4
Un monje descendió por la escalera de piedra tan rápido como le era posible. Las pisadas resonaban entre los muros de la iglesia, en lo más profundo de sus entrañas, donde descansaba una estancia de cuya existencia muy pocos tenían conocimiento.
Portaba un pesado candelabro con tres velas a punto de consumirse. La cera resbalaba por su grueso soporte central, goteaba de vez en cuando.
El monje llegó a una puerta de madera antigua y resquebrajada, carcomida por la humedad en las esquinas. La llave giró con dificultad, la cerradura se abrió con un chasquido seco, chirriaron los goznes.
La luz oscilante de las velas despejó la estancia, ahuyentando la oscuridad lo suficiente para descubrir una figura arrodillada en el suelo delante de un libro. El monje inclinó levemente la cabeza y aguardó.
Pasó el tiempo.
El padre Jorge por fin se levantó, con el apoyo de su bastón, y se acercó al monje caminando lentamente. Demasiados años en este mundo para su desgastado cuerpo.
—Mis estudios han concluido por hoy.
—No quería interrumpirle, padre —dijo el monje—. Tengo un comunicado de uno de sus hermanos.
—Léemelo mientras subimos, hijo mío, y permite que me apoye en tu brazo.
El monje esperó a que el padre Jorge se aferrara a su brazo izquierdo antes de salir y cerrar la cámara. En su interior solo había libros. Tomos de una antigüedad incalculable, hechos de todos los materiales imaginables, la mayoría gruesos, con tapas duras y polvorientas. Se apilaban en estanterías amoldadas a la forma redonda de la estancia, que se alzaba muchos metros, tantos como recorría la escalera circular por la que iban a ascender. El monje no sabía cómo el padre Jorge era capaz de alcanzar la parte alta de las estanterías, la que estaba a varios metros sobre su cabeza.
—Sus hermanos están inquietos, padre —le informó el monje. Acomodaba el paso al lento ritmo del anciano—. Consideran que está empleando un tiempo excesivo en estudiar al Gris y su posible cura. Alguno incluso cuestiona la conveniencia de seguir confesándole.
—¿Es todo? —preguntó el padre Jorge.
—No. Pero si me lo permite, me gustaría añadir que más gente comparte esa inquietud en esta iglesia, padre. Desde que conoció al Gris, no hace más que estudiar en esa cámara. Su salud se resiente, lo noto.
El padre Jorge jadeó.
—Mi salud durará hasta que llegue mi hora y ese momento lo decidirá nuestro señor. Mientras tanto, debo confiar en mi instinto. El Gris, aquel que no tiene alma, está relacionado de algún modo con los acontecimientos más importantes de los últimos tiempos, lo presiento. Debe ser curado.
El monje guardó silencio durante unos cuantos escalones, no se atrevía a contradecir al padre Jorge. Podía aconsejarle, expresarle una opinión, pero una vez que se pronunciaba sobre un asunto, no podía llevarle la contraria a un hombre santo.
—Algunos de sus hermanos —dijo el monje tras unos segundos— están considerando venir a Madrid a investigar la muerte de Samael. Hay uno en particular, un santo de quien no tenía conocimiento, que llama la atención sobre un hecho singular. Vive en París y hace referencia a una presencia extraña en la torre Eiffel. Se trata, según él, de algo nuevo, que nunca antes había sentido, y que escapa a la percepción de la gente normal. Es su condición de santo lo que le permite detectarlo. Otros hermanos no parecen considerar ese punto como prioritario…
—Yo sí. —El padre Jorge se detuvo. El monje no supo si estaba cansado o era debido a la noticia—. Ese hermano de París, ¿tienes su nombre? —El monje asintió—. Excelente. Tendré que comunicarme con él. Su hallazgo es de la máxima importancia, tengo que asegurarme de que esa presencia es la misma que he captado yo aquí, en Madrid. De ser así, podría ser algo demasiado grande, incluso para nosotros…
Se quedó mirando al muro con los ojos desenfocados. El monje esperó pacientemente a que el padre Jorge reanudara el ascenso.
La planta central de la iglesia estaba desierta. Era muy tarde, casi medianoche, y ya se habían retirado todos los feligreses. Caminaron en silencio por el pasillo central. El sonido del bastón del padre Jorge llenaba el vacío de la pequeña iglesia, acompañado por el susurro de su respiración entrecortada. El monje sospechaba que la agitación del padre Jorge era debida a las noticias de sus hermanos, no al esfuerzo físico de subir las escaleras. Se trataba de un hombre mayor, y aunque nadie conocía su edad exacta, no podía tener menos de ochenta años a juzgar por su aspecto. Aun así, le había visto muchas veces subir por la larga sucesión de peldaños de piedra, sin ayuda, salvo la que le proporcionaba el bastón.
La puerta de la iglesia se abrió en ese momento, dejando que el frío de la noche invadiera el interior. El padre Jorge y el monje se detuvieron. Alguien entró, cerró la puerta y caminó hacia ellos. Era un hombre alto, de hombros anchos y postura recta.
Saludó con un ademán.
—Es algo tarde para una visita, hijo mío —dijo el padre Jorge.
El monje conocía al recién llegado. Se llamaba Javier Arnao, un empresario de considerable éxito y un firme creyente, que hacía muchos años que trataba con el padre Jorge. Como todos los asiduos a su iglesia, el empresario adivinaba algo especial en el anciano, pero no sabía que se trataba de un santo, un santo auténtico, de los que perciben a Dios. Ni siquiera la iglesia tenía conocimiento de la existencia de los santos.
—No he podido venir antes, padre —explicó Javier—. Y no he querido esperar a mañana. Me arriesgaba a que los negocios volvieran a absorber mi tiempo por completo. Creo que usted querrá conocer la noticia que le traigo cuanto antes.
El monje entendió el problema. Al padre Jorge no se le podía enviar un correo electrónico o llamarle al móvil. Si se quería contactar con él tenía que ser en persona y comprendía que un hombre de la posición de Javier estuviera muy ocupado como para hacerlo durante el día.
—Te ruego que seas breve, hijo mío —dijo el padre Jorge—. Otros asuntos reclaman mi atención.
—Desde luego, padre —dijo Javier—. Verá, hay un problema con el edificio de la calle Serrano. Voy a tener que venderlo.
El monje vio cómo cambiaba el rostro del padre Jorge.
—¿Cómo es eso, hijo mío?
—No he podido evitarlo —aclaró Javier. Se le veía inquieto—. La presión ha sido brutal. Una negociación durísima en la que he estado a punto de perder una de mis empresas. He hecho cuanto he podido, consciente de que ese lugar es importante para usted, padre. Pero no he podido conservarlo. Son muchas las personas que se quedarían sin empleo si no cedo, por no hablar de los accionistas, que quieren vender.
—Comprendo —dijo el padre Jorge. El monje empezó a preocuparse. Aquella debía de ser una mala noticia para turbar de ese modo al santo—. ¿Puedo saber quién es el comprador?
—Es Mario Tancredo —dijo Javier—. Naturalmente, se escuda en un mediador, pero yo conozco su organización lo suficiente. Es un hombre implacable, muy temido en el mundo de los negocios, se rumorea que nunca ha fracasado en una operación. Contaba con la mayor parte de las acciones de una de mis empresas y podía haberla absorbido, de hecho creía que esa era su intención, pero al final ofreció retirarse a cambio del edificio de la calle Serrano y alguna que otra condición insignificante. Confieso que no lo comprendo.
—No te apures —le dijo el padre Jorge—. Me consta que habrás hecho todo lo posible y tú mismo lo has dicho, te has preocupado por conservar los empleos de tu gente. Has obrado bien, hijo.
Se notaba el pesar que arrastraban las palabras del padre Jorge. El monje no dudaba de la versión de Javier. Tiempo atrás había sido un tipo mezquino y egoísta, pero el padre Jorge le cambió, llegó hasta el fondo de su ser. Javier Arnao dio un giro completo a su vida y a sus negocios, se alejó de prácticas abusivas o poco éticas, y mejoró en general. También colaboró mucho con la iglesia desde entonces, con generosas donaciones. Incluso creó una fundación de ayuda a los huérfanos con el padre Jorge.
—Siento no haber podido hacer más —dijo el empresario.
El padre Jorge se acercó a él.
—Estoy orgulloso de ti, lo sabes, ¿verdad? —El santo puso una mano sobre el brazo de Javier. El empresario asintió—. Me gustaría visitar el edificio de la calle Serrano una última vez antes del traspaso. ¿Podemos ir mañana?
Era una petición sorprendente. El monje no la hubiera creído si se lo hubieran contado. El padre Jorge casi nunca abandonaba la iglesia, y en las rarísimas ocasiones en que lo hacía, era para ocuparse de asuntos de gran transcendencia.
—Puedo acompañarle por la tarde —dijo Javier—. Por la mañana tengo que supervisar un depósito importantísimo. Me entregan dos diamantes únicos de valor incalculable.
—Por la tarde entonces.
Se despidieron. Javier Arnao se alejó con los hombros un poco caídos. El monje entendió que no le había sido agradable transmitir aquella noticia.
—¿Puedo preguntarle algo, padre?
El santo inclinó la cabeza a modo de afirmación.
—Quieres saber qué hay en ese terreno.
—Es que no considero oportuno que salga de la iglesia, padre —explicó el monje.
—Debo hacerlo. Tengo que confirmar si está relacionado con el hallazgo de mi hermano en París…
Una cristalera saltó en pedazos. El estruendo cortó la conversación de raíz. Cuando los dos hombres alzaron la vista, vieron una pequeña lluvia de cristales derramarse desde la parte superior de la iglesia. Otra cristalera, que estaba situada enfrente, también reventó. Algo la atravesó desde el exterior. Una a una, las pocas vidrieras de la pequeña iglesia se fueron rompiendo. Por suerte, el santo y el monje estaban en el pasillo central y los fragmentos de cristal no les cayeron encima. Escucharon golpes pesados entre los bancos de madera. El monje se agachó entre dos que tenía a la derecha y después se levantó con un ladrillo en las manos.
—¿Qué es esto? —dijo atónito—. ¿Vandalismo?
—No —respondió el padre Jorge—. No es eso. Hay alguien ahí fuera.
—¡Espéreme!
El monje corrió a su lado. Le ofreció el brazo de nuevo, pero el padre Jorge lo rechazó. Nada más abrir la puerta, descubrieron cuál era el problema. Varios centinelas acudieron corriendo a la entrada de la iglesia. Se colocaron alrededor del padre Jorge, preparados para protegerle de cualquier amenaza.
Una pequeña escalera se extendía desde la puerta de la iglesia. Al final había un hombre, oculto por la sombra de un árbol, situado de modo que la luz de las farolas permitiera ver solo su silueta. Su brazo derecho estaba extendido, hacia arriba, fuera de la protección de las sombras, y en su mano aprisionaba el cuello de Javier. El empresario daba patadas en el aire, luchando por llevar oxígeno a sus pulmones.
—Volved dentro —ordenó el anciano—. Este asunto me concierne solo a mí.
El monje obedeció de mala gana. Entró en la iglesia pero se quedó justo detrás de la puerta, observando, sin perder de vista al padre Jorge ni al extraño sujeto que estrangulaba a Javier. Los centinelas dudaron algo más de tiempo, pero al final retrocedieron hasta la entrada.
El intruso abandonó el cobijo de las sombras y se acercó al primer escalón, arrastrando al empresario sin esfuerzo. Tenía que ser extraordinariamente fuerte. Se detuvo sin llegar a pisar la escalera. Tenía el pelo largo, le rozaba los hombros. Vestía una camisa holgada, por fuera de los vaqueros, y calzaba unas playeras muy llamativas. Inclinó la cabeza para mirar fijamente al padre Jorge. La sonrisa que lucía hasta ese momento desapreció para dar lugar a una mueca.
—Si no me equivoco —dijo el padre Jorge—, tu problema es conmigo, no con el hombre que estás estrangulando.
El desconocido se sorprendió.
—Impresionante —dijo—. No creía eso de que nadie puede hablar antes que un santo, pero es cierto. Una cualidad elegante, digna de mi admiración. No creo necesario recalcar que si no mantiene a raya a los centinelas, me veré obligado a cerrar la mano izquierda, hasta que la cabeza de este hombre se separe de su cuerpo. —El padre Jorge asintió—. Y sí, está en lo cierto. Mi problema es con usted. Aunque debo puntualizar que en realidad yo no tengo ningún problema. Usted sí que lo tiene, padre… Así es como le llaman, ¿no? Padre.
—Puedes llamarme como quieras, hijo. No cambiará la esencia de nuestra confrontación.
—Estoy de acuerdo, padre. Sin embargo, soy de la opinión de que las formas correctas facilitan la comprensión mutua. Yo, por ejemplo, no me he disculpado por mi forma de reclamar su atención. Verá, no me seducía la idea de llamar a la puerta, pero a la vez quería asegurarme de que me tomara en serio. Me imagino que unos cristales rotos no serán un gran trastorno, espero… Intento ser original, lo confieso. Mi nombre es Sombra, por cierto. Una presentación adecuada es indispensable. El suyo ya lo conozco, padre Jorge.
—Así es —dijo el santo—. Sin embargo, Sombra no es tu nombre, no concuerda con tu alma. Imagino que lo adquiriste tras convertirte en vampiro, para ocultar tu identidad, probablemente. De ser ese el caso, sigo sin conocer tu nombre, y por tanto no puedo considerar tu presentación como adecuada.
El monje se estremeció al escuchar que el agresor era un vampiro. No podía dejar que el padre Jorge se enfrentara solo a un ser tan peligroso. Debían hacer algo, los centinelas tendrían que salir y acabar con ese tal Sombra, pero el santo les había dicho claramente que no se inmiscuyeran.
El vampiro se estaba tomando su tiempo para contestar. Javier gemía, a la vez que agarraba la muñeca de su agresor con las dos manos, intentando izar su cuerpo y reducir de ese modo la presión sobre su cuello.
—Una deducción muy perspicaz —repuso el vampiro—. Me gusta la gente inteligente. Por eso entenderá, padre, que no puedo revelar mi verdadera identidad. Con Sombra habrá de bastar. Ve usted mucho para haberse dado cuenta tan pronto de mi condición inmortal.
—Veo muchas cosas, hijo. Por ejemplo, que el motivo de tu presencia no guarda relación con el hombre que estás estrangulando. Te pido que le liberes. Es a mí a quien quieres.
Sombra agitó un poco a Javier. La cara del empresario se estaba tornando azulada.
—Lo haré encantado —dijo Sombra—. Únicamente tiene que descender por esa escalera, salir de la iglesia y venir hasta mí, solo por supuesto. De nada sirve fingir que no sabemos qué ocurrirá, padre. He venido a matarle. ¿Por qué retrasar lo inevitable?
—Es aventurado adelantar acontecimientos —repuso el padre Jorge—. El futuro siempre es incierto. De todos modos, me temo que mis actos están supeditados a los deseos de Dios, no a los tuyos, hijo.
El vampiro miró hacia otro lado, acariciando su barbilla con gesto reflexivo.
—No es una mala evasiva —concedió—. Recurrir a Dios en sus argumentaciones le confiere ventaja, padre. Aunque de verdad esté en contacto con él, como aseguran, yo no, y no puedo rebatir los supuestos planes de Dios porque solo usted los conoce.
—¿Cambiaría algo si tuvieras la certeza de que no miento ni tergiverso nada?
—Buena pregunta. No, nada en absoluto. He aceptado el contrato y tengo que matarle. Volviendo al tema de este hombre, creo que le haré caso. Lo soltaré como muestra de mi respeto por usted, padre. A cambio solo pido que prolongue un poco nuestra charla.
El padre Jorge cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra. Miró al vampiro y asintió.
Sombra abrió la mano. Javier Arnao se desplomó con un gemido y retrocedió asustado, aspirando todo el aire que le era posible. Miró al padre Jorge. El santo hizo un ademán con la cabeza y el empresario se alejó corriendo.
—Una buena acción por tu parte, hijo —dijo el anciano—. Ese es el camino.
—Mi camino, padre, se ha cruzado con el suyo. No sé a quién ha incordiado para que me contraten, pero tiene que haber sido alguien importante. Usted sabrá.
El monje tuvo ganas de gritar. El padre Jorge no había hecho nada malo a nadie, jamás. Sintió ganas de gritárselo a ese vampiro asqueroso. Las personas a las que el santo había proporcionado consuelo u orientación a lo largo de su vida eran incontables. Había participado en innumerables causas benéficas a favor de la sociedad sin pedir nada a cambio, de un modo completamente altruista. Era un ejemplo para los demás, un modelo a imitar. El monje no tenía ninguna duda de que el mundo mejoraría si hubiera más gente como él, o que aspirara a ser como él. Tampoco tenía ninguna duda de que solo alguien esencialmente maligno podría querer matar a un santo.
Y sin embargo no estaba asustado. Quizá porque el padre Jorge se mantenía imperturbable, plantando cara al vampiro sin mostrar temor, como debía ser teniendo a Dios de su parte. El monje sentía el calor del orgullo recorriendo su interior al ver a aquel anciano enfrentarse a un asesino, a uno de los peores depredadores que existían. Tenía una fe absoluta en el santo y estaba convencido de que enviaría al infierno a esa aberración de la naturaleza que no podía mostrarse a la luz del sol.
—No conozco en profundidad la senda del mal —dijo el padre Jorge—. Mis humildes pasos discurren en otra dirección. Y reconozco que no sé quién puede desear mi muerte.
El vampiro permanecía inmóvil. Desde que había liberado a Javier parecía una estatua, solo sus labios se movían al hablar.
—De modo que asume que su muerte es algo malo. Se cierra a otras posibilidades. Curioso… Parece que no tiene miedo, padre. Me pregunto si es por su fe en Dios o por esos centinelas que le acompañan. Sé que nadie ha matado a un santo desde hace al menos un milenio, y también sé qué le sucedió a ese pobre desgraciado, cómo se consumió su alma en un instante. Un buen mecanismo de defensa…
—Dios nos quiere en este mundo, nos necesita para servirle y cumplir sus designios. El que mata a un santo ve su alma consumida en un fugaz suspiro.
—El problema es que mi alma no se puede consumir. Es lo que tiene la inmortalidad. Pero seguro que ya lo sabe, padre, un hombre de su posición… Y aun así, continúa sin tener miedo. No creo que dude de mis capacidades como asesino, no es tan ingenuo. No, debe ser otra cosa… Creo, padre, que se siente a salvo en su iglesia. Apuesto a que no piensa salir de ella de noche, solo de día.
El padre Jorge describió un arco con la cabeza, admiró el cielo nocturno.
—Mis obligaciones con Dios guiarán mis pasos, no tú, hijo. Cumpliré mi cometido, y si mi cometido me lleva fuera de esta iglesia durante la noche, así será.
—De eso estoy seguro —afirmó el vampiro—. Yo me encargaré de que su cometido le arrastre fuera de esos muros, y de noche, naturalmente. No podrá evitarme, padre. Verá, en realidad podría esperar. Para mí, un mes, un año o una década no son nada. Tengo la eternidad por delante. Podría acechar desde uno de esos tejados hasta que saliera, pero mi cliente es mortal, me temo. Fijó un plazo. Así que tendré que persuadirle para que salga a tomar el aire nocturno.
—Te repito, hijo, que eso no está en tu mano, ni en la mía.
—Lo veremos, padre. Voy a empezar por una técnica sencilla, pero efectiva. Primero me encargaré de sus feligreses más fieles y devotos. Les mataré uno a uno hasta que cambie de opinión. A menos que prefiera resolver esta cuestión aquí y ahora.
—Accedería encantado, hijo, pero no puedo. Me requieren asuntos cuya importancia nos supera a ti y a mí. No puedo desatenderlos. Podría, tal vez, encontrar un hueco más adelante, si conservas las vidas de esas personas que no están implicadas en este trance.
—Lamentándolo mucho, eso no va a ser posible. Mis asuntos pueden o no ser tan transcendentes como los suyos padre, pero soy un profesional y tengo una reputación que defender. Respecto a esos pobres inocentes, está en su mano salvarles, no en la mía.
—¿De verdad no sientes nada al arrebatarles sus vidas, hijo?
El vampiro, que había comenzado a darse la vuelta, se detuvo y miró de nuevo al santo.
—Ni siquiera creo que usted lo pueda entender, padre. No importa que perciba o no a Dios. Usted es mortal, con un entendimiento limitado. Me llevaría mucho tiempo intentar explicarle mi punto de vista, pero digamos que antes o después todos van a morir. Es la finalidad de su existencia, la única certeza que tienen los mortales desde que nacen. ¿Qué más da el modo? Ya que van a morir, que me sirvan de algo.
—¿Nunca consideraste pensar en sus vidas en lugar de su muerte?
—Ya le he dicho que esa discusión llevaría mucho tiempo y ambos tenemos ocupaciones que atender —dijo el vampiro alejándose—. Celebro haberle conocido, padre. Es usted un mortal inteligente a su manera. Pero no vacilaré cuando extinga su vida. Saldrá de esa iglesia de noche, se lo aseguro.