por la tía y el tío que estaban en Kent, por el pavor que Vim sentía por el matrimonio, por aquellos viajes que había emprendido la mayor parte de su vida.
—Sophie, ¿pasa algo?
La preocupación que revelaba su voz casi la desarmó.
—No quiero despedirme de este niño, Vim. Quería un par de días para mí en esta casa porque la alegría que se apodera de los demás en esta época me abandonó hace varios años. Me las había arreglado para conseguir algo de tiempo sola porque creía que la soledad me traería un poco de paz, pero el resultado ha sido completamente distinto.
Aquello era honestidad. Kit bostezó y se llevó dos dedos a la boca, como si fuera consciente de la fatiga que invadía el espíritu de Sophie. Era un bebé maravilloso.
—Me iré por la mañana, Sophie, y dudo que nuestros caminos vuelvan a cruzarse, pero si necesitas dinero para el niño, estaré encantado de…
Ella negó con la cabeza. Lo que menos necesitaba ni deseaba de él era dinero.
—Vamos a poner a este niño a dormir, ¿te parece? —Se levantó del sofá, con Kit apoyado sobre el corazón. Vim plegó las mantas y las puso en la cuna, dejando que Sophie fuera delante de él por la escalera principal, por los gélidos pasillos y hacia su habitación.
En muy pocos días, habían entrado en una rutina centrada en el pequeño, como si Kit hubiera sido suyo desde el nacimiento. Sentir aquella silenciosa sensación de sincronía con un hombre del que anhelaba tanto satisfacía y dolía terriblemente a un tiempo.
Vim encendió la vela junto a la cama de Sophie con una candela que había en la chimenea, avivó el fuego y se volvió para contemplar cómo acomodaba a Kit en la cuna.
—¿Podrás dormir? Yo no tengo nada de sueño, después de dormir hasta tarde y echarme una monumental siesta. Espero que las mujeres que crían bebés se acostumbren a tales trastornos en sus horarios.
A Sophie le sorprendió el hecho de que Vim no quisiera abandonar su habitación.
—Estoy cansada y pronto se hará de día. —Quería que se fuera tanto como quería tenerlo cerca, como lo había tenido en su cama aquella misma tarde. Pero más que nada, quería que él la deseara entre sus brazos.
Eran demasiados deseos y anhelos.
Vim se sentó en una silla junto al fuego.
—Aguardaré hasta que su alteza haya caído en los brazos de Morfeo. Ven a sentarte conmigo, Sophie, y háblame de tus hermanos.
Ella llevó la mecedora junto a la cuna. Por un momento se balanceó en silencio, oyendo el suave crepitar del fuego y el sonido del bebé chupándose los dedos.
—Bartholomew luchó bajo las órdenes de Wellington. Mi hermano Devlin fue con él, aunque cada uno tenía su propio mando. Aun así, se las ingeniaban para mantenerse en contacto y Dev estaba allí cuando Bart murió. El Duque de Hierro en persona envió una nota de condolencia a mi familia. Comentó la valentía de Bart y su devoción por el deber.
—Pero tú eres una mujer, su hermana, y desearías que tu hermano no hubiera sido tan valiente.
—Desearía que no hubiera sido tan idiota. A mi madre le ahorraron los detalles, pero Devlin fue sincero con sus hermanos: Bart se acercó a una mujer que creía que estaba disponible para su placer. Su dominio de la lengua era tan pobre que no comprendió que estaba ofendiendo a una dama hasta que alguien sacó una pistola. Es una manera insuperablemente estúpida de morir, pero completamente acorde con la naturaleza de Bart.
—Y estás enfadada con él por haber muerto así.
Las palabras de Vim, dichas con suavidad, no implicaban culpa ni censura, sino que eran sinceras.
—Estoy enfadada con él por haberse muerto, punto. Bart era el mayor, el que estaba preparado para el liderazgo, y hubiera sido un magnífico patriarca.
—¿Era un hermano magnífico?
¿Lo había sido? ¿Qué era un hermano magnífico?
—Lo era. Podía ser horrible; me amenazaba con perseguirme con lombrices hasta que Maggie me dijo que lo amenazara con untar boñiga de caballo en sus botas de montar favoritas. Me dan pavor las cosas viscosas.
—Como a todas las chicas. —Él se deslizó de la silla y se sentó en el suelo junto a la mecedora de Sophie, tras echar un vistazo al bebé—. No se duerme tan rápidamente como creí que lo haría.
—Estará pensando en los eventos del día.
—Estará pensando en su próximo bol de avena. ¿Qué es lo que hace a un hermano magnífico, Sophie?
—Bart te hacía reír. Podía reírse de nuestros padres sin ser malicioso y podía reírse de sí mismo. También podía guardar un secreto. Mi madre no quería que yo montara a caballo sin un mozo de cuadra cuando tenía diez años, más o menos, y Bart sabía que yo los evitaba a menudo. Lo que él hacía era montar y partir en otra dirección, pero yo sabía que estaba allí, a menos de cien metros, siguiéndome como una sombra. Devlin hacía lo mismo.
—Y tú les permitías que te cuidaran así.
—Yo no era una papanatas total. Una vez mi poni me lanzó al suelo, se desbocó ante algo que vio, y se me rasgó la ropa de montar al caer. Bart atrapó al caballo antes de que volviera galopando a los establos sin mí, Dev buscó a un costurero a hurtadillas y lo llevó al establo para remendarme la ropa antes de que alguien lo notara.
Ella no lo vio moverse, pero en un momento se sentó cómodamente en el suelo, junto a la cuna, con los brazos rodeándose las rodillas. Pero enseguida, se movió un par de centímetros, con lo que su hombro tocó el muslo de Sophie.
—En la época en la que pensé que me recuperaba de la muerte de Bart, fui consciente de que Victor no iba a mejorar. Él lo intuyó antes que nosotros, pero guardó esa triste verdad para sí mismo, lo que hizo que cada uno de nosotros la aceptara a su propio ritmo. Mi padre jamás consiguió reconocer que su hijo iba a morir y, si mi madre lo hizo, jamás osó contradecir a su esposo.
—¿Padecía alguna enfermedad?
—Tisis.
Con los dedos, le peinó el pelo. A él se le había soltado la cola, cosa que ocurría a menudo cuando estaba cerca de Kit, y Sophie sintió un profundo dolor en el pecho al pensar que no tendría otra noche como aquélla para hablar tranquilamente con él, para recrearse la vista con su dorado esplendor, para oír cómo su voz la persuadía a hacerle confidencias.
—Qué manera más horrible de irse. —Él inclinó la cabeza y le apoyó la sien en la pierna—. Luchó contra la enfermedad, supongo…
—Luchó de una manera tan denodada… no exactamente para vivir, sino para ocultarnos cómo de mal se sentía, debatiéndose para respirar, sin poder reírse porque le producía tos, sin poder correr, montar a caballo… no podía hacer nada en realidad. Yo le leía durante horas.
—¿Cómo era de pequeño?
—Era terriblemente travieso. —Sophie recorrió el borde de la oreja de Vim; era una parte del cuerpo del hombre delicada y curiosa a la que nunca antes había prestado atención—. Victor heredó el encanto de mi padre y la habilidad de mi madre para solucionar cualquier situación comprometida. Era guapo, todos mis hermanos son hombres guapísimos, educados, ingeniosos, diestros en la pista de baile y elegantes sobre la montura. Victor era…
Le dolía recordar todo lo que su hermano había sido. Le dolía horriblemente.
—Y luego enfermó —dijo Vim. Se volvió y se puso de rodillas, deslizando los brazos alrededor de la cintura de Sophie—. ¿Es el que murió en las fiestas?
Ella asintió; el dolor que le oprimía el pecho impedía que le salieran las palabras. Vim le apoyó una mano en el pelo, empujándole suavemente la cabeza contra su hombro.
—Llora, Sophie. Cuando duele tanto, una mujer necesita llorar.
Había llorado. Había vertido torrentes de lágrimas, cada vez que salía de la habitación de Victor porque él fingía que dormía para deshacerse de ella. Lloraba cada vez que descubría las malditas sanguijuelas en su cama, como si las sangrías fueran a ser de alguna ayuda para hacer frente a la tisis que lo consumía… Lloraba cuando oía a su padre gritándole a su hermano que dejara de hacerse el enfermo y saliera de una vez por todas de esa condenada cama. Había llorado hasta que deseó no poder llorar nunca más.
—Jamás lloraba donde Victor pudiera descubrirme.
—Tú jamás has llorado donde alguien pudiera descubrirte. —Le dibujó lentos círculos en la espalda con la mano y apoyó la barbilla sobre su pelo. El simple consuelo de su cercanía, su aprobación, eran razón suficiente para comenzar a llorar otra vez.
—Los hombres no lloran. —Sophie no tenía la menor idea de qué tenía que ver aquello con perder a sus hermanos. Suponía que era otra de las injusticias de la vida.
—¿Le has preguntado a tu hermano que volvió de la guerra acerca de eso?
—A Devlin no le gusta hablar de sus años de servicio. —Levantó la cabeza—. Supongo que podría preguntárselo ahora; está mucho mejor desde que se ha casado.
Y deseó no haber usado aquella palabra, «casado».
—Pregúntale. Los hombres no son insensibles, las mujeres no son las únicas que lloran, pero supongo que la fatiga te ha bajado las defensas, Sophie Windham. Vete a la cama y yo aguardaré a que este travieso niño se duerma.
Él no iba a irse a la cama con ella y Sophie no iba a rogarle que lo hiciera. Al contrario, siguió su rutina como si él no estuviera en su mecedora, como si la luz de la chimenea no se reflejara en su pelo ni proyectara sombras en las facciones de su cara. Usó su polvo para los dientes tras el biombo, se cambió el vestido por un camisón acolchado y se soltó el pelo.
—Supongo que no habrá carruajes por la mañana —comentó mientras se cepillaba la melena.
—Es probable que no. Alquilaré una robusta bestia y avanzaré lo que pueda en dirección a Kent. Es posible que la nieve se derrita un poco una vez que pase la tormenta, con lo que no habrá más que barro en los caminos.
—Te echaré de menos. —Sophie habló con el tono más distraído que pudo, aunque sintió otra vez el nudo que le aprisionaba la garganta—. Kit y yo te echaremos de menos.
—Yo también os echaré de menos a vosotros.
Ella fue incapaz de encontrar la determinación de considerar esas palabras como algo positivo. Cansada como estaba, tan deprimente como había sido la conversación de aquella noche, no podía considerar nada como algo positivo.
Sin embargo, estaba segura de algo: cuando llegara la Navidad, como inevitablemente pasaría, no iba a pedir ningún tonto deseo sobre enamorarse y vivir feliz para siempre.
—Es tarde —dijo Valentine, quitándose las botas—. ¿No puedes escribir cartas otra noche?
Westhaven no levantó la vista de inmediato, sino que terminó el profundo pensamiento que estaba escribiendo sentado ante su escritorio y luego miró fijamente a Val.
—¿Has pensado que, para nuestros padres, el hecho de vernos a los tres casados en poco más de un año debe de ser un poco como perdernos?
Val había renunciado hacía mucho tiempo a intentar descubrir cómo funcionaban los laberínticos pasillos de la mente de su hermano. Era suficiente con concluir que el hombre era silencioso, a veces muy silencioso, brillante y que no servía en absoluto andarse con rodeos con él.
—Yo mismo he sentido que te perdía cuando te casaste con Anna. Allí estaba yo, por fin felizmente acuartelado con mis dos hermanos, a salvo de la mirada ducal, bien abastecido de los caprichos y antojos que un soltero pudiera desear, tu excelente Broadwood disponible para mi constante deleite y luego, de repente, te vas a vivir con tu querida esposa a Surrey y Dev se va a Yorkshire a formar su familia. Si verlo partir a la Península y después a Waterloo no fue como perderlo, verlo caminar lenta y pesadamente al norte, hacia Yorkshire, sí lo fue.
Westhaven miró fijamente su carta por un momento y la secó.
—Estás diciendo que nos has echado de menos.
—Probablemente intento no decirlo. Porque a continuación me tendrás admitiendo que echo de menos a nuestras hermanas.
Westhaven, maldito fuera, no aceptaba el comentario como algo pasajero.
—Tu esposa te será de ayuda en ese sentido.
—¿Ellen? No son sus hermanas. —Y ya que había salido el tema de echar de menos, Val sintió un dolor hondo por su esposa, con quien se había casado hacía poco.
—Se escribirá con ellas, hará que vayas a visitarlas y las invitará a que os visiten. Tú serás padre, lo cual significa que tendrás hijos a los que irán a ver. Quizá incluso consiga que los duques hagan una visita a Oxfordshire.
—¿Quiero yo que lo hagan?
La versión de Westhaven de lo que podía ser una sonrisa afloró: era un sutil arqueo de las comisuras de la boca, acompañado de una mirada más dulce. Aquella sonrisa había aparecido mucho más a menudo desde que estaba casado.
—Querrás que te visiten al menos una vez —dijo Westhaven, retirando la silla y cruzando las piernas por el tobillo—. Quieres recordar al duque opinando sobre el funcionamiento de tu casa. Quieres oír la voz de la duquesa en el salón del desayuno cuando llegas de los establos. Quieres ver cómo tu esposa puede manejar a tus padres sin siquiera tener que levantar la voz. Quieres ver a la duquesa llorar cuando coja a tu primogénito y al duque entregándole el pañuelo ducal mientras reniega contra nada en particular, e intenta no parecer ansioso.
—¿El pañuelo ducal? —Valentine tuvo que sonreír—. Sabía de las hojas de fresa y del abrigo, pero ¿un pañuelo?
—Bueno, llámalo el pañuelo marital. Estoy seguro de que tú tienes uno.
—Llevo dos encima siempre, como mínimo. Cuando me casé, al principio, me preguntaba si las mujeres eran mucho más propensas a llorar y nuestras hermanas eran una aberración en ese sentido. Ellas no lloran, al menos que yo me haya dado cuenta.
—Lloran. —A Westhaven se le borró la sonrisa.
—Estás preocupado por Maggie. Eso es ingrato. Aparecerá con una copia de las páginas financieras en la mano y cada vez que intentes llevar la conversación hacia un solo muchacho guapo de la escuela que no quiera terminar encadenado a una imbécil sonriente, Mags comenzará a hablar sin parar acerca de un asunto de negocios.
—Yo la escucho cuando ella habla sin parar y espero que tú hagas lo mismo. Tengo la firme sospecha de que Worth Kettering también la escucha.
—Worth Kettering no tiene hermanas. No me importaría prestarle una de las nuestras.
Westhaven se quedó en silencio un momento, sellando la carta, pero sus silencios siempre eran reflexivos, así que Val también se quedó pensando.
—Me preocupo por Maggie —confesó de pronto Westhaven—, pero últimamente también he comenzado a preocuparme por Sophie.
—Tú disfrutas mucho preocupándote, entonces. Nadie se preocupa por Sophie. Ella es la joya de la familia y es la única que evita que toda la casa se vuelva loca cuando la duquesa no está por la labor. No nos preocupamos porque Sophie siempre está ahí.
—Ella no está en Moreland mientras hablamos, ¿verdad?
Aquello era un hecho. Westhaven era un demonio que sabía cómo dar con los pequeños detalles fastidiosos; el hombre conocía la ley, dado que había tenido que abrirse su propio camino en el mundo. Aquello había desquiciado de manera permanente una parte de la intachable mente del muchacho.
—Sophie tiene derecho a socializar de vez en cuando —repuso Val, pero aquello le molestaba. ¿Por qué Sophie socializaría con los vecinos de enfrente cuando bien podría estar en el campo con toda su familia? Lo que Val recordaba de las hermanas Chattell no era tan interesante como para explicar la decisión de Sophie.
—Ella socializa con una gracia perfecta, como todas nuestras hermanas. —Westhaven comenzó a golpear el escritorio con su carta, primero con una de las aristas, después de girarla lo hizo con la otra—. Pero no me gusta que se quede atrás cuando bien podría estar en el campo, cantando villancicos, decorando el vestíbulo y cuidando del resto de la familia. En el fondo, Sophie es muy maternal.
—Entonces la recogeremos y la llevaremos a Moreland y tú no tendrás por qué preocuparte por lo que respecta a ella. Por nada. Ahora, si has terminado con el escritorio, creo que escribiré una breve epístola a mi esposa.
—Es tarde —dijo Westhaven, poniéndose en pie—. Podrás escribirla mañana.
—Mañana emprenderemos viaje a Londres, aunque pienso que será cada vez más lento a medida que nos acerquemos a la ciudad.
—Pero no tenemos verdadera prisa —replicó Westhaven, desperezándose lánguidamente—. No, a menos que cuentes el ardiente deseo de reunirnos con nuestras esposas, una vez que cumplamos con este recado.
—Así es —convino Val, destapando el tintero—. Ninguna prisa en absoluto.
Vim echó un vistazo a la cuna y sólo se encontró con dos ojos azules bien abiertos que lo miraban fijamente.
Los bebés no se dormían cuando le iba bien a los adultos. Aquélla probablemente fuera la «primera ley de los bebés», la consecuencia más inmediata de la cual era que no se mantenían secos ni limpios cuando les iba bien a los demás.
La sensación de los dedos de Sophie Windham resiguiéndole la oreja sería suficiente para mantenerlo despierto bastante tiempo también. Él no se permitía mirar cómo se preparaba para ir a la cama, aunque la domesticidad de todo aquello era fascinante.
Un destello de su pelo suelto, una cascada oscura y sedosa que le caía hasta la cadera, hacía que permaneciera sentado donde estaba sólo para no ponerse en ridículo al ponerse en pie y dejar en evidencia su erección.
Toda la escena no tenía el menor sentido. Sophie le había indicado su deseo de satisfacer su lujuria —aunque nada más que eso— como podía hacerlo una gentil mujer y Vim no tenía duda de que la deseaba.
La deseaba a un nivel nuevo y no completamente cómodo de considerar.
Y porque la deseaba tanto, era cauteloso con lo que ella le había ofrecido. Cualquier cosa que pareciera demasiado buena para ser real generalmente era demasiado buena para ser real. Papá Noel no existía más que en los corazones de los niños inocentes; al final de los arcoíris allí donde tocaban la tierra no había ollas de oro.
Y Sophie Windham no era una mujer con quien tener un simple revolcón de Navidad.
Y sin embargo… no quería decepcionarla.
Vim echó un vistazo y se percató de que el bebé, finalmente y gracias a Dios, se había dormido. Acomodó las mantas alrededor del angelical pequeño y se dispuso a acercar la pantalla de la chimenea al fuego.
Se aproximó a la cama y permaneció en una silenciosa indecisión un largo momento. No habría ninguna recriminación por la mañana si se unía a Sophie en aquella cama, ni si sólo pasaba la noche durmiendo a su lado, ni si volvían a turnarse para atender al bebé durante la noche.
«Y no habrá ningún reproche si hacemos el amor apasionadamente en la oscuridad de la noche.»
—¿Has cerrado las cortinas para indicar que no soy bienvenido a tu cama, Sophie?
Lo dijo susurrando, para permitirle fingir que dormía si quería ahorrarle a él, y a sí misma, la vergüenza. En el momento que siguió, una procesión de emociones se apoderaron de él: esperanza, expectativa, deseo… y cuando Sophie no respondió, una decepción que tenía una mínima pizca de alivio. Quizá él había malinterpretado la situación o tal vez Sophie no estaba…
La cortina se movió, dejando a la vista a Sophie sentada en el sombrío interior.
—Eres bienvenido.
Él no podía descifrar su expresión y no había nada que hablara de bienvenidas en el tono de su voz.
—Entonces, regresaré enseguida. —Cerró la cortina y se movió lo más rápido que pudo sin hacer ruido. Levantó la cuna, con bebé y todo, y fue por el oscuro pasillo a su habitación; estaba lo suficientemente abrigada como para servir de alojamiento temporal para el niño.
La ropa de Vim aterrizó en una pila en el suelo, se lavó con agua fría y usó con mucho cuidado el polvo de dientes. Cuando se puso la bata de brocado, miró la cuna.
—Si sabes lo que te conviene, y lo que le conviene al ánimo de la señorita Sophie, te esforzarás por dormir durante la próxima hora. Si fueran dos sería todavía más amable de tu parte. Si me haces ese favor, me ocuparé de conseguirte un poni en cuanto aprendas a leer y escribir.
Se deslizó por el pasillo y dejó la puerta abierta unos centímetros; lo justo para que no entrara el aire frío, pero sí lo suficiente como para oír los gritos del bebé a dos cuartos de distancia.
Y cuando él cerró suavemente la puerta de la habitación de Sophie tras él, el entusiasmo se convirtió en algo… más incierto.
Quizá debería haberse desahogado solo primero.
Tal vez aquello no fuera sensato. Asumir la disposición de Sophie como una propuesta sexual —y aquello era una asunción, sin importar cómo lo había besado—, sin tener en cuenta las precauciones que pudieran tomarse, siempre tendría consecuencias…
Él abrió las cortinas, terriblemente dispuesto a correr el riesgo de aquellas posibles consecuencias; poseer a Sophie era parte del riesgo también. Sophie no se movió y Vim se quitó el batín, lo que hizo que se detuviera, con una rodilla en el colchón y un pie en el suelo.
Ella se dio la vuelta y levantó las mantas. Vim se introdujo en su calidez y se acomodó junto a la encantadora y femenina curva de la espalda de Sophie. Estaba en camisón, lo cual no era de mucha ayuda para su autocontrol, hasta que oyó que había algo raro en su respiración.
«¿Habrá estado llorando mientras yo tramaba la seducción?»
—No querías hablar de tus hermanos —aseveró, resiguiendo su columna y notando cómo el remordimiento ocupaba el lugar que había ocupado su excitación sexual.
—Generalmente no lo hago.
—Cuando mi padre murió yo era un niño pequeño. No entendía lo que era sufrir en silencio, pero mi madre parecía necesitarlo. Afortunadamente, mis tíos comprendieron que precisaba hablar de mi padre. Mi tío tenía sus dibujos colgados en el estudio, lo cual tuvo un saludable efecto sobre mí.
Ella estiró el cuello para mirarlo por encima del hombro.
—Creo que ésa es la primera cosa positiva que has dicho de alguien o de algo asociado con tu hogar.
—Es un lugar encantador, bien amueblado, confortable y…
—¿Sí? —Ella se volvió, lo que significaba que no podía verle la cara y ella tampoco a él.
—Ven aquí, Sophie Windham. Si vas a interrogarme, al menos permite que estemos cómodos mientras lo haces. —La acercó tanto a su cuerpo que ella no pudo evitar notar los restos de su erección sobre su muslo.
—Señor Charpentier, estás desnudo.
—Y pronto tú también lo estarás, si estás de acuerdo.
—Háblame de Sidling.
Así que iba a ser una lenta tortura… a menos que él hubiera confundido por completo su invitación. No había problema; era la más adorable forma de tortura y él haría todo lo posible por que el efecto fuera mutuo.
—Sidling se remonta casi hasta los días de Guillermo el Conquistador, al menos según lo que contaba mi abuelo. Tenemos una ruina normanda que probablemente fuera algún tipo de atalaya. La tierra es irregular pero no tanto como para que no pueda cosecharse allí. Hay un camino de entrada de alrededor de ochocientos metros, con robles a los lados, algunos de los cuales son gigantescos. Cuando era niño hubo una gran tormenta y uno de ellos se cayó. Paré de contar los anillos del tronco cuando llegué a cuatrocientos, pero en el centro había anillos que eran tan pequeños que apenas si se podían contar. Mi abuelo dijo que aquéllos eran los años más fríos, más duros.
—El frío hace que la madera sea sólida. Mi hermano es lutier y dice que se prefiere la madera del norte por esa razón.
—Esos hermanos tuyos son muy interesantes. —La cadera de ella también era interesante. Una suave y hermosa conjunción de pierna, trasero y feminidad que encajaba perfectamente dentro de su mano.
—Háblame de tu tío y de tu tía.
¿Había suspirado un poco al pronunciar aquellas palabras? Él se inclinó sobre ella y le besó la mejilla Sophie continuó hablando, él mantuvo la mejilla contra su pelo.
—Mi tío es un viejo roble. Fue el segundo hijo. El primero murió antes de que yo naciera. Mi padre fue un fruto tardío, concebido para asegurar la herencia, pero me han dicho que jamás gozó de buena salud. Mi abuelo era una fuerza de la naturaleza: iba por su cuarta esposa cuando murió. Tenía toda la seguridad de que tendría más hijos con ella también.
—Por lo tanto, procedes de un linaje fuerte.
«Fuerte.» Aquélla era una palabra acertada para describir el hormigueo que se apoderaba de su entrepierna. Hizo un gran esfuerzo por concentrarse en la conversación.
—Mi tío es fuerte, a su modo, y mi tía también. Orgullosa, independiente… Me permitieron vagar por ahí la mitad de mi vida, sin exigirme nada.
Él detuvo la mano en su costado al darse cuenta de que algunos de sus sentimientos hacia Sidling podían explicarse a través de la culpa. No era indignación por los hechos del pasado, ni rencor, ni impaciencia… Era culpa por haberle dado la espalda no sólo a algunos malos recuerdos —sus peores recuerdos, en realidad—, sino también a la gente que lo amaba desde que tenía la edad de Kit.
Sophie le cogió la mano y se la llevó alrededor de la cintura.
—Y estás preocupado por ellos ahora, preocupado por haberlos dejado solos durante demasiado tiempo.
—Sí.
Ella lo había dicho mejor de lo que él hubiera podido hacerlo. Vim la estrechó contra sí y sólo la abrazó durante un largo momento que aprovechó para reflexionar: aquello podía ser una visita y podía hablar y coquetear con ella durante toda la noche, o podía hacer acopio de todo su coraje y tener la cortesía de hacerle a la mujer una pregunta simple.
—¿Puedo complacerte, Sophie?