Anochecía. La luna estaba oculta por las nubes, pero se podía presentir su resplandor a través de la sucia cristalera que recorría el centro del techo.
Estaban en una nave industrial abandonaba, entre las placas de yeso laminadas que delimitaban las antiguas oficinas. Había una mesa alargada y metálica, sobre la que descansaban dos grandes maletas con las más modernas cerraduras.
Jesús y sus dos hombres estaban a un lado de la mesa. Raúl se había situado enfrente, también escoltado por dos corpulentos guardaespaldas. Así habían acordado realizar la venta.
—Muestra la mercancía —exigió Jesús—. Quiero echarle un vistazo.
Raúl giró su maleta de modo que Jesús pudiera ver su contenido cuando la abriera.
—Por supuesto —dijo—. No encontrarás nada mejor.
Una colección de bolsas de plástico transparente, cuidadosamente amontonadas, quedó a la vista cuando se alzó la tapa de la maleta. Estaban rellenas de polvo gris claro: la heroína.
Jesús no se fiaba de nadie. En aquel negocio no existían los amigos, menos cuando se iba a desembolsar una cantidad de dinero tan grande a un nuevo proveedor. Era la primera vez que hacía tratos con Raúl y eso aumentaba su desconfianza. Casi todo el mundo intentaba sacar más beneficio del que correspondía, sustituyendo la droga por otra sustancia en algunas de las bolsas, mintiendo sobre su pureza, adulterándola… La lista de tretas era interminable.
—Quiero comprobarla —dijo en un tono que no dejaba lugar a la discusión.
Raúl asintió.
—No hay problema. Enseña el dinero y podrás hacerlo.
Jesús hizo un gesto con la cabeza. Uno de sus hombres abrió la maleta y mostró los fajos de billetes tan bien colocados como las bolsas de heroína.
—Ahí no está todo —apuntó Raúl tras un rápido vistazo.
—Está la mitad —repuso Jesús—. En cuanto hayamos comprobado la droga, verás otra maleta igual que esta sobre la mesa.
Raúl hizo una mueca, pero estuvo conforme.
—De acuerdo, pero no quiero jugarretas extrañas —advirtió. Cogió una de las bolsas de heroína—. Aquí tienes.
—Prefiero escoger la bolsa yo mismo, si no te importa.
Se miraron. Hubo un momento de tensión.
—Desde luego —dijo finalmente Raúl, empujando la maleta—. Sírvete tú mismo.
Jesús removió las bolsas de plástico, sacó una de las que estaban al fondo y se la pasó a su hombre. El guardaespaldas cortó la bolsa con una navaja pequeña, tomó una pequeña muestra con el dedo y se la metió en la boca.
—Parece buena, jefe.
—Pero no lo es —dijo alguien más.
Los seis traficantes cruzaron una mirada de alarma.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Jesús.
Uno de sus hombres cerró rápidamente la maleta del dinero y la arrastró hacia él. Los guardaespaldas de Raúl hicieron lo propio con la heroína.
—He sido yo.
Un hombre salió de la esquina más alejada de la estancia. Caminaba lentamente, sin hacer ruido. Los cuatro matones le apuntaron con sus armas. Cuando estuvo bajo la luz del fluorescente, se vio que no llevaba nada en las manos. No parecía nervioso por las cuatro pistolas que le encañonaban. Llevaba unos vaqueros desgastados y unas playeras amarillas, bastante chillonas, tenía el pelo castaño y largo, rozando los hombros.
—¿Qué es esto? —preguntó Jesús—. Acordamos traer solo dos hombres como escolta. Si es un truco…
—No es de los míos —le interrumpió Raúl—. No le había visto nunca.
—En efecto —dijo el desconocido—. No soy de los suyos, ni de los tuyos tampoco. Me llamo Sombra y solo he venido a hacer una pequeña demostración. No voy armado, no hay razón para alarmarse.
Jesús miró a Raúl, que se encogió de hombros.
—Te estás jugando la vida, amigo.
—¿Qué mierda de nombre es Sombra? —preguntó Jesús, que aún no sabía qué pensar.
—Un apodo, obviamente —contestó Sombra, indiferente.
Llegó hasta la mesa.
—Espera un segundo —dijo Raúl—. Me suena ese apodo. Es el de un asesino a sueldo o eso he oído. Uno caro.
—Uno que nunca falla —dijo Sombra—. Pero no voy a matar a nadie, lo he prometido. Y yo siempre cumplo mi palabra.
—Eso me parece muy bien, señor asesino a sueldo —dijo Jesús—. Ahora será mejor que te largues mientras puedas.
—No te conviene en absoluto —repuso Sombra—. He venido a decirte que esa droga es falsa. Te están timando, señor traficante de heroína.
Jesús fulminó a Raúl con la mirada. Las pistolas cambiaron de objetivo con un movimiento rápido, los matones reaccionaron apuntándose entre ellos.
—¿Qué? —bufó Raúl—. ¡Eso es absurdo! ¿Cómo te atreves?
—¿Es cierto? —preguntó Jesús muy serio.
—Por supuesto —contestó Sombra—. ¿Qué gano mintiendo en eso?
—Te la estás jugando —amenazó Raúl—. ¿Cómo podrías saber que la heroína no es auténtica?
—Eso es irrelevante —repuso Sombra.
Raúl se puso tenso.
—Está mintiendo —le dijo a Jesús—. Tu hombre lo ha comprobado. Puedes meterte un chute y verás que no has saboreado una heroína mejor en tu puta vida.
—Yo no pienso meterme esa mierda, jefe —dijo el matón que había catado la droga—. Si el tío raro tiene razón, a saber qué veneno me estaré metiendo en el cuerpo.
—Yo lo haré —se ofreció Sombra—. Así nadie tiene que arriesgarse. Es una solución perfecta. Si no os gusta el resultado, me podéis acribillar. Tú, Jesús, comprobarás si lo que he dicho es cierto. Y tú, Raúl, no tienes nada que temer si tu droga es tan buena como dices. Todos ganamos.
—Me parece bien —dijo Jesús.
—Y a mí —dijo Raúl—. No tengo nada que ocultar. Yo soy un hombre de negocios íntegro.
—Excelente —dijo Sombra—. Si hacéis el favor de bajar las armas, me pondré a ello ahora mismo.
Raúl y Jesús hicieron un gesto a sus hombres, que bajaron las pistolas, pero no las enfundaron.
Sombra alargó la mano y cogió una bolsa de heroína. Uno de los matones de Raúl se adelantó.
—Eso no se toca sin permiso.
Lanzó un puñetazo. Sombra elevó la mano izquierda y detuvo el golpe sin apenas moverse, atrapó el puño del guardaespaldas en pleno vuelo y apretó. El hombre cayó de rodillas, suplicó, se le escapó un grito y se quejó del dolor. A pesar de ser un auténtico mastodonte de más de cien kilos de músculo, Sombra le manejó con facilidad, con una sola mano, sin ni siquiera dedicarle una mirada.
—No vuelvas a tocarme. —Apretó más. El hombre chilló. Sombra le dio una patada en la cara y lo dejó inconsciente—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, la prueba. ¿Puedo? —añadió señalando la droga.
Raúl asintió, deslizó una mirada a su guardaespaldas y luego se centró de nuevo en Sombra. El asesino extrajo la droga y la calentó sobre una cuchara.
—Con esa dosis podrías matar a un elefante —le advirtió Raúl.
—Tanto mejor para ti —dijo Sombra—. Yo muero y tú demuestras la pureza de tu mercancía.
Raúl se encogió de hombros.
Sombra llenó la jeringuilla hasta el límite, dejó a la vista su brazo izquierdo y se inyectó la droga delante de todos los presentes, dejando que lo vieran con toda claridad.
—Ya está hecho.
—Te quedan segundos de vida, imbécil —dijo Raúl con desprecio.
—Si es heroína, sí —repuso Sombra.
Apoyó las manos en la mesa y sonrió. Les miró a todos de uno en uno.
—No es posible —dijo Raúl pasado un rato.
Sombra le miró.
—Yo diría que sí es posible.
Luego abrió el maletín con el dinero, sacó tres fajos y empezó a hacer malabarismos con ellos. Jesús apretó los puños mientras veía su dinero pasar de una mano a otra con una coordinación y precisión absolutas.
—Mi droga es de la mejor calidad —dijo Raúl al advertir la mirada de Jesús. Tenía un hombre menos y la situación se estaba poniendo muy difícil por momentos—. Te lo juro.
—¿Y cómo explicas eso?
Jesús señaló a Sombra, que continuaba añadiendo fajos a su ejercicio de malabarismo. Cinco montones de dinero, sujetos por una goma, bailaban entre las manos de Sombra.
—Qué bueno soy.
—Me has intentado engañar —dijo Jesús—. Eso no lo tolero.
—¡No! —gritó Raúl.
Jesús fue más rápido. Desenfundó su arma y disparó. Le alcanzó a Raúl en el pecho, que cayó al suelo, seguido medio segundo después por su guardaespaldas, que había sido acribillado por los matones de Jesús.
Sombra dejó el dinero sobre la maleta.
—Supongo que quieres un pago por haberme avisado de esta trampa —dijo Jesús guardando su arma—. Te lo mereces. ¿Cuánto quieres?
—Ya me han pagado, no te preocupes —contestó Sombra—. Yo nunca hago nada gratis.
—¿En serio?
—Sí. Buen disparo, por cierto. Ahora tengo que irme. Pero antes… —Se agachó junto a Raúl, que aún no estaba muerto. Tenía el jersey empapado, le salía sangre por la boca y apenas podía respirar. Le quedaba muy poco de vida—. Antes de que mueras quiero decirte algo. Es que me gusta que la gente sepa por qué muere. —Hizo una pausa, acercó la boca hasta casi rozar la oreja de Raúl y susurró—: Recuerdos de Tedd y Todd.