Capítulo 1
—¡NO hay ni una maldita habitación disponible en todo este detestable Londres, jefe!
El posadero elevó la voz para gritar por encima del jaleo provocado por los gritos de un niño.
—¡Los establos también están llenos y parece que habrá más condenada nieve! ¡Lo siento, señor!
Salió deprisa y comenzó a bramar por encima del estruendo del salón para que alguien limpiara el miserable suelo. Sin sorprenderse por la falta de habitaciones, Vim decidió marchar para proteger sus endemoniadas orejas.
Pero moverse no era nada fácil dentro del abarrotado espacio del salón. El suelo era una extensión resbaladiza, cubierta de ese particular tipo de lodo que se forma cuando las personas arrastran la nieve, el estiércol de caballo y la suciedad del lodazal medio congelado en que se había convertido el patio interior. Y, sin embargo, aquello no era lo peor del atiborrado salón. El hedor que subía del suelo se mezclaba con el de los cuerpos sin lavarse, con la lana húmeda y sucia y el olor de un estofado de cordero cocinado mil veces que podía ofender incluso a la nariz más insensible.
Por encima de aquellos olores, había un aroma a canela por completo incongruente, como si un poco de especias pudiera conferir a la escena algún sentido del alegre espíritu de las fiestas.
Aquello era endiabladamente imposible.
A través del asqueroso aire, de las maldiciones y de los murmullos de los viajeros varados allí, de los chirridos de las botas y de los insultos de los muchachos de los establos que llegaban desde el patio, se oía un sonido capaz de volver completamente loco a Wilhelm Lucifer Charpentier.
El llanto de un bebé.
Vim había notado la presencia del pequeño cuando les habían dicho a todos los pasajeros de la diligencia que debían apearse allí, en el mismo corazón de Londres, porque el tiempo impedía que pudieran seguir su viaje hacia el sur. Como ovejas atontadas, habían entrado en la posada dando tumbos, acarreando sus pertenencias con ellos, y se habían encontrado con aquel ataque a sus oídos, que sería el precio por estar en un lugar donde poder descongelarse los pies.
Los gritos del niño habían aumentado y habían pasado de la indignación a la furia. De allí, pasarían a ser desconsolados, lo cual podía durar horas.
Malditas felices fiestas.
Vim conocía gente en Londres. Gente que se mostraría encantada de verlo, personas que sonreirían y le darían la bienvenida como a un inesperado huésped mientras durara el mal tiempo. Gente feliz, que le ofrecería ponche caliente mientras reían y escuchaban los mismos madrigales de siempre y las mismas selecciones del Mesías de Handel.
Desvió la vista de la escena que había al otro lado de la ventana y miró a la mujer que sostenía al desdichado bebé a pocos metros de distancia.
—Si me permite, señora. ¿Puedo ayudarla en algo? —Inclinó el sombrero y apretó los puños a los lados del cuerpo, movido por la urgente necesidad de arrancarle al molesto niño de los brazos—. El niño parece afligido.
Ella hizo una reverencia mientras abrazaba al niño.
—Ya le he explicado que ese berrinche es de muy mala educación y le pido disculpas por el ruido. —Miró fijamente al niño—. Eres un niño travieso, joven Kit, no debes golpear tu jarra de ese modo, ni gritar con toda la fuerza de tus pulmones…
Continuó regañando suavemente al niño mientras Vim se recuperaba de la visión del par de ojos verdes más bonitos que jamás hubiera contemplado. No era una mujer hermosa: tenía la boca donde debía tenerla, voluminosa pero seria, subrayada por una firme barbilla y una nariz que carecía de delicadeza. Su pelo era castaño oscuro y lo llevaba recogido en la nuca, en un moño que carecía definitivamente de gracia. Pero aquellos ojos…
Y aquella voz. Era la voz de una bella dama, dulce y brillante, con dejos que revelaban buena cuna y educación, aunque no la usara más que para intentar regañar al niño con dulzura para que se comportara mejor.
—¿Me permite? —Tendió los brazos y se encontró con que aquellos ojos verdes lo miraban con un ligero desconcierto—. Tengo cierta experiencia con niños.
Ella se lo entregó, acercándose a Vim lo bastante como para que se diera cuenta de que no era especialmente alta. Sin embargo, había algo digno en ella, incluso con un bebé en brazos que no dejaba de gritar.
—Su madre regresará en cualquier momento. Tan sólo ha salido un momento.
La dama, esperanzada, echó un vistazo hacia la puerta, mostrando cierta ansiedad.
Vim cogió al niño, que pareció distraerse con el movimiento, aunque la distracción no duraría más que un instante.
—Vas a calmarte —le dijo al bebé, que lo miró fijamente con sus grandes ojos azules—. Esta buena mujer ya está cansada del jaleo que estás armando, igual que el resto de las personas del salón y, probablemente, también algunos de los vecinos. Pórtate bien o llamaremos al guardia para que te lleve a la prisión… Así está mejor.
Se llevó el bebé al hombro y comenzó a palmearle y frotarle la pequeña espalda.
—Acaba de terminar su almuerzo, ¿no es así?
La mujer se ruborizó ligeramente.
—Creo que sí.
Todavía tomaba el pecho, lo cual iba a ser un problema.
—No creo que su madre regrese —dijo con calma, como si tan sólo hubiera hecho un comentario sobre el clima.
—¿Cómo dice?
—Baje la voz, señora, no sea cosa que su señoría comience a berrear otra vez, ¿de acuerdo? —Se volvió para ofrecerle a la mujer un poco de privacidad, ya que su corpulenta figura la aislaba efectivamente del resto del salón.
—Señor, usted acaba de decir que no está seguro de que su madre regrese. Es improbable que una excursión al lavabo la retenga hasta la primavera. —Susurró sus palabras, demostrando que carecía de la capacidad instintiva que tiene un padre para disimular ante los niños.
—El lavabo no está en dirección a Picadilly. Ha partido tan rápido como ha podido.
—Se equivoca.
No obstante, algo en la expresión de la dama le indicó que el comportamiento de la madre no era del todo inesperado.
—¿Es una mujer robusta, joven, rubia, vestida con una capa púrpura? —El bebé se acomodó en su hombro—. Tengo un pañuelo en el bolsillo, ¿sería tan amable de sacarlo?
Una vez más, él hablaba con calma, ya que los bebés son endiabladamente perspicaces, incluso antes de aprender a hablar. La dama también lo era. Le metió una mano en el bolsillo del abrigo y sacó el pañuelo sin hacer ningún comentario.
—Apóyelo sobre mi hombro.
Tuvo que ponerse de puntillas para poder hacerlo, lo que provocó que Vim notara el aroma de algo… adorable, en medio de todo el hedor de aquel salón. Un aroma primaveral. Fresco, soleado, dulce… una mezcla de rosas y suaves madreselvas.
Dio un paso atrás y lo miró con recelo.
—Supongo que su última comida lo ha dejado con un poco de malestar… —El bebé eructó—… en el estómago.
—Dios santo. —Parpadeó al ver la mancha en el hombro de Vim, desde donde el niño exhibía su amplia sonrisa sin dientes y lo miraba todo con fascinación. Vim cambió al niño de postura y retiró el pañuelo, que le había protegido ligeramente su abrigo de llevar el olor a leche agria durante el resto del día.
O eso esperaba.
—¿Cuánto tiempo piensa aguardar a que la madre regrese?
El niño tendió una pequeña mano y le cogió la nariz a Vim.
—Iba a coger la diligencia hacia Portsmouth. —Echó otro ansioso vistazo a su alrededor.
Él dio un paso atrás para que la dama pudiera mirar también por la ventana. También liberó su nariz de la mano del bebé, que tenía una fuerza sorprendente.
—Me han dicho que los carruajes permanecerán aquí mientras esto dure, señora. Mi propio viaje se ha interrumpido por este motivo. —El bebé dio un golpe al sombrero de Vim, tirándolo junto a la mujer que se encontraba a su lado. Ella lo cogió hábilmente con una mano. Cuando Vim inclinó la cabeza, la joven volvió a ponerlo donde correspondía.
—Es un bebé muy travieso —comentó, echando un vistazo al niño.
—Es un niño. Tienen más energías de las que saben controlar, hasta que caen rendidos de sueño y se recuperan para la siguiente ronda de travesuras.
Al pequeño parecía gustarle aquel discurso, porque sonreía directamente al hombre, con una gran expresión de benevolencia, mientras le caía la baba, desproporcionada para su minúsculo tamaño.
—Creo que usted le gusta.
—Le gusta tener comida en la barriga y un lugar tibio para acurrucarse, como al resto de nosotros. Si quiere, puede permanecer aquí, pero, sinceramente, no creo que la madre regrese. ¿Puedo pedir que le traigan su carruaje? —Aunque el caos del patio indicaba que sería mucho más simple acompañar a la dama hasta su vehículo.
—Sólo he traído la calesa pequeña y está a la vuelta de la esquina. —Tendió los brazos para coger al bebé, pero Vim dio medio paso atrás.
—Yo lo llevaré con gusto.
—Pero él… —Se quedó en silencio, mirando al niño, que gorjeaba alegremente en el hombro de Vim—. Parece encontrarse bastante feliz.
—Y a mí también me hace feliz disfrutar de su compañía. ¿La sigo? —Hizo un gesto de asentimiento hacia la puerta para animarla a que emprendiera la marcha, porque una sombra de duda en sus ojos indicaba que no se dejaría acompañar por las calles por un hombre desconocido.
»He omitido presentarme —continuó Vim—. Wilhelm Charpentier, a su servicio. —Se abstuvo de mencionar el título, como acostumbraba a hacer con los desconocidos, pero hizo una reverencia con el bebé contra el pecho. Éste rio, con una carcajada sincera y feliz con la que parecía pedirle que siguiera haciendo reverencias para el pequeño lord hasta que uno de los dos cayera al suelo por el cansancio.
—Yo soy Sophia Windham. —Hizo otra reverencia mientras Vim buscaba en sus recuerdos, preguntándose por qué aquel apellido le resultaba remotamente familiar—. Debería haber sabido que Joleen tramaba algo cuando se llevó la maleta al lavabo.
—Usted se encontraba ocupada con cierto pequeño caballero que no se mostraba muy feliz. ¿Podemos irnos? No me gusta el aspecto que tiene el cielo.
Ella echó un vistazo por la ventana y se puso en movimiento. Le llevó algunos minutos abrirse paso entre la multitud, luego hicieron una pausa antes de cruzar la puerta para que la señorita Windham envolviera al niño en un grueso chal de lana.
—Mi vehículo está justo a la vuelta de la esquina. —Se puso los guantes, haciendo una seña hacia el norte, en dirección a Mayfair—. No nos encontramos lejos de casa, pero pensé que el carruaje nos ahorraría el esfuerzo de cargar con la maleta de Joleen.
No llevaba sombrero, de modo que se envolvió la cabeza con una bufanda; ésta le cubría las orejas, el cuello y parte del pelo. Vim se sintió aliviado al salir del barullo de aquella sala, y reconfortado también al respirar el aire fresco de la calle. No habían llegado demasiado lejos cuando Wilhelm Charpentier se detuvo de repente.
—¡Cielo santo! ¿Qué es eso?
—No hable tan alto. —La señorita Windham se volvió y frunció el cejo mientras el muchacho que sostenía las riendas salía disparado hacia la posada—. Lastimará los sentimientos de Goliat; es un caballo muy sensible.
Su sensible caballo era más alto que Vim, cosa que quería decir que, por lo menos, mediría unos dos metros. Un animal semejante sería capaz de abrirse paso por la nieve sin sudar una gota, aunque, generalmente, este tipo de animales no solían ser habituales dentro de los confines de la ciudad.
—¿Ha escapado de las riendas de un carro de cerveza?
En realidad, «escapar» no era un término del todo apropiado. Un caballo de aquellas dimensiones podría ir a donde le viniera en gana, sin importar cercos, muros de piedra ni deseos humanos.
—No disfrutaba de una existencia demasiado placentera antes de incorporarse a nuestro establo, pero es el mejor de los caballos cuando hay mal tiempo. Yo llevaré al bebé. —Se volvió hacia Vim, que contemplaba los copos de nieve que caían perezosos del cielo, presagiando más mal tiempo, y que él consideró como un regalo personal. No le entregó al niño.
—No veo ningún cochero, señorita Windham. ¿Cómo piensa conducir la calesa y sostener a Kit?
—Puedo llevar las riendas en una mano —dijo, frunciendo el cejo—. Goliat conoce el camino a casa.
—No cabe duda de que lo conoce. —«O de que conoce el camino hacia su comedero de avena», pensó—. Sin embargo, me quedaría más tranquilo si me permitiera acompañarla. Parece que nos aguarda más nieve todavía y no querría que una dama y su tan joven carga dependieran de la destreza de un caballo, cuando hay un caballero a mano para velar por su seguridad.
Fue un discurso cortés y educado, calculado para brindarle seguridad y para que él pudiera también tranquilizar su propia conciencia, aunque lo que en realidad quería decir con sus palabras era que deseaba verlos, a ella y al bebé, seguros en un hogar con chimenea antes de partir a buscar alojamiento para sí mismo. Ya fuera por simple caballerosidad o por una extraña manifestación de caridad navideña, no iba a abandonarla a su suerte en aquel preciso instante.
—Son sólo un par de calles, señor Charpentier. —Le dio a su nombre el mismo énfasis que él le había dado, por deferencia a los lejanos antepasados normandos de su padre.
—Entonces no le importará que conduzca yo. —Se echó el equipaje al hombro y, con la mano libre, la cogió por el brazo, llevándola hacia la calesa. La barbilla de la dama se inclinó, mostrando una terquedad que estaba a punto de dejar salir al exterior, justo en el peor momento; sin embargo, una helada ráfaga de viento llegó en el instante preciso, trayendo más copos de nieve, y ella bajó la barbilla otra vez.
—Si insiste… Se lo agradeceré.
La empujó hacia el carruaje y elevó la mirada al cielo para dar las gracias en silencio. Si había algo que consideraba una improductiva pérdida de tiempo, era discutir con una mujer desconocida en la calle, mientras una tormenta de nieve se cernía sobre la ciudad y el bebé que llevaba en brazos se acercaba a ese momento en que…
—¡Oh, Dios mío! —La señorita Windham arrugó la nariz mientras se sentaba en el asiento del vehículo—. Algo…
—No es algo. —Vim le entregó al pequeño—. Es alguien. Ha comido, ha eructado y ahora quiere obsequiarnos con una saludable exhibición del fin de su digestión.
Se montó en la calesa y cogió las riendas. A su lado, la señorita Windham sostenía al bebé ligeramente alejado de su cuerpo.
—Ya veo. —Frunció el cejo y miró al niño—. Ya veo. ¿Está seguro de que hacen esto con regularidad?
—Con una regularidad horrorosa, si tiene usted suerte. Supongo que el muchachito ya está comiendo cosas sólidas también, lo que facilitará mucho la situación si no puede encontrar a la madre.
No le preguntó cómo había llegado a aquella conclusión, aunque la evidencia que había notado la nariz de Vim era incuestionable. Un niño que tan sólo se alimentaba de leche materna no era capaz de generar un olor tan fuerte como el que había causado Kit.
Vim agitó las riendas y el gigante se movió.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?
Ella le dijo una dirección en una de las grandes plazas de Mayfair, lo que hizo que Vim se preguntara a quién demonios estaría escoltando.
Sophia Windham hablaba con corrección, pero también era cierto que se movía sola por Londres en lo más crudo del invierno. Su ropa era de buena confección, pero no lo bastante a la moda como para sugerir riqueza. Tenía la segura firmeza de un ama de llaves, y una posición acomodada dentro del servicio explicaría lo poco que sabía del cuidado de un niño, ya que las empleadas domésticas raramente se casaban.
—¿Viajaba usted hoy, señor Charpentier? —Ella cedió un poco y se apoyó al niño sobre el cuerpo, a pesar del hedor que emanaba de él.
—Me dirigía a la casa de mi familia para las tan pregonadas fiestas. —La casa familiar, como siempre, para las fiestas, que también serían lo de siempre. El tono de su voz debía de haberlo delatado, porque ella lo fulminó con la mirada. Podía sentir cómo le escrutaba el perfil y veía cómo su cerebro femenino elegía la manera más delicada de formular una incómoda pregunta.
Pero no dijo nada.
—¿Y qué hay de usted? —La miró—. ¿Es Londres su hogar o debe viajar para reunirse con su familia para la Navidad?
—Mis hermanos vendrán a la ciudad dentro de unos días. Viajaremos juntos a Kent, suponiendo que lleguen sanos y salvos.
—¿Cuántos hermanos tiene?
—Tenía cinco. Pero por culpa de la tisis y de los corsos, ahora tengo tres. —No le había flaqueado la voz al decir aquellas palabras ni había revelado ningún sentimiento en particular, pero sí estrechó al niño con mayor fuerza contra sí.
—Lamento sus pérdidas.
Ella se quedó en silencio un momento, mientras a su alrededor la tormenta de nieve se transformaba en unos copos suaves y regulares. Cuando él creía que el asunto había quedado zanjado, ella volvió a hablar.
—Mi hermano Victor murió en esta época del año. No creo que mis padres quieran pasar otra Navidad en la ciudad durante un buen tiempo. Todavía estamos intentando encontrar la armonía familiar.
No tenía la menor idea de qué decir tras aquella confesión. La dama también permaneció en silencio, dando a entender que admitir aquello tampoco era cómodo para ella.
—¿Se trata de una pérdida reciente?
Ella asintió.
—Puede girar en el callejón ese de allí, que lo llevará a nuestra calle, flanqueada de caballerizas, dos calles más arriba.
Como era de esperar, el callejón estaba relativamente limpio de nieve. El barrio era tan distinguido que con toda seguridad hordas de sirvientes se encargarían de quitar la nieve, desenterrar los establos, palear y barrer las entradas y los senderos de los jardines.
—Mi padre murió en Navidad también —dijo él y llevó al caballo a un trote suave—. No gozaba de buena salud mientras yo lo conocí. Creo que mi madre sintió alivio al verlo descansar en paz. —El bebé protestó, lo que les ofreció una distracción—. Intente palmearle la espalda.
Ella lo hizo, de una manera suave y un tanto torpe.
—No está acostumbrada a tratar con niños, ¿verdad?
Dejó de mirar al pequeño por un instante.
—Soy tía, pero no es un rol que la prepare a una para… —Frunció la nariz de forma muy elocuente.
—Tratar con un bebé normalmente es una prueba de fuego. ¿Es ésta su calle?
Las puertas del establo estaban adornadas con un escudo, con un unicornio y muchas vides, lo cual volvió a resonar en la memoria de Vim. Un mozo de cuadra salió en medio de la densa nevada para abrir la puerta para que Goliat y la calesa pudieran entrar directamente en el cobertizo.
Vim detuvo de golpe al caballo y se apeó, volviéndose para coger al bebé de los brazos de la señorita Windham.
—Querrá usted revisarle los pañales…
Ella lo miró, parpadeó y abrió la boca como si fuera a decir algo; luego bajó las cejas que tenía arqueadas por la sorpresa.
—¿Los pañales?
El pequeño gnomo arrugado que hacía las veces de mozo de cuadra los miró desde donde se encontraba enrollando las riendas y luego regresó rápidamente a sus tareas.
Vim se rozó la nariz con un dedo.
—Los pañales. Puedo mostrarle cómo hacerlo, si quiere.
El ofrecimiento le salió antes de que su cerebro tuviera tiempo de cerrar su estúpida boca. El bebé hizo otro ruido de fastidio, mirando a Vim con seriedad. Tan pequeño y su madre acababa de abandonarlo… Un pañal limpio no era una exigencia tan alta, después de todo.
La señorita Windham aclaró su expresión.
—Higgins, Goliat ha estado un rato en el frío. ¿Podría darle un poco de puré de salvado?
El hombre dejó de desabrochar las correas de los arreos un momento y le dio unas palmadas al caballo.
—Por supuesto, señorita Sophie. Nada es demasiado para nuestro pequeño.
—Exactamente. —La sonrisa que le dirigió al mozo de cuadra hubiera derribado sin dificultad a un par de fornidos estibadores. Con el bebé en brazos a pocos metros de distancia, Vim vio cómo su boca se arqueaba con dulzura, sus ojos se encendían de calidez y todo su semblante brillaba de apreciación y aprobación ante el hombre.
O quizá ante el caballo.
Le acarició las tremendas ancas y luego fue hacia la cabeza y le plantó un beso en la enorme nariz.
—Gracias, precioso. Que pases una buena y abrigada noche.
El caballo parpadeó, o tal vez agitó los ojos en señal de respuesta. Cuando la señorita Windham se irguió ya no sonreía.
—Supongo que debemos sacar al bebé de este frío. Higgins, ¿ya está usted preparado para pasar la noche?
—Así es, señorita Sophie. ¿Alguna noticia de sus hermanos?
—Llegarán en cualquier momento, aunque puede que este clima haga que se demoren. Gracias por preguntar.
Pasó junto a Vim y él la siguió. La señorita Windham no tenía un modo de caminar falsamente femenino ni se andaba con rodeos como lo hubiera hecho una dama de sociedad. Iba a toda velocidad, ocupada con los asuntos de la casa, hasta que llegó a la puerta del establo y se detuvo tan de golpe que Vim casi se choca con ella.
—Esta nieve es un incordio —señaló—. Será difícil enviar a alguien para que busque a Joleen mientras el tiempo sea tan malo.
—¿Está segura de que quiere hacer eso?
Ella continuó con su camino y le dirigió una mirada curiosa por encima del hombro.
—Cayó presa de un lacayo, señor Charpentier. Joleen tenía edad suficiente, pero era inocente y no demasiado lista. No la culpo por haber apostado su corazón y haberlo perdido en la primera mano.
Sin embargo, estaba claro que sí culpaba al lacayo. Vim se apiadó del hombre en el remoto caso de que la señorita Windham volviera a tenerlo delante.
Pasaron por una puerta hacia un jardín amurallado tras el que se elevaba nada menos que una mansión. En algunas partes de la ciudad, las viejas casas de proporciones semejantes a ésta, construidas durante el reinado del último monarca, se habían dividido en múltiples viviendas y cada una tenía su propia franja estrecha de jardín trasero.
Aquella casa ocupaba aproximadamente la mitad de la calle, sin divisiones en el jardín que sugirieran que había sido fragmentada en propiedades de alquiler. Una mansión de ese tamaño tendría un salón de baile, varias estancias grandes, salas de músicas y suficientes fuegos ardiendo como para mantener a un bebé feliz.
El niño se retorció en los brazos de Vim justo cuando tanto el viento como la nieve se hicieron más intensos.
—Por aquí. —La señorita Windham lo llevó hacia una puerta trasera. En cuanto Vim puso un pie dentro, notó el perfume de los clavos, la pimienta de Jamaica, la canela y la levadura. Una oleada de nostalgia por Blessings, allá en Cumbria, con sus grandes cocinas y sus criados de toda la vida, lo sobrecogió hasta que el pequeño comenzó a chillar con fuerza.
—Está diciéndonos que ya ha tenido bastante paciencia, señorita Windham. Vamos a necesitar pañales, algunas toallas limpias y un poco de agua tibia.
Ella hizo una pausa mientras colgaba su capa en un perchero.
—Es probable que el fuego en el cuarto de los niños esté apagado porque se suponía que Kit estaría de camino al sur en este momento.
—El salón de los sirvientes puede servir. —Si alguna habitación de la casa estaba caldeada en aquel momento del año, era el salón de los sirvientes.
—Sígame.
Ella lo guió por una impecable cocina y por un corto y oscuro pasillo que parecía estar revestido de despensas. El salón de los sirvientes, al final del pasillo, parecía muy confortable y acogedor y ofrecía una bonita vista de los jardines traseros, completamente nevados. El fuego ardía alegremente en la chimenea, aunque el salón estuviera desierto. Había una cuna junto al fuego, lo que indicaba que Kit ya había pasado una buena parte de su tiempo allí.
Vim le habló a su anfitriona por encima del griterío del bebé, que resultaba increíblemente molesto.
—Esto servirá. Si puede usted traer una toalla y agua tibia, yo puedo desvestirlo.
Ella se retiró rápidamente, con una expresión que indicaba que el alterado bebé la ponía tan nerviosa como lo hacía el propio Vim.
—Podemos ponernos manos a la obra —le informó al niño—. Pero necesito desenvolverte primero, así que ten paciencia.
En cuanto dejó al bebé sobre una manta en el suelo el pequeño comenzó a patalear y a sacudir los brazos en todas las direcciones.
—¿Estamos un poco aburridos? Sacúdete todo lo que quieras, hombrecito. Estarás listo para dormir enseguida.
Tenía arraigado el hábito de hablarle a la gente demasiado pequeña como para participar de la conversación. A los bebés les gustaba que les hablaran, igual que les gustaban las cajas de música, el gorjeo de los pájaros y el sonido del agua al caer. En cierto modo, los bebés eran las personas que caían bien con mayor facilidad.
Pero cuando el aire tibio del salón acentuó el olor del pañal sucio, Vim corrigió su afirmación: era fácil sentir simpatía por los bebés «limpios». Dejó el abrigo en una silla, se deslizó los gemelos en un bolsillo y comenzó a remangarse.
Poco después, ya tenía al bebé desnudo en una manta ante la chimenea, con el pañal sucio cuidadosamente doblado a un costado. Por fortuna, el desastre era mínimo.
Al oír el suave sonido del pestillo de la puerta tras de sí, Vim levantó la vista desde el suelo. La señorita Windham permaneció donde estaba, con algunas prendas dobladas en una mano y un bol de agua humeante en la otra. Desvió la vista hacia el bebé, sorprendida ante su desnudez.
Por su expresión, Vim estimó que el niño que había en el suelo era muy probablemente el primer encuentro de la mujer con un hombre completamente desnudo.
Sophie Windham se describía a sí misma con frecuencia como una mujer culta e inteligente en una época en la que ninguno de esos atributos era muy valorado entre sus pares. Cuando se encontró con la escena que la aguardaba en el salón, lo único que salió de su boca fue:
—¡Dios mío!
Y luego… nada. Se quedó francamente boquiabierta ante la imagen que tenía delante: el bebé, desnudo en un nido de alfombras y mantas, pataleando alegremente y retorciéndose sin ningún motivo en particular, y el largo y dorado cuerpo del señor Charpentier, curvado perezosamente junto a él, jugando con sus largos y elegantes dedos con los pies del bebé.
Sophie no sabía cómo cambiar un pañal.
No sabía cómo consolar a un bebé que lloraba.
No conocía los detalles de la alimentación de un niño tan pequeño.
Pero sí sabía que aquellos asuntos eran competencia de las mujeres, un hecho que el señor Charpentier parecía ignorar.
—¿Es bueno para él estar… desvestido de esa manera? —preguntó.
El hombre se puso en pie con agilidad y mostró su altura imponente —era tan alto como los hermanos de Sophie— e inclinó la cabeza para mirarla.
—Sería un poco difícil limpiarlo de otra manera, ¿no le parece?
«Estúpida, estúpida, estúpida.» Sophie sintió que se ruborizaba.
—Supongo que sí. Entonces, ¿cómo se hace…? —Señaló con los pañales limpios hacia el bebé.
—No es complicado. —Cogió los paños y el agua de sus manos—. Se lo mostraré. Cuando lo haya hecho tres veces, se habrá convertido en toda una experta. El truco es ser rápido y actuar con calma, como si tratara con un caballo nervioso o un gato herido.
Se arrodilló, sin dejarle a Sophie más alternativa que agacharse junto a él y al bebé en el suelo.
—¿Por qué patalea y se mueve así?
—Porque puede. Supongo que si lo colocamos boca abajo, veremos que está a punto de entrar en la etapa en la que puede ponerse a cuatro patas y moverse; aunque todavía no gatea. —Mientras hablaba, el señor Charpentier escurría el trapo en el agua tibia y comenzaba a usarlo para limpiar al niño, que estaba tranquilo, completa y absolutamente desnudo.
El rubor en las mejillas de Sophie amenazaba con volverse permanente. Se suponía que ciertas partes del cuerpo no debían exponerse a la luz del día, y mucho menos de una manera tan alegre. El bebé sonreía y balbuceaba, mientras el señor Charpentier usaba el trapo con habilidad para limpiar lo que estaba sucio. Cuando cogió los dos tobillos del niño en una mano y levantó al bebé de la alfombra para llegar un poco más atrás, éste comenzó a reír como si ser manipulado de aquella manera fuera algo muy divertido.
El señor Charpentier dejó el trapo sucio a un lado y le hizo cosquillas al bebé en la barriga. Él le cogió la mano y atrapó un largo dedo índice en su minúsculo puño.
—¡Me ha tomado prisionero un temible pirata! —Sacudió el dedo con suavidad, lo que impulsó al niño a patalear frenéticamente—. Si desliza el pañal por debajo del trasero del pirata, podremos comenzar a vestirlo.
«Trasero.» Bueno, al fin y al cabo ¿cómo más podía llamarse?
Intentó obedecer cuando el señor Charpentier volvió a levantar al pequeño por los tobillos.
—Al revés, señorita Windham. Usamos las cintas para ajustárselo alrededor del cuerpo. Con toda la energía que tiene, debemos ceñírselo bien.
Ella volvió a colocar el pañal, pero tuvo que acercarse al hombre y al bebé para poder hacerlo. Arrodillada junto al señor Charpentier, cometió el error de echarle un vistazo.
En la posada de los carruajes, estaba nerviosa por la creciente incomodidad del pequeño. Joleen se había ido el tiempo suficiente como para que la misma Sophie comenzara a preocuparse, pero pensar en qué hacer era imposible debido a los gritos del niño.
Y fue entonces cuando una voz masculina, tranquila, serena, sonó a su lado. «¿Puedo ayudarla en algo?»
Ella deseó espetarle algún comentario que dejara claro que era el maldito bebé el que necesitaba ayuda —¡ella se encontraba perfectamente bien!—, antes de alejarse bruscamente con él y comenzar a gritar ella misma.
Excepto que la gravedad de su voz, combinada con unos ojos azules llenos de bondad y de preocupación, habían hecho que le entregara al niño sin más preguntas.
Jamás se había parado a pensar en lo que pesaban los bebés. No era que fueran grandes, sino que no podían soltarse ni por un momento; si se los dejaba, la ansiedad que se sentía pesaba mucho más que el propio niño, lo que provocaba que el adulto lo volviera a coger, sin importar cuán cansados estuvieran los brazos.
—Con cuidado, señorita Windham. Éste es un misterio celosamente guardado de la familia Portmaine.
Cogió las dos cintas de un lado, pero el niño frustró el intento del adulto de asegurarle el pañal, esquivándolo con su pequeña mano y cogiéndose con firmeza su propio…
—¡Dios mío!
El bebé esbozó una amplia sonrisa, el hombre también sonrió y Sophie deseó fervientemente que la Tierra la tragara de inmediato y para siempre.
—No es más que un bebé, señorita Windham. Sólo conoce lo que le gusta y no hay nada malo en ello, en realidad. —Con suavidad, el hombre le soltó la mano de aquella porción de la anatomía masculina para la que los hermanos de Sophie tenían una infinidad de nombres.
Y para la que ella no tenía ni uno solo que pudiera decir en voz alta.
El señor Charpentier se inclinó sobre el niño, tan cerca que su pelo rubio como el trigo le cayó sobre los hombros.
—Estás escandalizando a la dama, joven Kit. Te recomendaría que desistieras. —Movió la cabeza de lado a lado, agitando el pelo. El bebé balbuceó de deleite, rozándole la barbilla al señor Charpentier con el pequeño talón.
Mientras tanto, el hombre había atado el pañal a los lados con habilidad y formado dos nudos que serían fáciles de desatar cuando hiciera falta.
—¿Cada cuánto hay que hacer esto? —preguntó Sophie.
—Muy a menudo. —El hombre se inclinó hacia adelante, poniéndose a cuatro patas por encima del niño—. Porque es un bebé muy saludable y muy ocupado, ¿no es así, señor Kit? —Volvió a mover la cabeza para el niño, provocando más chillidos, patadas y sonrisas.
La manera en que el hombre jugaba a cuatro patas con el niño no era en absoluto digna: estaba pasando por tonto para entretener a un bebé que una extraña había abandonado.
No era digna, pero era… extrañamente atractiva.
Sophie sintió la urgencia de ponerse en pie y que hubiera alguna distancia entre ella y aquellas payasadas; sin embargo, no podía evitar preguntarse: si ella rozaba con un mechón de su cabello la nariz del niño, ¿al bebé le gustaría igual?
Se sentó.
—¿Cómo es que sabe tanto de bebés?
—Mis hermanastras son mucho más jóvenes que mi hermano y yo. Podría decirse que nosotros las educamos, de modo que todo esto es como una rutina para mí. Probablemente, a continuación se eche una siesta, porque las salidas tienden a cansarlos cuando son así de pequeños.
Él se agachó más sobre el niño y usó la boca para hacer un grosero sonido en la barriga de éste, que estalló de alegría, cogiéndose salvajemente del pelo del señor Charpentier y arreglándoselas para atraparle la nariz.
Era una nariz bastante atractiva en medio de una cara también bastante atractiva. Se dio cuenta de ello en la posada, en aquel primer instante en que le había ofrecido su ayuda. Se volvió y se encontró con el origen de aquella adorable y tranquila voz, y se descubrió a sí misma observando un rostro masculino de facciones perfectas.
Sus ojos no eran más que el comienzo: eran de un profundo azul pálido que sugería ancestros nórdicos, y se encontraban bajo unas rubias cejas. Tenía una cara delgada, con una mandíbula fuerte y una barbilla bien definida. Sophie no podía soportar una barbilla sin personalidad, ni aquellos artificios como las peludas barbas con que los hombres intentaban ocultarlas.
Pero nada de todo aquello, ni siquiera la nariz, la barbilla y los ojos, habían preparado a Sophie para el impacto visceral de casi dos metros de Wilhelm Charpentier echado en el suelo, entreteniendo a un bebé.
Sonreía al niño como si aquella pequeña porción de humanidad mereciera toda la gracia y la benevolencia que un corazón humano pudiera expresar. Lo observaba sonriente, mirándolo fijamente a los ojos y le comunicaba una insondable aprobación y cariño sin pronunciar palabra.
Era… sobrecogedor. No era muy adecuado, en realidad, y sin embargo Sophie sentía que había una especie de sabiduría en cómo el hombre trataba al niño, una sabiduría de la que ella carecía.
—Le entrará sueño pronto. —El señor Charpentier cambió de postura—. Es la mejor parte, cuando son pura dulzura y cariño. Los pequeños sabandijas nos tienen en sus manos sin siquiera intentarlo.
—Suena usted a gusto con eso.
Él volvió la cabeza y se le borró la sonrisa mientras la miraba.
—Cuando es probable que un muchacho termine en un hogar de huérfanos sin tener ninguna culpa, o en los peldaños de entrada de una iglesia en medio del invierno, lo mejor es que tenga una enorme cantidad de cariño almacenada para el futuro, si es que no muere antes de aprender a caminar.
Hablaba suavemente, pero Sophie tuvo que desviar la mirada de golpe. Contempló los jardines traseros nevados; era un paisaje tan inhóspito como el futuro que el señor Charpentier describía.
—No sé cambiar un pañal, señor Charpentier. No sé qué le gusta comer a Kit, no sé cómo… divertirlo, pero sí sé que no irá a ningún hogar de huérfanos. Ni ahora, ni nunca.
Él la miró con una extraña seriedad para tratarse de un hombre que estaba sentado en el suelo.
—¿Está usted segura de eso?
Ella asintió.
—Si la familia no echó a la calle a Joleen cuando su problema se hizo evidente, si no la echó a la calle cuando el niño llegó, si le hemos dado al bebé todo lo que necesitaba, así como el billete para que regresara a su casa, no le daremos la espalda a Kit ahora.
Las decisiones habían sido de ella; sus gracias habían dejado el asunto en sus manos de forma tácita, igual que hacían con todos los extraviados que se acercaban a la familia y terminaban al cuidado de Sophie. Ella había decidido que las vacaciones eran un buen momento para permitir que Joleen y su hijo fueran a casa, aunque la muchacha parecía reacia a la idea.
—Supongo que la familia de Joleen no la aguardaba con los brazos abiertos y aún menos a su hijo —dijo Sophie y aquella convicción crecía a medida que hablaba.
—Y ella no fue capaz de encomendarlo a una muerte lenta con la parroquia como escenario. —El tono del señor Charpentier era afable mientras comenzaba a vestir a Kit, pero algo en el ángulo de su mandíbula indicaba furia—. Joleen apostó la vida de su hijo a su bondad.
Había vestido al niño en un abrir y cerrar de ojos y en ese momento le estaba poniendo los calcetines en los regordetes pies.
—¿Le gustaría cogerlo, señorita Windham?
—¿Yo?
—Lo ha hecho bastante bien en la posada y en el camino hacia aquí. —Envolvió al bebé en un chal y lo levantó—. Es probable que se quede dormido si se sienta usted en la mecedora.
—Supongo que eso no puede ser muy difícil.
—Es lo más fácil del mundo. —Se puso en pie con el pequeño en brazos sin la menor incomodidad e incluso le tendió una mano a Sophie para ayudarla a levantarse.
Era una mano grande, limpia y elegante… y también cálida. Quizá era eso lo que a Kit le gustaba cuando el señor Charpentier jugaba con sus pies.
—Siéntese en la mecedora. Yo se lo daré.
Ella obedeció, sintiendo una extraña punzada de nerviosismo mientras lo hacía. Ya había tenido a aquel bebé en brazos, no por mucho tiempo, ni con mucha seguridad, pero lo había hecho.
—Le gusta estar cerca de usted, piel contra piel si es posible. Le gusta la tibieza de la piel e incluso le gusta escuchar los latidos de su corazón.
—¿Quién le ha dicho eso? ¿Él? —Aceptó al niño de manos del señor Charpentier, una maniobra que lo había hecho inclinarse tan cerca de ella que pudo sentir la esencia de bergamota que emanaba de su persona. Bergamota y jabón, quizá un poco de almidón de la lavandería, nada más. Ni tabaco, ni sudor, ni hedor del caballo… nada. Al bebé probablemente también le gustaba aquello de él.
—Sosténgale la cabeza. —El señor Charpentier deslizó una mano por debajo de la suya, bajo el cráneo del bebé—. Lo pondremos boca abajo la próxima vez que esté retozando en el suelo para ver lo fuerte que es su cuello. Si está a punto de gatear, no tendrá problemas para sostener la cabeza. Ahí tiene. Va a por el pulgar. Es un signo inequívoco de que el sueño está a punto de llegar.
El niño se llevó el pulgar izquierdo a la boca y lo succionó con firmeza, mientras el señor Charpentier permanecía arrodillado junto a la mecedora. Debería haber sido un momento prosaico, común y corriente, pero con el bebé en sus brazos, el hombre a su lado mirándolos a ambos, lo que Sophie sintió fue una extraña y profunda intimidad.
Wilhelm Charpentier había pasado una buena parte de cada uno de los últimos quince años navegando por motivos comerciales. Se había mantenido principalmente en el mar Báltico y el del Norte cuando sus hermanos eran jóvenes, y luego había surcado el Mediterráneo hasta que finalmente llegó hasta China, las antípodas… y acabó dando la vuelta al mundo.
Había oído docenas de idiomas, comido montones de platos impronunciables, aprendido todo tipo de exóticas prácticas entre hombres y mujeres, pero nunca antes había visto a una mujer enamorarse de manera tan visible y verdadera.
Mientras estaba de rodillas en la alfombra junto a la antigua mecedora en el salón de los sirvientes, vio literalmente cómo Sophia Windham se enamoraba. Le llegó en cuestión de momentos, le puso una suave chispa en los ojos y una pizca de calidez en su sonrisa y, lo más importante de todo, cambió la forma en que tocaba al objeto de sus sentimientos.
El pequeño Kit pasó de ser un montón de problemas potencialmente hediondo a ser la única persona de la Tierra que ella moriría por proteger. Lo apoyó en su regazo, cogiéndole las muñecas con las manos, liberándolo para que se quitara el chal con las piernas, sonriendo y balbuceando mientras ella lo sostenía.
—¡Qué muchachito tan fuerte eres! —Le sonrió, juntó las manos y volvió a separarlas con suavidad—. Aplaudo su fuerza, amo Kit. Un joven hombre fuerte como usted montará sobre los perros de caza para su segundo cumpleaños.
Vim tenía la firme convicción de que Sophie Windham jamás había pronunciado una frase tan sin sentido como aquélla en toda su vida. Dejó de mirar a la dama y al niño, se reclinó hacia atrás y echó un vistazo por la ventana para ver la nieve.
Dios santo todopoderoso. Necesitaba marcharse. Pronto ya no habría luz, la temperatura bajaría y la nieve sólo se acumularía más y más con la llegada de la noche. Parecía una metáfora de la vida de Vim, pero al menos podía irse teniendo la certeza de que Kit estaría sano y salvo, que alguien lo quería y que aquella devota mujer podía hacerlo feliz.
—Creo que está cansado —dijo la señorita Windham suavemente. Cubrió al bebé con el chal y lo acunó entre sus brazos—. ¿Cuánto tiempo cree que estará durmiendo?
Vim fue hacia la chimenea para avivar el fuego —la sola idea de salir en la tormenta le cerraba el estómago de terror— y consideró la pregunta.
—Lo que usted menos se espere. Si ha estado haciendo el tonto durante todo el día y usted cree que debería descansar durante horas, no lo hará más que unos pocos instantes. Si piensa que durmió hasta bien entrada la mañana y que no fue fácil despegarlo de las sábanas, se dormirá en cuanto termine el almuerzo y con suerte se despertará a tiempo para la cena. A los bebés les encanta confundirnos y tienen todo el derecho del mundo de hacerlo.
—Se le cierran los ojos.
Vim no pudo evitar sonreír. No había escuchado ni una sola palabra de lo que le había dicho, de tan fascinada como estaba con aquel bebé normal y corriente.
Con la excepción de que no había bebés normales y corrientes. No los había en Inglaterra, ni en Europa, ni entre los nativos de ningún continente ni ninguna cultura. Jamás existió un bebé normal y corriente: en todo caso, no era normal y corriente para la madre del niño.
—Señorita Windham, realmente debería marcharme.
Aquello sí que le llamó la atención. Lo miró con una expresión contrariada.
—¿Tiene que hacerlo? ¿Me permitirá que le dé algo de comer antes de irse? Las tabernas y las posadas estarán hasta los topes y ha sido usted tan amable tanto con Kit como conmigo… Ni siquiera le he ofrecido una taza de té decente, así que no puede irse todavía, señor Charpentier.
Se puso en pie con el niño en brazos, sosteniéndolo con tanta firmeza y serenidad como si fuera su quinto bebé. Quizá tenía la edad suficiente como para haber tenido cinco hijos —no era en absoluto una niña—, pero su figura indicaba lo contrario.
Sophie Windham había sido bendecida con un cuerpo que una cortesana envidiaría. Más allá de las capas, los chales y el resto de la ropa, Vim podía juzgar con demasiada facilidad sus encantos femeninos.
—Agradezco el ofrecimiento, señorita Windham, pero cuanto antes parta, antes podré llegar a mi destino. Sin embargo, aprecio mucho su generosidad. —Cogió su abrigo, todavía plegado sobre una silla, pero ella avanzó hacia él con aire de determinación.
—Señor, estoy virtualmente sola en esta casa con un niño desesperado que depende de mí para cada una de sus necesidades. Desconozco completamente cómo alimentarlo. No sé cómo ni cuándo bañarlo. No tengo ni la menor idea de a qué hora debería ir a dormir ni cómo obrar con él cuando se despierte. Lo menos que puede hacer es enseñarme alguna de esas cosas antes de lanzarse a las calles de Mayfair.
El ángulo de su barbilla le daba a entender que era capaz de frenarlo por la fuerza. El instinto maternal, ya fuera natural o aprendido, no era algo que un hombre en su sano juicio quisiera frustrar.
—Tal vez una taza de té…
—Tonterías. —Lo miró de arriba abajo—. Es probable que no haya comido nada desde el amanecer y seguro que no fue más que una avena grumosa y fría, sin mantequilla ni miel, ni siquiera una pizca de mermelada. Venga aquí.
Él volvió a caminar tras ella, pero esta vez tenía la libertad de admirar el movimiento de su falda. Si no era el ama de llaves, lo más probable es que fuera una acompañante personal de la dama de la casa. Tenía mucha seguridad y ninguna familia hubiera dejado a una mujer de su edad sin carabina si se trataba de una persona de la casa.
—Tome asiento —dijo ella, señalando una mesa de madera en el centro de la gran cocina—. Voy a preparar un poco de té y usted puede decirme qué comerá Kit.
Ella iba y venía por la cocina con la eficiencia particular reducida a una sola mano que suelen desarrollar los padres de un niño muy pequeño. Tendría a Kit en sus brazos en unos días o colgado de la espalda…
—Deme el bebé. —Extendió los brazos y vio que ella sintió la tentación de resistirse—. Si va a manipular agua hirviendo y fogones calientes, estará más seguro conmigo.
Ella cedió y se lo entregó, ciñendo más estrechamente el chal alrededor del niño. Permaneció un momento cerca de Vim, con el bebé acunado entre sus brazos, y luego se irguió.
—Si lo sostiene usted, puedo preparar algo más que una taza de té.
Cogió un delantal de un gancho y se lo ató a la cintura con estudiados movimientos, lo cual le dio otra pieza del rompecabezas de Sophie Windham: una doncella jamás se rebajaría a trabajar en la cocina, aunque en ausencia de la cocinera, un ama de llaves sí lo haría.
—¿La familia ha cerrado la casa por las fiestas, entonces? —Le frotó la espalda a Kit, no tanto para reconfortar al niño, ya que el pequeño muchachito estaba profundamente dormido, sino más bien a sí mismo.
—Este año han marchado a Kent antes de lo habitual y han dado permiso a la mayoría del personal. Higgins y Merriweather aguardarán junto a la caseta de los carruajes para echar un ojo a los animales y traerán más carbón de la despensa si se lo pido. ¿Le gustaría una tortilla? Hay un buen queso cheddar en la despensa y el estante de las especias está recién abastecido.
Él necesitaba realmente ponerse en marcha, pero sortear aquel clima con el estómago vacío era una tontería.
—Una tortilla suena maravilloso, pero no quiero causarle molestias.
Ella le sonrió y comenzó a ir y venir a la despensa.
—Me gusta cocinar, aunque ése es un secreto muy bien guardado. ¿Qué debo darle de comer a Kit?
—Comidas blandas, por supuesto. Avena con un poco de mantequilla y una pizca de azúcar, por ejemplo —mi niñera siempre decía que la miel no era buena para los bebés—, o puré de patatas con una pizca de mantequilla y verduras hervidas.
—¿Y carne?
Él trajo a la memoria recuerdos de hacía más de dos décadas.
—Todavía no y tampoco mucha fruta. Cuando mi hermana era un bebé, las fresas le daban urticaria, así que no se las recomiendo. El pudin siempre era muy popular entre los niños.
—Si el tiempo no fuera tan malo, enviaría a uno de los mozos de cuadra a buscar a Fran, la niñera de la casa de Westhaven. ¿Le gusta la cebolla en la tortilla?
—Un poco.
La estancia se llenó pronto del aroma de la cocina buena y sencilla. Miraba a la señorita Windham cortar rebanadas de una hogaza de pan fresco y luego deslizarlas en una bandeja para tostarlas. Se movía con una destreza que dejaba ver el tiempo que había servido en la cocina y, sin embargo, era imposible que fuera la cocinera: si habían dejado ir a todo el personal, no tenía sentido que la cocinera permaneciera allí sólo por dos mozos de cuadra.
—¿De dónde viene usted, señor Charpentier?
—De aquí y de allá. La casa familiar está en Kent, aunque me educaron en casa de mi padrastro en Cumbria. Soy comerciante de profesión y últimamente trato principalmente con las Américas y los escandinavos.
—Jamás he estado en Cumbria, pero me han dicho que es encantador. —Hablaba mientras trabajaba; era la viva imagen de la tranquilidad doméstica.
—Cumbria es un lugar encantador en verano. El invierno puede ser algo muy distinto.
—¿Estará con su familia durante las fiestas?
Se distrajo momentáneamente de responder al observar la imagen de ella junto a la cocina, mirando cómo se cocía la tortilla y echando un vistazo de vez en cuando a las tostadas y disponiendo también los utensilios necesarios en una bandeja de té.
¿Por qué no estaba ella con su familia? Apenas si conocía a la mujer, pero al contemplarla allí, cocinando para él, hizo que se sintiera bienvenido con aquella conversación mientras la nieve caía copiosamente afuera y sintió una punzada de algo… conmovedor, sentimental.
¿Algo parecido a la soledad?
—Estaré con mi tío y su familia. Tengo hermanastros, pero mis hermanas se han casado hace poco y uno no quiere molestar a los recién casados.
—Por supuesto que no. Tres de mis hermanos se han casado y eso puede dejar a una hermana sin saber muy bien cómo comportarse con ellos. ¿Pimienta?
—Una pizca.
—¿Duerme?
—Jamás pregunte. Si es así, lo despertará. De otro modo, le dejará ver que ése es su objetivo y desbaratará sus planes, dándole el honor de tener con usted al más despierto de los bebés.
Ella sonrió mirando la tortilla y le dio la vuelta con destreza sobre la sartén.
—Su gracia ha educado a diez niños en esta casa. Es probable que esté de acuerdo con usted.
¿Una casa ducal? No era una sorpresa entonces que las empleadas domésticas se comportaran con tanta seguridad.
Cuando iba a preguntar de qué duque provenía toda la hospitalidad que recibía —su hermanastro tenía trato regular con títulos de todas las clases—, ella llevó la bandeja de té a la mesa, luego los cubiertos y una humeante tortilla y tocino. Le puso el plato delante y dio un paso atrás, con las manos en las caderas.
—Si me da al bebé, puedo sostenerlo mientras come.
—¿Y qué hay de usted? Como caballero que soy… —Pero ella ya estaba quitándole al niño de los brazos y sentándose en un banco, en el lado opuesto de la mesa.
—Coma, señor Charpentier. Sólo conseguiremos que la comida se enfríe mientras discutimos.
Comió. En parte porque un caballero jamás discute con una dama y en parte porque se moría de hambre. Le había servido una ración considerable y ya se había comido la mitad del plato cuando levantó la vista y descubrió que ella lo miraba desde el otro lado de la mesa.
—Tenía hambre.
—Es usted una buena cocinera. ¿Tienen orégano los huevos?
—Un poquito de todo.
Hizo una pausa y apoyó el tenedor.
—¿Es un secreto de familia, señorita Windham?
Ella se limitó a sonreír, simuló usar el chal para abrigar mejor al bebé que dormía y luego frunció el cejo.
—Hace un rato usted ha mencionado un secreto familiar de la familia Portmaine. ¿Es la familia de su esposa?
Era una pregunta lógica. Aunque no podía ser posible que aquella enérgica y remilgada mujer pudiera estar preguntándole por su estado civil.
—Mi madre volvió a casarse cuando mi padre murió. Portmaine era el apellido del marido de mi madre. No tengo la suerte de estar casado.
Ella asintió y Vim volvió a devorar el único plato decente que comía en casi una semana de viaje. Sí, podía haber cogido el carruaje desde Blessings, pero Blessings y sus dependencias le pertenecían a su hermanastro menor, que podría haber necesitado el carruaje para sí mismo.
Así que Vim no preguntó. Había partido por su cuenta, viajando como lo hacía a menudo, como la gente común del pueblo.
—¿Ha querido casarse alguna vez, señor Charpentier?
Miró a la señorita Windham al otro lado de la mesa y la vio simulando que le prestaba atención al bebé, pero un ligero rubor en sus mejillas le indicaba que había escuchado su pregunta perfectamente.
—Siempre he deseado casarme —respondió con lentitud. Su tío había esperado que lo hiciera… diez o doce años atrás aquello lo hubiera hecho muy feliz—. Supongo que no he conocido a la dama adecuada. ¿Y usted?
—¿Qué muchacha no espera casarse? Había una época en la que mi más entrañable deseo era casarme y tener mi propia familia. Me temo que no es un deseo muy original. —Levantó al bebé y se inclinó sobre la mesa para servir una taza de té para cada uno. Vim olió la acre fragancia mientras observaba cómo se iba llenando su humeante taza.
—¿Es darjeeling?
—Es el favorito de uno de mis hermanos. ¿Cómo le gusta el té, señor Charpentier?
—Mis amigos me llaman Vim y podría tratarme de tú. Yo prepararé el té para usted, señorita Windham, viendo que su amigo continúa durmiendo en sus brazos.
Ella frunció el cejo, pero era una expresión de concentración, no una de rechazo.
—Mis amigos me llaman Sophie o, por lo menos, así me llaman mis hermanos. Así que usted también puede llamarme así y tratarme de tú.
Aquello no era una buena idea, el intercambio de nombres de pila y el paso al tuteo. Al ver una sutil emoción apoderarse de las facciones de la señorita Windham —de Sophie—, Vim tuvo la sensación de que ella le permitía a muy pocas personas tratarla con tanta confianza. No habría hecho aquello si no fuera a irse muy pronto, para no volver a ver jamás a aquella buena dama.
—Sophie, entonces. Señorita Sophie. ¿Comerás ahora? Puedo sostener a Kit.
—¿Estás seguro de que no quieres más?
—He comido cada miga, así que sí, estoy seguro. —Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, inclinándose para coger al bebé. Ella no levantó al niño, así que cuando Vim llegó hasta ella para cogerlo, extendió el brazo más de la cuenta, de modo que deslizó una mano algunos centímetros por debajo de la clavícula de la señorita Windham antes de poder coger al niño.
Por debajo de la clavícula y al costado de uno de sus pechos.
El contacto no duró siquiera un segundo e involucró el dorso de su mano y el canesú de ella, nada más, pero Vim tuvo que esforzarse para que el escalofrío que lo recorrió no se hiciera visible en su cara. El momento de excitación sexual que sintió fue tan sorprendente como intenso.
La dama, por su parte, bebió un sorbo de té sin parecer perturbada en absoluto.
—Será mejor que comas rápido —dijo Vim, acomodando al niño en sus brazos—. Nunca sabes cuándo despertará el pequeño lord y las necesidades de los demás se irán al demonio. La tortilla estaba muy buena.
—¿Es que existe una mala tortilla? —Comía delicada pero firmemente, sin siquiera mirarlo cuando hablaba.
—Sí, existe, pero mejor que no sigamos hablando de eso mientras comes. —Volvió a sentarse frente a ella, con el peso del bebé como un cálido apoyo contra su cadera. Avis y Alex ya podían estar embarazadas para entonces, una idea que le produjo otra punzada de aquel innombrable sentimiento.
—¿Qué más puede explicarme sobre el cuidado de Kit, señor Char…? —Hizo una pausa y esbozó una tímida sonrisa—. Vim. ¿Qué más puedes explicarme, Vim?
—Puedo decirte que es bastante simple, señorita Sophie: lo alimentas cuando tiene hambre, lo cambias cuando está sucio y lo abrazas cuando está molesto.
Ella apoyó los cubiertos y miró al bebé.
—Pero ¿cómo diferencias entre el hambre y la molestia?
Su expresión era tan seria que Vim no pudo contener su sonrisa.
—Lo abrazas y, si se tranquiliza, es que no tenía hambre, sino que quería compañía. Si sigue quejándose, le ofreces algo de comer, y así siempre. Él te dirá lo que le hace falta.
—Pero ese otro asunto, el de la posada. Tú sabías que estaba incómodo y para mí no era evidente en absoluto cuál era el problema.
—Y ahora sabes que necesita eructar cuando tiene la barriga llena. Se te enfriará el té.
Dio un sorbo, pero él pensó que ni siquiera había sentido el sabor, de tan concentrada como estaba en el misterio de cómo comunicarse con el bebé. Continuó lanzándole preguntas mientras terminaba de comer y se ocupaba de los platos, sin quitarse el delantal hasta que la cocina volvió a quedar impecable.
Para entonces, Vim ya había hecho lentos circuitos por la cocina con el niño en brazos. Quedaba menos de una hora de luz y realmente era hora de partir.
—Te agradezco la comida, señorita Sophie, y recordaré lo bien que cocinas con especial cariño mientras continúe mi viaje. Si coges a Kit, buscaré mi abrigo en el salón y me despediré.
Le pasó el bebé, asegurándose esa vez de que su mano se mantuviera a distancia de su cuerpo.
Él se iba.
Al darse cuenta de ese hecho, Sophie, normalmente tan resuelta, sintió algo cercano al pánico. Se dijo a sí misma que no era más que preocupación por el bebé, porque lo dejaran al cuidado de una mujer que todavía —¡todavía!— no había cambiado un pañal jamás.
Pero había algo más que eso. Algo en lo que no quería pensar demasiado. Las mujeres maduras de casi veintisiete años no necesitaban fustigar lo evidente cuando caían presas de indecorosos caprichos y fantasías.
—Desearía que te quedaras. —Aquellas palabras le salieron antes de que pudiera censurarse.
—¿Cómo dices? —Interrumpió el movimiento con el que él se colocaba las mangas por sus musculosos antebrazos, cubiertos de dorado vello del color de la arena. ¿Cómo era posible que un hombre tuviera unos antebrazos tan hermosos?
Ella inclinó su rostro para besarle la suave y despeinada cabeza al bebé.
—No tengo idea de cómo seguir adelante con este niño, señor Charpentier, y aquellos viejos hombres del establo, probablemente menos. Me doy cuenta de que no debería pedírtelo así, pero estoy bastante sola en esta casa.
—Y ése es precisamente el motivo por el que no puedo quedarme. Supongo que lo entiendes.
Hablaba suave y de manera gentil y Sophie comprendió lo que quería decir. Los caballeros y las damas jamás estaban bajo el mismo techo sin compañía de una carabina.
Excepto que con él —con Vim Charpentier—, ella no era lady Sophia Windham. Había tomado aquella decisión en la posada de los carruajes, donde anunciar el estatus de su título no le hubiera servido en absoluto más que para despertar el afán de los ladrones. Higgins era lo suficientemente mayor como para dirigirse a ella como «señorita Sophie», y ser la señorita Sophie estaba resultando extrañamente atractivo. Un ama de llaves o una acompañante podía ser la señorita Sophie, mientras que la hija de un duque, no.
—Este tiempo debe de estar creando todo tipo de parejas extrañas por ahí, señor Charpentier. Y si estamos solos, ¿quién se ocupará de que sigamos las reglas del decoro a pies juntillas?
—No es una buena idea, señorita Windham.
—¿Salir en medio de esta tormenta es una idea mejor?
Dejó la pregunta en el aire, entre sus caballerosas preocupaciones acerca del decoro y las necesidades que el sentido común le indicaba que tendría una mujer que acababa de recibir la carga de un pequeño bebé. Cuando se volvió para mirar por la ventana más próxima, Sophie elevó una pequeña plegaria porque el sentido común ganara a sus decorosos escrúpulos. El bebé refunfuñó en sueños, lo que hizo que el señor Charpentier la mirara con intensidad.
—Puedo quedarme, pero sólo una noche y partiré con la primera luz del día. Hay cierta urgencia porque llegue a mi destino.
—Gracias. Kit y yo te lo agradecemos. —Sintió una extraña urgencia de besarle la mejilla.
En cambio, besó al bebé.
—Ven conmigo, así te muestro la habitación de invitados.
Cogió su bolsa del pasillo trasero y la siguió como una silenciosa y voluminosa presencia. Podía sentir cómo observaba los detalles de la residencia ducal, pero esperaba que también viera algo de lo que hacía de aquella mansión un hogar.
Los sirvientes la habían decorado antes de irse por las fiestas; había ramas de pino perfumando las chimeneas, lazos rojos adornando las altas velas de cera de abeja que la familia debía de encender en la noche de Año Nuevo y en la Noche de Reyes. Bolsas de canela y naranjas secas colgaban en los pasillos y algunas coronas embellecían las ventanas que daban a la calle.
—Sus gracias deben de tomarse las fiestas muy en serio —observó el señor Charpentier—. ¿Es eso un árbol de Navidad?
Sophie se detuvo ante la puerta medio abierta de uno de los salones más pequeños.
—La madre de la duquesa era alemana, como muchos de los miembros de la corte del viejo rey. Los árboles de Navidad eran originariamente para Oma, para que no se sintiera tan lejos de su tierra.
Se preguntó qué diría él si supiera que estaba husmeando en el salón personal de la duquesa. Su madre servía el té a sus hijos al abrigo de aquel salón, además de brindarles su sabiduría, comprensión y amor.
Siempre amor.
Sophie permaneció inmóvil por un momento, el bebé se movió en su hombro y el señor Charpentier se acercó a ella en la puerta de entrada. Durante mucho tiempo en el futuro, ella asociaría la bergamota con aquel momento, la primera vez que le mostraba la casa a una visita suya… de ella y de Kit.
Aguardó a que él retrocediera y continuó caminando.
—Tu habitación está en el primer piso. La escalera de los sirvientes va directa al pasillo trasero aunque la escalera principal es el camino más bonito.
Lo llevó por la entrada principal, con su impactante escalera de roble tallado. Todo el vestíbulo era una especie de selva de madera pulida; las paredes y el techo estaban cubiertos de paneles, los pasamanos eran torneados y las medias columnas tenían extravagantes frontispicios y capiteles en cada rincón de su superficie octogonal. La madera estaba lustrada con un notable brillo por la cera de abeja y el aceite de limón, y resplandecía tanto que en días de sol había más luz allí que prácticamente en ninguna otra parte de la casa.
—¿Debo entender que sus gracias reciben muchas visitas? —Subía tras ella por la escalera, como lo haría un caballero.
—Su gracia, el duque, es bastante activo entre los lores, así que sí.
—¿Y la duquesa?
—Se mantiene ocupada. También tienen una casa de verano en las propiedades de la familia. Esta habitación debería servirte para pasar la noche.
No lo había llevado a la habitación de invitados, sino a la antigua habitación de su hermano Valentine en el ala familiar. El baúl de la leña estaría lleno, el cubo de carbón también, habría un fuego ardiendo y la cama estaría hecha, anticipando la visita de su señoría a la ciudad para recoger a su hermana.
El cuarto de baño se encontraba al otro lado del vestíbulo y un renovado vestidor tenía la ubicación ideal entre las cisternas y la chimenea.
—Esto es bastante moderno —dijo el señor Charpentier—. ¿Estás segura de que a sus gracias no les importará que compartas su residencia con un completo desconocido?
Sí que les importaría. No les molestaría que usara las mejores comodidades que la mansión podía ofrecer, pero les preocuparía gravemente que él fuera la única compañía de Sophie.
—La casa de un duque no escatima en hospitalidad, señor Charpentier, aunque deberíamos poner a su servicio a un ayuda de cámara y a un lacayo para que lo asistan.
—Estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo. ¿Dónde podré encontrarla si la necesito?
—Estaré al otro lado del pasillo, la última puerta a la derecha.
Y era hora de dejarlo, pero ella dudó, mirando a su alrededor para buscar algo más que decir. La idea de pasar otra fría y larga noche leyendo junto a la luz de la hoguera le parecía un desperdicio criminal cuando podía compartir aquellas horas con el señor Charpentier. El niño soltó un pequeño suspiro en sus brazos, quizá un indicio de algún feliz sueño de bebé… o de sus propios deseos insatisfechos.
—¿Debería subir la cuna del salón de los sirvientes, señorita Sophie?
¿La cuna?
—Sí. La cuna. Eso sería de gran ayuda. Supongo que debo buscar algunos pañales en la lavandería y ropa limpia y esas cosas.
Él sonrió, como si supiera que su mente había ido a cualquier otro lado más allá de la necesidad de cuidar del bebé, pero no dijo nada. Sólo depositó su bolsa en el suelo, fue a la chimenea a encender el fuego y dejó a Sophie de pie en la puerta con el bebé acunado en sus brazos.
—¿Sabrás llegar al baño si lo necesitas?
Él se puso en pie y comenzó a usar la candela para encender los candelabros y agregar luz al exiguo resplandor que entraba por las ventanas.
—He hecho mucho más con mucho menos de lo que me ofreces, señorita Sophie. Los viajes hacen que un hombre se dé cuenta de lo poco que necesita para estar cómodo y qué fácilmente puede confundir lo que meramente quiere con una necesidad. Estaré bien.
Su circuito lo llevó hasta su lado, junto a la puerta. Sopló la candela y la miró.
—¿Tú estarás bien?
A ella le gustaba estar cerca de él, no sólo porque tenía un aroma agradable, sino también porque algo de su presencia masculina, su gracia y su fuerza despertaban su aletargada feminidad. Si todos los hombres tuvieran sus modales, capacidad y belleza puramente masculina, ser una mujer sería una tarea mucho más apetecible.
Sophie reunió coraje y lo miró a los ojos.
—Quisiera saber más sobre esos viajes, señor Charpentier. Sobre los peores y los mejores recuerdos, los lugares más hermosos y los más desagradables. He pasado toda mi vida dentro de los confines de Inglaterra y las historias de tus viajes le darán a mi imaginación algo que recordar cuando te hayas ido.
La observó un momento y luego levantó una mano. A ella se le cortó la respiración cuando pensó —¿o tuvo la esperanza?— que iba a tocarla. Que le tocaría la mejilla, el cabello o que le rozaría con la mano la mandíbula.
La apoyó en la cabeza del bebé.
—Si nuestro pequeño lord nos depara una noche pacífica, te explicaré alguna de mis historias, señorita Sophie. No es una noche para salir a pasear por la ciudad, ¿verdad?
Aquello era mejor que si la hubiera tocado… el hecho de saber que le ofrecería algunas de las historias de sus viajes, algo de su propia historia y sus propios recuerdos.
—Después de que te hayas instalado. Te veré en el salón de abajo. Cenaremos.