XIII. PARTIDA DE AJEDREZ CON UN DIOS VENDADO
Éstas fueron, más o menos, las palabras de Marta. Y puedo haberles añadido algún adorno de más, suele ocurrirme. Pero la entonación era ésa: febril, tierna, pomposa. Un solo de ópera, que parecía invocar al mismo tiempo aplausos y misericordia. No de manera diferente en la isla, los días de feria, un coplero vestido de terciopelo, de pie frente a un telón pintado, notifica al pueblo que le rodea las tristes vicisitudes de la baronesa de Carini; o bien en la iglesia, con motivo del luto más amargo, un tenor intrépido llora una tras otra todas las llagas de Nuestra Señora de los Siete Dolores, y nos hunde la espada siete veces en el seno.
Sólo que ella, la enferma, mientras se dejaba mover por una parecida redundancia de sentimientos, en la que participaban por igual congojas y teatro, no por eso daba menos la impresión de haber preparado cualquier abandono con previsión y pedantería; hasta el punto de provocar la sospecha de que, en sus vuelos de un trapecio al otro, daba por descontado que no corría ningún riesgo de caída mortal, salvo el de inducirme a creer hasta el final que iba a caer.
Ahora yo sé —ahora que Marta ha desaparecido y su nombre sólo es una cicatriz en mi mente— que, juzgándola de este modo, la calumniaba en buena medida, y que en su manera de esconderse tras disfraces y pelucas el interés personal intervenía en una parte muy escasa. Más cierto es que ella recortaba de su pasado (único bien que no tenía hipotecado y deteriorado), sin hacerlo adrede, algunas secuencias privilegiadas, mientras arrinconaba con ambas manos, en una alacena de la conciencia, el antes, el después, el porqué. Se derivaba de ahí un perpetuo juego del escondite entre mentiras y omisiones y admisiones imperfectas, lo justo para dar a sus confidencias un resplandor intermitente y maligno, como de un faro en un banco de arena, manipulado por un traidor. Y, por consiguiente, yo, que ya un poco por mi cuenta me había sentido enaltecido a protagonista de casos no menos nobles, escuchaba ávidamente, pero no sin una curiosidad policíaca, los recitativos y los apartes de su simultáneo libreto, destinado con toda verosimilitud a mezclarse y concluirse junto con el mío.
Es cierto, y lo he experimentado al envejecer, que en cada existencia, incluso la más secreta, se esconde un germen de ficción y de alegoría. Pero entonces yo sabía esto sólo por los libros, era poco más que un muchacho, y en la vida me movía a tientas, con las manos ciegas de quien, cuando se produce una avería de la luz, busca inútilmente en los muchos cajones de un mueble un pedazo de vela olvidado. Y, por tanto, cada vez con mayor embarazo le prestaba atención, no perdonándole en mi interior ninguna de las tantas incongruencias de casos y estaciones; y preguntándome en todo momento en virtud de qué mitologías de educanda ella se obstinaba en decorar con medallas, además de con piedad, a aquel barbarroja Caravadossi, detrás de cuyo martirio profano se ocultaban dificultosamente una cruel patria y misión; y si había dolor auténtico o sólo engaño debajo de aquella palabra, lager, surgida y sumergida inmediatamente en el río de las otras mil restantes.
Rechacé en mi interior, y fue tal vez un error, las preguntas prácticas, meticulosas y crueles que me habían venido a los labios. Humillarla, me dije, significaba perderla. Y callé, por consiguiente: pero de ahora en adelante estaría más atento; observaría las manipulaciones de la mujer con suspicacia y respeto a la vez. Como las jugadas de una partida que me urgía al menos empatar.
Ocurrió en este punto, sin saber nunca el motivo, que ella se negó a seguir viéndome. Un regalo de perfume francés que cometí la locura de comprarle en la ciudad y le mandé por el chico, me fue devuelto sin abrir. Y de igual manera permanecieron sin respuesta los sucesivos mensajes. Finalmente murió Adelmo, ya he hablado de ello, y se extinguió cualquier medio de comunicación.
Supe, interrogando con astucia a la jefa de enfermeras, que no estaba peor de lo habitual y que, sin embargo, ya no salía de su habitación. Me intrigó la idea de aquel nuevo confinamiento, si bien en cierto modo me hacía sentirme menos mortificado, al poder atribuir su desinterés por mí a un propósito más vasto de negarse al mundo y a las míseras fiestas de nuestra vida común, de todos nosotros, digo, allí en la Rocca.
Por añadidura, en aquellas semanas yo era presa de una excitación diferente. Se había ausentado sin preaviso la fiebre, aquel calor tibio, ofensa y memento de cada minuto, y extrañamente me sentía florecer de nuevo, aunque el Gran Flaco, cada vez que me golpeaba con los nudillos sobre el tórax, se cubriera el rostro con una celada de bronce, especulando perversamente (así comenzaba yo a creer) sobre las tantas añagazas del silencio, con la única intención de asustarme. Desde el momento en que, después de la noche de la representación, había cesado cualquier atención hacia mí, buscaba hacerme daño como podía, aunque sus represalias de coetáneo me resultaran inexplicables. En contra de toda apariencia me negaba a atribuir al viejo un móvil tan frívolo como los celos. ¿De qué, además? Si su pupila (o compañera de cama, o lo que fuera) y yo habíamos evitado diligentemente que nada de nuestras reuniones llegara a sus oídos; si ella estaba allí recluida, cuatro huesos en un sudario de percal, entre toses y jarabes, agostándose. ¿Qué contrariedad podía ocasionarle mi pregonado y probablemente platónico enamoramiento de la muchacha? ¿No entendía que era para mí una manera de llenar la pompa vacía de los días; de vivirlos con fuerza, tensando cada cuerda de los nervios en un acto absoluto? Era, de modo metafórico, un no a la muerte lo que yo gritaba a través de aquellas fogosas indisciplinas; buscaba toda una suprema farmacia en la química de los sentimientos, dado que de la otra ya no me atrevía a esperar ayuda. Sin contar, pero esto a él desgraciadamente no tenía manera de hacérselo creer o saber, con que, a consecuencia de la actual lejanía, y con el transcurso de los días, mi calor por Marta se había ido degradando un poco en una mezcla de conmiseración y resentimiento: en parte, por aquel rechazo suyo sin ninguna excusa; en parte, por su forma de aparecérseme, después del último encuentro, como un icono artificioso y fanático, que parecía encarnar en sí toda la supuración e insensatez de los tiempos. ¿Debo decirlo? A medida que me iba apegando de nuevo a la vida y germinaban en mí subterráneas y laxas esperanzas, sentía elevarse en mí hacia ella como un desamor y casi una sombra de tedio, si así puedo interpretar aquel conato de higiene que me impulsaba a desalojar la mente de cualquier expansión y a dejarla inmóvil y blanca. Vaya usted a saber después por qué, estando así las cosas, me dolía tanto no verla, no haber podido dar una continuación a aquellas tardes nuestras en la ciudad: horas tampoco totalmente felices, de las que me había quedado un recuerdo entre melifluo y ahíto, como cuando se huele demasiado tiempo una rosa. Siendo así de incongruente y para mí mismo problemático mi teatrillo de afectos, tuvo necesariamente que sorprenderme, y más aún irritarme, encontrar un día, al regresar de la sala de juegos, escritas a mano sobre una hoja del recetario y retenidas con un vaso boca abajo sobre el tablero de cristal de la mesa, las palabras que inmediatamente paso a copiar:
Oh desgraciado Giufà, recupera la razón ahora.
y si una cosa está perdida, no te quedes esperando a que vuelva.
Días hermosos tuviste, y, se supone, también noches.
Ahora ella ya no quiere. Tú haz lo mismo,
ocúpate de tus cosas, no vivas en la desgracia.
Lesbia empeora, pero tú no estás mejor,
ni entre los vivos eres otra cosa que únicamente un rehén.
Atiende: el placer del amor a las flexiones de pecho
no favorece, ni te ampara de la lombriz homicida,
¿me entiendes?, el homicida liliputiense vagabundo.
(Cfr. RE ORSO, passim, Universale Caddeo).
Basta, déjala en paz. Que, si me impaciento,
pedicabo te atque inrumabo.
No llevaba firma, y la cabecera estaba arrancada, pero la caligrafía, y el mal condimentado galimatías, tenían forzosamente que pertenecerle, de modo que, sin que me retuviera la conminación de una monja que custodiaba el suelo recién fregado, crucé el corredor y me dirigí con pasos veloces y vindicativos hacia la habitación del Gran Flaco, olorosa a lisoformo.
Le encontré, con señales de abandono, echado en una butaca, y eso, conociendo sus hábitos de andarín, me sorprendió. Así como también la libertad de su indumentaria, el morado de las ojeras debajo de las gafas, el alineamiento de los frasquitos sobre la mesa de juego que le servía de escritorio. Todo, a decir verdad, en su aspecto de enfurruñado y présbite lemur, parecía poner en dificultades al visitante indiscreto. Hasta el punto de que a su «Salud», pronunciado con hostilidad, no contrapuse la bocanada de improperios que llevaba en los labios, sino un paralelo y casi servil «Salud».
—Oh —comenzó él aburridamente, sin alterar el oxímoron que era en cada ocasión su exordio—, oh, mi impaciente paciente. Vamos, no te enfades tanto por unos ripios sin pies ni cabeza. No era una advertencia mafiosa, sino una broma de las mías; un pretexto para inaugurar el verso libre. Y sobre todo para hacer las paces. Pero, además, ¿estás seguro de ser tú el bobo Giufà? ¿No podría tratarse más bien de mí? Escucha:
Oh mísero Mariano, deja de hacer el tonto,
y si una cosa es kaputt, convéncete de que es kaputt…
Soltó una risotada.
—¿No es una variante más graciosa?
Y añadió, en voz más baja:
—Mariano kaputt, K.O., por culpa de Lesbia kapo…
Evité contestar, con él convenía esperar. Por otra parte, incluso en el caso de que no hubiera otro motivo, siempre he desconfiado de los viejos.
Pero él:
—Podrías al menos sonreír, ¿no? —exclamó—. ¿No te divierto?
Y al cabo de un rato:
—Vamos, se te pasará jugando, aparta esas medicinas, prepara el tablero. Y empieza el juego, te regalo la salida.
Obedecí, la cólera se me había evaporado, dejando en su lugar únicamente la amargura de intentar descubrir qué significaba esa puesta en escena y qué relación mantenía con nuestro triángulo escaleno, yo, él y Marta. Lo imprescindible para que me distrayera de la partida; y me diese a los mil demonios, viendo a su Reina, con la ayuda de un Alfil a las espaldas, penetrar dentro de los plácidos tabernáculos de mi enroque y acabar por ofrecerse impúdicamente a una triple presa en G uno, inmolándose, sí, pero no sin establecer en torno a mi Rey un sofocante cimiento de piezas. Hasta el punto de permitir al rápido Caballo infligirme el más irónico y doloroso de los mates: el mate ahogado.
Pero mientras derribaba mi Rey, como es costumbre, «Uberius» proclamó mi adversario, y añadió, repentinamente meditabundo:
—¿Quién sabe por qué el sacrificio de la Reina proporciona a quien lo realiza un tan equívoco orgasmo, no lejano del amoroso? Tal vez es un placer gatuno —se contestó a sí mismo un poco después—. De gato jesuita y verdugo. Que se divierte en prestar al ratón una momentánea hilaridad de salvación, y lo desengaña después de repente, lanzando el zarpazo mortal. Finge actos de piedad y mientras tanto se enfunda la capucha negra.
—Es algo más que eso, supongo —le interrumpí, y pensaba en mí, en el padre Vittorio, en nuestra triunfante, fracasada, intentada imitación de la Pasión—. Está el prestigio y la idea antigua del holocausto, aquella según la cual el Hijo de Dios ha bajado a la tierra para pagar por todos, Él solo; y todavía hoy algún laico vidente promete en los periódicos la redención perpetua a la humanidad venidera, a condición de que una sola generación, la nuestra, se condene y perezca por todas.
La risa intentó forzar sus labios, sus mandíbulas contraídas. Y consiguió aflorar, aunque en forma de guiño, y por poco tiempo.
—¿Hijo de Dios? —exclamó—. De un centurión romano, querrás decir. Ya sabes cómo entran inmediatamente en celo las indígenas con los soldados coloniales.
Y silbó Ziki Paki.
Ya estaba acostumbrado a obscenidades semejantes, flores sueltas de lo que llamaban el Evangelio según Mariano, y me avergüenza confesar que lo adulé con una incauta risita. Inmediatamente la vanidad alegró sus ojos, hizo muecas, y aumentó la dosis con «Un día se verá». Luego:
—Oh, sí —prosiguió—. No es más que uno de los nuestros, un perillán piadoso, el vástago de un pesebre mestizo. Y te concedo que ha muerto bien, sin lloriquear demasiado. Glorificando el gesto de la muerte altruista. Se le podría dedicar un complejo, como me enseñaban en Viena. El complejo de Cristo. Der Christuscomplex, suena estupendamente, parece el nombre de una vitamina. Sea, pues, santificado el Cordero pascual, tanto en el cielo como en el bosque, donde, atado a un poste, espera el trinchante del sacerdote. Pero dime, ¿conoces la historia de los tres ladrones y de los cinco sombreros?
—No —contesté, aunque era la tercera vez que me proponía el abracadabra, y, casi para intentar que no prosiguiera, coloqué al azar un disco en el gramófono. Pero él, mientras múltiples voces conjugaban gallardamente Peccantem me cotidie, sin prestarles atención o, como máximo, concediendo subrepticiamente algún guiño y relámpago de connivencia, dijo:
—Los tres están condenados a muerte. Por un poderoso, en una época antigua. ¿Qué lugar prefieres, Asia o Europa?
—¿Importa?
—No, no importa, pero no por ello deja de ser bueno que te pronuncies. Démosle alguna referencia localizadora a la fábula.
—Mejor el Viejo de la Montaña que el Gran Inquisidor —contesté, para satisfacerlo.
—Lo que tú quieras, pero de ti me esperaba Poncio Pilatos —dijo el Flaco, y prosiguió—: De modo que el Señor de los Asesinos les ofrece una oportunidad. Deberán, cada uno de ellos con los ojos vendados, cubrirse al azar con un sombrero de los tres blancos y los dos negros que están amontonados sobre la mesa. Se salvará quien consiga adivinar con razonados motivos el color del cubrecabezas que ha elegido. Sucede que los tres, cada cual sin que lo sepan los otros, extraen, unánimes, el blanco. Se quitan la venda, se miran. Ahora bien, hay una cosa clara: que sólo puede salvarse el que vea encima de los dos compañeros dos sombreros negros y pueda por tanto deducir por exclusión el color del propio. Pero cada uno de los tres sólo descubre sobre la cabeza de los demás el blanco, el inexorable blanco…
—¿Y entonces?
—Los dos primeros reflexionan durante largo rato y renuncian. Son desombrerados, decapitados. Pero el tercero lo adivina. Te toca a ti decirme cómo y por qué.
—Si yo también lo adivino, ¿puedo confiar en una esfinge benigna? —pregunté, poniéndome serio, mientras una sospecha me invadía, la de que aquella adivinanza fuera o pretendiera ser una parábola. Y añadí—: También para mi mal sirve el mismo porcentaje de supervivencia, lo dicen vuestras estadísticas.
(Era cierto, lo había leído en un tratado de Sebastiano, y se lo había contado a él y a Angelo a la vez. «Uno de cada tres», había dicho, y nos habíamos sorprendido los tres mirándonos melancólicamente, riendo y pensando los tres en lo mismo).
—No es bajo, date por satisfecho. Era más bajo para Deucalión o Don Blasco —contestó, desorientándome hasta el punto de que no se me ocurrió pedirle cuentas de por qué había dejado sin responder mi pregunta de antes, sino que le pregunté:
—¿Don Blasco?
A lo que él:
—Oh, un antepasado mío de Tarragona, un almirante superviviente de la Armada Invencible. Nadó durante tres días y tres noches. Lo encontrarás detrás de ti, sobre la quinta rama a la derecha del árbol…
Y en ese momento entornó sobre los ojos las losas de los párpados, pareció adormilarse sin ninguna consideración.
La música había cesado, mientras tanto, y yo me esforzaba, sin conseguirlo, en resolver el rompecabezas. Sin embargo no me fui, estaba seguro de que no dormía sino que me espiaba desde su oscuridad y esperaba. Entonces me distraje, deambulé por la habitación, curioseando, inspeccionando, unas veces la hojita correspondiente a Don Blasco en el árbol genealógico, otras la fotografía de la mujer traspasada por alfileres en el corazón, o finalmente los gruesos fascículos manuscritos que tenía amontonados sobre una repisa de la estufa, sujetos con una goma. No obstante, de vez en cuando me volvía bruscamente, hasta que conseguí atrapar sus pupilas apuntadas a mi espalda, un instante antes de que se cobijaran de nuevo en su tranquila bolsa.
—¿Te he despertado? —fingí, mientras se me ocurría que todavía no le había preguntado qué le sucedía y si estaba tan mal como parecía. Casi como si hubiera intuido mi pensamiento, dijo:
—Una cirrosis. Moriré antes que tú.
Y una vez más, entre soplos y carraspeos y pizzicati de violoncelo, un gorgoteo muy parecido a una carcajada brotó del fondo de su garganta, mientras la habitual mueca le transformaba la boca.
Se había levantado ahora, había ensartado los pies descalzos, después de batallar sin éxito con los nudos gordianos de sus botas, en un par de deformadas chancletas, y encima de los hombros semidesnudos, sobre la camiseta empapada por el sudor y perforada por los marciales aguijones de su pelambrera, se había echado una toalla. Así disfrazado, arrastrando los pies y ayudándose con el bastón, atravesó la habitación, en dirección a mí, hasta quedar a mi lado frente a la librería. Fue la primera vez que realmente me repugnó: aquella risa, el trozo de carne decrépito y moreno bajo el bonete de seda, el olor de macaco inútilmente combatido por una reciente irrigación de brillantina, todo ello realmente sabía y hablaba de ruina y de despreciable muerte.
—Muchacho —dijo el viejo, y apuntó el dedo sobre un paquete lacrado que se vislumbraba bajo la pila de los Testutt—, aquí está la única y verdadera historia de Marta: testimonios, certificados, interrogatorios. Inventario clínico y catálogo de sus errores. Todo sobre el corazón, la mente y los pulmones. Con mis pensamientos sobre eso, mi estocada secreta y cantidad de arsénico para ti. Dentro de unas semanas lo leerás. Entonces sólo quedarás tú de nosotros tres.
No oculté mi asombro. Y él:
—Sanarás —me dijo—. Te salvarás.
Lo oí con mucha mayor suspicacia que alegría, y me volvieron a la mente los ladrones de antes. Entre otras cosas porque precisamente en aquel instante me había asaltado una superstición al verme reflejado, ay de mí, sin cuello, en el espejo de una cómoda muy baja que estaba a sus espaldas. Pero él se me adelantó de nuevo:
—Atiende, las probabilidades para los tres no son las mismas. Mejor dicho, para los dos primeros son cero. Sin embargo, es su derrota lo que asegura al tercero el hallazgo de la clave. De ahí el preguntarse: ¿ellos no se dan cuenta? ¿Saben que su renuncia y muerte servirá a quien venga después de ellos? ¿No es eso lo que los teólogos denominan satisfacción vicaria? Porque mira, el bellísimo azar del razonamiento del último consiste en apostar la vida sobre el conocimiento del sacrificio de los dos que le han precedido. Sólo con esta condición el chirimbolo cae y el bolo da en el agujero. Te lo repito, es la muerte de los primeros lo que ayuda al tercero a salvarse. ¿Está claro?
Denegué con la cabeza, no se desanimó.
—Suponte —continuó— que te has quedado solo con un sombrero de un color que desconoces y las dos cabezas segadas, de blanco, a tus pies. Prueba a preguntarte qué hubiera ocurrido de ser negro tu sombrero. Ponte en la piel de los demás, piensa con su cerebro.
Comencé a vislumbrar una luz.
—Si mi sombrero hubiera sido negro, bueno, el segundo…
—Se habría salvado, habría entendido que llevaba en la cabeza un sombrero blanco, que sólo podía llevarlo blanco. Porque si también él como tú lo hubiese llevado negro, el primero…
—Exacto, el primero, al ver dos negros…
Aquí la carcajada del Flaco se hizo clamorosa, impertinente.
—¡Frío, tibio, caliente! —gritó casi, y concluyó—: Como ves, todo enigma tiene su espejo. Y en cada trinidad hay una pareja de mártires y un chacal que se aprovecha de ellos. Eres tú, puedes vestirte de nuevo: no era para ti la tercera cruz clavada en el Gólgota de la Rocca… Y ahora basta, vete. Si no, hay esto: argumentum baculinum.
Y, burlonamente, apuntó contra mí el bastón.