8
La gente inundaba las calles. Los puestos exhibían sus mercancías, de lo más variadas, y los mercaderes las anunciaban a voces, garantizaban su calidad con frases hechas y las vestían de precios bajos, difíciles de resistir.
Los compradores y curiosos paseaban, miraban, se empujaban unos a otros, deambulaban entre los diferentes puestos y compraban.
Así transcurrían los domingos en el rastro de Cascorro, el mercadillo por excelencia de Madrid. Un conglomerado de calles, colmado de cientos de puestos, por los que discurrían miles de personas, incluidos los turistas atraídos por el ambiente del comercio, lo artesanal, la ganga y la oportunidad.
Se podía encontrar un poco de todo menos comida y animales. Ropa, libros, productos electrónicos, muebles, películas… La lista era interminable. Todo se pagaba a buen precio y en metálico. En cierto modo, el intercambio recordaba a la época de los trueques, y así era en algunos aspectos, especialmente en ciertos entornos ocultos.
En una de las callejuelas adyacentes, una muy estrecha a la que apenas llegaba la luz del sol, había una tienda. Parecía una más a simple vista, pero no lo era. Los transeúntes observaban brevemente las extrañas figuras de madera que decoraban el escaparate, los gatos que se retorcían entre ellas, y seguían caminando sin mostrar interés por los extraños objetos.
De vez en cuando alguien entraba en la tienda, y salía al poco tiempo, escandalizado por los precios. Y también de vez en cuando alguien compraba, alguien que sabía qué se vendía en realidad en aquella casa de aspecto sucio y destartalado, alguien que necesitaba lo que allí se ofrecía.
La tienda era únicamente el escaparate, porque dentro, la casa era mucho más que eso. Había un sótano, húmedo y descuidado, insuficientemente iluminado por la luz oscilante de cuatro velas negras. En el suelo, justo en el centro, había un símbolo grabado. Debajo de ese símbolo se extendía un corredor subterráneo y maloliente, en bastante peor estado de conservación que la propia casa, que comunicaba con la red de alcantarillado de Madrid.
Sombra llegó caminando por él con su habitual ritmo tranquilo, envuelto en la penumbra y el hedor que emanaba de las aguas residuales. Le dio una patada a una rata que pasó ante él. Echó un último vistazo, penetrando en la oscuridad con su visión de vampiro, y golpeó el techo encima de su cabeza.
Escuchó un sonido suave, un roce sobre la piedra, y supo que alguien estaba repasando el símbolo en la parte de arriba. Una sección cuadrada del techo se deslizó sin apenas hacer ruido.
Sombra vio asomarse el rostro delgado de un niño, parcialmente cubierto por una capucha. No lo reconoció.
—¿Un vampiro? —preguntó el muchacho.
Sombra asintió.
—¿Algún problema?
—Ninguno.
Se retiró. En un segundo escaso, Sombra ascendió por las oxidadas barras de hierro que sobresalían de la pared y servían de peldaños. El chico subió corriendo hasta la puerta de entrada al sótano y la cerró sellándola con otro símbolo, uno que Sombra sabía que estaba destinado a bloquear la luz del sol. Era una medida innecesaria allí abajo, pero que demostraba la seriedad con que trataban a sus clientes.
Así eran los brujos, los mayores comerciantes del mundo oculto. Gracias a ellos, había un momento y lugar en el que había una tregua que todos respetaban. Los domingos, durante el rastro, solo se comerciaba. Las diferencias se dejaban aparte. Y así sucedía en todas las grandes ciudades del mundo. Cada una tenía un mercadillo en el que los brujos llevaban a cabo sus negocios y donde no se permitían peleas ni enfrentamientos.
El muchacho regresó al lado de Sombra, hizo una reverencia y le miró con el brillo de la expectación en los ojos. Era delgado hasta el extremo, y lucía una tez pálida, enfermiza y sucia. Se cubría con una especie de manta o capa, rasgada en diversos puntos y forrada de múltiples remiendos, que hacía juego con sus botas agujereadas. Las manos estaban parcialmente envueltas en pañuelos descoloridos. Aparentaba doce años.
—¿No eres demasiado joven? —preguntó el vampiro.
—Sin duda lo soy —repuso el muchacho con humildad, agachando un poco la cabeza—. Pero me han instruido bien. Puedo atender el negocio en ausencia de mis superiores.
—Eso espero. Primero quiero devolver este teléfono móvil.
Se lo lanzó al chico. El pequeño brujo lo atrapó en el aire.
—Observo que está modificado para disponer de cobertura en cualquier parte —dijo tras repasar la runa grabada en la parte trasera—. ¿Puedo transmitir a mi jefe tu satisfacción por el uso del dispositivo?
—Puedes.
Los brujos parecían un departamento de atención al cliente. Siempre preocupados por la satisfacción de sus productos, como si se pudiera recurrir a otros para conseguir lo mismo.
—Es una gran alivio saberlo —dijo el muchacho—. Si puedo servirte en algo más…
—Necesito una runa concreta, una que me grabaron en un cuadro, pero que dure más de una semana.
—A tu disposición. Necesitaría saber de qué runa se trata. —Sombra le entregó un papel con las especificaciones. El muchacho lo estudió con atención, se encorvó sobre el documento y murmuró. Al vampiro le disgustaba el idioma particular de los brujos, aunque no lo entendía. Nadie salvo ellos lo hablaba—. Es una runa de protección. Un diseño complejo. Me temo que su duración está optimizada. Una semana es el máximo.
—Eso ya lo sé —dijo Sombra en tono cortante. Le disgustaba tratar con un chaval sobre las runas, un tema que no dominaba—. Pero no es suficiente. Necesito alargar ese plazo, quiero una solución y no me sobra el tiempo. Ponle precio y terminemos cuanto antes.
De eso se trataba siempre, era la esencia de los brujos, el servicio y el precio.
—Si me concedes un minuto consultaré el catálogo. —El muchacho cogió un libro que parecía a punto de deshacerse de una estantería polvorienta, atornillada a la pared. Pasó las páginas y leyó, musitó varias frases. A Sombra no le gustó el tono que creyó percibir—. Creo haber hallado una solución satisfactoria al problema. La duración, en este caso concreto, está relacionada con el tamaño de la runa. Si prescindimos del cuadro y la dibujamos en la pared, obtendríamos el efecto deseado, prologaríamos la duración. Podría ir a grabarla…
—No me interesa —sentenció el vampiro—. Tiene que estar camuflada en un cuadro y del mismo tamaño. Podría aumentar un poco la dimensión, pero no demasiado.
El brujo enarcó una ceja. El vampiro permaneció impasible.
—Desgraciadamente, no veo el modo de que eso sea posible —dijo el muchacho.
—Si estás empleando un nuevo método para regatear e inflar el precio, te recomiendo que lo reconsideres —le advirtió Sombra, que empezó a caminar en círculos, silencioso—. Tengo dinero, lo que no tengo es tiempo. No tengo nada contra los brujos y estoy al corriente de la tregua. Sin duda, esa es la razón de que un mocoso como tú esté plantado ante mí sin el menor temblor en su cuerpo esmirriado. Pero la tregua solo dura lo que dura el rastro. Luego se acabó, luego estaré más enfadado y no será tan fácil tratar conmigo.
—Lo entiendo perfectamente…
—No, no lo entiendes —siguió Sombra—. Tu jefe, o uno de los vuestros, me vendió ese cuadro y me garantizó su correcto funcionamiento. Y ahora ponen a un crío al frente. Hicimos un trato y voy a ampliarlo. Soy un buen cliente, puedes comprobarlo revisando las cuentas, sé que registráis hasta la mínima transacción comercial. Ahora, este cliente está lejos de quedar satisfecho y eso no es bueno para el negocio. Te recomiendo que vayas a buscar a un adulto, a alguien que sepa más de estos condenados símbolos y que tenga una predisposición más adecuada. ¿Me he explicado con claridad?
El término adulto producía una sensación extraña en la boca de Sombra cuando se trataba de brujos. Para ellos un adulto era un chaval de quince años, dado que todos los brujos eran niños. No había uno solo que llegara a los dieciséis.
—Nada más lejos de mi intención que contrariarte —aseguró el brujo—. Pero mi conocimiento sobre esa clase de runas es insuperable. Un adulto te diría exactamente lo mismo.
—Entonces tienes un grave problema, chico. Porque nadie se acordó de advertirme de ese detalle cuando compré la runa, pero sí se acordaron de cobrar un buen precio, según recuerdo. Si no hay nadie más con quien tratar, tú eres el responsable. Y si piensas que por ser un crío insignificante voy a tener contemplaciones, estás muy…
—¡Jaque! ¿Qué te ha parecido, Tedd? —dijo una voz inocente y jovial.
Sombra se puso en tensión inmediatamente. Buscó el origen de aquella voz.
—Esa reina no durará mucho, Todd —dijo alguien de avanzad edad.
El vampiro los vio bajo la tenue luz de una vela, junto a la pared opuesta, en una ubicación en la que no había nadie cuando él entró en la estancia. Estaban sentados a ambos lados de una mesa sobre la que descansaba un tablero de ajedrez. Las piezas eran figuras de dragones, pequeñas las que representaban a los peones, y más grandes las de las piezas principales. El rey era la mayor de todas.
Los contrincantes formaban una pareja singular. El primero era un niño, de nueve o diez años, delgado, con abundante pelo moreno, de rostro vivaz y juguetón. Su oponente era un anciano con la piel plegada en profundas arrugas. El pelo largo y canoso estaba recogido en una coleta que caía hasta la mitad de la espalda. Tenía un bastón negro apoyado sobre la pierna. No se parecían en nada, salvo en el color de los ojos. Ambos lucían un tono violeta brillante y luminoso.
—¿De dónde habéis salido vosotros dos? —preguntó Sombra.
—Lo correcto sería detener la partida, Tedd —dijo el niño levantando la vista del tablero y posándola en el anciano—. El asesino nos ha hecho una pregunta. Y de todos modos estás a punto de perder.
—Ni lo sueñes, Todd —repuso Tedd. El anciano siguió estudiando el tablero—. Te llevo una torre de ventaja. Esto no ha acabado. Pero estás en lo cierto respecto al asesino.
Sombra dudó. La alusión a su profesión no le gustó en absoluto. Demostraba que le conocían, pero él no les había visto nunca. Estaba en desventaja y eso le irritaba. Además, no podía olvidar que se encontraban bajo la protección de la tregua.
De lo que estaba razonablemente seguro era de que no eran brujos. No vestían como tristes pordioseros, por no hablar de que el anciano debía de tener noventa años como poco, y además había algo especial en ellos, algo que Sombra no podía precisar, pero que era tan evidente como sus sonoros nombres.
—Escuchadme bien, pareja. No sé cómo habéis llegado hasta aquí ni me importa, pero estáis molestando. Coged vuestro tablero de ajedrez y continuad la partida en otra parte.
—¿Has oído eso, Todd? —preguntó Tedd. El anciano despegó sus ojos violetas del tablero y agarró el bastón—. El asesino nos trata con desdén, no nos respeta, ni tampoco a nuestra partida. Dile cuántos años llevamos con ella.
—No te alteres, Tedd —dijo Todd. El niño se bajó de su butaca, corrió al lado de Tedd y le permitió que se apoyara en él—. Es normal que se muestre algo enfadado. Después de todo hemos interrumpido su amenaza al pobre brujo. Y no nos conoce. Cambiará de opinión. A lo mejor deberíamos presentarnos.
—Ya sé vuestros nombres —dijo Sombra—. Lo que no entiendo es qué hacéis aquí y por qué no me habláis directamente.
El pequeño brujo se acercó al vampiro.
—Me permito aconsejarte que no les enfades. No conviene…
—No necesito tus consejos, chico —le cortó Sombra.
Le enojaba lo absurdo de la situación. Y seguía perdiendo el tiempo.
Tedd y Todd caminaron despacio. El niño acomodaba su paso al del anciano, que avanzaba encorvado, apoyado sobre su bastón. Miraban las paredes como si buscaran algo en las mugrientas estanterías, sin dirigirse ni al vampiro ni al brujo en ningún momento.
—Se me queda la boca seca, Tedd —dijo Todd—. No me importaría echar un trago.
—Pensaba exactamente lo mismo, Todd —dijo Tedd—. Pero no veo nada adecuado por ninguna parte.
El brujo se separó de Sombra a toda velocidad. Sacudió las telarañas de un mueble de madera, sacó una botella de whisky y sirvió dos vasos. Se los llevó a la pareja de jugadores de ajedrez. Por alguna razón, a Sombra no le produjo la menor sorpresa ver a un crío de diez años apurar el whisky de un trago y relamerse con el rostro iluminado por la satisfacción.
—Una bebida excelente, Tedd —dijo Todd. El niño esperó a que el anciano diera un sorbo—. Ahora creo que puedes explicar al asesino cuánto admiramos su trabajo.
El anciano se limpió sus arrugados labios con el dorso de la mano.
—No está mal, Todd —concedió Tedd mirando el vaso—. Pero creo que deberías ser tú el que le dijera que hizo un trabajo impecable en el banco al acabar con aquel empresario.
Sombra estaba desconcertado, pero empezaba a interesarse por la pareja. Quería averiguar cómo sabían tanto de él.
—Ya veo. De modo que ya ha salido en las noticias que ha muerto Javier Arnao y de algún modo habéis deducido que estoy implicado. Si sabéis tanto de mí, estaréis al corriente de que no me sobra la paciencia.
—No me gusta su tono, Todd —dijo Tedd, levantando el bastón y dándole un par de vueltas sobre su cabeza—. No es amable. Percibo ese aire condescendiente de los vampiros, se cree superior. Me desagrada la gente sin educación. ¡Y eso que solo hemos venido a ayudarle!
—Con cuidado, Tedd —dijo Todd—. No debes excitarte. Es mejor que nos sentemos. Verás, el asesino solo está intrigado. Le explicaré que la ausencia de sangre nos llevó a deducir que un vampiro había sido el responsable de aquel asesinato.
—Eso no es exacto, Todd —puntualizó Tedd—. Lo deduje yo solo, no fuimos los dos.
—Ciertamente, Tedd —convino Todd—. Pero hay muchos vampiros, ¿recuerdas? Yo fui el que se fijó en el estilo inconfundible de nuestro querido asesino.
El pequeño brujo seguía la conversación atentamente. Sus ojos saltaban del niño al anciano, como en un partido de tenis. Parecía preocupado por algo. Sombra se dio cuenta de que aquellos dos nunca miraban a nadie salvo a ellos mismos, sus ojos violetas jamás se cruzaban con los del vampiro o los del brujo.
El niño acompañó al anciano de vuelta a la butaca. Luego colocó la botella de whisky y los vasos sobre el tablero de ajedrez, con cuidado de no mover las piezas. Apuró otro vaso y se sirvió de nuevo.
Sombra estaba bastante confuso respecto a la pareja. La tregua le impedía recurrir a la intimidación física, aunque tampoco era una idea que le sedujera. Tedd y Todd sabían demasiado, no podían estar allí por coincidencia. Se le ocurrió una posible manera de presionarles, un tanto absurda, pero no perdía nada por probar.
—Eh, tú —le dijo al brujo—. Consígueme un vaso. —El muchacho obedeció, le entregó un vaso tras limpiarlo con un pañuelo que Sombra prefirió no ver de dónde había sacado. El vampiro se acercó a la mesa de ajedrez—. Seguro que no os importa que beba con vosotros.
—A mí, desde luego que no, Tedd —dijo Todd. El crío llenó su vaso una vez más—. No sé si a ti te incomoda que el asesino nos acompañe.
—Yo no tengo inconveniente, Todd —contestó Tedd—. No puedo resistirme a una petición tan educada. En todo caso, es a nuestro anfitrión al que podría incomodarle. Después de todo, la bebida es suya.
Sombra agarró la botella. Los ojos de Tedd y Todd brillaron.
—Es un placer invitarle a beber —se apresuró a decir el brujo, con un leve temblor.
El brillo de los ojos violetas de los jugadores de ajedrez desapareció. A Sombra no le gustó nada ese detalle. Bebió, pero no dejó de vigilarles en ningún momento. Con o sin tregua, nadie le iba a sorprender.
—No es gran cosa —dijo Sombra con desaprobación—. Una cosecha pobre. Es escocés, pero solo ha sido destilado una vez y han añadido algún otro cereal a la cebada malteada. Maíz, si no me equivoco. Los he probado mejores.
—El asesino entiende de licores, Tedd —dijo Todd muy animado.
Sombra habló rápido, adelantándose a la réplica del anciano, que seguro estaba a punto de dar. Ya le había quedado claro el curioso modo de expresarse que tenían.
—Ya está bien de comedias —dijo con dureza—. No sé cuál es vuestro juego, pero o empezáis a hablar claro, o partiré ese maldito tablero y se acabó vuestra partida.
El brujo ahogó un gemido.
—Estoy confundido, Todd —dijo Tedd—. Nunca pensé que no nos expresáramos con claridad. ¿Acaso no hemos dicho que queríamos ayudarle?
El niño asintió enérgicamente.
—Desde luego que sí, Tedd —dijo Todd—. Debe de ser un malentendido. Nuestro amigo se impacienta y yo quiero continuar la partida. No te dejaré escapar ahora que estás derrotado. Pero hay un inconveniente. Nuestra conversación debe mantenerse en privado, no podemos hablar en presencia de gente que no esté directamente involucrada.
Sombra no entendió a qué se referían. Iba a protestar, pero…
—Ya me voy —dijo el brujo a su espalda—. Os dejaré a solas y nadie os interrumpirá.
Salió de la habitación y cerró la puerta.
—Todo está dispuesto, Tedd —dijo Todd dando un pequeño salto en la banqueta—. Explica a nuestro amigo que tenemos el cuadro que necesita, con una runa que puede durar un año.
—¿De modo que el brujo me engañaba? —preguntó el vampiro—. ¿Se puede alargar la duración?
—No te explicas bien, Todd —dijo Tedd. El anciano le señaló con el bastón—. El asesino saca conclusiones equivocadas. Piensa que el brujo mentía y no es así. No sabe que esta runa la hemos grabado nosotros, no los brujos.
—Culpa mía, Tedd —dijo Todd—. Debería haberlo mencionado. Tampoco le hemos contado al asesino que tenemos un obsequio especial para él, algo que encontrará muy útil.
Sombra lo dudaba, pero había decidido seguirles el juego, dejarles hablar a ver qué descubría de ellos. Aunque tuviera que soportar que no le dirigieran la palabra a él directamente.
—¿Y qué obsequio es ese?
—Díselo, Tedd —pidió Todd, muy excitado—. Explícale que nuestra máxima preocupación es ayudar a nuestros amigos.
—Así es, Todd —asintió Tedd—. La felicidad de nuestros amigos es nuestra prioridad. Y en este caso, no podemos dejar pasar la ocasión de ofrecerle al asesino un tatuaje. Una runa de protección insuperable.
—Sois muy amables, pero sé cuidarme solo, gracias —dijo Sombra decepcionado.
—Ahora eres tú el que se explica mal, Tedd —le reprendió Todd—. No le has dicho que el tatuaje no es para él. Es para su adorable sobrina.
Sombra se quedó completamente inmóvil. Conocían su identidad, su secreto. Esos dos extraños sabían quién era y que tenía familia. ¿Cómo podía ser posible? Se alarmó, consideró en matarles allí mismo. Luego cambió de idea. Nadie sería tan estúpido de quedarse a solas con él y revelarle que conocían todos sus secretos sin algún medio de protección. Y esos dos parecían cualquier cosa menos estúpidos. Además, tenía la certeza de que no querían que nadie más lo supiera, por eso habían despedido al brujo antes de hablar.
—Se ha quedado sin habla, Todd —dijo Tedd—. Yo esperaba algún tipo de agradecimiento. Esa pulsera que lleva su sobrina no está mal, pero no es nada en comparación con la runa que puede tatuarse.
—No sé cómo sabéis tanto de mí —admitió Sombra—. Pero no voy a grabar una runa a mi sobrina. Las runas causan un tormento indescriptible sobre la piel, incluso pueden matar.
—Aún no se fía de nosotros, Tedd —dijo Todd. El niño parpadeó y sus jóvenes ojos violetas se iluminaron—. O puede que finja. Aunque lo que ha dicho de las runas es cierto, él sabe perfectamente por qué en el caso de su sobrina no causarán ningún daño.
Desde luego lo sabía. Lo que no imaginaba era que alguien más estuviera al corriente. Sombra estaba impresionado.
—Bien. Es obvio que sois mucho más de lo que parecéis, pero no somos amigos. Si de verdad podéis conseguirme esas runas y demostrarme su utilidad, supongo que exigiréis un pago a cambio.
—¿Qué hacemos mal, Todd? —preguntó Tedd, molesto. El viejo golpeó el suelo con el bastón varias veces mientras hablaba—. ¿Hemos lanzado alguna amenaza? ¿Algún insulto? ¿No hemos sido correctos desde el principio? ¿No le hemos aclarado desde el primer momento que veníamos a ayudarle? ¿Por qué no se fía de nosotros? Si no quiere nuestra ayuda, no se la daremos. Detesto a la gente ingrata.
Sombra lo pensó un instante.
—Es cierto que no me habéis amenazado ni nada por el estilo —admitió el vampiro—. Pero nadie da nada gratis.
—Ahí lo tienes, Tedd —dijo Todd—. No es algo personal contra nosotros. Es que no es un asesino confiado, eso es todo. Para que se sienta mejor, podemos ofrecerle que nos corresponda con un pequeño favor, algo insignificante para él. Así no se sentirá en deuda con nosotros.
Sombra aplaudió en su interior el modo en el que habían conducido la conversación para que él se ofreciera a pagar. Pues no le cabía duda de que ese supuesto favor era el precio que tendrían las runas. El vampiro sentía que estaba a punto de averiguar qué perseguían en realidad Tedd y Todd.
—Si está en mi mano, me encantará ayudaros en la medida de mis posibilidades. ¿Qué favor es ese que podría haceros?
—Esa es la actitud, Todd —dijo Tedd. El anciano mostró una sonrisa inmensa—. Da gusto tener amigos tan educados. Me sorprende, sin embargo, que no intuya la naturaleza del favor que podría concedernos. ¿Qué se debería esperar de un asesino que no fuese matar a alguien?