Capítulo 9

Cuatro días después, Delia vio salir a Agatón con cara arisca y precipitadamente para realizar algún recado del rey. Poco después, ella se encaminó hacia la gran puerta doble de la mansión, la abrió y la cruzó.

Era así de sencillo: abrir la puerta y salir a la calle. Se dijo que no había nada en ello que debiera provocar el latir de la sangre en los oídos que experimentaba en esos momentos, esa sensación de vértigo que disminuía el ritmo de sus pasos en cuanto empezó a descender por la calle. Lo que estaba haciendo no tenía nada de peligroso… pero nunca lo había hecho.

Nunca había atravesado aquella puerta sin nadie que la acompañara. Nunca había salido a escondidas para acudir a una cita que la familia no aprobaría.

Era algo sorprendente. No debía hacerlo, por supuesto que no. Pero desde la demostración de Arquímedes, su pretensión de que el interés que sentía por él no era más que el del mecenas hacia un servidor potencialmente útil para el Estado se había ido desvaneciendo como el agua en la arena. Estaba irritada consigo misma por haberse engañado, aunque al principio no había fingido. Cuando conoció a aquel joven, sólo se había sentido intrigada por él, pero eso había cambiado. ¡Era ridículo! Lo había visto tres veces, había hablado con él en dos ocasiones y habían tocado juntos una… pero tenía la impresión de que si lo dejaba escapar, se arrepentiría de ello toda la vida.

Le había escrito una nota: «Necesito hablar contigo. Acude mañana a la hora décima a la fuente de Aretusa. Te deseo lo mejor». La había dirigido a «Arquímedes, hijo de Fidias, taller de catapultas». Después de cerrarla y estampar sobre el lacre uno de los sellos de Hierón que guardaba en su habitación, la había colocado entre un montón de cartas del rey que estaban a punto de ser repartidas por la ciudad. Hasta ese momento todo había sido demasiado fácil, y seguía siéndolo: el final de un día laborable, las calles de la Ortigia tan abarrotadas como de costumbre, y ella, abriéndose paso calle abajo, sin llamar la atención entre tanta gente, envuelta en un voluminoso manto de lino que le cubría la cabeza para ocultar la cara. Naturalmente, nadie había intentado evitar que saliera de casa, pues nadie imaginaba que fuera capaz de un acto tan indecoroso, desvergonzado y desleal como el de acordar una cita con un hombre.

La primera vez que se le ocurrió la idea de hacer lo que estaba haciendo, luchó por alejarla. Sería terriblemente ingrato y desleal por su parte pagar con esa moneda toda la confianza que su hermano había depositado en ella. «¡La hermana del rey, detrás de un ingeniero como una prostituta!», dirían los chismorreos. Se había prometido que no haría una cosa así. No amaba a Arquímedes, apenas lo conocía. ¡Sin duda, podía vivir sin él!

Pero, aun así, lo peor de todo era no concederse la posibilidad de conocerlo. Era como si se hubiese pasado la vida andando por las mismas callejuelas y, de pronto, inesperadamente, en la cima de una colina, se hubiera encontrado con una vista nueva e impresionante. A lo mejor ese paisaje era tan estrecho y limitado como las viejas calles… pero si no lo exploraba, nunca lo sabría. Era eso lo que la corroía: no saber, casarse con un noble o con un rey, tener hijos y envejecer, sin llegar a saber jamás lo que se había perdido.

Al final se dijo que si conseguía conocerlo mejor, probablemente descubriría que no le gustaba tanto. Entonces podría volver a casa y asumir su destino, quizá no feliz, pero al menos no viviría atormentada pensando en lo que podría haber sido. Aquella pequeña desobediencia no era un precio muy elevado a cambio de la paz mental. Además, no haría nada malo con él, y él no se atrevería a tomarse libertades con ella. Hablarían un poco, y entonces se daría cuenta de la tontería que había hecho y regresaría a casa.

Jamás en su vida se había sentido tan asustada. Pero siguió caminando decidida hacia la fuente de Aretusa.

Había elegido la fuente por tres motivos: no quedaba lejos de la casa de su hermano; tampoco del taller de las catapultas, y estaba rodeada por un pequeño jardín que proporcionaría algo de cobijo para mantener una conversación privada, sin dejar de ser un lugar lo suficientemente público como para sentirse segura. No creía que, tan pronto como se quedaran a solas, Arquímedes fuera a saltar sobre ella como un sátiro enloquecido, pero la habían alertado tan a menudo sobre la maldad de los hombres y los peligros de la falta de decoro, que quería tener la seguridad de que pudieran oírla si se ponía a gritar. De modo que se adentró en el jardín, observando a los paseantes a los que podría llamar en caso de necesidad: dos soldados que compartían una copa a la sombra de una palmera, un par de jóvenes sentadas en el suelo junto a un mirto, y un par de amantes que se besaban bajo un rosal emparrado. Las jóvenes debían de ser prostitutas: las muchachas respetables no se sentaban en público de aquella manera. Tiró de un pliegue del manto para cubrirse más aún la cabeza y esconderse de las miradas curiosas.

La fuente era un estanque grande de forma oblonga y agua oscura que quedaba cobijado bajo la sombra de los pinos. El agua dulce surgía en silencio de las profundidades de un pozo. De la superficie emergían juncos de papiro coronados con plumas, un regalo de Ptolomeo de Egipto; era el único lugar en toda Europa donde crecía el papiro. A un lado del estanque estaban las murallas de la ciudad, y en el otro extremo, blanca y encantadora, una escultura de la ninfa Aretusa, que vigilaba su fuente. La base de la estatua estaba cubierta por guirnaldas de flores y en las profundidades del agua brillaban las monedas: ofrendas a la protectora de Siracusa.

Allí también había gente, pero sólo se fijó en una persona: un joven alto que estaba agachado junto al borde de la fuente, observando con atención un grupo de ramas que flotaban en el agua. Iba vestido de negro y llevaba el cabello muy corto, en señal de luto. Supuso que el manto sería de buena calidad, pues parecía pesado, pero estaba manchado de polvo y, en ese momento, el dobladillo rozaba el barro. El agua proyectaba sombras ondulantes sobre su rostro de facciones marcadas. El joven sintió la mirada sobre él y levantó bruscamente la cabeza. «Sus ojos —pensó ella, sin respiración— son del color de la miel». Arquímedes sonrió, complacido, y se incorporó. Al hacerlo, se pisó el borde del manto, que cayó a sus pies, la mitad en el agua y la otra mitad en el barro.

—¡Por Zeus! —exclamó, y se quedó contemplando la escena sin poder hacer nada. La túnica negra estaba incluso más polvorienta que el manto.

Se había imaginado que era ella quien le había enviado la nota, aunque iba sin firmar. «Te deseo lo mejor»: era el mismo mensaje que le había mandado a través de Marco. A lo largo de todo el día, mientras trabajaba en el taller con la catapulta de cincuenta kilos, había pensado en aquel encuentro y experimentado escalofríos de emoción. Aquella mañana había acudido al taller vestido con el manto para tener un aspecto digno, y se había quedado asombrado al verlo tan sucio y polvoriento después de acabar la jornada, pero ahora tenía un aspecto lamentable. Parecía un tonto, y la preciosa hermana del rey lo observaba debajo de un velo blanco de hilo con una oscura mirada de perplejidad.

Entonces Delia se echó a reír. A Arquímedes no le gustaba que se rieran de él, pero por una risa como aquélla habría sido capaz de ponerse una máscara y hacer payasadas. Sonrió a pesar suyo, recogió el manto y escurrió el extremo mojado.

—Perdonadme —dijo. Pensó en añadir: «No pretendía desnudarme delante de vos», pero era tan inapropiado y, a la vez, tan próximo a lo que le gustaría hacer, que se sintió confuso y le subieron los colores.

—Salud —dijo ella, educadamente.

—¡Salud! —respondió él. Intentó recomponerse el manto arrugado, pero acabó desistiendo; se limitó a doblarlo y se lo puso por encima de los hombros: sus esfuerzos por salvar su dignidad habían sido vanos, así que no tenía sentido insistir en ello. De todos modos, hacía demasiado calor para ir con manto—. Yo, bueno… —empezó.

—¡Calla! —exclamó ella enseguida, mirando de reojo a los ciudadanos que se relajaban junto a la fuente—. ¿Podemos ir a algún lugar más tranquilo?

Se alejó, y él la siguió. Había gente por todas partes, y acabaron realizando un circuito completo por el pequeño jardín antes de instalarse en un lugar relativamente tranquilo bajo una parra, a la sombra de la muralla. Allí no había bancos, pero Arquímedes extendió su manto en el suelo y se sentó en el extremo mojado. Al fin y al cabo, más embarrado ya no podía estar. Delia se acomodó nerviosa a su lado, con la mirada fija en las manos, que había posado sobre las rodillas dobladas. Había pensado una excusa para el encuentro. La última vez le había enviado un mensaje de alerta a través de su esclavo y estaba segura de que el hombre se lo había transmitido, a pesar de que en el último momento ella le había dicho que no le contara nada.

—Yo… quería hablar contigo —dijo, sin aliento—. Necesitaba explicarme. —Tragó saliva y se arriesgó a mirarlo de reojo.

Él movió afirmativamente la cabeza: ya había imaginado el motivo de la cita. Ella le había avisado para que fuese precavido con el contrato. En realidad, el rey no le había ofrecido un contrato… pues sólo hacía cuatro días que había muerto su padre y no habría sido correcto entablar negocios con él en el periodo de luto más intenso. Hierón había acudido al funeral de Fidias, pero no había hecho mención alguna al puesto de ingeniero ni al dinero que Arquímedes había rechazado. De modo que Delia lo había citado para prevenirlo de algo. Arquímedes se sentía feliz de tener semejante consejera en la propia casa del rey. Había especulado con la deliciosa posibilidad de que los sentimientos de la joven fueran más cálidos que eso, pero había desechado la idea como terriblemente improbable.

—Cuando te envié aquel mensaje, temía que Hierón pretendiera atarte de algún modo con el contrato —continuó Delia—. Pero estaba equivocada. No tendría que haberle dicho nada a tu esclavo. Sólo que él estaba allí y tuve la oportunidad. Espero no haberte asustado con ello. —Le lanzó una nueva mirada de reojo.

Él frunció el entrecejo.

—¿El rey no piensa obligarme a nada en mi contrato? —preguntó.

Ella respiró hondo. Lo menos que podía hacer para reparar su deslealtad era tranquilizarlo respecto a Hierón.

—No tiene intención de ofrecerte un puesto asalariado como ingeniero real. Él cree que tú prefieres cobrar por los trabajos que hagas. Dijo que llegaría un momento en el que cualquier empleo que te propusiera te parecería una cárcel. De modo que, ya ves, estaba equivocada, y no debería haberte alertado. Debería haber sabido que Hierón no haría nada… injusto. —El sentimiento de culpa que experimentaba añadía calidez a su tono de voz.

—Pero yo pensaba… —comenzó él, pero se interrumpió. Su desconcierto era cada vez más acentuado—. No lo entiendo. ¿Qué quiere el rey de mí?

—Debes de saber que eres excepcional. Como ingeniero, me refiero.

Su cara de preocupación no disminuyó.

—Soy mejor en matemáticas.

Delia recordó el barco deslizándose por la grada y se echó a reír.

—¡Entonces debes de ser muy excepcional en eso! La ciudad entera habla de tu demostración.

Eso era cierto: Agatón le había informado. Toda la ciudad hablaba del hombre que había movido un barco con sus manos y que ahora estaba construyendo asombrosas catapultas para la defensa de Siracusa. Los amenazados ciudadanos se consolaban pensando en las habilidades de aquel joven.

Arquímedes hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—¡Las poleas no son ninguna novedad! Pero he hecho cosas en matemáticas que nadie había hecho antes. —Se mordisqueó el dedo pulgar.

—¿Como qué?

Él la miró, esperanzado.

—¿Sabéis algo de geometría?

Ella dudó, incómoda.

—Sé llevar las cuentas de una casa.

El joven movió negativamente la cabeza.

—Eso es aritmética.

—¿Tan distintas son?

Arquímedes la miró. Ella empezaba a sentirse molesta cuando se dio cuenta de que su ignorancia no era recibida con una mirada de disgusto, y mucho menos con la mirada condescendiente de «No es necesario que ocupes tu bonita cabeza con eso» que Leptines le lanzaba tan a menudo. Era una mirada que podía haber sido la de un tartamudo con la necesidad urgente de hablar: un deseo apasionado de ser comprendido y la desesperada convicción de saber que no lo sería.

—La aritmética es un sistema natural —dijo él—, mientras que la geometría es algo que el dios de los filósofos inventó para diseñar el mundo. Roma, Cartago, Siracusa… todo se reduce a eso. —Chasqueó los dedos—. A la geometría. ¡Dioses, es algo bello y divino!

Delia estudió su cara, la línea de sus pómulos y el brillo de sus ojos. Reconoció de forma remota que lo que la atraía de él era ese «algo divino», o más bien, su reflejo en la música. Tremendamente puro e inhumanamente preciso, agrandaba el mundo por el simple hecho de existir. Y ella quería, siempre había querido, más de lo que su propio mundo estaba dispuesto a ofrecerle.

—Los dioses te han otorgado un gran don —dijo, dividida entre la admiración y la envidia.

—Sí —replicó él, serio y sin dudarlo. Luego continuó, incómodo—: Deberíais buscar a alguien que os la enseñara. Yo me ofrecería a hacerlo, pero no sirvo para eso, aunque lo he intentado. Mi padre solía pedirme que lo ayudara con sus clases, pero los estudiantes decían que yo los confundía. —Se presionó las rodillas mientras recordaba la paciencia de Fidias con aquellos alumnos y las ofrendas que había recibido en su tumba. No quería pensar en su padre; se había sumergido en las catapultas precisamente para no tener que pensar en él—. No pretendía aburriros. Pero, lo siento, no comprendo por qué me habéis pedido que venga aquí, sólo para decirme que vuestro hermano piensa tratarme con justicia. ¿Os ha enviado él?

Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par y se sonrojó.

—No —dijo.

—Entonces, no entiendo… —empezó, pero de pronto entendió.

Delia seguía allí sentada, mirándolo, con los ojos asustados y las mejillas sonrosadas, pero con la cabeza bien alta, decidida y desafiante. Hierón no la había enviado; había ido ella, sola y tapada con su manto, para reunirse con él en secreto. No había querido plantearse esa posibilidad, y debería haberlo hecho. La atracción que sentía por ella, despreocupada, sin esperar nada a cambio, cristalizó de repente en una forma con los bordes lo bastante afilados como para producir una herida.

—Lo siento —dijo, atónito y asustado—. He sido un estúpido. Yo…

No se le ocurría qué decir y se quedaron mirándose, ambos sofocados. En lo más recóndito de la cabeza de Arquímedes resonaban las llamadas de atención: «¡Menos mal que no has ido más allá del tema de las flautas!». «¡Que los dioses prohíban que haya algo entre vos y la hermana del rey!». ¿Qué podría hacerle un tirano al hombre que sedujera a su hermana?

¿Y qué haría ella si él le decía que no? En su cabeza daban vueltas viejas historias: Belerofonte, Hipólito, falsamente acusados de violación por reinas a las que habían rechazado. Mirando a Delia, no podía creer una palabra de todo aquello y, sin embargo, toda la situación le resultaba increíble, y las historias estaban allí, les diera crédito o no.

—No pienses que pretendo traicionar la confianza de Hierón —dijo ella, con una determinación repentinamente apasionada—. Él siempre me ha tratado con bondad, y yo nunca lo deshonraría… —Se interrumpió, consciente de que ya había traicionado la confianza de su hermano, de que ya había dado el primer paso hacia la deshonra de la casa. Sólo un paso pequeño, hasta el momento, pero el encuentro no había hecho nada para convencer a su corazón de su locura: más bien lo contrario—. Es sólo que quería conocerte mejor —prosiguió, aún más insegura… y de pronto se dio cuenta de que lo estaba tratando peor incluso que a Hierón.

Esa relación podía hacerle mucho daño a Arquímedes, destrozar su carrera profesional y manchar su reputación. «¡El rey lo trató con gran amabilidad y él le respondió intentando seducir a su hermana!». La seducción era un crimen, y ella estaba pidiéndole que se arriesgara a sufrir los castigos sin recibir siquiera la recompensa del seductor. ¡Desvergonzada, egoísta, despiadada! Apartó la vista, consumida por la vergüenza, y se cubrió con el velo para ocultar las calientes lágrimas que le brotaban de los ojos.

Él la contempló un instante… las lágrimas, la confusión, y olvidó que era la hermana del rey. Le tomó una de las manos y ella lo miró, con la cara húmeda, sofocada y desesperanzada. La única cosa natural que cabía hacer era besarla, y eso hizo. Fue como encontrar la proporción, solucionar el rompecabezas, regresar a casa. Una ráfaga de notas cayó perfectamente sobre el ritmo, y dos tonos se fundieron en armonía.

Ella fue la primera en separarse. Lo apartó con la palma de la mano y se abrazó a su propio cuerpo, intentando convertir el caos que sentía en emociones coherentes.

—¡Dioses! —exclamó, desesperada.

—Lo lamento —dijo él, mintiendo.

No lo lamentaba en absoluto. Se sentía satisfecho y halagado; estaba asustado y deseaba verse fuera de todo aquello… pero en el fondo, complicándolo todo, estaba hechizado por Delia, una joven inteligente, ingeniosa, orgullosa, decidida, con unos preciosos ojos negros y un maravilloso y cálido cuerpo, cuya huella seguía vibrando junto al suyo. No quería simplemente acostarse con ella, sino sentarse juntos en la cama después, y hablar, reír y tocar la flauta. Como si de un nuevo teorema se tratase, el alcance de las posibilidades se ramificaba mucho más allá de ella, en una escalera de conexiones inevitables, de premisas y deducciones hacia el concluyente final de que «esto era lo que había que demostrar».

Sólo que la mayoría de esas posibilidades eran malas. Pasado un instante, añadió, dubitativo:

—¿Piensas de verdad que es juicioso que nos conozcamos mejor?

—No —respondió ella, medio riendo medio llorando—. Creo que sería muy insensato. «Sólo, sólo que… —le decía algo que le hervía en la sangre— sólo que deseo hacerlo. Quiero que vuelvas a besarme. Quiero acariciarte la cara y enredar mis dedos entre tu cabello; tus ojos son como la miel, ¿lo sabías? Ruina para ti, y vergüenza para Hierón. No». Pensaba que esto me convencería de que no quería hacer lo que estoy haciendo —admitió, apenada—, pero no ha sido así.

Arquímedes suspiró. No, ella no era Fedra, y él no era Hipólito. Recordaba la canción que había tarareado mientras se dirigía a la mansión del rey después de terminar la Bienvenida, implorando a Afrodita que le otorgara el amor de aquella joven. Al parecer, la diosa lo había escuchado. Amante de la risa, llamaban a Afrodita, pero su sentido del humor tendía hacia el negro. Anhelaba que su padre siguiera con vida. No para poder contarle todo aquello, ¡por todos los dioses, no!, sino porque al menos no tendría la carga de su dolorosa pérdida sobre el corazón, aquella necesidad urgente de encontrar consuelo.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó, y mientras lo decía comprendió que dejarle a ella la elección era cobarde por su parte. Además, tenía claro lo que debían hacer, aunque no fuese lo que quería.

Ella siempre se había sentido orgullosa de su fortaleza mental. No sería amable y regia, como su cuñada; no sería modosa y encantadora, como las muchachas que compartían con ella las lecciones. Pero poseía fortaleza mental.

—Deberíamos hacer lo que fuera más sensato —dijo con firmeza… y al instante lamentó haberlo dicho.

Lo miró, y vio que él lo lamentaba también. Alargó la mano y le acarició la cara, y al instante él volvió a besarla, que era precisamente lo que ella deseaba y que, además, no era sensato.

Cuando Delia abandonó el jardín poco después, no habían tomado la decisión de citarse de nuevo. Sin embargo, la cabeza de ella ya empezaba a pensar en lo fácil que sería, y empezaba también a sospechar que no sería la sensatez la que acabase prevaleciendo.

Los romanos llegaron a las puertas de Siracusa sólo ocho días más tarde, doce después del funeral de Fidias.

Arquímedes había dedicado la mayor parte de su tiempo a la construcción de catapultas. Incluso mientras preparaba la demostración había estado entrando y saliendo del taller, y después del funeral, se había sumergido inmediatamente en el trabajo. No quería pensar ni en su padre ni en su futuro, y menos aún en la red en la que estaba cayendo con Delia. Ella le había enviado una nota para una segunda cita, y él se había dicho que no debería ir, aunque, por supuesto, había acudido con toda puntualidad. Habían paseado desde la fuente de Aretusa hasta una tranquila plaza pública cercana al templo de Apolo, donde se habían sentado a tocar (esa vez ella había llevado sus flautas). Y se habían besado, claro. Todo era muy inocente y muy dulce, y él no tenía ni idea de qué iba a salir de aquello, aunque sospechaba que nada bueno. De todos modos, mientras pasara todas las horas en que estaba despierto pensando en catapultas, no había de qué preocuparse.

El taller nunca había sido un lugar tranquilo, pero durante aquellos doce días se convirtió en una locura. Procedentes del ejército, llegaron obreros adicionales para ayudar con el martillo y las sierras, y las catapultas se construían casi al mismo tiempo que eran diseñadas: dos a la vez, una por Arquímedes y otra por Eudaimon. El viejo ingeniero se había mostrado malhumorado y rencoroso desde que Bienvenida superara la prueba, pero evitó cualquier conflicto y se consagró a copiar lo que Arquímedes había proyectado: una catapulta de un talento como Bienvenida y dos de cincuenta kilos. El joven acudía periódicamente para comprobar que las dimensiones de las copias fuesen correctas y era recompensado con diez dracmas por cada réplica finalizada.

Calipo, como ingeniero jefe, era el responsable de las defensas de la ciudad. Él era quien ordenaba la construcción de contrafuertes y parapetos para las murallas y elegía el lugar donde debían instalarse las máquinas. La copia de la Bienvenida y dos de las catapultas de cincuenta kilos se destinaron al fuerte Eurialo, y una tercera, a la puerta sur, que dominaba las marismas. Cuando Arquímedes inició la de dos talentos, Calipo se acercó a ver su tamaño real para decidir dónde podría colocarla. De hecho, la máquina no era tan grande como su diseñador había temido de entrada; el tamaño del calibre había aumentado sólo cinco dedos, lo que daba un aumento proporcional del volumen de un cuarto.

—Podríamos instalarla prácticamente en cualquier sitio —dijo Calipo, examinando el tronco de once metros de longitud que reposaba en medio del suelo del taller—. En el Hexapilón, por ejemplo, en la planta inferior a la de Bienvenida.

—Podríamos llamarla Salud —sugirió con malicia el obrero Elimo—. ¡Igual que con «Bienvenidos a Siracusa»! —Y se golpeó la palma de la mano con el puño—. «¡Salud para todos vosotros!». Todos los esclavos se echaron a reír y Calipo sonrió.

—Y a la de tres talentos podríamos llamarla Te deseo felicidad —le sugirió a Arquímedes.

Éste parpadeó, sorprendido: estaba pensando si la catapulta cabría en la planta inferior a la de Bienvenida.

—Yo creo que necesitaremos una plataforma más grande —dijo—. No sólo para la máquina, sino también para los hombres que la manejen. Además, hará falta una grúa, pues hay que subir varios escalones para acceder a la plataforma, y la munición es muy pesada.

Dudó un instante, miró a su alrededor y encontró un palo. Se puso en cuclillas para dibujar en el suelo de tierra las cosas que requerirían los que manejaran la catapulta.

Calipo lo observó con atención, se acuclilló a su lado y empezó a decir cosas como «El principal soporte del tejado está aquí» y «No podemos colocar la grúa en el tejado, pues quedaría demasiado expuesta durante el combate». Al cabo de un rato, los obreros comenzaron a trabajar cerca de donde se encontraban los dos ingenieros. Calipo vociferó unas cuantas órdenes para que no les pisaran los dibujos, pero acabaron desistiendo y se retiraron a una parte más tranquila del taller. Una vez allí, volvieron a trazar los planos en una pared, esa vez con tiza. Las grúas dieron paso a arcos de fuego y defensas externas. Cuando el jefe de ingenieros se fue, le estrechó la mano a Arquímedes y declaró:

—Tengo ganas de verlo.

Cuando Arquímedes dirigió el traslado de la catapulta de dos talentos ya finalizada hasta el fuerte del Hexapilón, vio hechas realidad la mayoría de las modificaciones que había sugerido.

Y ése fue precisamente el día de la llegada de los romanos. Cuando el carro que transportaba la catapulta se detuvo en el fuerte, se encontró con la guarnición murmurando amedrentada: un mensajero acababa de llegar al galope anunciando que a pocas horas de marcha había un gran ejército romano.

Desde el regreso de Hierón a la ciudad habían corrido algunas noticias sobre el enemigo. Poco después de que los siracusanos levantaran el cerco de Mesana, los romanos efectuaron incursiones para hostigar a los restantes sitiadores cartagineses. Éstos, al igual que los siracusanos, consiguieron repeler los ataques y, al igual que los siracusanos, decidieron finalmente retirarse, pues no estaban dispuestos a continuar el asedio sin el apoyo de sus aliados. Los romanos permanecieron un tiempo encerrados en la ciudad, sopesando, al parecer, si ir detrás de los cartagineses o de los siracusanos. Cuando por fin tomaron la decisión, emprendieron la marcha hacia el sur, en dirección a Siracusa.

Los romanos disponían de dos legiones especialmente reforzadas, es decir, diez mil hombres, más el ejército de sus aliados mamertinos, que por sí solos igualaban en número al ejército de Siracusa. Superados en número y enfrentados a enemigos famosos por su ferocidad y disciplina, los siracusanos no tenían ninguna intención de aventurarse en campo abierto. Los habitantes de las granjas y los pueblos cercanos llegaron en riadas a la ciudad, cargados con todas las posesiones que podían transportar y lamentando la cosecha que se veían obligados a abandonar. Como Hierón había dicho, la esperanza de Siracusa descansaba en sus murallas… y en sus catapultas.

El capitán del Hexapilón se sintió encantado de ver a Arquímedes.

—¿Es la de dos talentos? —preguntó, tan pronto como el carromato se detuvo—. ¡Bien, bien! Mira a ver si puedes subirla a tiempo para desearles salud a los romanos cuando lleguen, ¡ja! —E hizo un gesto a sus hombres para que ayudaran a trasladar la catapulta hasta la plataforma elegida.

Entre el tropel de soldados y las grúas de Calipo, las diversas piezas de la máquina estuvieron enseguida en su lugar, y Arquímedes se dio cuenta después, asombrado, de que no había tenido que tirar de una sola cuerda personalmente. Estaba ensamblando las piezas cuando llegó Hierón acompañado de su guardia personal. Subió a la plataforma y observó en silencio mientras Arquímedes ensartaba las cuerdas de las poleas. El joven se concentró con todas sus fuerzas para evitar aquella ávida mirada de interés.

—¿Funcionará tan bien como las demás? —le preguntó el rey cuando el tronco quedó fijado sobre la peana.

—¿Cómo decís? —repuso, jugueteando con el tornillo elevador—. Oh, sí. Aunque seguramente no tendrá el alcance de Bienvenida.

Recorrió la longitud del tronco hasta llegar al gatillo, observó por la vara de apuntar… y dio un respingo. En la carretera del norte había una sombra inmensa, que empezó a brillar cuando el sol del mediodía se posó sobre los miles de lanzas. Miró sorprendido al rey.

Hierón captó su mirada y asintió.

—Me imagino que querrán instalar el campamento antes de vernos los dientes —dijo—. No tienes por qué darte prisa en afinarla.

Pero, al parecer, los romanos estaban impacientes. El cuerpo principal del ejército se detuvo en los campos situados al norte de la meseta de Epipolae. Inmediatamente un destacamento empezó a excavar trincheras, mientras que otro, más pequeño, se colocaba en la carretera. Era fácil distinguir dos grupos de soldados en formación de cuadrado, con una línea irregular de hombres delante de ellos.

Hierón, que observaba por la tronera, soltó un bufido de consternación.

—¿Dos batallones? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Dos…? ¿Cómo los llaman? ¿Manípulos? Sólo cuatrocientos hombres. ¿Qué se creen que están haciendo?

Como si quisieran responderle, los dos cuadrados emprendieron la marcha en dirección a Siracusa, uno a cada lado de la carretera.

—¿Alguien con mejor vista que yo es capaz de ver algún heraldo o señales de una tregua? —preguntó el rey, levantando la voz.

Nadie vio ninguna prueba de que los romanos se acercasen con intenciones de hablar.

Hierón suspiró y observó un momento más los dos manípulos con una mirada de repugnancia.

—Muy bien —dijo, y chasqueó los dedos—. Preparad a los hombres para el combate —ordenó a sus oficiales—. Quiero hablarles.

Los soldados siracusanos formaron filas en el patio del fuerte, de cara a la plataforma abierta donde estaba el rey. El Hexapilón disponía de una guarnición regular integrada por un único cuerpo de infantería de treinta y seis hombres, más sirvientes, recaderos y buscavidas, a los que había que añadir los cuatro pelotones que habían llegado acompañando al rey. En total, la multitud allí congregada ascendía a más de trescientas personas, y Arquímedes se dio cuenta de que mientras él estaba ocupado con la catapulta, habían llegado hombres de las distintas unidades apostadas a lo largo de la muralla. Hierón había concentrado en el fuerte, donde se esperaba el ataque, algunas fuerzas, pero no demasiadas, pues había que vigilar la totalidad del perímetro de veinticinco kilómetros de muralla que circunvalaba Siracusa, comprobar la tensión de las catapultas y preparar las municiones. ¿Quién sabía cómo actuarían los romanos?

Hierón se acercó a grandes zancadas hasta el borde de la plataforma y miró las hileras de hombres que tenía ante él, todos con las orejeras de los cascos levantadas para poder oírlo bien. Arquímedes se sentía desplazado allí, de modo que regresó con Salud y siguió trabajando con las cuerdas. Haciendo caso omiso del consejo del rey, se había dado prisa para tener la catapulta lista para disparar, y lo único que quedaba pendiente era afinarla. Se encaramó al tronco con el aparejo necesario para enrollar la cuerda.

—Hombres de Siracusa —gritó el rey, con voz alta y clara—, los romanos han decidido enviar a unos cuantos soldados para ver si les enseñamos o no los dientes. Dejaremos que se acerquen todo lo que quieran, y luego les daremos un mordisco tan fuerte que los camaradas que estén viéndolos se cagarán encima de miedo.

Los soldados rugieron de júbilo y golpearon el suelo con la parte inferior de sus lanzas. Arquímedes esperó a que el estruendo se desvaneciera y pulsó el segundo juego de cuerdas de la máquina.

—¡Bien! —aulló Hierón, de un modo que ahogó la nota—. ¡Así que no hagáis nada que pueda espantarlos antes de tiempo! Nada de gritos, y nada de disparos, hasta que yo dé la orden. Cuando estén cerca, les brindaremos un cálido recibimiento. Como ya sabéis, tenemos aquí un par de catapultas nuevas especialmente diseñadas para dar una buena acogida a los romanos. Una se llama Bienvenida y la otra, Salud. ¡Cuando una catapulta de dos talentos te desea que tengas salud, no vuelves a caer enfermo!

Otro rugido, de carcajadas esta vez. Arquímedes miró a su alrededor con rabia e intentó de nuevo comprobar las cuerdas.

—¡Los quiero aplastados! —gritó el rey, lanzando un puñetazo al aire—. Cuando las catapultas lo hayan hecho, podréis salir a recoger los pedazos y traerlos aquí. Quiero prisioneros, si es que podemos capturarlos. Pero la principal tarea para hoy consiste en lograr que el enemigo entienda lo que le espera si ataca Siracusa. ¿Comprendido?

A modo de respuesta, los hombres vociferaron el grito de guerra, el encarnizado aullido que proferían antes de blandir las armas:

—¡Alala!

Hierón levantó los brazos por encima de la cabeza, con su manto púrpura ondeando al viento, y exclamó:

—¡Victoria para Siracusa!

Arquímedes dejó caer los aparejos al suelo, exasperado. Hierón abandonó a los soldados, que seguían lanzando vítores, y se volvió para mirar al joven.

—Espero que esté lista para disparar —dijo, utilizando su tono de voz habitual.

—Lo estaría —protestó Arquímedes, disgustado—, si hubierais permanecido callado.

Hierón sonrió, movió una mano en señal de disculpa y le pidió que continuara. Uno de los hombres encargados de manejar la catapulta pulsó las cuerdas que ya estaban fijas y Arquímedes, las que le correspondían a él. Demasiado bajo.

Las tensó una vuelta y media, volvió a rasgarlas e hizo una señal con la cabeza al soldado. Éste arrancó una áspera nota hueca mientras el primer sonido seguía reverberando, y las dos notas se fundieron mortecinamente en el aire.

—¡Ya está lista! —dijo Arquímedes, jadeante.

El rey esbozó una sonrisa tensa, asintió y se dirigió a su puesto de vigilancia en la puerta.

Arquímedes acarició a la Salud y luego se acercó a la tronera abierta para observar. Apenas percibía el movimiento de la catapulta mientras el nuevo equipo de responsables probaba los tornos y el elevador para apuntar con tiempo hacia el enemigo. En los campos, a lo lejos, los romanos seguían su lenta marcha en dirección a las murallas de Siracusa.

Cuando llegaron al límite del alcance de las catapultas, se encontraron con una profunda zanja; dudaron un momento, pero levantaron los escudos por encima de la cabeza y se dispusieron a sortearla. Los escudos estaban pintados de rojo, y al adentrarse en la zanja, los hombres parecían un enjambre de escarabajos de vivos colores.

Arquímedes oyó que alguien se acercaba por detrás, miró de reojo y reconoció a Straton.

—¿Qué tal? —dijo, lacónico, y se volvió para seguir contemplando el avance del enemigo.

—Sentí mucho perderme tu demostración —dijo el soldado, de una forma tan natural como si acabaran de verse en el mercado—. La verdad es que el capitán me tuvo limpiando letrinas aquel día.

Arquímedes lo miró de nuevo, sorprendido, y Straton sonrió.

—Había apostado con varios compañeros a que lo lograrías y hubo una pequeña pelea por ello. Pero cuando moviste ese barco, me hiciste ganar la paga de todo un mes. He venido a darte las gracias.

Arquímedes se encogió de hombros.

—No sé por qué la gente se sorprende tanto. Las poleas llevan siglos funcionando. —Su mirada se veía arrastrada irresistiblemente hacia los romanos. En ese momento se encontraban dentro del alcance de las catapultas y empezaban a parecer más hombres y menos insectos—. ¿Hasta dónde pretende el rey Hierón que se acerquen?

—¡Ya lo has oído! —dijo Straton detrás de él—. ¡Hasta donde estén dispuestos a hacerlo! Mira, los han enviado para que averigüen qué defensas tenemos. Seguramente han recibido órdenes de retirarse en cuanto empecemos a disparar, pero los muy idiotas se han aproximado demasiado… y, además, han roto la formación.

Arquímedes se mordisqueaba la uña del pulgar. La regulación de la catapulta tenía un límite: si los romanos se acercaban demasiado, entrarían dentro del arco de fuego.

—¿Y si corren hacia las murallas? —preguntó.

—No creo que lo hagan. Si esos tipos supieran algo de catapultas, no se habrían acercado tanto… y se necesita mucha experiencia para convencer a tus pies de que estarás más a salvo corriendo hacia el enemigo que huyendo de él. Pero en el caso de que fueran lo bastante estúpidos como para intentarlo, disponemos de hombres suficientes para machacarlos.

Ambos permanecieron otro interminable minuto observando las filas de escudos que seguían avanzando: dos cuadrados en formación abierta, de doce hombres de fondo, precedidos por una línea doble. Ya era posible ver que los hombres que iban al frente eran lanzadores de armas ligeras, equipados tan sólo con unas cuantas jabalinas, un casco y un escudo; los de atrás llevaban coraza y lanzas más pesadas. A la vanguardia de cada cuadrado relucían estandartes con águilas doradas, ensartados en elevados mástiles, y banderas de color carmesí que vibraban a medida que iban adentrándose en terreno desconocido.

—¡Idiotas! —dijo Straton—. ¿Es que no se dan cuenta?

Los romanos podían ser idiotas, pero era evidente que el silencio que reinaba en las murallas estaba poniéndolos nerviosos: marchaban cada vez más despacio y al final acabaron deteniéndose.

Arquímedes sintió que el viento se agitaba a sus espaldas cuando la Salud asomó la nariz. Se apartó de la tronera y regresó junto al tronco de la catapulta, donde aguardaba el nuevo equipo de responsables de la máquina. Eran tres: uno para cargar, otro para disparar y otro para ayudar. Los tres le sonrieron, y luego, el capitán del equipo, un hombre de aspecto serio y unos veinte años mayor que Arquímedes, se apartó un momento del gatillo.

—¿Queréis probar la nueva catapulta, Arquimecánico? —preguntó.

Arquímedes se quedó sorprendido al oír aquel mote, pero asintió y se trasladó a los pies de la catapulta. La máquina estaba ya apuntando el blanco y cargada, y vio a través de la vara a uno de los portadores de estandartes y la franja de terreno que había detrás de él. No había más de sesenta metros de distancia. Podía incluso adivinar el color rojizo de la barba que se escondía bajo la piel de lobo con la que había cubierto su casco. El portador del estandarte había bajado el escudo mientras hablaba con un oficial que llevaba un casco coronado por una cresta roja. Mientras Arquímedes observaba, los soldados con armamento ligero empezaron a retrasarse y a ocupar los huecos dejados por la formación de infantería pesada; era evidente que los romanos habían decidido que ya habían llegado lo bastante lejos y que debían retirarse. Era lo que Hierón estaba esperando: desde arriba, y recorriendo la muralla en su totalidad, llegó el grito de una orden y, acto seguido, el repentino choque de los brazos de las catapultas contra la plancha de acero. Los proyectiles oscurecieron el aire, e instantáneamente el portador del estandarte levantó el escudo para cubrirse la cabeza. De la planta superior llegó el profundo aullido de Bienvenida… y luego siguieron los gritos.

—¡Ahora, señor! —dijo, impaciente, el capitán de la catapulta—. ¡Ahora!

Arquímedes manipuló el gatillo con torpeza.

La voz de Salud era más profunda que la de Bienvenida, un bramido aterrador que finalizaba con un estrépito metálico. La piedra había salido disparada demasiado rápido como para poder seguirla con la vista… El portador del estandarte cayó al suelo y el proyectil dejó la línea romana hecha pedazos a ambos lados, como un arpón en el agua. Los romanos estaban tan cerca que se oían sus gritos con claridad, incluso por encima de los vítores de júbilo de los hombres que manejaban la catapulta. Arquímedes retrocedió dando tumbos, mirando todavía por la tronera. El cuerpo del portador del estandarte yacía derribado de espaldas, cubierto de color rojo, sin el casco… no, ¡sin cabeza! La piedra de dos talentos de peso le había separado limpiamente la cabeza del cuerpo y había seguido matando o mutilando a todo aquel que se había interpuesto en su camino.

—¡Rápido! —vociferó el responsable de la catapulta, enrollando de nuevo la cuerda—. ¡Recargad!

Sus dos ayudantes ya tenían la grúa a punto, y colocaron otra piedra en la cuchara. En el piso superior, Bienvenida bramó de nuevo. Arquímedes observó la línea del enemigo y descubrió otro reguero de cuerpos derrumbados entre el manípulo romano, pero no tan lejos; la catapulta de un talento había fallado después de contabilizar su cuarta o quinta víctima. Cuando levantó la vista, vio que las filas posteriores también estaban cayendo. Desde el parapeto de la muralla, los pequeños escorpiones, máquinas lanzadoras de flechas de largo alcance, golpeaban metódicamente la retaguardia de las fuerzas enemigas. Los romanos intentaban protegerse con los escudos, pero los proyectiles de las catapultas los atravesaban, taladrando madera, cuero y bronce con la misma facilidad con que destrozaban carne y huesos. Desde las torres altas del fuerte, las lanzadoras de piedras más ligeras bombardeaban con regularidad, disparando pesos de cinco, diez y quince kilos hacia el centro de las filas. Acribillados simultáneamente por cuarenta catapultas, los romanos cayeron como la hierba bajo la guadaña.

Al lado de Arquímedes, Salud rugió de nuevo. Otro sangriento surco en el aire dispuesto a partir el ejército romano de arriba abajo; un nuevo coro de gritos elevándose por encima de un fondo regular de aullidos; y la interminable percusión de los brazos sobre las placas de las taloneras.

—¡Recargad! —gritó el capitán de la catapulta; y la cuerda gimió al ser enrollada otra vez.

En el campo de batalla, los romanos arrojaban sus escudos y huían lo más aprisa que podían sus piernas, pero, aunque volaran, la tormenta de muerte los seguía y acababa con ellos.

—¡Dioses! —murmuró Arquímedes. Jamás en su vida había visto matar a nadie.

También Straton observaba desde la tronera, con el rostro contorsionado en una mueca y sumándose a los aullidos de las catapultas con el puño en alto.

—Bienvenidos a Siracusa, bárbaros malditos —murmuró—. ¡Salud para vosotros! —De repente se puso firme y apartó las protecciones faciales de su casco—. Ya es hora de recoger los restos —dijo, y descendió ágilmente los peldaños para reunirse con su unidad.

Mientras bajaba, el rugido de Salud retumbó de nuevo.

Arquímedes abandonó la plataforma y se sentó en las escaleras. Sentía náuseas. Si cerraba los ojos, podía ver aún el cuerpo del portador del estandarte tendido en el suelo y sin cabeza. ¿Qué habría sido de aquella barba de color rubio rojizo? La piedra sin duda la había aplastado, ¡por Apolo!, junto con los sesos y la sangre… ¡Su catapulta!

Sonaron las trompetas y, a continuación, el dulce sonido de un aulos soprano llamando a los hombres a dar por finalizada la batalla. Las catapultas dejaron de aullar, aunque la percusión de las flechas prosiguió, derribando a los romanos en su huida. Sin embargo, no se oyó ningún grito de guerra por parte de los siracusanos. Tal como Hierón había prometido, los romanos habían quedado destrozados: lo único que quedaba por hacer era recoger sus restos. Y, por fin, cesó también el tartamudeo de los escorpiones.

Unos veinticinco romanos, de los aproximadamente cuatrocientos que habían avanzado hacia la ciudad, consiguieron regresar a su campamento. Otros treinta, más o menos, que se habían echado al suelo para evitar los proyectiles, se rindieron a los siracusanos, y cincuenta y cuatro más fueron hechos prisioneros y conducidos dentro de los muros, tan malheridos que no podían ni siquiera andar. Los demás habían muerto.

Hierón recorrió el Hexapilón felicitando a sus hombres. Cuando llegó a la plataforma de la Salud, encontró al equipo responsable de la nueva catapulta aflojando las cuerdas. La máquina no podía mantenerse al máximo de su tensión y era evidente que los romanos no volverían a atacar el fuerte aquel día.

No había rastro del nuevo ingeniero.

—¿Dónde está Arquímedes? —preguntó Hierón, buscándolo con cara de preocupación.

—Se ha ido a casa, señor —dijo el capitán, descendiendo del tronco de la máquina—. Estaba blanco. No creo que hubiera visto nunca una catapulta en acción… De todos modos, ya había terminado su tarea aquí.

—Ah —dijo el rey. Su inquietud se acentuó.

—¡No puede haberse sentido perturbado por eso! —exclamó, sorprendido, uno de los ayudantes—. Al fin y al cabo, fue él quien construyó las máquinas, y tenía que saber lo que eran capaces de hacer.

—No siempre se pueden prever todas las consecuencias de nuestros actos —dijo lentamente Hierón—. Todo el que monta a caballo, por ejemplo, sabe que es peligroso ir a galope tendido cuesta abajo. Pero hay muchos jinetes que lo hacen porque es algo emocionante y placentero. En una ocasión, un amigo mío mató a su caballo haciendo eso y se rompió el brazo por tres partes, y sólo entonces comprendió que era peligroso.

—¿Y ya no lo repitió? —preguntó con expectación el capitán de la catapulta.

El rey le lanzó una mirada penetrante.

—Nunca fue capaz de volver a montar a caballo. —El entrecejo que mantenía fruncido se relajó al observar la Salud—. Veo que esta máquina trabaja igual de bien que su hermana.

El capitán contuvo un suspiro y acarició la nueva catapulta.

—Señor —dijo—, es la mejor que he manejado en mi vida. No sé lo que le pagáis a ese hombre, pero deberíais doblarle la cantidad. Hemos disparado cinco veces antes de que los romanos quedaran fuera de nuestro alcance, y ha sido tan fácil como matar mirlos con un tirachinas. Tres aciertos plenos, uno parcial y un fallo. Tiene un alcance de unos ciento veinte metros. Calculo que esta preciosidad habrá proporcionado una buena salud permanente a treinta o cuarenta enemigos. Señor, una máquina así…

—Lo sé —dijo Hierón—. ¡Bien hecho! Le hemos demostrado al enemigo un par de cosas sobre Siracusa, ¿no crees?

Cuando terminó de dar instrucciones a sus hombres sobre el trato que debían dispensar a los prisioneros, regresó a la puerta de la torre desde la que había estado observando la batalla y subió hasta el piso más alto, donde había un único escorpión con las cuerdas destensadas, descansando para el próximo ataque. El rey observó desde la tronera a los romanos, firmemente atrincherados para pasar la noche, y luego se volvió para mirar en la dirección contraria, hacia Siracusa.

Desde allí, la mayor parte de la ciudad quedaba oculta tras la meseta de Epipolae. Pero la Ortigia se adentraba en un brillante mar azul y, hacia el sur, se vislumbraban las puertas marítimas y los muelles. El templo de Atenea destacaba en rojo y blanco, y las mansiones de la Ortigia formaban una mancha de verde, con la fuente de Aretusa, de un verde más intenso, más vivo, junto al puerto. La brisa caliente de la tarde le confería a la ciudad un aspecto tan etéreo y bello como el de una ciudad de ensueño posada sobre una nube a la puesta del sol.

Hierón soltó un prolongado suspiro, percibiendo cómo aquella mareante tensión disminuía. Se sentó en el umbral de la puerta, con la barbilla apoyada entre las manos. Su encantadora ciudad, Siracusa. A salvo… de momento.

Odiaba matar. En cuanto vio los dos manípulos romanos avanzando en dirección a la ciudad, se sintió horrorizado, porque supo al instante lo que tenía que hacer con ellos. Pensaba en la cara de suficiencia de Apio Claudio, el romano al mando, y tragó saliva para eliminar el nudo de odio que sentía hacia él. Enviar a aquellos cuatrocientos hombres había sido un acto de total estupidez. Claudio debería haber mandado unos cuantos exploradores aprovechando la oscuridad de la noche… o un par de miles de soldados en formación cerrada, con maquinaria de asalto. Pero los romanos no entendían de mecánica y, por ser romanos, se negaban a admitirlo. Seguramente Claudio echaría la culpa del fracaso de su asalto a los hombres que habían muerto en él. ¡No fueron lo bastante valientes, lo bastante decididos, lo bastante inteligentes! ¡Expulsad a los supervivientes del campamento y dadles raciones de cebada en lugar de trigo! El general se había equivocado, y sus hombres pagaban las consecuencias: ése era el estilo romano.

Era probable que Claudio hubiera ordenado el asalto porque tenía prisa por conseguir una victoria. Era cónsul, elegido por el pueblo romano para representar el poder supremo… pero sólo durante un año, y aquel año había superado con creces su primera mitad. Hierón sospechaba que la decisión de atacar Siracusa antes que un enclave cartaginés se debía a que Claudio pensaba que resultaría más fácil tomar una ciudad que derrotar un gran imperio africano, y quería regresar triunfante a casa. ¡Apio Claudio, conquistador de Siracusa! Añadiría a su currículum una victoria gloriosa y se celebraría un desfile en su honor. Y sin duda Hierón tendría en él un lugar reservado: caminar encadenado detrás del carruaje triunfal.

Había sido Apio Claudio y el resto de la familia Claudia los que habían iniciado la guerra en Sicilia. Hierón estaba siempre al corriente de los chismorreos que corrían por Italia, y sabía que el Senado romano se había mostrado contrario a la expedición siciliana. Roma había firmado un tratado de paz con Cartago, y los senadores desaprobaban decididamente a los mamertinos, que habían destrozado a una guarnición romana en Regium. Pero la facción encabezada por los Claudios había favorecido la expansión del poder romano hacia el sur y había jugado con la desconfianza de Roma respecto a Cartago hasta convencer a un grupo de senadores para que aprobara aquel acto de descarada agresión.

—¡Loco orgulloso, ignorante y envanecido! —dijo Hierón en voz alta, con los dientes apretados.

No le hacía ningún bien odiar a Apio Claudio, pues aún cabía la posibilidad de que tuviera que acabar doblegándose ante aquel hombre. Claudio debería haber visto que Siracusa no era una ciudad que pudiera aplastarse a modo de aperitivo, antes de iniciar la guerra principal. Era posible que le ofreciera un acuerdo de paz razonable para no tener que volverse a casa con las manos vacías, y él debía estar preparado para aceptarlo, aunque eso le permitiera al general romano adjudicarse la victoria y conseguir su desfile, pues debía admitir el hecho absoluto e inalterable de que Siracusa, sola, no podía combatir contra Roma, ni podía confiar en Cartago: tendría que aceptar un pacto. Odiar no servía de nada. Incluso los dioses eran esclavos de la necesidad.

Quizá el pueblo romano estuviese ahora lamentando su decisión de haber ido a la guerra. Siracusa los había humillado una vez en Mesana y ahora había vuelto a hacerlo. Los hombres allí acampados no perdonarían la carnicería cometida con sus camaradas ante sus propios ojos. Era demasiado esperar que renunciaran y regresasen a casa. Roma nunca había abandonado una guerra después de declararla, pero cabía la posibilidad de que el siguiente comandante romano fuera más flexible, aunque Claudio había demostrado de sobra su tozudez.

Hierón pensó de nuevo en los romanos muertos bajo el fuego de las catapultas; recordó la piedra de dos talentos que había sembrado el terror entre las filas enemigas. Los habría asustado, ¿no? ¡Lo había asustado incluso a él, y eso que estaba en el lado seguro! A lo mejor, cuando estuviera en funcionamiento la de tres talentos, invitaría a algunos romanos a que la viesen.

Si es que la acababan a tiempo. Arquímedes se había ido a su casa, pálido. Hierón comprendía cómo debía de sentirse; él se sintió igual la primera vez que mató a un hombre. Le había costado meses superarlo, si es que lo había superado: aún se despertaba a veces en mitad de la noche recordando la cara de aquel mercenario, notando en las manos el tacto pegajoso y caliente de la sangre. Cualquiera podía perder los nervios en semejante situación. El jinete al que le gustaba cabalgar al galope cuesta abajo nunca volvió a recuperarse. ¿Debería salir en busca de Arquímedes y tratar de hablar con él en plena crisis? No. Si tenía que seguir construyendo máquinas de muerte, la repulsión que pudiera sentir hacia ellas se extendería también sobre el rey. Mejor dejarlo solo. Arquímedes comprendía la importancia de su trabajo: su respuesta al dinero que le había ofrecido era una prueba de ello. Él solo buscaría el modo de seguir cumpliendo con su tarea.

Hierón suspiró. Él también tenía muchas tareas por delante, al final de aquellas escaleras. No obstante, permaneció sentado un rato más, solo en lo alto de la torre, dominando la espléndida ciudad.