Capítulo 13
Marco ocupó el lugar de su hermano en el barracón intermedio de la cantera, con los grilletes de Fabio en los tobillos. Los demás presos se mostraron recelosos ante su relato, pero no le importó, y pasó dormido la mayor parte de su primer día en prisión. Los vigilantes lo despertaron hacia el mediodía, cuando comenzaron a encadenar a los cautivos entre sí como parte de las nuevas medidas de seguridad. Las tablas serradas de la pared habían sido ya sustituidas y había dos guardias más apostados en la parte trasera de los barracones, desde donde podían controlar todo lo que se les pasara por alto a los de la puerta. Tampoco eso le importaba a Marco. No le importaba nada. Se suponía que tenía que estar contento, pues al fin sería otra vez un hombre libre, libre y con vida, pero estaba demasiado agotado. Le amedrentaba el tremendo esfuerzo que debería hacer para adaptarse de nuevo a su gente. Comió lo que los guardias le llevaron y volvió a dormirse.
Se despertó con la sensación de que lo observaban y se incorporó de golpe. Arquímedes estaba sentado en el extremo de su colchón, con los brazos apoyados en las rodillas y una expresión de ansiedad en el rostro. Todos los prisioneros miraban, desconfiados, al visitante, y un soldado rondaba a escasos pasos de distancia. En la penumbra del barracón resultaba difícil advertirlo, pero Marco pensó que estaba anocheciendo.
—Siento despertarte —se disculpó Arquímedes.
—He estado durmiendo todo el día —respondió Marco, incómodo.
No sabía qué decir; el joven que tenía delante le parecía casi un extraño, a pesar de que lo conocía tan íntimamente como a Cayo: lo había visto crecer y pasar de niño a hombre, y habían compartido aposentos y escasez de dinero en tierra extranjera. Pero, aunque rara vez había pensado en él como su amo, su condición de esclavo había definido siempre la relación entre ellos; sin embargo, ahora, con la desaparición de ese vínculo, lo único que podía hacer era avanzar con dificultad en un mar de emociones sin forma.
—Te he traído algunas cosas —dijo Arquímedes, tan incómodo como Marco, depositando un paquete a los pies del colchón.
Marco vio enseguida que el envoltorio del paquete era su túnica de invierno. Lo arrastró para acercárselo y desató las esquinas. En el interior estaba su otra túnica de invierno, una escultura de terracota de Afrodita que había comprado en Egipto con el dinero obtenido con los caracoles de agua, y algún que otro objeto que había ido adquiriendo a lo largo de los años. Había también una pequeña bolsa de cuero en la que tintineaba algo y un estuche de forma oblonga de madera de pino pulida. Se quedó mirando el estuche, lo cogió y lo abrió: contenía el aulos tenor de Arquímedes. La dura madera de sicómoro aparecía más oscura a la altura de los agujeros, gastada por el uso. Levantó la vista, confundido.
—He pensado que a lo mejor podrías aprender a tocarlo aquí, mientras esperas el intercambio —dijo Arquímedes.
Marco cogió la flauta; la madera tenía un tacto cálido, y tan suave como el agua.
—No puedo, señor. Es vuestro.
—Puedo comprar otro. Puedo permitírmelo. Y tú tienes un buen sentido del tono; es una pena desperdiciarlo. No sé por qué nunca has aprendido a tocar un instrumento.
—No es algo muy romano —le explicó Marco—. Mi padre me habría pegado de habérselo pedido.
Arquímedes lo miró, sorprendido.
—¿Debido a todos esos chistes sobre muchachos flautistas?
—No —negó en voz baja—. Habría dicho que estudiar música no era varonil, que la música es un lujo, y que el lujo corrompe el alma. La toleraba como diversión, pero siempre decía que los únicos conocimientos que un hombre necesita son saber llevar una granja y la guerra.
Arquímedes siguió mirándolo, intentando acomodar su cabeza a una idea tan estrambótica. También los griegos creían que el lujo corrompía, pero no consideraban que la música fuese un lujo. Era algo básico: sin ella, los hombres no eran completamente humanos.
—¿No lo quieres, entonces? —preguntó, vencido.
Marco recorrió la flauta con un encallecido pulgar y susurró:
—Lo quiero, señor. —Y su corazón se despertó de pronto. Regresar con su gente no tenía por qué significar abandonar todo lo que había aprendido. ¿Por qué no podía tocar el aulos? ¡De todos modos, nunca había estado de acuerdo con su padre en nada!—. Gracias.
Arquímedes sonrió.
—Bien. He puesto en el estuche tres lengüetas. Deberían durarte un tiempo. Si estás aquí una buena temporada, te traeré más, o, si no, puedes pedir a los guardias que te compren alguna. Y cuando sepas manejar ésta, querrás una segunda flauta. Puedes decidir por ti mismo qué voz debería ser. Ahí hay algo de dinero. —Hizo un vago ademán en dirección a la bolsa de cuero.
—Gracias… —repitió Marco—. Lo siento mucho, señor.
Arquímedes negó con la cabeza.
—No podías abandonar a tu hermano.
Marco se encontró con sus ojos.
—A lo mejor no. Pero abusé de vuestra confianza y os puse en peligro. Creo que Fabio os habría matado si hubiera sabido quién erais. Nunca debería haberlo metido en la casa, y mucho menos darle un cuchillo. Lo lamento.
Arquímedes miró al suelo; estaba enrojeciendo.
—Marco, mi negligente confianza merece que abusen de ella. ¿Recuerdas cuando regresamos a Alejandría después de construir los caracoles de agua, cuando te pedí que te llevaras el dinero a nuestro alojamiento? Mis amigos me dijeron que era un idiota por confiar tanto en ti, pero nunca se me pasó por la cabeza que pudieras robármelo.
Marco bufó.
—¡A mí sí!
—¿Sí? Bueno, ¿y por qué no? Al fin y al cabo, habría significado para ti la libertad y la independencia. Pero no lo hiciste. Lo llevaste a casa y estuviste insistiéndome durante días para que lo depositara en un banco. Lo que quiero decir es que yo no tenía derecho a confiar en ti hasta ese punto. Era una arrogancia. Nunca he hecho nada para ganarme una lealtad de ese tipo. Como amo fui negligente y descuidado. Pero me fiaba de ti, y nunca consideré que merecieras algún elogio por no haberme fallado. De modo que… yo también lo siento.
Marco notó que se sonrojaba también.
—Señor… —empezó.
—No es necesario que me llames así.
—Estaba en deuda con vos por muchísimas cosas, incluso antes de esta mañana. La música es una de ellas; la mecánica, otra. Sí, eso es una deuda. Nunca he disfrutado tanto con un trabajo como cuando fabricamos los caracoles de agua. Pero desde esta mañana os debo todavía más. De haber sido el esclavo de cualquier otro, me habrían azotado y enviado a las canteras. El rey me ha tratado con indulgencia porque habéis intercedido por mí… eso lo sabéis tan bien como yo. No tengo manera de pagar lo que debo. Por lo tanto no me carguéis, además, con vuestras disculpas.
Arquímedes movió la cabeza, pero no respondió. Pasado un momento, cambió de tema y preguntó:
—¿Quieres que te enseñe a tocar la flauta?
Siguió entonces una breve lección de aulos: digitación, respiración, las posiciones de la lengüeta. Marco tocó unas cuantas escalas tambaleantes y luego acarició aquella madera sedosa. Su tacto era una promesa de futuro, y le proporcionó una esperanza inesperada.
Arquímedes carraspeó. Se sentía incómodo.
—Bien —dijo—. Me esperan en casa. Si necesitas cualquier cosa, házmelo saber. —Al ver que Marco abría la boca para hablar, lo atajó—: ¡No! Has sido un miembro de mi familia desde que yo era un niño. Por supuesto que quiero ayudarte, si puedo.
Marco se dio cuenta de repente de por qué se había quedado tan aturdido. Iba a perder un hogar y una familia por segunda vez en su vida.
—Por favor, decid a los de la casa —musitó— que lo lamento. Y decidle a Filira que espero que sea muy feliz, con Dionisos o con quienquiera que se case. Os deseo a todos mucha felicidad.
Arquímedes asintió y se puso en pie.
—A ti también te deseo felicidad, Marco. —Se volvió para irse.
Al ver a Arquímedes marchándose, a Marco lo inundó de pronto una sensación de apremio casi lindante con el pánico. Entre ellos había algo pendiente, y la idea de quedarse con aquel nudo de emociones sin digerir lo aterrorizaba. Se levantó de un salto, acompañado por un estrépito de hierros, y gritó:
—¡Medión! —Se mordió la lengua al instante, percatándose de que era la primera vez que utilizaba el diminutivo familiar.
Arquímedes no pareció advertir el desliz. Miró otra vez a Marco inquisitivamente, pero su expresión era apenas visible en la creciente oscuridad.
Durante un momento, Marco no supo qué decir. Luego le tendió la flauta.
—¿Podríais tocarme la melodía que compusisteis anoche? —preguntó.
Arquímedes extendió la mano, cogió el instrumento y ajustó la lengüeta.
—En realidad necesitaría también la soprano —dijo disculpándose—. No será lo mismo sin ella.
Pero se llevó la flauta a los labios e inició enseguida la misma dulce melodía de baile que había inundado el patio la noche anterior.
Todo el barracón pareció quedarse en suspenso. Uno de los guardias, que había ido a buscar una lámpara, regresó con ella y se quedó escuchando en el pasillo. A su alrededor, los ojos de los prisioneros brillaban con la escasa luz, arrastrados por la danza, y luego desconcertados por el inexplicable dolor que se apoderaba de la música. Interpretada con un único aulos, la melodía resultaba más clara, y los cambios de ritmo y modo, más precisos, pero transmitía las mismas sensaciones. Por fin, la marcha triste fue fundiéndose lentamente con el silencio. Arquímedes permaneció de pie unos instantes con la cabeza inclinada, contemplando sus dedos posados en los agujeros.
—Y ahora, os deseo felicidad —susurró Marco en el silencio.
Arquímedes levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. El tema pendiente que había entre ellos acababa de solucionarse solo y los lazos quedaron cortados. Arquímedes sonrió con tristeza y le devolvió la flauta a Marco.
—Que tú también encuentres la felicidad, Marco Valerio —respondió, sintiéndose extraño al pronunciar aquel apellido desconocido.
—Que los dioses os favorezcan, Arquímedes, hijo de Fidias.
Arquímedes abandonó la cantera y regresó a casa caminando por las oscuras calles. No quería pensar en Marco, de modo que se concentró en la melodía que acababa de tocar. La había titulado Canción de despedida a Alejandría. No le gustaba la forma en que su mente parecía estar decidiendo sobre Alejandría, sin consultarlo a él. Incluso antes de que interviniera Delia.
Se perdió un instante en el feliz recuerdo de los besos de la joven, y luego se puso serio. Lo que necesitaba saber era si Hierón lo veía como un aliado o como un esclavo valioso.
La prueba sería Delia. Hierón podía negar su permiso al enlace por muchos y buenos motivos, pero si consideraba la solicitud como una afrenta, lo mejor que podría hacer Arquímedes era huir a Egipto, aunque tuviese que salir de Siracusa disfrazado.
En el patio de la casa había lámparas encendidas; toda la familia aguardaba su llegada. Arata y Sosibia tejían, la pequeña Ágata enrollaba lana, Filira tocaba el laúd, y Crestos estaba sentado en el umbral de la puerta sin hacer nada en concreto.
Arquímedes había enviado a uno de los esclavos de Hierón para explicarles lo sucedido y para decirle a Crestos que preparara todas las cosas de Marco y las llevara al taller de catapultas. No había querido hablar con nadie, ni sobre Marco ni sobre Delia… todavía. Y todos lo esperaban para hablar con él.
Arata, con su habitual paciencia y claro sentido de las prioridades, le preguntó primero si había cenado, y cuando él admitió que no, lo llevó al comedor y lo sentó a la mesa delante de un plato de pescado. Filira, con los ojos enrojecidos y sorbiendo por la nariz, se sentó con los codos apoyados en la mesa para verlo comer. Los esclavos deambulaban alrededor, nerviosos, e incluso el rostro de su madre mostraba ahora ansiedad. Tras los primeros bocados, Arquímedes cedió y les explicó lo que había ocurrido con Marco.
—¿Crees que le irá bien? —preguntó Filira, mordiéndose las uñas, una costumbre que Arata había luchado por erradicar y que sólo reaparecía cuando se sentía profundamente infeliz.
—Espero que sí. —Era lo único que podía decir—. Hierón le ha dicho que puede responder a todo lo que el general romano le pregunte. Y su hermano estará allí para interceder por él.
Pero no estaba del todo convencido. Marco era demasiado honrado. No había rogado por la destrucción de Roma cuando el mercenario tarentino se lo había pedido, y no lo haría por el saqueo de Siracusa si se lo pedía un cónsul romano.
Aunque quizá el cónsul romano no se lo pidiera. Marco sería devuelto, junto con ochenta prisioneros más, y su hermano estaría en el ejército para darle la bienvenida y protegerlo. Le iría bien.
—Son bárbaros —dijo Filira, pestañeando para contener las lágrimas—. ¡Podrían hacerle cualquier cosa! ¿No puede regresar con nosotros? No fue culpa suya… Se lo has dicho al rey, ¿verdad, Medión? Quiero decir, que era su hermano, que de otro modo no habría…
—El rey ha sido muy indulgente —intervino Arata despacio—. Por tu hermano, Filira. No podemos pedir más. Al fin y al cabo, lo que hizo Marco le costó la vida a un hombre.
Arquímedes tosió para aclararse la garganta y dijo:
—Acabo de ver a Marco y me ha pedido que os comunique a todos que lo siente mucho y que os desea felicidad. Y también ha dicho que espera que seas muy feliz, Filira, con Dionisos o con quienquiera que te cases.
Filira se apartó los dedos mordisqueados de la boca y lo miró a los ojos. Entonces Arquímedes se dio cuenta de que no le había contado nada de lo de Dionisos.
—Dionisos te pidió en matrimonio justo anoche. Pensaba decírtelo esta mañana —se excusó.
Después de explicar los detalles de la conversación, siguió un debate sobre aquel hombre y su oferta, y finalmente acordaron que Arquímedes invitaría al capitán a cenar para que el resto de la familia pudiera formarse una idea sobre él. Pero cuando los demás se acostaron, Filira se quedó un rato sola en el patio bajo las estrellas, tocando el laúd, y no era Dionisos quien ocupaba sus pensamientos.
«No quiero que penséis mal de mí —le había dicho Marco sólo una noche antes—. Pase lo que pase, tened por seguro que nunca le he deseado ningún daño a esta casa». Lo creía. Su sosegada confesión de esa mañana había hecho que lo viera de otra forma. Fue consciente de que había dejado de pensar en él como en un esclavo. Ahora lo veía como un hombre libre, un hombre al que amaba. Un hombre valiente, honorable y orgulloso, que la había amado… Ahora lo comprendía.
Pulsando con mimo las cuerdas del laúd, Filira cantó ¿Recuerdas aquella vez?
¿Recuerdas aquella vez
que te mencioné esta sagrada frase?
«La hora es bella, pero fugaz es la hora,
la hora supera al más veloz de los pájaros».
Mira, tu flor está esparcida por el suelo.
Tenía la sospecha de que durante el resto de su vida, cuando recordara ese momento, sería como algo que fue trágicamente mal: una cita fallida, una carta extraviada, una persona incomprendida con consecuencias devastadoras e irremediables. Era ya demasiado tarde para reparar lo sucedido; los pétalos caídos de la flor estaban esparcidos por el suelo. Siguió tocando un rato, luego guardó el laúd y se fue a la cama.
Aquella noche, una fuerza romana atacó la muralla marítima de Siracusa, amparándose en la oscuridad. Sin embargo, los guardias de refuerzo que Hierón había apostado vieron movimientos furtivos contra los destellos del mar y dieron la voz de alarma. Cuando los romanos fueron descubiertos, estaban tan cerca del acantilado que resultó fácil lanzarles directamente los proyectiles de las catapultas desde lo alto de las murallas. Diversas piedras de un quintal fueron seguidas por varios botes de fuego que explotaron y salpicaron a los atacantes con aceite y brea hirviendo, de modo que la escena quedó iluminada por decenas de prendas y cuerpos en llamas. Muchos de los romanos se arrojaron al mar para escapar del fuego, pero los arrastraron las fuertes corrientes y perecieron ahogados. Los restantes huyeron. Por la mañana se comprobó que el enemigo había llegado provisto de cuerdas y escaleras —lamentablemente cortas para la altura de los acantilados—, que formaban un montón de escombros sobre las rocas, junto con los cuerpos de los fallecidos y unos cuantos heridos que fueron a engrosar el contingente de prisioneros de las canteras.
Esa misma noche, los siracusanos que montaban guardia en la muralla norte vieron hogueras en el campamento enemigo, pero por la mañana el ejército había desaparecido y sólo quedaban débiles columnas de humo junto a las zonas de hierba aplastada en que habían estado las tiendas.
Hierón mandó exploradores para seguirles la pista, y a continuación envió una carta al comandante cartaginés, escrita de su puño y letra, pues era aún demasiado temprano para que su secretario hubiera llegado a la residencia. En ella avisaba al general Hano de que los romanos podían estar dirigiéndose hacia él, y se ofreció a realizar un ataque por la retaguardia si los cartagineses podían entablar combate contra aquéllos. Ya había enviado un mensaje similar la primera vez que los romanos aparecieron en las cercanías de Siracusa, sin obtener respuesta.
Mientras cerraba la carta con lacre, se preguntó cuánto tardarían los cartagineses en comprender que, para hacer frente a un enemigo como Roma, necesitarían una Siracusa fuerte a su lado. «¡Qué necios!», pensó, estampando su sello favorito sobre el lacre. Toda la campaña era de una estupidez flagrante. Si los cartagineses hubieran llegado por la retaguardia, los romanos se habrían encontrado en una situación lamentable. Y, además, habían dejado Mesana defendida tan sólo por una pequeña guarnición, con la mayoría de los suministros y toda la flota que los había transportado desde Italia: si los cartagineses la tomaran por asalto durante su ausencia, se verían obligados a rendirse. De hecho, Hierón ya había sentido tentaciones de dar personalmente ese golpe: cargar su ejército en las naves, ascender por la costa, entrar en el puerto de Mesana con varias catapultas de gran tamaño, además de algunas incendiarias, prender fuego a los barcos romanos y tomar la ciudad.
Sin embargo, eso debilitaría a Siracusa, teniendo a los romanos tan cerca. Y quién sabía cómo reaccionarían los cartagineses. Seguían ambicionando Mesana. Lo último que podía permitirse era incitarlos a una alianza abierta con Roma.
De hecho, era posible que ya hubieran firmado algún acuerdo. Quizá el motivo por el que no habían intervenido hasta el momento era que habían prometido no interferir en ninguna campaña romana contra Siracusa. Si eso era así, Apio Claudio era un tonto rematado por confiar en ellos. Igual que Hano era un necio por dejar escapar la que podría ser su única oportunidad de victoria. El enviado de Hierón había regresado de África con la noticia de que el Senado cartaginés empezaba a impacientarse con su general. Era una insensatez por parte de Hano pensar que podía permanecer de brazos cruzados. Vista en su conjunto, era una guerra estúpida, ciega y absurda, y Hierón intuía que aún estaba lejos de su final. Dejó el mensaje lacrado en su escritorio y dio una palmada.
Al instante se presentó Agatón, cargado con la correspondencia del día y acompañado por el mensajero. Éste cogió la carta del rey, juró entregarla al general Hano dentro de tres días, hizo un saludo y se fue. Agatón lo vio marchar y depositó el montón de cartas sobre el escritorio. Hierón comenzó a examinarlas por encima, mientras el mayordomo encendía una de las lámparas que había junto a la mesa, a pesar de que era de día. De pronto Hierón levantó la cabeza y le lanzó una mirada inquisitiva a su sirviente.
Agatón le respondió con su amarga sonrisa.
—Dijisteis que interceptara cualquier carta que Arquímedes pudiera recibir de Alejandría. Pues bien, ayer el funcionario de aduanas me entregó una. Está entre ese montón.
Se sacó del cinturón una pequeña daga de hoja fina y calentó la punta en la llama de la lámpara.
El rey buscó entre el correo, encontró la misiva y se la pasó al mayordomo. Él y Agatón tenían la costumbre de interceptar cartas desde mucho antes de que Hierón llegara al poder, y si alguna vez había sentido algún remordimiento de conciencia al respecto, hacía tiempo que había desaparecido.
Agatón deslizó con cuidado el cuchillo caliente entre el pergamino y la cera del sello, y le entregó la carta abierta al rey, inclinando la cabeza. La costumbre era leer en voz alta, pero Hierón, para decepción de su esclavo, lo hizo en silencio, moviendo apenas los labios.
Conón, hijo de Nikias de Samos, envía saludos a Arquímedes, hijo de Fidias de Siracusa.
Queridísimo Alfa:
Hierón frunció el entrecejo: «Queridísimo Alfa». ¿Habría elegido el autor de la carta esa forma de dirigirse a Arquímedes porque era la primera letra de su nombre… o porque era el número uno?
Queridísimo Alfa:
Llevas menos de un mes fuera y juro por Apolo délico que parecen años, y años vacíos, además, sin otra cosa que atardeceres húmedos. Siempre que oigo una flauta pienso en ti, y desde que te fuiste no he escuchado nada remotamente inspirado sobre las tangentes de secciones cónicas. El otro día, Diodoto comenzó a decir tonterías sobre hipérbolas, y le expliqué lo que tú comentaste sobre la razón matemática. Como era de esperar, se hinchó como una rana y me pidió que se lo demostrase. Por supuesto, no pude, pero le ofrecí una lista de propuestas. Al día siguiente aseguró que había demostrado una de ellas, pero no era cierto. Al final de esta carta te daré más detalles sobre el tema.
Lo más importante que quiero decirte es que he conseguido un puesto en el Museo, ¡y que hay otro para ti, esperándote! De hecho, si ahora tengo una percha en la jaula de las musas, es gracias a ti. El rey está invirtiendo en unos trabajos de ingeniería gigantescos que se están llevando a cabo en Arsinoitis, y cuando fue a visitarlos, lo primero que vio fue un caracol de agua. «¿Qué es esto? —preguntó—. ¡Por Zeus, jamás he visto nada semejante en mi vida!». Y a los pocos días, Calímaco…
«¿El poeta? —se preguntó Hierón—. ¿El director de la Biblioteca de Alejandría?».
… Calímaco en persona llamó a mi puerta empapado en sudor y dijo: «Tú eres amigo de Arquímedes de Siracusa. ¿Sabes dónde está? El rey quiere verlo». Cuando le dije que habías regresado a tu país, juró por el Hades, por la Dama de las Encrucijadas y por varias divinidades más que no conozco muy bien (hoy en día, los poetas son incapaces de jurar como los demás), y me llevó ante el rey. Ptolomeo fue sorprendentemente amable conmigo, me invitó a cenar y hablamos. Calímaco también estaba presente, pero se limitó a arreglarse las uñas y a lanzar miradas a los jóvenes esclavos. Ese hombre es incapaz de hablar de otra cosa que no sea literatura y muchachos. Al rey, sin embargo, no le son ajenas las matemáticas… Ya sabes que Euclides fue su tutor. Me contó que era cierto que Euclides había afirmado que el camino real hacia la geometría no existe, pues él mismo lo había oído de su propia boca. Se mostró muy interesado cuando le hablé de los eclipses, y me preguntó cuándo sería el próximo. Pero todo eso no tiene nada que ver con el motivo de esta carta. Después de conversar un rato y de contarle más cosas de ti (¡créeme que canté todas tus alabanzas, Alfa!), me dijo que lamentaba no haber sabido nada de eso antes, y me pidió que te escribiera para invitarte a regresar y a aceptar un puesto en el Museo, con un gran sueldo y todo lo demás. Entonces me ofreció un puesto también a mí (Diodoto se quedó blanco al enterarse), pero a quien quiere de verdad es a ti. Creo que, de hecho, siente debilidad por la ingeniería, pues no cesó de repetirme lo maravilloso que es el caracol de agua, y cuando le enseñé mi dioptra, quiso comprármela, y se echó a reír cuando le dije que antes vendería mi casa y me quedaría sin ropa. Lo alerté, no obstante, de que tú no estabas interesado en construir más caracoles de agua, y me aseguró que no le importaba. Sé que te gusta fabricar máquinas, a condición de que no sean siempre las mismas y que ese trabajo no interfiera en tus estudios de geometría. Escríbele, o a mí, si lo prefieres, y el rey te enviará enseguida las cartas de autorización. ¡Por favor, Alfa, ven rápido! ¿Por qué ser pobre en Siracusa cuando puedes ser rico en Alejandría? Puedes traer a tu familia, si es lo que te preocupa. En cualquier caso, esto es mucho más seguro, sin todos esos ejércitos de bárbaros comedores de ajos merodeando por los alrededores. En cuanto a mí, estoy quedándome en los huesos por tu ausencia, o lo estaría, si no fuese porque no puedo parar de comer los pastelitos que hace Dora para consolarme. Por cierto, los banquetes del Museo son homéricos también.
La propuesta que Diodoto dice que probó es…
Seguían varias páginas de abstrusos razonamientos geométricos, que Hierón omitió. Leyó la cálida despedida que cerraba la carta, y la aún más cálida esperanza del remitente de ver al receptor: «¡Pronto, por Hera y todos los inmortales!». Finalmente dobló las hojas y las dejó sobre la mesa, dando un suspiro.
—¿Y bien? —preguntó Agatón.
—El rey Ptolomeo le ofrece un puesto en el Museo —dijo con resignación.
Agatón cogió la carta y le echó una ojeada.
—No lleva el sello real —observó.
—No. La oferta le llega a través de un amigo, un amigo íntimo, a juzgar por el tono que utiliza. Pero no creo que haya duda alguna de que es cierta. Es evidente que Ptolomeo quedó muy impresionado por un aparato de irrigación que hizo Arquímedes. Tendré que preguntarle cómo funciona. —Movió la mano en dirección a la misiva—. Vuelve a sellarla y entrégasela.
—¿No preferís que se pierda?
Hierón negó con la cabeza.
—Se enteraría. Simplemente quiero ver la respuesta. —Volvió a ojear el resto de la correspondencia. En su mayoría eran cartas relacionadas con asuntos internos de la ciudad, pero una de ellas le llamó la atención. Levantó la mano para avisar a Agatón justo antes de que éste desapareciera—. Una nota de Arquímedes en persona —dijo, y la leyó—. Dice que la catapulta de tres talentos estará lista dentro de tres días y me invita a su casa después de la demostración, bien para cenar o para tomar un poco de vino y pasteles.
—Quiere alguna cosa —afirmó Agatón sin alterarse.
—¡Bien! Tal vez la obtenga. —Dio unos golpecitos en el escritorio con la invitación—. Esa otra carta… Retenla hasta que veamos qué es lo que quiere Arquímedes. En su momento, le dirás a quienquiera que vaya a entregársela que invente cualquier excusa, que se extravió, o que no la encontraron hasta que terminaron de limpiar el barco.
Agatón observó a su amo con expresión dubitativa.
—¿No creéis que estáis gastando en ese hombre más de lo que se merece?
Hierón le lanzó una mirada de exasperación.
—Aristión, piénsalo un minuto. Llevo días acariciando la idea de atacar Mesana desde el mar, y si lo hiciera, necesitaría unir fuertemente varios barcos y construir plataformas de artillería lo bastante estables como para soportar el peso de una catapulta, pues, de lo contrario, se romperían en pedazos en cuanto se iniciara el fuego. También es imprescindible calcular las distancias y la fuerza de sus defensas antes de atacarlas, así como la altura correcta de las escaleras de asalto, pues, si no, morirían muchos hombres inútilmente. Asimismo precisaría de arietes que fueran lo bastante fuertes para hacer su trabajo y lo bastante ligeros para moverlos con rapidez. Es decir, el éxito o fracaso de una misión así dependería de mi ingeniero. Sí, Calipo es bueno, pero no apostaría toda mi flota a su acierto. Sin embargo, con Arquímedes no habría apuestas. La ingeniería de primera calidad puede marcar la diferencia entre la victoria y la derrota. No, no creo que esté gastando demasiado en él.
—Ya… —dijo Agatón, avergonzado.
—Ni a ti ni a Filistis os gusta Arquímedes —prosiguió Hierón, sonriendo—, porque pensáis que se ha mostrado poco respetuoso conmigo.
—¡Y así ha sido! —exclamó, acalorado—. La otra mañana…
—¡Aristión! ¡Si alguien viniera a arrestarte a ti, yo también sería irrespetuoso!
Agatón, que no se lo había planteado desde esa perspectiva, gruñó con amargura.
—En realidad, me ha tratado como yo habría deseado —continuó el rey—. Además, me dijo que yo era una parábola. Creo que es el cumplido más extraño que me han dedicado en mi vida. Debería ordenar que lo grabaran en mi tumba.
—Si vos lo decís… —replicó Agatón, que no tenía la menor idea de lo que era una parábola y que seguía reticente. Al cabo de un momento preguntó, en voz baja—: ¿Y el asalto naval?
Hierón sacudió la cabeza y volvió a enfrascarse en sus cartas.
—No puedo llevarlo a cabo sin saber dónde está el grueso del ejército romano ni qué harían los cartagineses en ese caso.
Pero lo de la ingeniería de primera calidad sigue siendo cierto. De no haber sido por nuestras catapultas, los romanos aún estarían acampados junto a la muralla norte y saqueando las tierras de nuestros granjeros.
La catapulta de tres talentos, Felicidad, fue instalada en el Hexapilón en el tiempo previsto. Arquímedes no se sentía del todo satisfecho con ella. Resultaba dura de pivotar, el mecanismo de carga era delicado y tenía la impresión de que su alcance era más corto de lo que podría haber sido. Pero todo el mundo estaba encantado con la máquina, ¡la mayor catapulta del mundo!, y cuando aquella tarde, en el transcurso de la demostración, la primera piedra gigantesca se estampó contra el terreno donde los romanos habían muerto la semana anterior, se oyeron vítores de alegría. El agudo grito de emoción de Gelón, que había insistido en ir con su padre a presenciar el espectáculo, se elevó por encima de la algarabía general.
Inclinado desde la silla del caballo de su padre, el pequeño se pasó todo el camino de vuelta exponiéndole al joven ingeniero sus propias ideas para mejorar las defensas de Siracusa. Arquímedes, que se acercaba cautelosamente, como un perro a un escorpión, al momento en que debería pedirle al rey la mano de su hermana, encontró en la charla del niño tanto un motivo de irritación como de alivio. Al menos era más fácil que hablar con Hierón. Aunque no se hubiera sentido oprimido por la terrible inminencia de su osada solicitud, tampoco habría disfrutado de la compañía de Hierón, pues éste seguía tratando de convencerlo para que montara a caballo; pero para Arquímedes esos animales eran bestias enormes, peligrosas y malhumoradas, con las que había grandes probabilidades de que te tiraran al suelo y te pisoteasen, por lo que prefería desplazarse por su propio pie.
La casa cercana a la fuente del León había sido engalanada para la visita real y estaba casi irreconocible. Arata y Filira se habían llevado las manos a la cabeza al enterarse de que Arquímedes había invitado al rey a tomar pasteles y vino… Ya había resultado bastante asombroso que una persona tan eminente apareciera en el duelo por Fidias, aunque al menos entonces no hubo necesidad de preparar nada. Y ya que no se podía cancelar la invitación, se habían propuesto trabajar para mantener a salvo el honor de la familia. Habían barrido la casa, la habían pintado y adornado con guirnaldas, y habían retirado del patio todas las tablas de lavar y los cubos, por lo que mostraba un aspecto vacío y más bien desolado. En el comedor, los pasteles de sésamo, que habían encargado al mejor pastelero de Siracusa, rezumaban miel y reposaban en las mejores bandejas de cerámica tarentina, y el vino procedente del mejor viñatero temblaba de forma sombría en un recipiente antiguo decorado con figuras rojas. Los esclavos iban vestidos con ropa nueva, y cuando llegó el rey, se colocaron junto a la puerta para recibirlo, removiéndose incómodos dentro de sus prendas. Al verlos, Hierón se dio cuenta de que tendría que esforzarse si quería que la visita fuera un éxito.
Ordenó a uno de sus asistentes que llevara el caballo a la plaza pública más cercana y cuidara de él, envió al resto del séquito a la Ortigia y entró en la casa acompañado tan sólo por su hijo y por Dionisos. Arata y Filira, a quienes la costumbre permitía mostrar el rostro en un acto informal y diurno como aquél, intercambiaron afectados saludos de bienvenida con los invitados y les ofrecieron pasteles y vino. Pasaron todos al comedor y los esclavos se precipitaron a servir comida y bebida. Entonces Hierón le dijo a Arquímedes, sin más preámbulos:
—Me han llegado noticias desde Alejandría sobre ese caracol de agua tuyo. ¿Podrías explicarme cómo funciona?
—Tengo el prototipo —respondió Arquímedes, encantado de huir de las formalidades—. Marco lo guardó en alguna parte. ¡Mar…! —Se calló a mitad de la orden y se sonrojó.
—Creo que está en el almacén —dijo rápidamente Filira, sin poder evitar sonrojarse también.
Fueron a buscar el caracol de agua, y con él aparecieron las tablas de lavar y los cubos reclamando el lugar que les correspondía. Gelón, que había permanecido en silencio atiborrándose de pasteles de sésamo, abandonó cualquier pensamiento relacionado con los dulces y pasó a depositarlos en el nuevo juguete que estaban montando. Fue invitado a girarlo, y después de ser corregido y asesorado para que lo moviera más lentamente, contempló extasiado cómo el agua salía por la cabeza de la máquina.
—¡Por Apolo! —susurró Hierón. Se agachó junto a su hijo y observó la máquina. Había preguntado por el artilugio sobre todo para que Arquímedes se sintiera cómodo, pero al verlo se olvidó de que hubiera tenido otra razón, excepto lo mucho que le gustaban los inventos ingeniosos—. Creo que es la cosa más inteligente que he visto en mi vida —dijo, y miró a su creador con el mismo radiante placer infantil que su hijo.
En cuestión de minutos, el rey de Siracusa, su hijo y el capitán de la guarnición de la Ortigia estaban agachados en el patio jugando con el caracol de agua. Todo rastro de rigidez había desaparecido. Gelón se quedó empapado, algo que le encantó en un caluroso día de verano como aquél. Dionisos se mojó también y tuvieron que llevarle trapos para secarle la coraza. Filira rió disimuladamente al ver al capitán de aquella guisa y él levantó la vista, incómodo, aunque luego sonrió al ver que ella lo miraba. Colocaron en el suelo una bandeja de pasteles para los invitados, que, inevitablemente, acabó pisada, por Crestos: poco después se oyeron los gritos de Sosibia en la parte trasera de la casa, regañándolo.
—¡Oh, no seas dura con el chico! —le gritó Hierón—. La culpa es nuestra por habernos sentado en el suelo.
Cuando la fascinación por el caracol de agua empezó a disminuir, Filira sacó algunas de las máquinas que su hermano guardaba entre los trastos del almacén: un instrumento de astronomía, una polea y un conjunto de ejes que no hacían otra cosa que girar a la vez.
—Esto tenía que formar parte de una máquina elevadora —admitió Arquímedes, avergonzado—, pero cuando se les pone un peso, se enredan.
—¿Construiste una máquina que no funcionó? —preguntó Dionisos, divertido ante la idea—. Me sorprende.
—¡Tenía sólo catorce años! —protestó Filira—. Pero, de todos modos, a mí siempre me ha encantado. —Movió con orgullo la rueda superior—. ¿Lo veis? Cada una gira a una velocidad distinta.
—A Gelón también le encanta —dijo Hierón, observando la expresión boquiabierta del niño.
Arquímedes carraspeó.
—Bien. Gelón, hijo de Hierón, ¿os gustaría tenerlo?
El pequeño lo miró con ojos brillantes, asintió y cogió el invento.
—¡Gelonión! —lo reprendió su padre, cortante—. ¿Qué se dice?
—¡Gracias! —dijo el niño, con la solemnidad que la ocasión requería.
Hierón sonrió al ver la satisfacción de su hijo y luego le lanzó a Arquímedes una mirada inquisitiva. Había llegado la hora de escuchar la petición del joven ingeniero.
Arquímedes se dio cuenta de que era el momento que estaba esperando.
—Bien —dijo, intentando mitigar sus retortijones—. Señor, ¿puedo hablar un instante en privado con vos?
Volvieron a pasar al comedor. A través de la ventana llegaba la voz de Arata, que hablaba con el pequeño Gelón, y la de Dionisos, que le hacía preguntas sobre música a Filira. Hierón se acomodó en el canapé, y Arquímedes se sentó en el borde de una de las sillas, percibiendo que su confianza comenzaba a resquebrajarse. Había elegido su propia casa para formular su petición, pues allí el amo era él, pero, incluso engalanada y con su mejor aspecto, seguía siendo el humilde hogar de un maestro de clase media, con paredes enyesadas y suelo de adobe. Comparándola con la mansión con pisos de mármol de la Ortigia, se sentía avergonzado. No tenía el rango social necesario para pedir la mano de la hermana del rey. Pero tosió, se aclaró la garganta y dijo, con la voz lo suficientemente baja para que los que estaban en el patio no pudieran oírlo:
—Señor, si mi solicitud es demasiado osada, perdonadme, pero recordad que vos mismo me animasteis a pedir cualquier cosa que pudiera desear, aunque estuviera por encima de mis expectativas.
—Te prometí cualquier cosa que pudieras obtener en Egipto, excepto el Museo —replicó Hierón, muy serio.
—Lo que quiero no puedo obtenerlo en Egipto. —Unió sus huesudas manos y respiró hondo—. Señor, vos tenéis una hermana a quien…
Hierón lo miró, sorprendido, y todos los discursos que había preparado se le fueron de la cabeza.
—Es decir —balbuceó Arquímedes—, ella… Yo… —Recordó de nuevo los besos de Delia, y notó que la cara le ardía—. Sé que no poseo riquezas, ni soy de noble cuna, ni atesoro ninguna cualidad que me haga merecedor de ella. No tengo nada que ofrecer, exceptuando lo que mi mente pueda concebir y mis manos puedan modelar. Si eso basta, bien. Si no… deberé conformarme.
Hierón permaneció aturdido durante un largo rato, reflexionando que debería haber previsto esa petición, y le sorprendía no haberlo hecho. Estaba acostumbrado a pensar en Delia como la niña brillante y aventurera que había rescatado de su severo tío, una muchacha cuya mente aguda y observadora lo había cautivado por su afinidad con la suya propia. Era consciente de que su hermana había llegado a la edad de casarse, pero eso era algo que él veía aún lejano, más allá de la guerra, y ajeno a ella. También había notado el interés de Delia por Arquímedes, pero lo había considerado un capricho pasajero. Y ahora se daba cuenta de que se había equivocado.
—¿Sabes que Delia es la heredera de todas las posesiones de nuestro padre? —dijo por fin.
El rostro del joven adquirió un tono rojo aún más subido.
—No —contestó en voz baja—, no lo sabía.
—Ante la ley, no soy su hermano —continuó Hierón sin alterarse—. Ante la ley, ella es la hija de nuestro padre, no yo. Nuestro padre era un hombre rico, y yo he cuidado con esmero de sus propiedades por el bien de ella. Los ingresos totales del año pasado fueron de cuarenta y cuatro mil dracmas.
—No son las propiedades lo que quiero —replicó Arquímedes, pasando del rojo al blanco—. Podéis quedaros con ellas.
—Podría, si infringiera la ley y se las robara a Delia —dijo fríamente Hierón—. Siempre he supuesto que las guardaba en depósito para su futuro esposo. Nunca he utilizado el dinero que han rendido, sino que lo he reinvertido para ir construyendo algo para ella. —Hizo una pausa—. ¿Ya has hablado con mi hermana de esto?
—Yo… —susurró Arquímedes—. Es decir, ella nunca se opondría a vuestros deseos.
—O sea que lleva noches despierta preguntándose cómo iba a responder yo. Y yo que pensaba que estaba cansada y triste… ¡Por Zeus! —Encontró una copa, se sirvió vino del recipiente y se bebió de un trago la mitad—. Y si digo que no, me imagino que te irás a Alejandría.
—Aún no he decidido nada al respecto —dijo muy despacio—. En cualquier caso, haré lo que pueda para defender la ciudad. Pero, bueno… —Se interrumpió, y continuó con emoción contenida—: No soy un trabajador contratado.
—¡Lo que no voy a consentir de ningún modo es que te la lleves a Egipto! Si te casas con mi hermana, te quedarás aquí, y deberás garantizarme que me proporcionarás todo lo que tu mente sea capaz de concebir y tus manos, de modelar.
—¿Queréis decir… que nos daríais vuestro permiso? —preguntó Arquímedes casi sin aliento, pero enseguida se vio invadido por la duda y el temor—. ¿Supone eso que debería abandonar las matemáticas? Os dije…
—Sí, ya sé que le juraste a tu padre en su lecho de muerte, etcétera, etcétera. No. No me refería a abandonar las divinas matemáticas. —Observó al ansioso joven que tenía delante, dejó en la mesa la copa de vino y continuó—: Te diré las consideraciones que tengo en cuenta cuando pienso en un marido para mi hermana. En primer lugar, el dinero. El dinero no importa. Yo tengo suficiente, y ella, desde luego, no necesita casarse por esa razón. En segundo lugar, la política. —Agitó la mano en un ademán despectivo—. Es cierto que existen situaciones en las que resulta útil cimentar alianzas mediante matrimonios. Si no me hubiese casado con Filistis, probablemente habría muerto el mismo año en que me convertí en tirano: fue Leptines quien me aseguró la ciudad. Pero, en general, si una alianza no se mantiene por sí sola, es poco probable que se mantenga mediante un casamiento. Y, para ser sincero, en este caso no resultaría fácil, dado que la ley no reconoce a Delia como mi hermana. Por lo tanto, si quisiera sacar ventaja política de un enlace, sería más útil que fuera yo quien se casara con la hija de alguien. Así pues, la política importa, es cierto, pero no es algo primordial. Lo que sí es primordial… —Se detuvo. En el patio, Filira estaba tocando el laúd—. Dionisos te ha pedido a tu hermana en matrimonio —dijo Hierón, más calmado—. ¿Qué tendrás tú en cuenta a la hora de tomar la decisión?
—No me considero un buen juez —respondió Arquímedes, mirándolo asombrado—. Lo dejaré en manos de Filira y de mi madre. Lo único que quiero es que Filira sea feliz, y que su esposo sea un hombre que no me importe tener como pariente.
Hierón sonrió.
—Exacto —dijo en voz baja. Cogió de nuevo la copa y la giró entre las manos—. Ya sabes que soy bastardo —prosiguió, mirando con intensidad aquel recipiente poco profundo—. Creo que por eso valoro a mi familia más que otros. Siempre he tenido claro que no casaría a Delia con un extranjero, por importante que fuera. Quiero ganar una familia a través de ella, no perderla. Quiero verla feliz. —Dio un nuevo sorbo de vino y miró otra vez a Arquímedes—. Ahora bien, también es cierto que tú no eres el tipo de hombre que pensaba tener como cuñado. Pero, ¡por todos los dioses!, ¿crees de verdad que puedo poner objeciones a tu riqueza y a tu cuna? ¡Sabes que yo no le debo nada a ninguna de esas cosas! En realidad serías para mí un pariente más natural que alguien de la nobleza. Y, además, me gustas. Hablaré con Delia para saber lo que piensa ella al respecto, pero si se siente feliz con ello y tú prometes permanecer en Siracusa, la respuesta es sí.
Arquímedes lo miró durante un prolongado momento. La incredulidad que mostraba su rostro fue rompiéndose lentamente para dar paso a un placer increíble, y luego a una inmensa sonrisa de pura felicidad.
Hierón le devolvió la sonrisa.
—No pareces albergar dudas sobre su respuesta —observó, y le divirtió ver sonrojarse a su potencial pariente—. Se supone que la humildad es una virtud que debe adornar a los jóvenes —añadió, bromeando.
Arquímedes se echó a reír.
—¿Y vos, señor? ¿Erais un joven humilde?
La sonrisa de Hierón se tornó perversa.
—Debo reconocer que de joven era arrogante. Estaba convencido de que sabría gobernar la ciudad muchísimo mejor que quienes lo hacían en aquel momento. —Recordó con satisfacción aquella época y luego añadió en voz baja—: Y tenía razón.