Capítulo 14

Delia se había pasado toda la tarde esperando a su hermano, sentada en el primer patio, desde donde podía oír si llegaba gente a la casa. Intentó leer y probó a tocar la flauta, pero no podía concentrarse, y al final se dedicó a observar el movimiento de las hojas del jardín y a escuchar los pequeños sonidos de la casa. Una especie de rabia desesperada fue creciendo en su interior a medida que transcurrían las lentas horas. Dos hombres a quienes quería estaban en otra parte, decidiendo su destino y quizá peleando por ese motivo, y ella se limitaba a permanecer sentada, completamente inútil, como un peso muerto sobre la tierra.

Por fin, cuando ya oscurecía, se abrió la puerta y se oyó la voz aguda y entusiasmada de Gelón. Delia se incorporó de un salto y atravesó corriendo el jardín, pero luego se obligó a entrar caminando en el vestíbulo.

Gelón estaba enseñándole a Agatón su nuevo juguete; cuando apareció su tía, la llamó enseguida para que lo viera también.

—¡Mira lo que me ha regalado Arquímedes! —gritó—. ¿Lo ves? Giras esta rueda y todas las demás dan vueltas, unas para un lado y otras para otro. ¡Y fíjate, esta pequeña va más rápida!

Delia le echó un vistazo y luego miró a su hermano. Por su cara, adivinaba que Arquímedes le había formulado la pregunta, pero la respuesta que Hierón le hubiera dado quedaba oculta bajo su habitual máscara de amabilidad. Él le sonrió, con su estilo impenetrable de siempre, y le dijo al niño:

—¿Por qué no se lo enseñas a tu madre, Gelonión? Tengo que hablar un momento con tía Delia.

El pequeño salió corriendo para mostrarle el juego de ejes a Filistis, y Hierón le señaló a su hermana con un gesto la dirección de la biblioteca.

Una vez en la pequeña y tranquila estancia, el rey encendió las lámparas, se sentó en el diván y le indicó a Delia que hiciera lo mismo. Ella obedeció, agarrotada por la impaciencia.

—¿Te ha pedido Arquímedes mi mano? —preguntó sin rodeos, antes de que Hierón tuviera oportunidad de hablar.

Él asintió, sorprendido por sus prisas.

—Me dijo que lo haría —continuó Delia. Se miró las manos, entrelazadas con fuerza, y luego levantó la vista hasta encontrarse con los ojos de su hermano—. Yo no le pedí que lo hiciera —declaró, orgullosa—. Me casaré con quien tú quieras, Hierón, y me alegraré si con ello puedo resultarte de utilidad. Juro por Hera y por todos los dioses inmortales que preferiría permanecer virgen toda la vida antes que casarme en contra de tu voluntad.

La expresión del rey se suavizó de pronto para transformarse en una de profundo afecto.

—¡Oh, Delión! —exclamó, cogiéndole las tensas manos—. ¡Mi dulce hermana! Siempre te has esforzado en ser algo precioso para mí, sin darte cuenta de que ya lo eres.

Una oleada de ternura invadió a Delia. Se echó a llorar y apartó las manos en un vano intento de reprimir las lágrimas.

Él no trató de volver a cogerla: la conocía, sabía que estaba furiosa consigo misma por llorar y que no deseaba más muestras de simpatía. Lo que hizo, en cambio, fue continuar hablando, despacio.

—Le he dicho a Arquímedes que hablaría contigo para ver qué pensabas tú al respecto, pero me ha dado la impresión de que él cree que es algo que tú también deseas.

Las lágrimas se aceleraron.

—No, si tú no lo apruebas.

—Hermana —dijo, con cierta impaciencia—. No soy yo quien va a casarse con Arquímedes. Lo que estoy intentando averiguar es si tú quieres casarte con él.

Después de tragar saliva unas cuantas veces, Delia respondió:

—¡Sí, pero no en contra de tus deseos!

—¡Olvídate de mis deseos un momento! Quiero estar seguro de que comprendes lo que puedes esperar de un esposo como él. Te gusta cómo toca la flauta, pero el matrimonio es algo más que música. Sabes que el alma de ese hombre está consagrada a las matemáticas, ¿verdad? Si te casas con él, se emborrachará de inspiración regularmente y olvidará todo lo demás, incluyéndote a ti. Nunca llegará a casa a la hora, ni se acordará de comprarte un regalo el día señalado, ni te llevará lo que tú le habías encargado. No le interesará en absoluto tu vida diaria. Pedirle que gestione tus propiedades sería como pretender que un delfín tirara de un carro: tendrás que ocuparte de todo tú sola. Además, tampoco advertirá cuándo estás molesta por algo, a menos que se lo digas, y luego se sentirá frustrado por ello. Te defraudará y te enervará, muchas, muchas veces, y por muchos, muchos motivos.

Ella lo miró a los ojos, tan conmocionada que había dejado de llorar. Sabía que todo aquello era cierto; de hecho, Arquímedes ya le había avisado al respecto. Sin embargo, había visto y oído lo bastante de él como para saber que aquello no era toda la verdad, que, a pesar de la atracción que él sentía por el dulce canto de las sirenas, tenía una naturaleza cariñosa y una sencilla devoción por su familia. Y la perspectiva de un millar de pequeñas frustraciones no empañaba de ningún modo su deseo de vivir en una danza continua sobre el filo del infinito. Levantó la cabeza y dijo con determinación:

—Es posible que me defraude en las pequeñas cosas, pero nunca lo hará en las grandes. En cuanto a las musas, son divinidades estupendas y maravillosas, y yo también las venero. Además —añadió, elevando el tono de voz—, no es necesario que controle mis propiedades. Aprenderé a hacerlo yo sola. Me gustará encargarme personalmente de mis cosas. ¡No quiero pasarme la vida sentada, esperando!

—Ah. ¿De modo que sabes cómo es y, aun así, sigues queriendo casarte con él? Escucha, entonces. Pongamos por caso que deseo hacerle un regalo a Filistis. Podría comprarle una prensa de aceitunas para una de sus granjas, o una cuba para preparar salsa de pescado, o quizá un nuevo viñedo, todas, cosas útiles y deseables; y sin duda ella me daría las gracias. Pero sabes tan bien como yo que si le regalara un manto de seda bordado, se le iluminarían los ojos y me daría un beso. Pues bien, del mismo modo, si me hubieras traído a un hombre influyente, o uno que tuviera mucho dinero, yo te habría dado las gracias por ello. Pero lo que Arquímedes me ha ofrecido es todo lo que su mente pudiera concebir y sus manos, modelar… Y te aseguro que Filistis jamás se ha sentido tan satisfecha con un manto de seda como yo con esto. Querida, no podrías haber elegido un hombre que me complaciera más.

Delia miró a su hermano del mismo modo que Arquímedes lo había hecho por la tarde, con una incredulidad que cedió paso al asombro y luego a la alegría. Se acercó a él, lo abrazó y lo besó.

El anuncio del compromiso tuvo lugar al día siguiente. Semejante noticia llegó a eclipsar incluso, durante un tiempo, a los romanos como tema de conversación en la ciudad. En general, todos coincidían en que el rey había escogido para su hermana al mejor constructor de catapultas del mundo, algo que los habitantes de Siracusa consideraban como una actitud muy en consonancia con su espíritu público, aunque algunas mujeres pensaban que era una elección un poco dura para la joven. La reina Filistis se quedó conmocionada, y enseguida se puso manos a la obra para dar al enlace cierto aire de respetabilidad, consiguiendo ganarse a las mujeres de la aristocracia e incluso a su horrorizado padre. El pequeño Gelón estaba de lo más satisfecho. Agatón, por su parte, desaprobaba totalmente el enlace.

En la casa de la Acradina, la estupefacción alternaba con el pánico.

—¡Pero, Medión! —se lamentó Filira—. ¿Qué vamos a hacer con la casa? ¡No puedes traer a la hermana del rey a vivir aquí!

Arquímedes echó un vistazo al hogar en el que había nacido, y dijo con desgana:

—Nos trasladaremos. En la Ortigia hay una casa que forma parte de la herencia de Delia.

—¡Yo no quiero vivir en la Ortigia! —protestó Filira, enfadada.

—Dionisos también tendrá que mudarse allí, y yo pensaba…

Se interrumpió al ver la mirada que le lanzaba su hermana. Tanto Arata como Filira le habían dicho que podía dar su consentimiento al enlace con el capitán cuando fuese oportuno. Él no sabía lo que estaba sucediendo allí, pero era obvio que su madre y su hermana no veían con buenos ojos todas aquellas prisas.

—¡Ahora es la casa! —exclamó Filira, a punto de llorar—. Medión, ¿por qué has tenido que cambiar nuestras vidas tan rápidamente?

—¿Y qué se suponía que debía hacer? —preguntó, exasperado—. ¿Negarme a construir catapultas cuando la ciudad las necesita? ¿Simular que soy estúpido? ¿Olvidarme de Delia?

—¡No lo sé! ¡Pero todo ha sucedido demasiado deprisa! —gritó Filira, y se fue a su habitación para poder llorar a solas.

Arata también quería llorar, pero se reprimió y se limitó a observar la vieja casa con una tristeza persistente. Había sido muy feliz allí, aunque sabía que acabarían mudándose. Lo tuvo claro desde el instante en que comprendió que el talento de su hijo era algo por lo competían incluso reyes. Se había resignado al traslado, dispuesta a aceptar una nueva forma de vida. La perspectiva de tener una nuera real le resultaba alarmante, pero su hijo se mostraba tan feliz con la boda que estaba segura de que la muchacha sería de su agrado. No obstante, habría preferido, igual que Filira, que todas las novedades no hubieran llegado a la vez. En junio, su esposo estaba vivo y ella había esperado que siguieran llevando una existencia normal; y sólo dos meses más tarde, su hijo iba a casarse con la hermana del rey; su hija, con el capitán de la guarnición de la Ortigia, la familia iba a ser tan rica como nunca podría haber imaginado… y su esposo había muerto. Ese acontecimiento brutal seguía aturdiéndola y hacía que todos los demás cambios resultasen casi imposibles de superar.

—¡Yo creía que Filira estaría encantada de que todos viviésemos en la Ortigia! —le dijo Arquímedes a su madre—. ¡Creía que le gustaría que estuviésemos cerca!

—Estoy segura de que le gustará —repuso Arata con paciencia—. Lo que sucede es que son muchos cambios a la vez, y aún estamos conmocionadas con lo de tu padre.

Al oír eso, su hijo se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

—¡Cómo desearía que pudiera ver esto!

Arata recostó la cabeza sobre su huesudo hombro y se imaginó a Fidias en la boda de su hijo. Se lo imaginó radiante de placer y se echó a llorar.

—Se habría sentido muy orgulloso —musitó, y se resignó a seguir adelante.

En la cantera ateniense, los guardias informaron a Marco del anuncio.

Los hombres de la guarnición de la Ortigia lo habían tratado al principio con especial dureza, pues sabían que había ayudado a escapar a los asesinos de Straton. Sin embargo, Marco era el único de entre todos los prisioneros que hablaba el griego con fluidez y a menudo tenían que recurrir a él como intérprete. Así que, a medida que fueron conociéndolo, les resultó más difícil odiarlo. Y el anuncio del compromiso le favoreció: la guarnición estaba tan interesada en el tema como el resto de la ciudad, y la oportunidad de interrogar al esclavo de Arquímedes al respecto era demasiado tentadora como para desaprovecharla. Marco, superada la conmoción inicial, habló con gusto sobre las flautas y Alejandría, e insistió en que las catapultas no eran lo que más preocupaba al rey.

—Arquímedes habría fabricado igual todas las que fuesen necesarias —dijo—. Hierón no necesitaba entregarle a su hermana a cambio de eso. Cuando construyó la Bienvenida, el rey intentó pagarle doscientos dracmas más del precio pactado, pero él los rechazó y dijo: «Soy siracusano. Y no me aprovecharé de la necesidad de mi ciudad». Los guardias se quedaron impresionados, aunque uno preguntó cínicamente:

—¿Y qué pensaste tú de eso?

—Me sentí satisfecho —dijo Marco sin alterarse—. Siempre he creído que un hombre debe amar a su ciudad.

Cuando los guardias regresaron a sus puestos, Marco se apoyó en la pared del barracón y sonrió al pensar en la noticia. Recordaba la cara de Arquímedes iluminándose al recibir el mensaje de alerta de Delia, y a ésta aplaudiendo como una loca en la demostración de mecánica. Su sensación de orgullo y satisfacción era curiosamente vaga: no era ni amigo ni criado, y, aunque a veces había ejercido de hermano mayor, tampoco lo era. Como romano leal, tendría que haber deseado ver a Arquímedes lejos de Siracusa, pero no era así. ¡El muchacho lo había hecho bien y le deseaba buena suerte!

A la mañana siguiente empezaron las visitas. Encadenaban a treinta prisioneros en grupos de diez y los llevaban al puerto para enseñarles la muralla marítima, los barcos mercantes amarrados en el muelle que comerciaban libremente a pesar de la guerra, y las naves bélicas en los cobertizos. Marco iba con ellos para actuar como intérprete.

—En el caso de un hipotético ataque naval —les informó a los prisioneros un oficial—, la totalidad del Gran Puerto se cerraría con una barrera… pero vuestra gente no dispone de barcos para ello, ¿no es así?

—¿Por qué nos enseñan esto? —le preguntó a Marco uno de los cautivos.

—¿No lo entiendes? —respondió de mala gana—. Es para que le digáis al cónsul que no puede tomar Siracusa fácilmente.

Por la tarde, seleccionaron a otros veinte prisioneros y los condujeron por las murallas hasta el fuerte Eurialo, donde les mostraron las catapultas. Había instaladas allí dos de cincuenta kilos, además de la de dos talentos, copia de la Salud.

—Dentro de unos días, tendremos otra de tres talentos —les explicó el capitán del fuerte, entusiasmado—. El arquimecánico está trabajando en ella.

—Pensaba que era para el Hexapilón —dijo Marco.

El hombre lo miró sorprendido, y el oficial al mando del pelotón de guardias le explicó en voz baja quién era Marco. El capitán le lanzó una mirada de rencor.

—El Hexapilón se quedó con la primera —admitió—. Pero nos han dicho que la nuestra será mejor.

—Deberíais haberle solicitado que os construyera una de cien kilos.

El capitán del fuerte dudó, dividido entre el deseo orgulloso de desestimar el comentario de un esclavo y las ganas de tener una catapulta mayor que la del Hexapilón. Vencieron las ganas.

—¿Podría hacerla? —preguntó impaciente.

—Sin duda, pero si ya está construyendo una de tres talentos, es un poco tarde para pedírsela.

—Dile a esta gente que podría fabricar una de cien kilos —le ordenó el capitán, señalando a los prisioneros.

Marco asintió, se volvió hacia sus compañeros de cárcel y, sin alterarse, les informó de que el fuerte estaba esperando recibir una catapulta de tres talentos y pedía una de cien kilos.

—¿Realizada por tu antiguo amo, el flautista? —inquirió uno de los presos.

—Sí. Puede hacerla, creedme.

Los romanos miraron la munición que había amontonada junto a las torres del fuerte (proyectiles de cincuenta kilos, de dos talentos) y se sintieron decaídos.

—¿Por qué nos enseñan esto? —preguntó uno de ellos, con el entrecejo fruncido.

—Para que podamos contárselo al cónsul —dijo Marco—. Para que sepa que no puede tomar Siracusa al asalto.

—¿Y por qué quieren que le contemos eso?

Marco permaneció un minuto en silencio, observando a los hombres encadenados y a los soldados con peto.

—Para que ofrezca un tratado de paz —respondió, y supo, con el corazón acelerado, que lo que acababa de decir era cierto.

Al día siguiente hubo más visitas: una a la Ortigia y otra al Hexapilón, donde se llevó a cabo una demostración de la catapulta de tres talentos. No todos los prisioneros estaban en condiciones de caminar por la ciudad, pero todos los que fueron pudieron ver la fuerza y el esplendor de Siracusa. Después lo comentaron entre ellos y reclamaron la presencia de Marco para que les diera más detalles. A la llegada del esclavo a los barracones, habían sospechado que podía tratarse de un espía infiltrado, pero la hostilidad inicial de los guardias y la franqueza con la que él hablaba los convencieron de que era lo que afirmaba ser. Al igual que Fabio, opinaban que se había vuelto muy griego, pero aceptaron que lo habían encarcelado con ellos debido a sus lealtades romanas, y lo creían.

A primera hora de la mañana siguiente, entraron en el barracón dos soldados que Marco no conocía, siguieron la fila de presos hasta llegar a él, le soltaron los grilletes y le dijeron que se levantara. Marco se incorporó, a la espera de recibir más órdenes, y uno de los hombres le colocó unas esposas.

—El rey quiere verte —dijo—. ¡Vamos!

Marcó se agachó rápidamente y cogió el estuche del aulos, por si no regresaba.

Los dos hombres lo llevaron hasta la garita de entrada, y allí le pusieron un collar de hierro en torno al cuello y grilletes en las muñecas. Marco consiguió deslizarse el estuche de la flauta bajo el cinturón antes de que se lo arrebataran. Luego le engancharon una cadena al collar, como si fuese un perro, y tiraron con tanta fuerza, para comprobar que estaba bien sujeta, que Marco se tambaleó.

—No pienso intentar escapar —dijo mansamente cuando recuperó el equilibrio.

—No es necesario que seáis rudos con él —les advirtió el oficial de la guardia—. Es filoheleno.

Marco se sorprendió al oír el calificativo: ¿así que también los guardias reconocían que se había vuelto muy griego? Pero los dos soldados desconocidos se limitaron a mirarlo, y uno de ellos dijo con voz ronca:

—Ayudó a matar a Straton.

Ante eso, el oficial sólo pudo encogerse de hombros.

Los dos soldados cruzaron la verja con Marco y giraron a la derecha, hacia la Ciudad Nueva. Marco, que esperaba que lo llevaran en dirección contraria, hacia la Ortigia, estuvo a punto de enredarse los pies con la cadena y caer.

—¿Adónde vamos? —preguntó, perplejo, pero no le respondieron.

Pasaron junto al teatro y ascendieron la meseta de Epipolae por una zona poblada de matorrales secos, y comprendió que se encaminaban una vez más hacia el Eurialo. Miró de reojo a sus guardianes y decidió no formular más preguntas. Pronto acabaría descubriendo el objetivo de su viaje.

El Eurialo estaba situado en el punto más alto de la meseta de piedra caliza de Epipolae, un sólido castillo desde el que el terreno caía abruptamente hacia ambos lados. El patio de entrada estaba repleto de soldados, un batallón completo compuesto por doscientos cincuenta y seis hombres. Junto a la puerta había atado un caballo blanco, que Marco reconoció por el arnés cubierto con tela de color púrpura y tachonado en oro. Los guardianes lo hicieron avanzar hacia la torre de vigilancia y luego lo condujeron hasta la sala del cuerpo de guardia. Allí estaba el rey Hierón, discutiendo de algún tema con diversos oficiales de alto rango que Marco no conocía. Los guardianes golpearon el suelo con el extremo de sus lanzas y adoptaron la posición de firmes. El rey los miró.

—Ah —dijo—. Bien.

Atravesó la estancia, seguido de los oficiales con mantos rojos, como un barco que arrastrara un puñado de algas, y se detuvo frente a Marco. Al ver los grilletes, arqueó las cejas.

—Creo que os habéis excedido con las cadenas, ¿no? —les preguntó a los guardianes—. Aunque supongo que ha sido con la mejor de las intenciones. ¿Qué tal tienes la voz, Marco Valerio?

—¿La voz, señor? —repitió, sorprendido.

—Espero que no hayas pillado un resfriado. Pareces tener un buen par de pulmones. ¿Puedes hacer que te oigan cuando lo necesitas?

—Sí, señor. —Pensamientos de gritos en el interior de un toro de bronce corrieron desbocados por su mente. No les daba crédito, pero allí estaban, a pesar de todo.

—Bien. Tu pueblo ha decidido volver y quiero cruzar unas palabras con ellos. Y como no hablo latín, necesito un intérprete. ¿Estás dispuesto a traducir lo que yo diga, lo más exactamente que puedas?

Marco cambió el peso del cuerpo al otro pie, aliviado, y las cadenas emitieron un ruido metálico. La mayoría de los romanos cultivados hablaban griego, y estaba seguro de que el cónsul no era una excepción. Que Hierón quisiese un intérprete debía de significar que pretendía que lo entendieran los soldados, además de los oficiales. Pero si la pretensión del rey era devolverlo a los romanos junto con los demás prisioneros, el hecho de que lo utilizase como intérprete siracusano podría causarle problemas. No obstante, estaba encadenado, era evidentemente un prisionero, y su pueblo no podía culparlo por traducir el mensaje de sus captores. Además, Hierón lo había tratado con piedad. La idea de la libertad seguía sin entusiasmarlo, pero confiaba en que el tiempo cambiaría eso, y de algún modo estaba en deuda por la clemencia que el rey había demostrado con él.

—Estoy dispuesto, señor.

Hierón sonrió, chasqueó los dedos y salió al patio. Marco lo siguió, escoltado por los guardianes, y los oficiales se arrastraron detrás de ellos, con sus mantos escarlata ondeando al viento y los petos dorados lanzando destellos.

El rey montó en su caballo blanco, y las puertas del Eurialo se abrieron al toque de las trompetas. Hierón salió el primero, seguido por los oficiales en formación de cabeza de lanza, y Marco se encontró caminando entre sus guardianes, tras la montura real, encerrado entre el brillante resplandor de los oficiales de caballería. Detrás de él, el batallón siracusano marchaba en formación cerrada al ritmo que marcaba la dulce melodía de la flauta. Las puntas de las largas lanzas que cargaban los soldados al hombro centelleaban a la luz del sol, y los escudos formaban una muralla en movimiento blasonada con los emblemas de la ciudad.

Tras un caballo y escoltado por dos robustos guardianes, Marco apenas podía ver la escena que se desplegaba ante él, pero enseguida el camino trazó una curva descendente y desde allí pudo ver que, en efecto, el ejército romano había regresado a Siracusa. Habían instalado un nuevo campamento en las fértiles planicies del sur de la meseta: un perfecto rectángulo fortificado mediante una zanja, una trinchera y una empalizada. Le llamó la atención una mancha de carmesí y oro en la lejanía, y la presencia de un jinete que descendía por la colina. Entornó los ojos para fijar la imagen, pero llegaron a otra curva en sentido contrario y la vista volvió a quedar oscurecida por la lustrosa grupa del caballo de Hierón.

Unos instantes después, el jinete que había divisado subía la colina al trote hasta llegar junto al rey, y Marco vio entonces que se trataba de un heraldo, como indicaba el bastón dorado con serpientes talladas que llevaba junto a las rodillas. Los heraldos estaban protegidos por los dioses y era un sacrilegio hacerles daño, por lo que podían moverse libremente entre ejércitos hostiles. Sin duda, lo habían enviado para negociar.

—Al principio, el cónsul no estaba muy inclinado a parlamentar —le explicó el heraldo a Hierón, con la voz casi ahogada por el ruido de la marcha de los soldados.

—Pero ¿ha accedido?

—No podía negarse. Es aquél, el que va delante. Pero os pide que seáis breve.

—Señor —dijo uno de los oficiales, arrimando su caballo al del rey—, ¿creéis que es prudente acercarse tanto a ellos?

Hierón se volvió hacia él con una mirada reprobatoria.

—Claudio es de los que no rompen las treguas. Es uno de sus puntos positivos. Seguramente se muere de ganas de matarme aquí mismo, pero sabe que, de hacerlo, su propio pueblo lo castigaría por deshonrar a Roma y ofender a los dioses. Son muy supersticiosos. Mientras mantengamos la tregua, estamos a salvo.

Siguió cabalgando a paso ligero, con Marco tras él, ahora claramente asustado. Apio Claudio, cónsul de Roma, esperaba con impaciencia a Hierón a los pies de la colina. Marco siempre se había resistido a sentirse impresionado por los rangos, pero un cónsul era la personificación de la majestad de Roma, algo que había llegado a honrar por encima de todo. Sentirse impresionado por Claudio lo avergonzaba. Miró su túnica de hilo, que no había podido lavar en toda la semana que llevaba en prisión, sus piernas sucias, sus maltrechas sandalias y sus cadenas. Con ese aspecto iba a oficiar como intérprete de un rey ante un cónsul romano. Contempló el manto púrpura de Hierón y pensó que era muy probable que el rey hubiera decidido mantenerlo con ese deplorable aspecto para humillar a Roma. «Yo soy el rey de Siracusa. Y éste es un ciudadano romano». Nunca debería haber olvidado la sutileza de Hierón. Sin embargo… le debía algo por la piedad que había demostrado con él.

Descendieron la colina hasta encontrarse a mitad de camino del enemigo. Detrás del oro y el carmesí del acompañamiento del cónsul, resplandecían los estandartes de las legiones, tras las que había unos diez manípulos, dispuestos en cuadrados perfectos, uno detrás de otro, hasta alcanzar la empalizada del campamento, que estaba plagada de centinelas. El heraldo levantó su lanza y avanzó al trote, seguido por el grupo del rey. Cuando estuvieron a una distancia desde la que podían parlamentar, tiraron de las riendas para detener sus monturas. Hierón hizo un ademán hacia los guardianes para que acercaran al intérprete. Marco alzó la vista, avergonzado, y miró al cónsul y luego al rey de Siracusa.

Claudio, al igual que Hierón, iba montado en un caballo blanco y llevaba un manto púrpura. La coraza y el casco dorados brillaban a la luz del sol. A ambos lados, se encontraban los lictores, cuya misión era acatar todas y cada una de sus órdenes. Vestían mantos rojos y sujetaban el puñado de varas y hachas que simbolizaba su potestad para castigar o matar. Detrás de ellos estaban los tribunos de las legiones, a lomos de sus monturas, ataviados con mantos de carmesí fenicio y petos dorados. Marco los observó con la boca seca. Era como si no tuvieran rostro, como si su propia majestad bastara para definirlos.

—¡Salud, cónsul de los romanos! —saludó Hierón—. Y a vosotros también, hombres de Roma. He solicitado hablar esta mañana con vos sobre la gente de vuestro pueblo que hemos tomado prisionera. —Tocó el hombro de Marco con el pie, y añadió en voz baja—: ¡Traduce!

Marco tradujo rápidamente las palabras del rey, gritando para que llegaran lo más lejos posible.

El rostro de Claudio se ensombreció y, por vez primera, Marco se percató de su verdadero aspecto: un hombre alto, de mandíbula ancha y cara mofletuda, de la que únicamente sobresalía la nariz: un hueso en forma de cuchillo.

—¿Quién es ése? —preguntó el cónsul, en griego, mirando a Marco.

—Uno de nuestros prisioneros —dijo Hierón—. Habla griego perfectamente. Lo he traído para que me sirva de intérprete y para que así vuestros oficiales puedan comprender tan bien como vos lo que digo, oh, cónsul de los romanos. En el pasado me he percatado de que el conocimiento que ellos tienen de nuestro idioma no es equiparable al vuestro. —Una vez más, tocó con el pie el hombro de Marco.

Éste empezó a traducir, pero Claudio vociferó al instante en latín:

—¡Para!

Marco obedeció y Claudio lo miró un momento, antes de decirle a Hierón:

—No lo necesitamos.

—¿No queréis que vuestros hombres me comprendan? —preguntó Hierón, en tono de sorpresa—. ¿Acaso no deseáis tenerlos al corriente del estado de sus amigos y camaradas?

Marco observó el rostro de los que estaban detrás del cónsul y vio miradas de incomodidad e insatisfacción: era posible que los oficiales romanos no hablaran griego tan bien como el cónsul, pero entendían lo suficiente, y no les gustaba la idea de que su jefe desease mantener en secreto el destino de los prisioneros. Claudio debió de darse cuenta de esa circunstancia, porque frunció el entrecejo y dijo:

—No tengo nada que ocultar a mis leales seguidores. Que este hombre traduzca, si es eso lo que queréis, tirano. Pero no lo necesitamos.

El rey de Siracusa sonrió, y Marco pensó que Claudio acababa de cometer un grave error.

Hierón empezó a hablar con rapidez y claridad, deteniéndose después de cada frase para permitir que Marco vociferara su traducción.

—Cuando el destino puso en mis manos a algunos de vuestros compatriotas, oh, romanos, mi intención fue devolvéroslos de inmediato. Esperé a que me enviarais un heraldo solicitándome el rescate que yo exigía, pero no lo hicisteis. De hecho, abandonasteis Siracusa en el transcurso de la noche, dejando a vuestra gente en mis manos. ¿Es que no os importan, oh, cónsul?

Claudio se enderezó y miró a los ojos a Hierón.

—Cuando los romanos hacen la guerra, tirano de Siracusa —declaró en latín—, aceptan el riesgo de la muerte y lo afrontan con bravura. Los que no lo hacen no son hombres de verdad y no merecen que se pague rescate alguno por ellos. Sin embargo, como habréis oído, hemos sitiado y saqueado la ciudad de Echetla, aliada vuestra, y si lo deseáis, intercambiaremos a las mujeres de Echetla por nuestra gente. A los hombres los hemos matado.

—¿Qué dice? —le preguntó Hierón a Marco.

Mientras traducía, Marco pensó en lo de Echetla. Estaba situada al noroeste y, de hecho, dependía de Siracusa, aunque denominarla ciudad era una exageración: se trataba simplemente de un enclave comercial fortificado, y no tenía la más mínima oportunidad frente a un gran ejército. Sin duda, los romanos la habían atacado con saña como represalia por las pérdidas sufridas ante Siracusa. Hierón se imaginó la matanza cometida contra hombres apenas armados, y sintió náuseas.

—No pretendía solicitar rescate por vuestra gente, cónsul de los romanos —dijo en tono de reproche—. Igual que Pirro de Épiro, a cuyo lado combatí en una ocasión, los habría devuelto a cambio de nada. Al igual que él, honro la valentía de vuestro pueblo.

Cuando Marco tradujo aquello, una oleada de murmullos se extendió entre las filas romanas: los hombres que habían oído lo que acababa de decir lo repetían a los que estaban detrás. Marco pensó que la mención del rey Pirro había sido acertada: los romanos lo respetaban más que a cualquier otro enemigo al que se hubiesen enfrentado.

—¡Entonces devolvedlos, tirano! —espetó Claudio—. Y nos quedaremos con las ciudadanas de Echetla como esclavas.

Hierón hizo una pausa para que las palabras que iba a pronunciar a continuación se oyeran claramente:

—Por lo que a las ciudadanas de Echetla se refiere, pagaré el rescate por ellas, oh, cónsul, si decidís el precio. Pero en lo referente a los prisioneros, vuestra respuesta me ha hecho dudar. Los he tratado con todo el respeto debido a los enemigos valientes. Han sido bien alimentados y albergados, y mi médico personal ha cuidado de sus heridas. Antes de que partieseis de aquí, sin embargo, vi que obligabais a sus camaradas supervivientes a plantar sus tiendas fuera de vuestro campamento, y ahora parece que valoráis poco a los hombres que tengo en mi poder, ya que los equiparáis con esclavos. ¿De qué manera os han ofendido?

—Les falta coraje —replicó el cónsul con voz ronca—. Se rindieron. Los romanos no somos como los griegos. Cuando fracasamos, estamos dispuestos a sufrir el castigo que nos merecemos.

—¿Que les falta coraje? —repitió Hierón—. Las heridas sufridas por esos hombres son el mejor testigo de su bravura, porque pocos de ellos hay que salieran ilesos. Pero la tarea que se les ordenó era imposible. Dos manípulos en formación libre, sin equipamiento de asalto, enviados a plena luz del día contra artillería pesada… ¡La orden no era batallar, sino ser ejecutados! Me asombró que, a pesar de ello, obedecieran. Ciertamente, lo que les faltó no fue coraje, sino un comandante inteligente.

Claudio abrió la boca, pero los murmullos que se extendían detrás de él se convirtieron en un gruñido, y luego en un rugido a viva voz. Las legiones aporreaban el suelo con la lanza y aullaban vítores por los dos manípulos sacrificados, y los hombres que observaban desde la empalizada golpearon contra la pared las herramientas que utilizaban para construir trincheras. Claudio, con la cara sofocada, hizo un ademán hacia los tribunos y gritó:

—¡Silencio! ¡Que calle esa chusma!

La montura de Hierón se agitó ante aquel alarido, y el rey le dio unas palmaditas en el cuello.

—¡Soldados de Roma! —vociferó Claudio cuando por fin el ruido empezó a desvanecerse—. ¡Soldados de Roma, no escuchéis a este hombre! Está intentando seduciros para que abandonéis vuestra disciplina. Tú, soldado —dijo, dirigiéndose a Marco—, ¡deja de repetir sus mentiras!

Marco recordó el rostro pálido de Cayo y sus gritos sofocados mientras caminaba hacia la ciudad, y se sintió invadido de pronto por una furia salvaje. «¡No, detente, no seas loco!», pensó. Pero no podía contenerse. Por culpa de aquel hombre, su hermano había sufrido y él lo había perdido todo. No podía permitir que Claudio saliera libre de culpa.

—¡Está diciendo la verdad! —gritó Marco apasionadamente, levantando los grilletes hacia la colina, en dirección al Eurialo—. ¿Qué creíais que había allí, Claudio? ¿Tirachinas? ¿No conocéis el alcance de una catapulta? ¿O esperabais que una ciudad que los cartagineses han sitiado con ejércitos diez veces mayores que éste se rompiera como un huevo? No teníais ni idea de lo que estabais haciendo. ¡Es indigno culpar de vuestro fracaso a los hombres que sufrieron como consecuencia del mismo! ¡Si sois en verdad romano, cónsul, aceptad el castigo!

Siguió otro rugido. Claudio miraba a Marco, perplejo y rabioso; Hierón, con incomodidad.

—¿Qué has dicho? —preguntó el rey, pero Marco no respondió: bajó las manos encadenadas y siguió orgullosamente erguido, sin apartar la mirada del cónsul—. Espero que este hombre no os haya ofendido —dijo, dirigiéndose a Claudio en un tono de voz más normal—. Su hermano resultó herido de gravedad en el transcurso de vuestro asalto y puede que por ello haya hablado con un exceso de pasión. Debéis excusarlo. Yo no deseo insultaros, ni a vos ni a vuestro pueblo.

Claudio traspasó su furiosa mirada a Hierón.

—¿Acaso decir que no soy un comandante inteligente no es un insulto? —cuestionó.

Hierón sonrió.

—La verdad es que carecéis de experiencia en asaltos, oh, cónsul, al menos en asaltos a ciudades griegas con un buen equipamiento de artillería. ¿No creéis que cuando un comandante inteligente carece de conocimientos, debe proceder con cautela? Si deseáis mejorar vuestros conocimientos sobre aquello contra lo que os enfrentáis, deberíais acercaros a la muralla, bajo mi protección, y observar las defensas. Nos habéis infravalorado, cónsul, y tratado con un desprecio que de ningún modo nos merecemos.

Claudio escupió.

—¡Vuestra protección vale tan poco como vuestros alardes, tirano! ¡No doy crédito a ninguno de los dos!

—Razón tenéis en valorar igualmente ambas cosas —replicó el rey.

Cuando el ruido de fondo se apagó, Hierón levantó los brazos para dirigirse de nuevo a la totalidad del ejército y Marco se dispuso a gritar su traducción. Claudio intentó protestar, pero ni sus propios oficiales le prestaron atención y el ejército permaneció en silencio para escuchar lo que Hierón tenía que decir. Mientras el cónsul bufaba de cólera, las palabras del rey levantaron otra oleada de murmullos.

—Hombres de Roma, sé que tengo fama entre vosotros de hombre arrogante y cruel. Pero eso son mentiras, pues siempre he actuado con moderación y he honrado a los dioses.

—Eso también es cierto —añadió Marco, lanzando al cónsul una mirada desafiante—. Todas esas historias de toros de bronce y empalados las inventaron los mamertinos para obtener la ayuda de Roma.

—Ningún ciudadano tiene queja de mí —continuó Hierón—. Siracusa es una ciudad unida y fuerte, como habéis podido comprobar. Vuestros hombres podrán dar fe de ello cuando os los devuelva. Si deseáis recibirlos con honor, los liberaré hoy mismo, sin ningún rescate. En caso contrario, los retendré aquí y los entregaré al primer romano que me solicite su libertad.

—¡Es una trampa! —vociferó Claudio.

—Es una oferta sincera y de buena fe —replicó Hierón—. ¿Deseáis que os los entregue?

Claudio estaba a punto de estallar.

—¡Estáis desesperado por lograr la paz, tirano! —gritó—. ¿Dónde están los aliados que abandonasteis en Mesana?

—¡Y vos tenéis mucha prisa por conseguir un triunfo, cónsul! —respondió bruscamente Hierón—. Para ello, estáis incluso dispuesto a confiar en los cartagineses, a apostar la vida de todos vuestros hombres confiando en que aquéllos permanezcan al margen. ¿Dónde están los cartagineses? ¿En Mesana, saqueándola en vuestra ausencia y destruyendo los barcos con los que pretendéis regresar a casa? Habéis decidido luchar contra Siracusa, en lugar de contra Cartago. Como de costumbre, estáis haciendo un doble juego. Pero no habéis respondido a mi pregunta, oh, cónsul. Tengo noventa y dos prisioneros romanos. ¿Los queréis?

Claudio permaneció en silencio durante un largo minuto, mientras los murmullos se extendían entre su ejército. Finalmente, con voz entrecortada, dijo:

—Sí. Devolvedlos.

—¿Los recibiréis con honor?

—Ya que decís que lucharon con arrojo, serán recibidos como hombres valientes —garantizó el cónsul.

Hierón inclinó educadamente la cabeza.

—¿Y las mujeres de Echetla? ¿Qué precio queréis por ellas?

—¡Ninguno! —gritó una voz desde atrás.

Claudio se giró al instante para ver de dónde procedía, pero ya se le habían unido una docena de voces más.

—¡Honor para los que honran al pueblo romano! ¡Devolved a las mujeres de Echetla sin rescate! —Un millar de lanzas aporreaba el suelo y el bramido era ya general—. ¡Honor para el pueblo romano!

Claudio miró de nuevo a Hierón. Marco jamás había visto una mirada de odio como aquélla.

—Las tendréis sin pago de rescate —murmuró.

—Pediré que saquen a vuestros hombres de la cárcel y os los entreguen aquí —dijo Hierón—. Nos llevará quizá cuatro horas. Entiendo que esta tregua se mantiene hasta entonces.

Claudio asintió y se volvió con su caballo.

Hierón chasqueó los dedos y el aulista siracusano inició de nuevo la melodía de la marcha. Las filas se abrieron para que el rey cabalgara entre ellas. Marco lo siguió, siempre entre sus dos guardianes; detrás de él, el batallón siracusano dio media vuelta y empezó a ascender la colina.

Cuando las puertas del Eurialo se hubieron cerrado tras ellos, el rey tiró de las riendas y miró pensativo a Marco.

—¿Qué le has dicho al cónsul? —preguntó.

—Que lo que decíais era verdad —respondió Marco.

Hierón suspiró.

—No ha sido muy sensato.

—Era verdad.

—Normalmente, no suele ser muy buena idea decirles la verdad a los reyes, ni a los cónsules. De todos modos tendré que devolverte. Si me quedo contigo, Claudio dirá que eras un griego disfrazado, y le resultará más fácil convencer a su ejército de que, al fin y al cabo, él tenía razón.

Marco asintió con la cabeza. Hierón lo miró un momento más y luego volvió a suspirar.

—Eres un auténtico romano, ¿verdad? Aceptas el castigo por tus acciones, esté justificado o no. ¿Qué llevas en el cinturón?

A Marco se le subieron los colores.

—Una flauta —dijo—. Mi amo… Arquímedes me la dio. Pensó que en la cárcel tendría tiempo para aprender a tocarla.

—¡Ruego a los dioses que te otorguen una vida lo bastante larga como para convertirte en alguien tan bueno con la flauta como él! —Hierón chasqueó los dedos y les dijo a los guardias—: Quitadle las cadenas y ponedlo en algún lugar a la sombra mientras espera a los demás. Llevadle alguna cosa de comer y de beber… La caminata hasta aquí es larga, y el trabajo de intérprete da mucha sed.

Los soldados condujeron a Marco hasta una habitación de una de las torres, una plataforma donde no había catapulta. Le quitaron las cadenas y le dieron un poco de pan y vino.

—Debería haber creído a Apolodoro cuando ha asegurado que eras filoheleno —dijo uno de sus guardianes, ofreciéndole un vaso.

Marco bebió sediento el vino aguado, pero no tenía apetito para el pan. Seguía recordando la manera en que Claudio había mirado a Hierón. El cónsul lo habría asado vivo con gusto, utilizando o no un toro de bronce. Hierón quedaría fuera de su alcance detrás de las murallas de Siracusa, pero Marco tendría que enfrentarse a él dentro de apenas cuatro horas.

Deseaba no haber dicho nada, haberse contentado con traducir las palabras del rey. Hierón no necesitaba más ayuda. El parlamento de aquella mañana le parecía ahora como un combate en el que Claudio había resultado claramente derrotado. Resultaba obvio que el cónsul era un hombre a quien le gustaba encontrar chivos expiatorios de sus propios fracasos y Marco era ahora el candidato perfecto: un romano desleal, amigo de los griegos, un cobarde que había huido del castigo aceptando la esclavitud. Claudio intentaría disfrazar la verdad y ejecutar al hombre que la había proclamado.

Aunque quizá el cónsul prefiriera olvidarse de él. Un castigo vengativo no haría más que confirmar la terrible reputación de arrogante que Hierón acababa de atribuirle. Marco debía esperar que el cónsul fuera lo bastante inteligente como para darse cuenta de ello.

Pasó el tiempo. Los guardias lo dejaron solo en la torre, y él se puso a observar el campamento romano a través de la tronera. Vio un grupo de gente vestida con colores oscuros junto a la puerta: las mujeres de Echetla, sin lugar a dudas. Marco imaginó que cuando los exploradores de Hierón descubrieron que los romanos habían estado allí, era demasiado tarde para enviarles ayuda. Seguía sintiéndolo por Echetla.

Cuatro horas, había dicho Hierón. Sí, al menos. Primero había que mandar un jinete a la cantera para decirles a los guardias que llevaran a todos los prisioneros a la puerta, luego tendrían que realizar todos los preparativos: quitar los grilletes, organizar la escolta, buscar camillas para los hombres que aún no estaban en condiciones de caminar, y, cuando todo estuviera listo, emprender la larga ascensión hasta el Eurialo. Cuatro horas. A Marco le pareció que habían pasado cuatro años antes de que el sol empezara a caer después del mediodía.

Buscó su aulos y se puso a practicar con él, para pasar el tiempo. Había practicado todos los días y ya era capaz de interpretar melodías sencillas muy, muy lentamente. Decidió tocar una canción de barcos del Nilo y luego, conmovido por el anhelo de la seguridad desaparecida, se encontró luchando por hallar las notas de una canción de cuna que su madre solía cantar en casa, junto al fuego.

—Ésa no la conozco —dijo Hierón—. ¿Es romana?

Marco dejó el aulos y se levantó. No había oído abrirse la puerta. El rey estaba solo, y el polvo que le ensuciaba el manto delataba que había estado cabalgando.

—Sí —respondió en voz baja—. Es romana, señor.

—Curioso. Cuesta pensar que tu pueblo pueda producir algo delicado. ¿Hay algo en esa jarra?

Hierón apuró el poco vino que quedaba y se sentó en el suelo. La pequeña habitación de la torre carecía de muebles, de modo que se acomodó lo mejor que pudo, cruzando las piernas, e invitó con un gesto a Marco para que siguiese su ejemplo. Marco obedeció, observando al rey con cautela.

Hierón le devolvió una mirada especulativa.

—Quería hablar contigo. Esperaba tener tiempo para ello. Me gustaría decirte un par de cosas.

—¿A mí? —preguntó, confuso.

—¿Por qué no? Crees que te perdoné por Arquímedes, ¿verdad?

Marco no dijo nada; se limitó a mirarlo con su rostro impasible de esclavo.

—Pues no, Arquímedes no tuvo nada que ver. Por cierto, sus amigos de Alejandría lo llamaban Alfa, ¿verdad? ¿Sabes por qué?

—Porque cuando alguien planteaba un problema matemático, siempre era él el primero en encontrar la respuesta —dijo Marco, sorprendido—. ¿Cómo…?

—Me imaginaba que sería por eso. Alfa. No es un mal apodo, y necesito uno para él. Su nombre siempre me resulta difícil de pronunciar. No, te perdoné porque, discúlpame, pensaba utilizarte. Eres el único romano helenizado con el que me he tropezado en mi vida.

Marco lo miró con expresión extrañada.

—Lo sé, lo sé —continuó el rey—. El griego es el primer idioma que tu gente estudia, aunque la mayoría lo habla muy mal. Vuestras monedas, cuando acuñáis plata, se basan en las nuestras. Vuestra cerámica, moda, mobiliario, todo… es una imitación de lo nuestro. Contratáis arquitectos griegos para construir templos de estilo griego y los llenáis de estatuas griegas dedicadas a los dioses… a menudo griegos. Veneráis a Apolo, ¿no? Pero todo es superficial, como una capa de agua sobre el granito. Un poco de lustre en vuestra propia naturaleza, que es dura, brutal y carente de imaginación. Un romano cultivado puede leer nuestra poesía, escuchar nuestra música, pero consideraría una bajeza escribirla o tocarla. Nuestra filosofía es considerada una tontería atea; nuestros deportes, inmorales, y nuestra política… bien, la tiranía es mala, y la democracia, indescriptiblemente peor. ¿Estoy siendo injusto?

Marco no dijo nada. Sentía curiosidad, pero también recelo. Con un hombre como Hierón, prefería descubrir cuál era el objetivo de su discurso antes de responder.

Hierón sonrió.

—Me alegra que seas cauteloso —afirmó—. Muy bien. Te expondré ahora mi visión de tu gente. Sois valientes, disciplinados, píos, honorables y extraordinariamente tenaces. No hay esperanza de que podamos negociar con vosotros como solemos con los bárbaros: saldar las deudas y convenceros de que os marchéis. Habéis tomado toda Italia, y si también decidís tomar Sicilia, no hay nada que Siracusa pueda hacer para deteneros. Cartago, además, se está convirtiendo en una fuerza demasiado poderosa para nosotros. —Se puso en pie de repente, se acercó a la puerta abierta y se apoyó contra el marco, contemplando la ciudad—. Antes de que Alejandro conquistara el mundo —dijo en voz baja—, los hombres vivían en ciudades. Ahora viven en reinos, y las ciudades tienen que protegerse como puedan. He intentado acercar Siracusa a Cartago, pero hay pocas esperanzas: el odio es demasiado antiguo. Eso deja a Roma como única posibilidad. Pero los romanos me resultan… difíciles.

—Habéis manejado con bastante facilidad a Apio Claudio —repuso Marco con amargura—. Con tres golpes lo habéis dejado fuera de combate.

Hierón contempló el paisaje de su alrededor, y luego se volvió hacia Marco, sonriendo.

—¿Te gusta la lucha grecorromana? —preguntó—. Yo nunca he sido bueno en eso.

—Habéis obligado a Apio Claudio a parlamentar con vos por el tema de los prisioneros —dijo Marco con resolución—, a lo que él, obviamente, no podía negarse. Habéis conseguido que me aceptara como intérprete y no habéis dirigido vuestro discurso a él, sino a las legiones. Él es senador y patricio, y los demás, plebeyos, como yo. Habéis puesto el énfasis en esa diferencia, y os habéis limitado a observar el resultado, como quien fisgonea por el ladrillo que falta en una pared medio derruida. Le habéis dicho que era arrogante e incompetente y que culpaba injustamente a sus hombres por fallos que sólo eran de él, que arriesgaba sus vidas al no tener en cuenta a Cartago, y que lo hacía por perseguir sus propias ambiciones. Y luego os habéis presentado como un hombre decente y honrado que respetaba al pueblo romano. Él no ha tenido respuestas para nada. Y sus hombres se lo han tragado y han lanzado vítores en vuestro honor. Claudio no conseguirá su triunfo y no será reelegido para comandar las fuerzas romanas en Sicilia.

Hierón respiró hondo y soltó el aire lentamente.

—Sin embargo, es muy posible que el Senado y el pueblo de Roma lleguen a la conclusión de que no han mandado tropas suficientes para manejar la situación en Sicilia. La ciudad de Siracusa es mucho más resistente de lo que suponían y Cartago sigue intocable. Yo creo que nunca se retirarán, sino que enviarán más hombres, bajo las órdenes de un nuevo comandante. Pero ¿cuál? Lo que yo intentaba conseguir, lo admito, era desacreditar a la facción Claudia y que nombren a un moderado para que se responsabilice de la guerra. Pero puede ser que el pueblo romano, con su habitual estilo indomable, elija a otro Claudio, o a un Emilio, que sería casi peor, ¿no crees?

—No lo sé. Hace mucho que no estoy en Roma. Pero sí, los Emilios y los Claudios siempre estuvieron de acuerdo en aliarse para conquistar el sur.

Hierón asintió.

—Incluso en el caso de que el próximo general no sea un Emilio o un Claudio, es probable que yo no sepa qué facción representa y con qué intenciones viene, y aun sabiéndolo, tendré bien poco que hacer. No comprendo a los romanos. Por ejemplo, no esperaba que entregaran a las mujeres de Echetla a cambio de nada. Los griegos habrían pedido dinero por ellas: el honor está bien, pero también lo están los rescates. Con los griegos sé a qué atenerme. Los romanos son más difíciles. Sin embargo, si quiero encontrar un camino seguro hacia la paz para Siracusa, no me queda otro remedio que comprenderlos. Así que… ya ves. —Se alejó de la puerta y se agachó para mirar a Marco a los ojos—. Un romano helenizado como tú me resultaría muy útil.

—¿De qué modo? —preguntó con voz ronca.

—No como espía, desde luego. Agatón me dijo que eras un desastre mintiendo, y tenía razón. No. Tú eres distinto de los demás: tu helenismo no es superficial. Tus simpatías están sinceramente divididas entre nosotros y tu propio pueblo. Sé que es una situación violenta para ti, sin duda, pero si podemos conseguir la paz, o, aunque sólo sea eso, una tregua sólida, para mí será de un valor incalculable. Podrías explicarme cómo es tu pueblo y ayudarme a conseguir que nos entienda. Esto es lo que me gustaría que hicieses: regresar con tu gente, sentir de nuevo cómo son, hasta que Siracusa esté fuera de esta guerra, ¡y ruego a los dioses que pueda sacarla pronto de ella!, y luego volver aquí. Te daría un puesto como intérprete de latín, con el sueldo que tú consideraras justo. Tendremos que tratar con tu gente durante muchos años a partir de ahora, y necesitamos comprenderlos.

Marco lo miró otro instante, acalorado.

—Eso me gustaría mucho, señor —dijo por fin—. Sólo que no sé si mañana seguiré con vida.

Hierón suspiró.

—Sí, ya he pensado en eso. Desearía que hubieses sido un poco menos franco con el cónsul. Desearía conservarte aquí… pero he trabajado duro para dejar a Claudio en entredicho, y hay demasiadas cosas en juego como para aflojarle la cuerda que le he puesto al cuello. Pero, escucha, si es necesario, miente. No me importa si dices que te amenacé o te maltraté para que hablases de ese modo. Si maldecir a Siracusa sirve para mantenerte con vida, maldícela. Los dioses se ríen cuando los juramentos son forzados. No sería una traición.

—Lo intentaré —susurró Marco—, pero…

Llegó del patio un sonido de trompetas y luego las dulces notas de un aulos, seguido de un rumor sordo de pasos. Los prisioneros estaban entrando en el patio. Pronto sería el momento de marchar.

Hierón volvió a suspirar y añadió, en voz muy baja:

—Inténtalo. Y si fracasas… tengo un regalo para ti.

Buscó entre los pliegues de su manto y sacó un frasco de cerámica negra esmerilada, del tamaño del puño de un niño. Se lo ofreció en silencio a Marco, que lo cogió lentamente, con unas manos que de pronto se tornaron frías.

—Tarda una media hora en hacer efecto —dijo el rey—. Un tercio de su contenido calma el dolor, si has de enfrentarte a latigazos o golpes. Si es a la muerte, bébelo todo.

—Señor, me habéis demostrado dos veces vuestra clemencia, y os estoy agradecido.

Hierón negó con la cabeza.

—Te perdoné porque deseaba utilizarte, y rezo a los dioses para que no necesites esta piedad. Escóndelo bien. Te deseo felicidad, Marco Valerio, y espero que volvamos a vernos.

Marco tragó saliva y asintió.

—Decidle a Arquímedes y a su familia que rezo por la seguridad de Siracusa. Y gracias.

Hierón le rozó el hombro, se puso en pie decidido y salió de la habitación dando grandes zancadas.

Marco depositó el frasco en el interior del estuche de la flauta, en el espacio que normalmente ocupaban las lengüetas. Sólo le quedaba una, bastante desgastada, y se preguntó si necesitaría una nueva. Cerró el estuche y se lo encajó en el cinturón.

Cuando bajó al patio, vio que los guardias de la cantera le habían llevado un pequeño bulto con su equipaje. Se lo colgó al hombro y ocupó su lugar junto a los demás prisioneros, que reían felices por su liberación. Se abrieron las puertas del Eurialo, la flauta entonó la marcha y la fila de hombres descendió desde Siracusa hacia el campamento romano.