Capítulo 2

Los primeros griegos que colonizaron Siracusa se establecieron en el promontorio de la Ortigia, una gran zona de templos y edificios públicos prudentemente fortificados y protegidos por guarniciones, donde residía el Gobierno. Sin embargo, la Acradina era el barrio más antiguo. Había surgido cuando las casas y las tiendas de la primitiva ciudad, en continua expansión, superaron la poblada ciudadela y se diseminaron de forma caótica a lo largo de la costa. Con el tiempo, a medida que la urbe crecía en riqueza y en poder, se creó en el interior la Ciudad Nueva, destinada a los ricos, mientras que los pobres se instalaron en el barrio de Tyche, un conjunto de edificios dispersos a lo largo de la carretera del norte. En la Acradina seguía residiendo la antigua clase media. Surcada por callejuelas sucias, y rodeada por las murallas que protegían la ciudad de los ataques por mar, era el corazón de Siracusa: oscuro, retorcido y lleno de placeres secretos.

Arquímedes la atravesó, feliz. Normalmente, una ciudad-estado despertaba en sus habitantes el más intenso y apasionado patriotismo y orgullo cívico, y, a pesar de que Arquímedes siembre había sido una especie de inadaptado en su propia ciudad, sentía que en todo polvoriento cruce de calles brillaba la gloria de Siracusa. Cada paso, además, lo acercaba a su hogar. Recorrió con la vista, impaciente, todos los lugares que le resultaban familiares: el pequeño parque con sus viejos plataneros, la panadería de la esquina donde la familia compraba el pan, la fuente pública con la estatua del león en la que se abastecían de agua para la casa. Del establecimiento de comidas situado más abajo, adonde de muchacho corría a buscar algo de cena cuando, por algún motivo, no habían podido prepararla en casa, llegaba un aroma de hierbas y carne asada. La casa de Nicómaco, la carnicería de Eufanes, con la vivienda en la planta superior… y, finalmente, allí estaba. Arquímedes se detuvo y observó en silencio la sencilla fachada de ladrillos de adobe y la madera erosionada por el tiempo de la única puerta. Empezó a sentir un dolor en el pecho y escozor en los ojos. En su día, aquel edificio había definido lo que significaba un hogar. Había sido el único sitio que le importaba, el centro del universo, el contenedor de todo lo que era importante en su pequeño mundo. Todas las personas que más quería estaban detrás de esa puerta.

Le habría gustado que vivieran en Alejandría.

Marco levantó la antorcha y observó también la casa, recordando la primera vez que la había visto, cuando Fidias lo había llevado encadenado hasta allí, después de comprarlo en el mercado de esclavos. «No es mi hogar —se recordó, negando, sin saber por qué, la alegría que se cernía sobre el umbral de su conciencia—. Sólo es la casa que habito como esclavo». Recordó un momento su hogar en las colinas de la Italia central, a sus padres, pero los apartó rápidamente de su cabeza: lo más probable es que hubieran muerto. Se percató de que en la vivienda de Fidias habían caído algunos ladrillos, y de que el tejado necesitaba una buena reparación. No le sorprendía. Él había sido el único hombre de la casa, a excepción de los amos, y no se podía contar con ellos, al menos en lo que a mantenimiento se refería. Tenía trabajo por delante.

Gelón, el hijo del panadero, que había ido con ellos para encargarse del asno, preguntó:

—¿Es aquí?

Descargaron el asno, depositaron el baúl en el suelo y enviaron al muchacho de vuelta a casa con el animal, entregándole la antorcha para que se alumbrara durante el recorrido. Arquímedes respiró hondo el aire cálido del verano y llamó a la puerta.

Después de un prolongado silencio, volvió a llamar, hasta que finalmente abrieron. Por la rendija asomó la cabeza de una mujer, con las arrugas de su ajado rostro escondidas entre las sombras que proyectaba la luz de la lámpara que sostenía.

—¡Sosibia! —exclamó Arquímedes, con una enorme sonrisa.

La guardiana de la casa se quedó boquiabierta y gritó:

—¡Medión! —Era el diminutivo de su nombre, el apodo que utilizaba su familia, una palabra que llevaba tres años sin oír.

El encuentro fue tan ruidoso y feliz como Arquímedes se había imaginado. Enseguida llegó corriendo su madre, Arata, y lo estrechó entre sus brazos, y a continuación su hermana, que lo abrazó también tan pronto como su madre lo soltó.

—¡Te has hecho mayor, Filira! —le dijo, separándola de él para admirarla.

En el momento de su partida, ella tenía trece años: ahora, con dieciséis, era ya una jovencita, aunque no había cambiado mucho. Seguía siendo alta y delgada, desgarbada y con una mirada brillante. Llevaba su indomable melena castaña recogida en un moño detrás de la cabeza. Ella le apartó las manos para poder abrazarlo.

—¡Sin embargo, tú no! ¡Tienes el mismo aspecto desastrado de siempre! —respondió.

Sosibia y sus dos hijos, en un segundo plano, sonreían y lanzaban exclamaciones. Pero había una ausencia.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Arquímedes, y la algarabía cesó de pronto.

—Está demasiado mal para levantarse —dijo Filira, en medio del repentino silencio—. Hace meses que no puede levantarse de la cama. —En su voz había un tono de reproche. Llevaba meses cuidándolo y viéndolo debilitarse, mientras Arquímedes, el querido y único hijo varón, prolongaba su estancia en Alejandría.

Él la miró, abatido. Sabía que su padre estaba enfermo. Esa certeza lo había acosado mentalmente durante un par de meses, salpicando de ansiedad todos los preparativos de su regreso a casa. No obstante, esperaba encontrarlo más o menos como lo había dejado. Pensaba que la enfermedad no pasaría de una tos persistente, un dolor de espalda, una indigestión crónica. No imaginaba que un monstruo deformante se hubiera instalado en la casa para aposentarse en el lecho de su progenitor.

—Lo siento, querido —dijo delicadamente su madre. Siempre había sido la pacificadora de la familia, la voz del espíritu práctico y la calma. Era de menor estatura que sus hijos, ancha de caderas y de frente despejada; tenía más canas de las que Arquímedes recordaba—. Me temo que verlo te producirá una conmoción. No podías saber lo enfermo que estaba. Pero doy las gracias a los dioses de que por fin hayas vuelto sano y salvo a casa.

—Quiero verlo —dijo con un murmullo ronco.

El lecho de Fidias estaba instalado en la habitación que Arquímedes recordaba como el taller de su madre, al otro lado del pequeño patio que comunicaba con la calle y que constituía el centro de la casa. Las escaleras que conducían a los dormitorios de los pisos superiores eran empinadas y estrechas, y la planta baja resultaba mucho más cómoda para un inválido. Cuando el joven entró en el antiguo taller, iluminado tan sólo por una lámpara, vio a su padre sentado y mirando ansioso hacia la puerta: había oído todo aquel ruido y esperaba impaciente la aparición de su hijo. Arquímedes titubeó en el umbral. Fidias siempre había sido alto y delgado, pero ahora estaba esquelético. El blanco de sus ojos, que lo observaban desde unas cavidades profundas, se había tornado amarillo, al igual que su piel, que se veía arrugada y seca. Había perdido casi todo el pelo, y el poco que le quedaba era blanco. Cuando tendió los brazos hacia su hijo, le temblaban las manos.

El joven cruzó precipitadamente la estancia, se arrodilló junto a la cama y estrechó el demacrado cuerpo de su padre.

—¡Lo siento! —dijo, sofocado—. No lo sabía… De haberlo sabido…

—¡Mi Arquimedión! —exclamó Fidias, y rodeó a su hijo con sus escuálidos brazos—. ¡Gracias a los dioses que has vuelto a casa!

—¡Padre! —gritó Arquímedes, y se deshizo en lágrimas.

Marco se encontraba en el patio, después de haber metido el equipaje y cerrado la puerta. Una vez dentro de la casa, Sosibia lo cogió por los hombros y le dio un beso en la mejilla.

—¡Tú también eres bienvenido! —dijo en voz baja—. Desearía que, a partir de ahora, ésta fuese una casa más feliz.

El esclavo la miró, conmovido a su pesar. Él y Sosibia nunca habían hecho buenas migas. Cuando Marco llegó, la principal preocupación de ella fue dejar claro que, aunque lo habían comprado para sustituir al anterior esclavo, no tenía la menor intención de permitirle ocupar en su cama el puesto del hombre fallecido. De entrada, Marco no entendió lo que la mujer quería decir con aquello (entonces él tenía dieciocho años, acababa de llegar de Italia y apenas conocía el griego), pero cuando por fin lo comprendió, dejó claro a su vez que no le apetecía en absoluto la idea de acostarse con una esclava cuarentona y simple. Evidentemente, aquella unanimidad en cuanto a lo de irse a la cama juntos no generó entre ellos ningún sentimiento de buena voluntad, y pasaron años peleando. Sosibia se burlaba de Marco por ser un bárbaro salvaje, y él la desdeñaba por ser una vieja servil. Y ahora ella le daba la bienvenida.

—Bien… —acertó a decir—. Es agradable estar en casa otra vez.

Después de un breve silencio, saludó con un ademán de cabeza a los dos chicos, que permanecían detrás de su madre, observando: Crestos, un muchacho de quince años, y Ágata, de trece.

—Los dos habéis crecido —señaló. «Otro motivo para no ser bienvenido», pensó para sus adentros. Cuatro esclavos adultos eran demasiados para una familia de clase media: ahora que él estaba de vuelta, era bastante probable que vendiesen a Crestos. Pero, al parecer, Sosibia no había previsto esa incómoda posibilidad, de modo que él también la apartó y dijo en cambio—: Mientras veníamos hacia aquí, se me ha ocurrido que habría mucho trabajo esperándome. Había olvidado que ahora tenemos un hombre más.

Crestos sonrió.

—Bienvenido a casa, Marco —dijo—. ¡Y bienvenido eres a hacer mi trabajo, si así lo deseas!

Su hermana pequeña rió, se adelantó de pronto y besó tímidamente al hombre en la mejilla.

—¡Bienvenido a casa! —musitó.

«No es mi casa», se recordó Marco, aunque una parte de él se alegraba de haber regresado. Aún sudaba al recordar su primer año de esclavitud, pero aquella pesadilla había terminado en el hogar de Fidias, donde se había despertado de nuevo en un mundo gobernado por reglas civilizadas.

—Es agradable estar en casa otra vez —repitió. Se produjo un nuevo silencio, y después movió la cabeza en dirección a la puerta que había al otro lado del patio—. ¿Se muere el anciano? —preguntó.

Sosibia vaciló, luego hizo un gesto como para protegerse del mal y asintió.

—Ictericia —explicó con resignación—. No puede comer. Subsiste a base de caldo de cebada y de un poco de vino con miel. No durará mucho.

Marco pensó en Fidias. Un hombre bueno, un ciudadano honrado y trabajador, un esposo y un padre cariñoso. Un buen amo. Tal vez le guardara cierto resentimiento por esto último, pero no era culpa del anciano que él se hubiese convertido en esclavo.

—Lo siento —dijo sinceramente. Y luego añadió, con voz ronca—: Los dioses nos hacen mortales. A todos nos llegará la hora.

—Ha vivido bien —declaró Sosibia—. Ruego para que la madre tierra lo reciba con bondad.

Arquímedes permaneció media hora con su padre, hasta que el anciano cayó dormido. Aquella noche no le interesaba nada más. Sosibia y su madre le prepararon la cama en su antigua habitación, donde se acostó y buscó el olvido en el sueño.

A la mañana siguiente se despertó temprano y se quedó un rato en la cama. La luz del sol, que se filtraba a través de la persiana de mimbre trenzado, proyectaba sobre el blanco del enyesado líneas y triángulos de luz anaranjada. A medida que el sol fue elevándose, la luz se tornó más pálida y los triángulos se ensancharon. Poco a poco se deslizaron de la pared hacia su cama, hasta inundar la sábana.

Le escocían los ojos. En Alejandría había comprado un juego para su padre, que consistía en un conjunto de piezas de marfil cortadas en cuadrados y triángulos. Uniéndolas, se podía formar un cuadrado, un barco, una espada, un árbol o cualquier otra figura entre un centenar. El rompecabezas era una delicia para cualquier geómetra. Estaba seguro de que al anciano le encantaría. Sin embargo, la devastadora certeza de que cualquier regalo que le hiciese ahora tendría como destino la tumba le desgarraba el alma.

Fidias era la única persona que lo había comprendido a medida que iba haciéndose mayor. A menudo, Arquímedes sentía que todos los demás tenían un punto ciego en medio de la cabeza. Podían mirar un triángulo, un círculo, un cubo… pero no los veían de verdad. Lo explicaba una y otra vez, pero no comprendían. Explicaba la explicación, y lo miraban perplejos, preguntándose en voz alta por qué motivo aquello era tan maravilloso. Pero lo era, indeciblemente maravilloso. Aquello era todo un mundo, un mundo sin existencia material, pero iluminado por la razón pura, y los demás eran incapaces de verlo. Excepto Fidias. Su padre se lo había mostrado, le había enseñado sus formas y sus reglas, y había compartido con él todas sus exclamaciones de asombro. Cuando Arquímedes se hizo mayor, siguieron explorando juntos ese otro mundo. Habían conspirado, reído juntos con el ábaco, discutido axiomas y demostraciones. En las noches claras, caminaban el uno al lado del otro por las colinas para observar las estrellas y calcular la distancia de la Luna. Sólo ellos dos, en toda Siracusa, se sentían como en casa en aquel mundo invisible. Los demás, incluso los más cercanos y queridos, quedaban siempre fuera.

Fue Fidias quien sugirió que Arquímedes viajara a Alejandría.

—Yo fui allí a tu edad —le dijo— y tuve ocasión de escuchar en persona el discurso de Euclides. Debes ir.

Vendió una viña cuya pérdida no podía permitirse, se desprendió de un esclavo imprescindible, todo para que su hijo pudiera estudiar matemáticas en el mayor centro de aprendizaje del mundo. Y Alejandría le dio todo lo que Fidias le había prometido… y más. Por primera vez, Arquímedes encontró a otros que lo comprendían, algunos de ellos jóvenes de su misma edad. Y por primera vez no se sentía como un excéntrico, sino libre para exponer sus ideas. De modo que se lanzó de lleno a abarcar el cielo, y las ideas llegaron a borbotones, presionando por captar su atención, desparramándose, batallando, hirviendo, bailando juntas. Allí se sintió como un pez criado en un estanque de jardín que descubre de pronto la inmensidad del mar. Fue una liberación más adictiva de lo que nunca habría imaginado.

Al final del primer año, Fidias empezó a escribir cartas preguntándole cuándo volvería a casa, pero Arquímedes no sabía qué contestar. Lo que hacía, en cambio, era hablarle de la teoría de Aristarco de que la Tierra giraba alrededor del Sol, de los trabajos de Conón sobre los eclipses, del problema délico o de los intentos llevados a cabo por varios geómetras para cuadrar el círculo. Fidias, por su parte, le respondía amablemente, asombrado y entusiasta, proporcionando argumentos y demostraciones; pero siempre, en algún lugar de las misivas, aparecía de nuevo la pregunta: «¿Cuándo vas a volver?». Arquímedes sabía, con meridiana claridad, que su padre lo echaba mucho de menos, que no tenía a nadie con quien compartir sus ideas, nadie que lo comprendiese. Sin embargo, no quería regresar.

Más tarde, a principios de la primavera, llegó la última carta de Fidias: «Se ha iniciado una guerra con Roma y yo no estoy bien de salud. He dejado de dar clases. Arquimedión, hijo mío, debes volver a casa. Tu madre y tu hermana te necesitan». Tu madre y tu hermana. También hacía tiempo que Fidias lo necesitaba, pero no había exigido nada para sí mismo. Sólo se había limitado a formular aquella implorante pregunta, eludida por su hijo con persistencia.

Pero esa vez la pregunta era una orden que no podía pasar por alto. Arquímedes, a regañadientes, se ocupó de vender los muebles que había adquirido en Alejandría y se desprendió de sus máquinas y de algunas de las herramientas que había comprado para construirlas. Cualquier impedimento que retrasara su partida era bien recibido por él. Cuando finalmente el barco zarpó hacia Siracusa, lloró al ver a Alejandría desvanecerse a sus espaldas. Sin embargo, aquellas lágrimas no eran nada, comparadas con el dolor que lo esperaba.

Se abrió la puerta de su habitación y asomó la cabeza de Filira. Al ver que Arquímedes estaba despierto, entró.

Filira era siete años menor que él, pero se comportaba como si fuese siete años mayor. Era una muchacha llena de confianza y sin pelos en la lengua; había sido una alumna aplicada en la escuela y estaba bien considerada entre el vecindario. Se sentía muy orgullosa de su hermano, pero lo encontraba excesivamente difuso y soñador, necesitado de una mano que lo dirigiera. Avanzó decidida hacia él, con un bulto de ropa de color amarillo bajo el brazo. Arquímedes no estaba seguro de si se trataba de toallas, sábanas o prendas de vestir. Se sentó en la cama y dobló sus largas piernas para hacerle sitio a su hermana, que se acomodó a su lado y lo observó con mirada crítica. Entonces él se dio cuenta de que se hallaba desnudo bajo las sábanas. Su piel estaba cubierta por picaduras de pulgas y su aspecto era desaliñado: iba sin afeitar y tenía el cabello sucio y lleno de polvo. A la luz del día, pudo ver con más claridad lo mucho que había cambiado su hermana desde la última vez que la había visto: su cuerpo se había redondeado y cobrado formas. Iba vestida simplemente con una túnica ligera de hilo que se le pegaba al pecho de manera reveladora, y de pronto se sintió incómodo en su presencia.

—¿Cuándo te has bañado por última vez? —preguntó Filira, arrugando la nariz.

—En los barcos no puedes bañarte —respondió él a la defensiva.

Filira suspiró.

—Pues bien, tendrás que ir a la casa de baños de la Ciudad Nueva tan pronto hayas desayunado. ¡Tienes un aspecto lamentable! ¿Traes ropa limpia?

Él carraspeó, visiblemente triste, y no respondió.

—No sabía que nuestro padre estaba tan enfermo —dijo en cambio—. ¿Cuánto tiempo…?

—Desde octubre —respondió ella con frialdad—. Te escribió, pero me imagino que no recibirías la carta hasta pasado el invierno.

Entre octubre y abril no navegaban barcos por el Mediterráneo; incluso en el caso de que Arquímedes hubiera recibido la carta a finales de otoño, no habría tenido manera de regresar a casa hasta que las vías marítimas se hubieran abierto de nuevo. Imaginarse a su padre enfermo todo el invierno, mientras él disfrutaba en Alejandría, lo horrorizó.

—No llegó hasta finales de abril —dijo, apesadumbrado—. De todos modos, pensé que tenía tiempo para arreglar mis asuntos en Alejandría. Lo único que decía era: «Se ha iniciado una guerra con Roma y yo no estoy bien de salud». Lo interpreté como que quería que volviese a casa para ayudarlo a dar clases a sus alumnos hasta que se recuperara.

—También él estaba convencido de que pronto se pondría bien —dijo Filira, y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas—. Tuvo unas fiebres acompañadas de ictericia, pero nuestra madre también las sufrió, y se recobró. Pensábamos que él seguiría el mismo proceso. Sólo que no fue así, y esta primavera…

Arquímedes extendió la mano para acariciarla en el hombro y entonces ella perdió su compostura de muchacha sensata, soltó el fardo que sujetaba, se arrojó a sus brazos y lloró.

—¡Ha sido horrible! —gimió desesperada—. ¡Cada vez está peor, y no podemos hacer nada!

—Lo siento —dijo él en vano—. Me gustaría haber estado aquí.

—También él lo deseaba —sollozó Filira—. Todos los días mandaba a Crestos al puerto para ver si llegaban barcos de Alejandría, pero cuando los había, tú no venías en ellos. A veces decía que seguramente habrías muerto allí, o que tu barco se habría hundido, y lloraba por ti y nos pedía a todos que nos pusiéramos de luto. Eso fue lo peor de todo. ¿Por qué no regresaste el año pasado?

—¡Lo siento! —repitió, abatido, y también con lágrimas en los ojos—. Filira, te lo juro, lo habría hecho de haberlo sabido.

—Lo sé —dijo ella, tragándose los sollozos—. Lo sé. —Le dio unos golpecitos en la espalda, como si fuese él quien necesitaba consuelo, y luego se apartó y se secó los ojos. Nada podía hacerse contra la muerte, y estaba decidida a sobrellevar su dolor con la mayor dignidad posible. Cogió el bulto de ropa que había subido y lo extendió sobre la cama: resultó ser un manto nuevo, tejido con lana de color amarillo, y una túnica de hilo con dos columnas de espirales doradas que partían desde los hombros y descendían hasta las rodillas—. Lo hice para ti el año pasado. No tienes ropa limpia, ¿verdad?

—No, me temo que no —admitió él, recorriendo la cenefa lentamente con un dedo. Se trataba de dos columnas de espirales dobles que se enroscaban entre sí. Un dibujo interesante. «Si trazáramos una línea tangente, tanto en la espiral A como en la B, obtendríamos…». Filira le retiró con firmeza la mano del dibujo: él levantó la vista y la miró, sorprendido.

—Es para ponérsela —le dijo ella—, no para hacer cavilaciones geométricas.

—Oh, sí, claro —balbuceó. Entonces cayó en la cuenta de que aquellas prendas eran un regalo y añadió—: Gracias. Me gustan mucho.

Su hermana sacudió la cabeza con una sonrisa de desesperación.

—¡Ay, Medión! ¡No has cambiado en absoluto! —suspiró, apartándole un mechón de cabello sucio—. Bien —prosiguió, muy formal y esperanzada—, ¿tienes algo de dinero? Nos hemos quedado sin nada. Hemos tenido que vender algunas mantas y cacerolas para pagar al médico.

Arquímedes se encogió de hombros. Casi todas las ganancias que había conseguido con el caracol de agua se habían esfumado en Alejandría. Pero aún quedaba un poco.

—Algo tengo. Unos cien dracmas, creo… Marco lo sabe con exactitud.

—¡Cien dracmas! —exclamó ella, ansiosa—. ¡Eso está muy bien! Pensaba que deberíamos acudir enseguida a los antiguos alumnos de nuestro padre para suplicarles que retomaran las clases de matemáticas. Pero cien dracmas nos conceden un par de meses de gracia.

Arquímedes tosió para aclararse la garganta y se agitó, nervioso.

—No tengo intención de dar clases —declaró.

Ella se quedó mirándolo, exasperada.

—¡Medión, no puedes ganarte la vida con la geometría!

—¡Lo sé! —protestó—. Voy a tratar de conseguir trabajo como ingeniero del ejército. —Expuso los argumentos que había preparado de antemano con todo detalle—. Con una guerra en marcha, la ciudad necesitará catapultas y el tirano estará dispuesto a pagar por ellas. En las máquinas hay más dinero que en la enseñanza. Y soy bueno con las máquinas, ya lo sabes. Con ese dispositivo de irrigación que diseñé el verano pasado gané más dinero en dos meses de lo que nuestro padre gana en un año. Además, ¿no debo ayudar a defender la ciudad, si está en mis manos hacerlo? Esta noche estoy citado con una persona.

Y luego sonrió, más para animar a su hermana que por convicción. Ella sabía de su caracol de agua por las cartas que había escrito a casa, pero dudaba que hubiera tenido tanto éxito como él afirmaba. Y en cuanto a las catapultas, el rey disponía ya de ingenieros capaces de realizarlas. ¿Por qué iba a necesitar a alguien nuevo e inexperto? De cualquier modo, parecía improbable que consiguiera enriquecerse con eso. Su hermano había construido muchos artilugios de muchacho, y muchos de ellos no habían acabado de funcionar. La fabricación de máquinas no le parecía una fuente de ingresos tan segura como enseñar matemáticas. Aunque debía reconocer que le gustaban sus máquinas. De pequeña, se pasaba horas sentada tranquilamente viéndolo trabajar y escuchando sus explicaciones con solemne atención. Por lo que a ella se refería, los inventos de su hermano eran los juguetes más maravillosos del mundo, funcionasen o no, y se sentiría muy satisfecha si pudiese ganarse la vida con ello. Merecía la pena intentarlo… y tenían en casa cien dracmas y un par de meses antes de quedarse sin dinero.

Arquímedes se dio cuenta de que Filira aceptaba su plan y sintió una punzada de temor, como si acabara de cerrarse una puerta más en las murallas que lo rodeaban. En un arrebato de planificación práctica, había decidido que él era bueno en tres cosas: matemáticas puras, mecánica y flauta. Para ganarse el pan tenía que echar mano de una de esas tres habilidades. La música era algo personal, algo que hacía para sí mismo y para sus amigos; le parecía indigno tocar por encargo. En cuanto a las matemáticas puras, tal como Filira había apuntado, no podía vivir de trazar dibujos geométricos, y en cuanto a enseñarla, había tenido que ayudar a su padre en el pasado de vez en cuando y era incómodamente consciente de que no servía para eso. Los alumnos no comprendían cosas que a él le parecían obvias, y sus impacientes explicaciones no hacían otra cosa que confundirlos. De modo que llegó a la conclusión de que debería dedicarse a la fabricación de máquinas.

Idear un artefacto nuevo le resultaba divertido: le gustaba afrontar los problemas de la construcción y concebir los mecanismos que los solucionaran; le gustaba la concentración que le exigía, la compleja coordinación entre sus manos y su mente que requería, y la sólida realidad final. Pero una vez que la máquina estaba terminada, lo aburría realizar otra del mismo tipo, y luego otra y otra y otra. Era una cárcel sofocante donde las alas del alma se atrofiaban y morían. Las matemáticas puras, sin embargo, eran luz, aire, deliciosa libertad; le gustaban por encima de cualquier cosa en el mundo. Pero él no pertenecía a la nobleza, y no podía permitirse consagrarse a las matemáticas puras sin plantearse sórdidas consideraciones sobre los beneficios. Tenía una familia que mantener. El mundo invisible no podía seguir siendo su casa, sino sólo un lugar al que ir de visita cuando tuviera tiempo.

Y nadie lo acompañaría en esas visitas; nadie. Estaría solo… igual que lo había estado su padre durante los tres últimos años. Con un espasmo de dolor, dio por sentado que el destino era justo con él.

Entonces se acordó de la guerra. En Alejandría le había resultado difícil creer en semejante posibilidad; pero en Siracusa surgía enorme y amenazadora. Le acudieron a la cabeza los versos de una vieja canción:

Que nadie del género humano diga nunca

que el mañana traerá nuevas oportunidades,

ni, viendo a un hombre feliz, que esa alegría será duradera,

porque, más veloz que el ala de un dragón volador,

llega de nuevo el cambio.

—Vístete —ordenó Filira, acariciándole la mano—. Hablaré con Marco para lavar tus cosas.

Marco estaba lavándose cuando Filira dio con él. En aquella época, generalmente las viviendas particulares no tenían un lugar específico de aseo, y las casas de baños eran sólo para los ciudadanos. Marco estaba frotándose en el patio, con una esponja y un cubo. Era bastante habitual que incluso los hombres libres del hogar pasearan desnudos por la casa, y la desnudez de un esclavo no era nada por lo que preocuparse, pero Filira se sintió violenta y aguardó al pie de la escalera a que Marco terminara. Estaba incómoda en su presencia. Sabía que seguramente tendrían que vender a uno de los esclavos, y esperaba que fuese Marco. Ella siempre se había puesto del lado de Sosibia en sus frecuentes peleas domésticas y consideraba a aquel hombre como un desagradable bárbaro. Además, después de tres años de ausencia, le parecía un desconocido. Por eso no le importaba que lo vendieran, mientras que no soportaba la idea de imponer ese destino a cualquier otro de los esclavos. Se percató de que Marco tenía un fuerte golpe en el costado izquierdo. No obstante, a pesar de eso y de que estaba tan picado por las pulgas como su hermano, tenía un aspecto impecable y sano. Frunció los labios con desagrado. Lo habían enviado a Alejandría para que cuidara de Arquímedes, y había regresado rebosante de salud, mientras que las costillas de su amo podían contarse.

Sin embargo, un inoportuno pensamiento fue a recordarle que su hermano siempre había sido delgado, y Marco, robusto. Cuando Arquímedes estaba concentrado con sus estudios geométricos, podía olvidarse de comer, a menos que le pusieran el plato encima del ábaco… y a veces, incluso así, se limitaba a alejarlo para que no lo molestara y poder seguir con sus cálculos. Seguramente era injusto culpar en exceso al esclavo por el estado en que su amo había vuelto a casa.

Marco se echó por la cabeza el resto del agua del cubo, se sacudió y cogió la túnica. Filira atravesó entonces el umbral para pasar al soleado patio.

—¡Marco! —dijo secamente—. ¿Dónde está el equipaje de mi hermano?

Él dio un brinco y, de forma brusca, se pasó la túnica por la cabeza antes de responder. Él también se sentía incómodo ante Filira. Cuando se fue de la casa, era una colegiala, y ahora era una joven mujer.

—Allí —respondió, indicando el baúl, que estaba en un rincón del patio—. Pero yo no lo abriría, señora.

—¿Por qué no? —dijo ella—. Debe de estar lleno de ropa sucia, y hoy hace un día estupendo para que se seque la colada.

Marco se encogió de hombros.

—Hay regalos. Uno de ellos es para vos.

Paseó los ojos brevemente por la parte delantera de la túnica de la joven. Ella se dio cuenta de que la tenía ceñida al cuerpo y se la aflojó, sonrojándose.

—¡Pero si acabo de decirle que iba a encargarme de sus cosas! —protestó—. Y no me ha mencionado nada de regalos.

Marco bufó.

—¿Esperabais que pensara en algo así?

No, por supuesto que no. Seguro que Arquímedes se acordaba de los regalos, y debía de saber dónde estaban. Pero nunca uniría ambos hechos, ni se le ocurriría que podía echar a perder la sorpresa si ella abría el baúl. Filiria soltó a su vez un bufido de exasperación. Marco sonrió, y algo se equilibró entre ellos: ambos eran miembros de la misma casa y ambos conocían los gustos y las manías de toda la gente que vivía allí.

—No hay ninguna prisa, ¿verdad? —preguntó él.

No la había, ciertamente. Lo único que ella pretendía era que todo recuperase su orden normal: Arquímedes en casa, en su habitación, como debía ser, con el baúl de viaje transformado en arcón de ropa. Se dirigió hacia donde se encontraba el equipaje y lo miró con resentimiento.

—¿Qué hay en la cesta? —inquirió.

—El famoso caracol de agua de vuestro hermano —respondió Marco, sonriendo de nuevo—. Podemos desembalarlo, si queréis. —Se acercó al baúl y empezó a desatar la cuerda.

—¿No preferirá enseñármelo él personalmente? —preguntó ella, dudando.

—No —contestó, deshaciendo otro nudo. De pronto se moría de ganas de mostrárselo, de impresionarla—. Construimos treinta y dos aparatos de éstos en Egipto, y se pone malo sólo de verlos. Pero es una máquina asombrosa. ¡Permitidme que os la enseñe!

Retiró la cuerda de la cesta, la enrolló y la dejó a un lado. Filira se apoyó en el muro del patio cruzada de brazos, aparentando escaso interés, aunque en realidad sentía una curiosidad tremenda. De pronto, Marco cobró conciencia de que la postura de la muchacha resaltaba sus esbeltas caderas bajo el tejido de hilo. «Demasiado delgada —se dijo—, como su padre y su hermano, pero, por algún motivo, más bonita de lo que debería ser una joven tan angulosa como ella». Quizá fuera el brillo de sus ojos. No es que le importara: él era tan propiedad de su hermano como la máquina que estaba desempaquetando. De cualquier modo, ¿qué daño hacía mostrándole una máquina a una muchacha bonita?

Soltó el nudo que aseguraba la tapa de la cesta, la abrió y sacó un cilindro de madera del lecho de paja en que lo habían depositado. Tendría cerca de un codo de longitud, y el exterior estaba armado con tablas unidas entre sí mediante flejes de hierro, como las de un barril. Su interior albergaba una complicada estructura untada con brea. En el centro había un soporte fijado con una clavija, de modo que el artilugio pudiera girar como una rueda.

—Los egipcios suelen levar el agua con la ayuda de un artefacto llamado tambor de agua —dijo Marco, dando vueltas al cilindro entre sus manos—. Se trata de una especie de rueda con ocho cubos sujetos a su perímetro. Si es grande, consigue mover una buena cantidad de agua, pero es muy pesada… Se necesita un par de hombres para que gire. Vuestro hermano empezó con una de ésas, y acabó con esto. Las máquinas reales que construimos eran, por supuesto, de mayor tamaño, de la altura de un hombre, pero por lo demás eran exactamente así. Como veis, tiene también ocho entradas. —Le mostró las ocho aberturas en la base del cilindro—. Pero no son cubos, sino tubos. —Introdujo el dedo en uno y Filira pudo ver que, en efecto, se trataba de un tubo que ascendía en torno al centro formando un ángulo—. Dan varias vueltas alrededor del cilindro y salen por arriba. —Dio un golpecito al borde superior, que era idéntico al inferior—. Cada uno de ellos es parecido al caparazón de un caracol, y por eso lo llaman así. Están hechos con listones de madera de sauce, pegados al centro con brea y cerrados por encima con tablas. No sé el porqué del ángulo de la espiral, pero es muy importante: muchos intentaron copiarlo, pero calcularon mal y no les funcionó. Pues bien, para usarlo… —Echó un vistazo a su alrededor y vio un ánfora grande que había en una esquina. Corrió hacia ella con el caracol en la mano. Lo dejó en el suelo, cogió el cubo que había empleado para bañarse y vertió en él un poco del agua del ánfora. Luego situó el cubo en una zona del patio en la que había un poco de desnivel, lo equilibró con piedras para que quedara inclinado, y luego puso delante una tabla de las que se utilizaban para hacer la colada, a modo de plataforma—. Es importante que se asiente en un ángulo determinado —le explicó a Filira—. Ésa es otra de las cosas en las que solía equivocarse la gente que intentaba copiarlo. El soporte debe estar recto. —Colocó la base de la máquina en el interior del agua del cubo, y la parte superior en la plataforma—. Ahora lo único que queda es darle vueltas. —Le indicó con un gesto que lo hiciera.

Filira se recogió el extremo de la túnica para no pisarlo y se agachó junto a él. Puso una mano en el cilindro de madera y empezó a girarlo con lentitud. El agua comenzó a entrar por los tubos situados en la parte inferior y enseguida salió por la parte superior. Ella siguió girando delicadamente la máquina, observándola: el agua entraba, recorría los tubos, y…

—¡El agua va para arriba! —exclamó, sorprendida. Retiró la mano de la máquina, como si acabara de quemarse con ella.

Marco sonrió.

—¡Sois rápida! —dijo—. La mayoría de la gente tarda en darse cuenta de ese detalle. Hay quien necesita que se lo digamos. Pero no es sólo eso… Observad con más detenimiento.

Filira se volvió de nuevo hacia el aparato. El agua entraba en un tubo; y mientras éste ascendía, el agua corría hacia abajo, por la espiral, mientras la máquina iba rodando. Rió complacida.

—Baja mientras sube —explicó el esclavo.

—A veces pienso que mi hermano es un error de la naturaleza —dijo Filira—. No debería haber nacido en un cuerpo humano: debería haber sido un espíritu que trabajara en los talleres de los dioses. Me imagino que una máquina como ésta de tamaño natural tiene que resultar mucho más fácil de mover que un tambor de agua.

—Por supuesto. No se necesitan dos hombres; ni siquiera uno. Incluso un niño puede encargarse de que funcione, porque lo único que hay que hacer es girar el caracol: el agua baja sola. —Se sentó sobre los talones y contempló con cariño el artilugio—. La gente hacía cola para comprarlo. ¡Podríamos haber hecho una fortuna!

—¡Creía que la habíais hecho! —dijo Filira, sorprendida—. Mi hermano me ha contado que ganasteis más en dos meses que mi padre en un año.

Marco sacudió la cabeza tristemente.

—Mil ochocientos ochenta dracmas. Lo bastante para pagar las deudas y vivir bien en Alejandría durante un año. Y nos habían encargado treinta máquinas más, ¡a ochenta dracmas la unidad! Pero él prefirió dedicarse a la geometría.

Filira tragó saliva. Era incapaz de imaginarse mil ochocientos ochenta dracmas juntos, y menos aún gastar una suma así.

La renta que proporcionaba la pequeña granja de la familia era de trescientos dracmas anuales (menos, después de la venta del viñedo), y las clases de Fidias daban aproximadamente otro tanto. Con el caracol de agua habían obtenido no sólo mucho más que el sueldo de su padre, sino el triple de todos los ingresos anuales de la casa… y Arquímedes se lo había gastado todo, menos cien dracmas.

Marco comprendió su repentino silencio y deseó no haber hablado. Se agitó, incómodo.

—Alejandría es cara —se excusó—. Y estaba la deuda… y el viaje de regreso. —Había habido también una mujer, que se había llevado gran parte del dinero, pero no tenía intención de mencionarle ese detalle—. Vuestro hermano no actuó de manera tan licenciosa como pudiera parecer —dijo, en cambio, para terminar… lo cual era cierto dados los precios de Alejandría, sin contar los de la mujer—. Además, quedan ciento sesenta dracmas.

—¿Ciento sesenta? —preguntó Filira, recelosa—. Arquímedes me ha dicho cien.

Marco se encogió de hombros y volvió a sonreír.

—¿Esperáis que él controle el dinero que tiene?

Esta vez ella no sonrió, sino que le lanzó una fría mirada de evaluación.

—Eras tú quien lo controlaba, ¿no es así?

Marco se quedó sin comprender un momento, y luego se le ensombreció el rostro.

—¡No he cogido ni una moneda! —declaró, indignado—. Podéis preguntárselo.

—¿Y cómo puede saberlo él, si no lo controlaba?

Filira lo miró a la cara y vio que la rabia se convertía de repente en una hosca impasibilidad. Se arrepintió al instante de sus sospechas. Pero aun así… ¡Mil ochocientos ochenta dracmas! No alcanzaba a entender cómo una suma tan enorme de dinero podía haberse desvanecido. Su despistado y soñador hermano era presa fácil para cualquier timador.

—No he cogido ni una moneda de su dinero —repitió agriamente Marco—. Podéis preguntárselo.

Recordó con amargura cómo él y su amo habían regresado a Alejandría después de fabricar caracoles de agua en el Delta. En cuanto la falúa atracó, Arquímedes saltó a tierra y fue directo al Museo, dejando a Marco solo para transportar el equipaje hasta su alojamiento. El equipaje… y la bolsa que contenía los mil ochocientos ochenta dracmas. Mucho dinero. Suficiente para que Marco pudiera sufragarse el pasaje de regreso a Italia, comprar un par de bueyes y algunas ovejas, y pagar el alquiler anual de una pequeña granja. Mientras cargaba como podía con el pesado baúl, pensó en lo fácil que sería escapar. Ni siquiera podría decirse que dejaba a su amo en la estacada: Arquímedes siempre podría construir más caracoles de agua. Pero al final, lo que lo retuvo no fue la honradez, de la que siempre se había enorgullecido, sino la desesperación. Los acontecimientos que lo habían convertido en un esclavo (la batalla perdida, los muertos) seguían allí, indelebles y absolutos. No podía volver a casa, y la idea de ir a cualquier otro sitio no tenía sentido. Su esclavitud, que hasta entonces siempre había considerado como algo impuesto y contrario a su naturaleza, se reveló de repente como la condición ineludible sobre la que sostenía su vida.

Advirtió entonces que se estaba justificando ante la muchacha como un esclavo («Mi amo no se ha quejado, de modo que vos no tenéis derecho a hacerlo»), y se puso en pie, enfadado, para recoger el caracol de agua y devolverlo a su cesta. Filira lo siguió, con la misma expresión a medio camino entre el recelo y la disculpa.

—Tal vez se lo pregunte a él.

—Hacedlo —gruñó Marco, vertiendo el agua que quedaba en el interior del caracol sobre la tierra del patio.

—Mientras tanto —dijo Filira, irguiéndose—, saca del baúl la ropa sucia y deja el resto para que mi hermano pueda clasificarlo.

—Sí, señora —respondió con amargura.

Luego le dio la espalda y empezó a guardar el caracol con gestos ostentosos. Cuando notó que la joven partía, se volvió para mirarla. Caminaba con paso firme y rígido, la espalda recta y el cabello recogido en un moño. Se dirigió a la habitación situada al otro lado del patio, donde Fidias agonizaba. El rencor de Marco se desvaneció, y dejó paso a la tristeza. La muchacha tenía a su padre enfermo, y su madre estaba dedicada por completo a su cuidado. Filira intentaba ser una guardiana prudente de la casa, no una carga; de haber sido libre, Marco la habría aplaudido por ello. Era joven e ingenua. No era culpa suya que él fuese un esclavo.

Arquímedes se presentó en el patio unos minutos después con su túnica nueva, que, al llevarla sin cinturón y arrugada, tenía el mismo aspecto lastimoso que la que vestía el día anterior. Miró con asombro el montón de ropa sucia que había junto al baúl, como si estuviera viendo fragmentos de algo que se había roto e intentara averiguar de qué se trataba.

—Le he dicho a vuestra hermana que no abriera el baúl porque había regalos dentro —dijo rápidamente Marco—. Siguen ahí.

—Oh —exclamó Arquímedes, aunque dio la impresión de no haber registrado el mensaje. Luego miró a Marco con una expresión más vaga y preocupada de lo habitual.

—¿Queréis que saque los regalos y los entregue a la familia? —sugirió con intención—. Vuestra hermana tiene prisa por vaciar esto.

—Oh —repitió, y se acercó a mirar en el interior del baúl.

Marco había puesto los presentes a un lado: un frasco de mirra para Arata, un laúd para Filira y el rompecabezas para Fidias.

Arquímedes se agachó y cogió la caja, que, al igual que las piezas, era de marfil y estaba decorada con un dibujo del dios Apolo y las nueve musas. Recordó el día en que lo vio en la tienda y unió las piezas, imaginándose el placer que también experimentaría su padre cuando lo hiciera. Fidias ya no jugaría con el rompecabezas. Estaba demasiado cansado y enfermo, demasiado ocupado con la muerte. Uno más que se vería obligado a abandonar… A lo largo de su vida, se le habían presentado muchos, muchísimos rompecabezas que no había podido solucionar por estar demasiado cansado. Tenía que ganar dinero para la casa y conseguir pan para los hijos. Debía ejercer como esposo, padre y ciudadano, antes que como matemático y astrónomo. Arquímedes se había aprovechado de ello, y ahora contemplaba entumecido la mitad vacía de sí mismo, una deuda impagable que le había sido transmitida.

Marco vio cómo el rostro se le apagaba y quedaba vacío de expresión, como la cara de un idiota, y se sintió preocupado. Le rozó el codo.

—Todavía podéis dárselo, señor —dijo—. Es un buen regalo para un inválido.

Arquímedes se puso a llorar en silencio. Luego levantó la cabeza y miró a Marco sin verlo.

—Se está muriendo.

—Eso me han dicho —replicó sin alterarse.

—Debería haber regresado el año pasado.

Era lo que Marco le había recomendado en su momento, pero se encogió de hombros y dijo:

—Ahora ya estáis de vuelta. Vuestro padre muere después de haber tenido una buena vida, señor, rodeado de toda su familia. Ningún hombre puede pedir más a los dioses.

—¡Ha vivido toda su vida a trozos! —respondió Arquímedes con energía—. ¡Un poco de aquí y un poco de allá, arañando horas al tiempo! ¡Por Apolo! ¡Pegaso, enganchado a un arado!… ¿Por qué le ponen alas al alma, si nunca se le permite volar?

Todo aquello no tenía ningún sentido para Marco.

—¡Señor! —dijo secamente—. ¡Soportadlo como un hombre!

Arquímedes le lanzó una perpleja mirada de incomprensión, como si el esclavo se hubiera dirigido a él en un idioma extranjero que no identificaba. Pero dejó de llorar y se secó la cara restregándosela con el brazo desnudo. Miró de reojo la puerta del otro lado del patio, suspiró y se encaminó hacia ella portando la caja. Marco cogió el frasco de perfume y el laúd, y lo siguió.

Arata y Filira estaban en la habitación atendiendo al enfermo. Cuando la muchacha vio el laúd en manos de Marco, se quedó paralizada, pero sus ojos despertaron enseguida con una intensidad repentina. Arquímedes miró de reojo a su esclavo y le hizo un ademán con la cabeza. Marco saludó y le entregó el frasco de mirra a Arata, luego volvió a saludar y le ofreció el laúd a Filira, que se sonrojó al tomar el regalo; sus manos se doblaron sobre el instrumento con una ternura posesiva. Después miró a su hermano.

—¡Medión! —susurró, en un tono mitad de protesta, mitad de adoración.

Pero Arquímedes no la miraba.

Fidias, que se había incorporado lentamente hasta sentarse, cogió la caja de marfil con manos temblorosas y estudió el dibujo de la tapa.

—Apolo y las dulces musas… —musitó—. ¿Cuál de ellas es Urania?

Arquímedes se lo indicó en silencio. Urania, la musa de la astronomía, aparecía de pie, dándole el brazo a Apolo y señalando algo que había en la mesa que el dios tenía delante, el rompecabezas, seguramente. Sus ropajes transparentes eran idénticos a los de sus ocho hermanas, pero se distinguía de ellas por su corona de estrellas.

Fidias sonrió.

—Junto al dios —dijo muy despacio—. Justo donde debe estar. —Levantó la vista para mirar a su hijo, sin abandonar la sonrisa. Sus ojos amarillentos expresaban la voluptuosa confianza de que ahora, al menos, iba a ser comprendido—. Es hermosa, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —susurró Arquímedes, con la comprensión que su padre esperaba recorriéndolo por dentro como un líquido caliente—. Sí que lo es.