Prefacio del autor

Hemos llegado a concebir el absurdo de las relaciones entre erotismo y moral.

Sabemos que el origen se encuentra en las relaciones entre el erotismo y las más lejanas supersticiones de la religión.

Por encima de la precisión histórica, nunca olvidamos este principio: una de dos, o lo que nos obsesiona es, en principio, lo que el deseo y la ardiente pasión nos sugieren; o deseamos razonablemente un futuro mejor.

Parece ser que existe un término medio.

Puedo vivir con la preocupación de un futuro mejor. Pero también puedo rechazar este futuro a otro mundo; en un mundo en el que sólo la muerte tiene el poder de introducirme…

Este término medio era, sin duda, inevitable. Llegó un tiempo para el hombre en el que éste debería tener en cuenta -mucho más que cualquier otra cosa- las recompensas o los castigos que podrían sobrevenir después de la muerte…

Pero, al final, vislumbramos el momento en el que tales temores (o esperanzas) dejan de intervenir, y el interés inmediato se opondrá, sin término medio, al interés futuro. El deseo ardiente se opondrá, sin más, al cálculo reflexivo de la razón.

Nadie imagina un mundo en el que la ardiente pasión dejara de turbarnos definitivamente… Por otra parte. nadie considera la posibilidad de una vida desligada por siempre de la razón.

La civilización entera, la posibilidad de la vida humana, depende de la previsión razonada de los medios que garantizan la vida. Pero esta vida —esta vida civilizada— que debemos garantizar, no puede ser reducida a estos medios que la hacen posible. Además de los medios calculados, buscamos el fin —o los fines— de estos medios.

Es corriente entender por fin lo que no es, claramente, más que un medio. La búsqueda de la riqueza —unas veces, la riqueza de individuos egoístas, otras veces, la riqueza común— es, evidentemente, un medio. El trabajo no es más que un medio…

La respuesta al deseo erótico —así como al deseo, quizá más humano (menos físico), de la poesía y del éxtasis (pero ¿acaso existe una verdadera diferencia entre la poesía y el erotismo, o entre el erotismo y el éxtasis?)— es, por el contrario, un fin.

De hecho, la búsqueda de los medios es siempre, en último caso, razonable. La búsqueda de un fin está relacionada con el deseo, que a menudo desafía a la razón.

Frecuentemente, en mí, la satisfacción de un deseo se opone al interés. ¡Pero le doy preferencia a la primera, pues se ha convertido, bruscamente, en mi fin último!

No obstante, sería posible afirmar que el erotismo no es únicamente ese fin que me cautiva. Y no lo es en la medida en que la consecuencia puede ser el nacimiento de niños. Pero sólo los cuidados que necesitarán estos niños tienen humanamente valor de utilidad. Nadie confunde la actividad erótica —de la que puede resultar la procreación— con ese trabajo útil —sin el cual los hijos sufrirían y, finalmente, morirían…

La actividad sexual utilitaria se opone al erotismo, en tanto que éste es fin de nuestra vida… La búsqueda calculada de la procreación, semejante a la utilización de la sierra, humanamente corre el riesgo de reducirse a una lamentable mecánica.

La esencia del hombre se basó en la sexualidad —que es el origen y el principio— planteándole un problema cuya única salida es el enloquecimiento.

Este enloquecimiento aparece en «el orgasmo». ¿Podría yo vivir plenamente este orgasmo sino como una primera impresión de la muerte definitiva?

La violencia del placer espasmódico se halla en el fondo de mi corazón. Al mismo tiempo, esta violencia —me estremezco al decirlo— es el corazón de la muerte: ¡se abre en mí!

La ambigüedad de esta vida humana se refleja tanto en un ataque de risa como prorrumpiendo en sollozos. Existe la dificultad de conciliar el cálculo razonable. que la fundamenta. con esas lágrimas… con esa horrible risa.

*

El sentido de este libro es, como primer paso, el de abrir la conciencia a la identidad del orgasmo (o «pequeña muerte») y de la muerte definitiva: o de la voluptuosidad y del delirio al horror sin límites.

Este es el primer paso.

¡Olvidar las nimiedades de la razón! De la razón que nunca supo fijar sus límites.

Estos límites vienen dados por el hecho de que, inevitablemente, el fin de la razón, que excede a la razón misma ¡no es contrario a la superación de la razón!

Por la violencia de la superación, comprendo, en el desorden de mis risas y de mis sollozos, en el exceso de los arrebatos que me consumen, la similitud entre el horror y una voluptuosidad superior a mis fuerzas, entre el dolor final y un insufrible gozo.

Las lágrimas de Eros
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