III. LOS MUCHACHOS DE LA MUCHA MUERTE

Pero ¿quién podrá olvidarse de los compañeros de cárcel, del fuego que les empujaba a bajar al jardín, en las primeras horas del alba, con el pijama puesto, para acabar llorando en solitario, con la mejilla apretada contra el respaldo de un banco? ¿Quién podrá apartar de la mente sus caras mal rasuradas, mientras las atrapa y desorienta el fulminante dorador del mundo, más allá del muro exterior?

Bastaba en ocasiones, en la duermevela, un pitido de tren endulzado por la distancia, o bien el chirrido de los carros de azufre alineados en la colina, y saltábamos con el corazón en tumulto, sentados en la cama, para espiar las envidiadas informaciones y leyendas de aquella estrella infiel en que se había convertido la tierra. ¿Qué puede contar un tren, un carro que avanza, entre paradas y lunas sobre la era, a lo largo de perfumes de naranjos y de pueblos, en una noche de verano? Nada, pero yo sé, sin embargo, de ojos desorbitados en la oscuridad que no tenían más vacación que la de sorprender, a partir de aquellas ruedas, algún rastro de vida durante el camino: un viejo que toma el fresco, dos cabezas que se hablan bajo la lámpara de la cena…

Regresábamos del inmóvil viaje más contentos, más tristes, es difícil decirlo, y, sin embargo, no desilusionados por nuestro botín de nubes, el único que la suerte carecía de la facultad de prohibirnos. De igual manera el peregrino, al que le acaece pasar bajo una ventana extranjera, suspende el paso apenas le llegan, en una pausa del canto, roncerías y amorosos susurros de mujer; y se aleja reconfortado, estrechando en el puño aquel bien, aquel pan robado, con el que alimentarse más adelante.

Y eso era hermoso: irse así de juerga con pasos de aire por montañas y llanuras, polizones sin billete, contrabandistas de la vida. Al menos hasta que la babilonia de la luz no hubiera regresado a proclamar sobre los tejados, para quien lo estaba olvidando, que otro día nos esperaba a la vuelta de la esquina, con su ración indefectible de escarnio y de dolor. Y sería un día a restar, uno de los pocos que nos quedaban.

Lo mismo, de manera más gris, expresaban los rumores del despertar, toda una pragmática sin derogaciones que, forzando el espesor del sueño, tornaba a celebrarse cada veinticuatro horas junto a nuestra almohada: era el deslizamiento vertical de la barra en el anillo de la puerta principal; era el frenazo del camión de la leche en las guijas de la avenida; el tropezón del carrito de las jeringuillas contra el antiguo saliente del rústico pavimento, frente a la enfermería… Y cada uno de estos avisos, de lo esperado que era, parecía señalar los tiempos de un desahucio sin apelación posible y reafirmar el estigma por culpa del cual nos hallábamos en el exilio. Éramos una banda de proscritos, e incapaces de amarnos entre nosotros, o al menos así creíamos, aunque el que se ha salvado comprendiera años después que era verdad lo contrario, y que ya era amor la pasión con que nos enterábamos de la muerte de los demás como si fuera la propia. ¿Cómo olvidarse, pues, de los compañeros de entonces, si en cada uno de ellos me reconozco y me llamo, si es mío cada pecho dentro del cual un espectro en forma de hoja se oscurece solemnemente? Me basta con volver a murmurar los nombres en forma de letanía, de De Felice a Sciumè, y uno tras otro retornan a fumar a escondidas en mi habitación, a abrir al azar, para consultarlo como si fuera un mazo de arcanos del tarot, el Montale sobre la mesilla de noche. Luigi el Pensativo inventa, examinando en el fondo de una escupidera de papel los resultados de su tos, un proverbio que me impresiona: «Rojo de noche, buen tiempo nos acoge»; el otro Luigi, el Alegre, se encarama a una silla para ensalzar, con grandes manotazos en el aire, las últimas panaceas de América que nos salvarán in extremis:

—Llegan los nuestros —dice riendo, imitando con los labios el tatatá de la metralla—, ¡y adiós, pobres cocos!

Así llama a los bacilos de Koch, familiarmente, como un militar de carrera que se encariña con los enemigos de la trinchera de enfrente y con sus pasatiempos y requetesabidas estrategias guerreras.

—Se acumulan en el vértice —dice— pero sólo es una maniobra de diversión; apuntan al lóbulo inferior. Tú deja que llegue la penicilina…

El coronel mantiene las distancias (nuestra ala, de muchas habitaciones iguales, se compone exclusivamente de antiguos soldados y repatriados, y él sigue sintiéndose el comandante de la guarnición, aunque la guerra haya terminado hace un año y nuestro uniforme actual sea el pijama); espera que nos levantemos cuando hace su entrada en la galería, acartonado, ceniciento, con un pañuelo de seda atado a la nuez, y la manga vacía colgando a lo largo del costado derecho; pronuncia escasas palabras, rotas prontamente por un acceso de tos:

—Disculpen, señores oficiales —dice, y se va.

Hablaré también del niño Adelmo, nuestro juguete, hijo y mascota, que bajaba del piso superior para pedirnos cuentos y golosinas, en su dialecto difícil, asomando fuera del puño de una camisa demasiado grande una mano de una blancura de yeso. Vuelvo a verlo por los senderos, mientras se esfuerza, alargando el paso, en acompañar nuestro ritmo; y desfallece a la mitad de una fábula. Y vuelvo a pensar en cómo se sorprende y ríe, cuando me oye improvisarle, respecto a las estrellas por las que me pregunta, respuestas con números al azar y nombres de trabalenguas, Erebo, Eros, Erinia, solos nosotros dos en la terraza de la Rocca, como sobre una peña lamida por los oleajes de la existencia. Pasaban a la carrera las Osas sobre nuestras cabezas, abanderadas de oscuros desastres. Él buscaba, con la ayuda de mi dedo, una dorada estrella fugaz allá en lo alto, para que le condujera a salvo del mal hasta su casa de Filicudi, el arrecife donde había nacido.

Sólo en el último momento lo desilusioné. Él creía, por habérselo oído a su padre una noche de pesca, que la quinina curaba cualquier daño, y antes de morir, en voz baja, no cesaba de pedirla, hasta que para contentarlo le dimos una pastilla cualquiera. Se dio cuenta, no quiso seguir hablando, se limitó a arrojarme, antes de volverse hacia el otro lado, una mirada de débil rencor…

Angelo afirmaba que la muerte es un biombo de humo entre los vivos y los otros. Basta introducir en él las manos para pasar al otro lado y encontrar los solidarios dedos de quien nos ama. Siempre que se dejen pistas, huellas, menudencias que conserven nuestro olor. Fue tal vez esta idea la que le impulsó a confiar a una monja un fajo de cartas con fechas ficticias, para enviar una dos veces por año. En ellas contaba la futura novela de sí mismo, se jactaba de paternidades, empleos, éxitos; anunciaba banales indisposiciones que en el episodio posterior aparecían ya curadas y remotas. Su madre —nos explicaba— viviría así más tiempo, esperando en cada fecha el mensaje postizo en el que se prolongaba indefinidamente el eco de la querida voz desaparecida. Sería para ella como tener un hijo en ultramar, en São Paulo, en Little Italy. Ella murió inmediatamente después que él, sin embargo, y sor Tarsicia, si no ha llegado a saberlo, sigue enviando sin duda estas ofrendas fúnebres de un muerto a una muerta, que ningún cartero podrá jamás devolver al remitente (pero entre nosotros, vivos que nos escribimos, ¿acaso sirven de más las palabras? ¿Y es seguro, por otra parte, que sea sonido la vida y silencio la muerte, y no en cambio lo contrario?).

Sebastiano se mató sin dejar una línea, arrojándose por el hueco de la escalera, y me había dicho inexplicablemente una mañana, con una risa sin luz:

—Cuando me roban todo, quiero sin embargo regalar algo.

Es la suya, en mi álbum de cruces, la que todavía sigue doliendo. Mientras que me provoca un acceso de cruel buen humor, aunque haya pasado tanto tiempo, la paradoja del subteniente Giovanni, un perito agrícola de Cefalú. Había estado en la Rocca, de muchacho, y se había ido casi inmediatamente, sano, o eso parecía. Hasta el punto de que le habían aceptado en el ejército, y había pasado tres años en Cirenaica, con todas las idas y venidas. Ahora formaba parte de nuevo del destacamento de la Rocca, rebosante de salud a primera vista, pero con unas excavaciones caseosas en el pecho, la vieja cicatriz todavía rezumando, como cuando un esqueje se obstina en volver a florecer sobre un tronco que ya parecía muerto. Él, sin embargo —el mal tiene estas malicias—, engordaba cada día más, a fuerza de albúminas y de yemas batidas con marsala, persuadiéndose de este modo, no sin vanidad, de que estaba a salvo. Sigo viéndole el sábado por la mañana, cuando le llegaba el turno de someterse al control de la balanza, dirigir a su alrededor miradas burlonas y avispadas, antes de posar los pies sobre la plataforma como sobre el mojón limítrofe de una finca heredada. Oyendo después pregonar el peso al enfermero, y era cada vez mayor, no llegaba a sonreír pero con manos agradecidas esbozaba un gesto acariciador a lo largo de las caderas de novia. Desconocedor de que alguien, en su arcano régimen, le había distinguido sobre todos los demás, y que sería el primero en morir.

Otro recuerdo es el de un viejo del dispensario, de hermosos ojos, azul celeste, que se cura él mismo la frente, reflejándose en el cristal de una ventana, después de haber sido golpeado por un compañero, sin motivo, por mera excitación.

Y Marta… Marta ha contado más que nadie, hablaré de ella más adelante, cuando ya no pueda dejar de hacerlo.

Así, quien desde poco tiempo y quien desde poquísimo, vivíamos en la Rocca, junto a otros que no menciono, yo que os hablo, y el coronel, Sebastiano, Luigi, Luigi, Giovanni, Angelo: desechos de la historia, restos humanos. Todos antiguos soldados, por oficio o a la fuerza; ahora igualmente heridos y con un pronóstico idéntico; custodiados, a nuestro alrededor, por una valla metálica, nosotros y ya nadie más en Europa, ahora. Y habíamos llegado aquí en tropel, bajo andrajosas capas de héroes, desde mil lugares diferentes. Nos habíamos doblegado una vez más con disciplina a los eternos protocolos y controles delante de un cuerpo de guardia. Jadeando por escaleras interminables, contando cada descansillo con una respiración cada vez menos capaz, nos habíamos instalado en la última explanada que se nos ofrecía, y entregado aquí a manos asépticas y eficientes nuestro montoncito de huesos, en los que la febrícula cotidiana introducía al principio una especie de tenue calor, pero más tarde —igual ocurre cuando se bebe— una exuberancia de palabras, un gusto en cantarse y compadecerse, del cual yo soy el primero (como os daréis cuenta) en no haber sabido curar jamás…

Que detrás de sus caballos de Frisia, cubiertos de espinas como Cristos en la cruz, había acogido moribundos diferentes de los habituales, es algo que el Flaco entendió enseguida.

—La vuestra es una generación incomparable —decía, con cierta prosopopeya en la entonación, como si fuera mérito suyo—. Nunca, desde que estoy en la Rocca, había visto tantos libros en danza y tantos rostros severos adornados con gafas. Es la cosecha de la guerra. Tiempo atrás sólo caían aquí los pordioseros de la Kalsa. Ahora hasta los señoritos enferman, con su pecho lampiño, el agua de colonia, las ironías en italiano.

El Gran Flaco juzgaba a los enfermos por años, como un entendido en vinos o un maestro jubilado. Ellos lo secundaban, resistiendo rara vez a la Rocca por más de cuatro estaciones. La duración media era ésta, de un octubre al siguiente, el tiempo de integrarse y aprender un lenguaje, unos hábitos, un decálogo que valiera para todos. Cada cual, finalmente, aspirando casi a la nobleza de una carrera de antorchas, confiaba a un sucesor, apenas se sentía próximo a caer, su pobre testigo: una reliquia, un truco, un apodo. Así desde hace veinte años el Gran Flaco seguía siendo llamado el Gran Flaco, después de que quienes habían muerto a lo largo de los veinte se lo enseñaran a otro antes de morir.

Pero yo —hasta tal punto me acobardaban estos intercambios de consignas y la espera sumisa del golpe— no sé cuántas veces al día me sentía tentado de escapar de ello con una inconveniencia o una bravata. Ciertamente, de haber estado seguro de no ir dejando a cada paso, tras mis espaldas, mis viscosidades y poluciones de apestado, no habría seguido incubando la fiebre en el jergón, como una chinche, sino que habría descendido a consumirme entre la gente, apresuradamente, era demasiado cobarde para morir a plazos. Esto en los primeros meses, luego acabé por acostumbrarme a la existencia recortada de los demás, y ya no quise desertar de su compañía. Con ellos he repartido, a la sombra de la misma bandera, cualquier limosna del momento, todos los engaños y los desengaños de sus carreras, aunque no el final repentino que las concluyó. Pero si, entre tantos, sólo yo, sea esto un premio o un castigo, he salido adelante y todavía respiro, mayor es el remordimiento que el alivio, por haber traicionado a espaldas suyas el silencioso pacto de no sobrevivirnos.