5
La discoteca estaba abarrotada. La música retumbaba rítmicamente, inundando la totalidad del local. Los jóvenes obedecían su ritmo y melodía, se estremecían entre sus notas, se dejaban llevar. Sacudían sus cuerpos en la pista de baile, apretados unos contra otros, dando pequeños saltos, agitando la cabeza, vibrando.
Estaba oscuro. Una esfera enorme reflejaba una débil luz multicolor sobre los jóvenes. Eva se contoneaba en el centro de la pista. El pelo botaba sobre su cabeza, a veces cubriendo su cara por completo, otras cayendo sobre los hombros y la espalda.
Se dio cuenta de que un chico la miraba. No era el que a ella le gustaba, así que no le devolvió la sonrisa. Siguió bailando.
Al cabo de un tiempo se sintió algo cansada. Sudaba y tenía sed. Pagó una fortuna por un simple refresco y se lo bebió en pocos segundos. Al terminarlo seguía teniendo sed. Se había pasado toda la tarde bailando. Debería haberse ido hacía una hora, con sus amigas, pero había preferido quedarse un poco más, esperando a que él apareciera, el chico que siempre se quedaba mirando embobada y que nunca tenía el valor de saludar siquiera. Una tímida sonrisa era cuanto se había atrevido a ofrecerle por ahora.
Seguro que él pensaba que ella no era más que una cría, otra boba que suspiraba por él. Él era mayor, al menos tendría diecisiete años, y lo más probable era que tuviese novia. Demasiado guapo y demasiado alto para no tenerla. Nunca bailaba, se quedaba de pie, hierático, como una estatua hermosa y perfecta. Su sonrisa, su boca…
Eva se dio cuenta de lo tarde que era. Casi las once y media. Y debía estar en casa a las once. Sus padres le consentían pasarse un poco de la hora, pero nunca llegar más tarde de la media noche.
Le llevó una eternidad recoger la cazadora del ropero y abrirse paso entre la marea de jóvenes hasta la salida. El aire de Madrid se enroscó a su alrededor de repente, enfriando el sudor de su cuerpo. Eva tiritó. Acomodó la escasa solapa de la cazadora a su cuello, metió las manos en los bolsillos y apretó los dientes. Siempre era igual al pasar del sofocante ambiente de la discoteca a la frescura de la noche.
Llegó al metro jadeando por la carrera y estuvo a punto de resbalar y caerse por las escaleras. Aún le zumbaban los oídos por la música de la discoteca. Vio que eran las doce menos diez en el reloj del andén mientras esperaba el próximo tren. Ya no podía evitar llegar tarde, así que lo mejor sería prepararse para la inevitable bronca.
Buscó una excusa decente mientras las estaciones se sucedían, una que no hubiera empelado ya. Pero al llegar a su parada, no se le había ocurrido nada. Su padre estaría en la puerta, no tendría tiempo ni de sacar la llave del bolso. Su madre era un poco más comprensiva, aunque en la cuestión de las salidas nocturnas tendían a estar de acuerdo con más frecuencia de la que Eva desearía. Y lo peor era que su padre solía imponer su criterio, un criterio arcaico y deformado por su profesión de juez. Había visto tantos casos de agresiones y violaciones en su trabajo, que se pensaba que las calles estaban atestadas de pervertidos y delincuentes, que una chica de quince años no podía andar sola…
Unas pisadas resonaron en el pasillo. Eva se percató de que no había nadie más y aún estaba lejos de la salida del metro. Se sintió un poco tonta al mirar hacia atrás, por encima de su hombro. Dos chicos caminaban en su dirección, a varios metros de distancia. Aparentaban algo más de veinte años. No recordaba haberlos visto en su vagón.
Apretó un poco el paso, esperando que no se notara. En las escaleras mecánicas decidió subir los escalones andando con mayor rapidez. No se atrevía a mirar atrás, pero ya no les oía. Seguramente estaba reaccionando exageradamente, como consecuencia del miedo que su padre le había metido en el cuerpo.
Cuando llegaba al final de la escalera, se arriesgó a mirar hacia atrás. Los dos chicos estaban al fondo, parados, mirando algo en el móvil de uno de ellos. Eva suspiró aliviada.
Entonces su espalda tropezó con algo.
Se giró con dificultad y se topó con una sonrisa siniestra, de esas que no vaticinan nada bueno, que acompañan a unos ojos demasiado abiertos y demasiado tétricos. Nadie debería sonreír sin cerrar un poco los ojos.
Era un chico muy alto. La agarró por los hombros. Eva se removió instintivamente y chilló. El chico le propinó tal bofetada que la cabeza se ladeó bruscamente hacia un lado, la mejilla se le encendió por el golpe. El asaltante le cubrió la boca con la mano y comenzó a arrastrarla hacia un pasillo más pequeño y apartado. Los dos chicos que la seguían no tardaron en unirse a su compinche.
Eva pataleaba y daba codazos, luchaba en vano por liberarse.
—Es mejor que te relajes y mantengas la boca cerrada, niña —le dijo uno inclinándose sobre ella.
Eva dejó de moverse, estaba rodeada. El que la sujetaba por la espalda retiró la mano de su boca, lentamente, preparado para volver a taparla si intentaba gritar.
—Bien. Ahora quítate esa cazadora y saca la pasta. ¡Deprisa!
—P-Pero… yo…
La dieron otra bofetada. El que la sujetaba por los hombros la sacudió.
—Esta niña es tonta. Tendré que hacerlo yo.
Eva se sintió completamente impotente e indefensa. La sentaron en el suelo y empezaron a quitarle la cazadora. Quería darles lo que querían y que se marcharan, pero no controlaba su propio cuerpo, estaba demasiado asustada. Notaba tirones en los brazos y empujones por todos lados.
—Lo tengo, vámonos.
—Un momento… Oye, no está mal la cría.
Eva estaba tirada en el suelo con la cara dolorida por los golpes. Solo veía tres pares de pies frente a ella. Ya tenían lo que querían, ¿por qué no se largaban? Entonces sintió algo que multiplicó su miedo hasta el infinito.
—No tenemos tiempo para eso —gruñó uno de sus asaltantes.
Eva saltó involuntariamente. Una mano le estaba apretando el trasero, con fuerza, recorriendo sus nalgas de un modo obsceno y asqueroso.
—Se resiste —rio otro.
Cayeron sobre ella. Oyó cómo rasgaban su camisa. Notó manos palpando todo su cuerpo. Era vagamente consciente de estar resistiéndose, de revolverse como podía, pero no era suficiente. El pánico aceleró su corazón.
Le estrujaban los pechos con violencia, le hacían daño. También las piernas. Oía risas y jadeos, la llamaron puta en varias ocasiones. Las manos empezaron a buscar su cinturón, a acercarse demasiado a su zona íntima. Eva deseó desmayarse, no estar consciente ante lo que se avecinaba.
De pronto escuchó un fuerte golpe, juraría que en la pared de enfrente. Había menos manos sobre ella. Después, un gemido. Alguien gritó. Ya estaba libre, nadie la sujetaba. Eva abrió los ojos.
Un hombre retorció el brazo de uno de los chicos, le obligó a doblarse, a aplastar la cara contra el suelo. Otro de los agresores estaba tumbado en el suelo, inconsciente. El tercero se abalanzó sobre su salvador, por la espalda.
—¡Cuidado! —le advirtió Eva.
El hombre no soltó al que mantenía contra el suelo. Movió el brazo libre hacia atrás y golpeó al tercer chico, que cayó desplomado. Entonces el hombre se volvió y Eva pudo verle. Le conocía.
—¡Sombra!
Su tío la miró y sonrió.
—No te muevas —susurró al agonizante chico—. Si se te ocurre levantarte, juro que lo lamentarás. —Corrió junto a su sobrina, la abrazó y palpó sus extremidades—. ¿Estás bien? Dime. ¿Te han hecho algo?
—No —dijo ella conteniendo las lágrimas a duras penas—. Pero iban a… Me quitaban la ropa… Me tocaban…
—Ya está bien, ya pasó. —Sombra la apretó contra su pecho—. Tranquila.
—Todo ha quedado en un susto gracias a ti, tío.
—Esa es mi chica. Solo alguien fuerte se repone tan pronto de una experiencia como esta. Lo que me recuerda… Ven.
Sombra agarró al tercer chico, al único que quedaba consciente, por los pelos de la cabeza. Tiró y le obligó a mirar a Eva.
Ella le devolvió la mirada. Aún tenía un poco de miedo, pero estaba empezando a sentir rabia por las terribles imágenes que se formaban en su mente, en las que tres chicos abusaban de ella brutalmente, ignorando sus súplicas, riendo y llamándola…
—Este cerdo me llamó puta —dijo con la voz quebrada.
Aún le costaba sostener su mirada.
—Vaya, vaya —dijo Sombra—. Tengo entendido que le has robado, tú y tus amiguitos, tres contra una chica. Qué valientes.
—Yo solo quería el dinero —dijo el chico—. Yo no iba a hacerle nada, lo juro.
—¡Mentira! Me sujetabas como los demás. No le creas, tío. Como poco colaboraba con sus amigos.
—Era un juego —se defendió el chico—. Solo necesitaba dinero.
—Ah, bueno —dijo Sombra. Apretó la mano, tiró más fuerte del pelo. El chico chilló—. Si solo era por dinero, estás disculpado. De hecho…, mira, me has convencido. —Sombra sacó un billete de cien euros—. Esto es para ti. ¿Es suficiente? ¿No? ¿Qué tal otro? ¿Y otro más? —El chico asintió. Una lágrima resbaló desde su ojo izquierdo—. Bien. Trescientos. Si solo era por dinero, ya está arreglado. —Sombra le metió los tres billetes en la boca, bien dentro—. Si escupes alguno te meteré otra cosa en la boca, algo de tamaño suficiente como para dislocar tu mandíbula. Ahora, vas a coger la cazadora de mi sobrina y se la vas a dar con delicadeza.
El ladrón se levantó, recogió la cazadora del suelo y se la tendió a Eva. Los billetes asomaban entre sus labios, llenos de babas. Sombra le sujetaba por el cuello en todo momento. Eva cogió la cazadora.
—El siguiente paso —dijo Sombra— es una disculpa. Creo que has llamado puta a mi sobrina… No oigo la disculpa. —El maleante se llevó la mano a la boca. Sombra le apretó el cuello—. Ah, ah, ¿qué te he dicho de sacarte los billetes…? Veo que lo has entendido. Sigo esperando la disculpa.
El chico masticó los billetes con la boca abierta. Se atragantó y tosió, le costó bastante tragárselos.
—Lo siento mucho —dijo con voz temblorosa. Eva le fulminó con la mirada—. No quería hacerte daño…
—¡Embustero! ¡Me estabais forzando! ¡Os oía reíros mientras me…!
—Lo has intentado —dijo Sombra interrumpiéndola. A Eva le costaba contener el llanto—. Pero como ves, tus disculpas no son aceptadas. Vamos a la última parte. Separa las piernas. ¡Que las separes, vamos! No te conviene enfadarme. Así está bien. —Sombra miró a su sobrina—. Tu turno, cariño. Dale bien fuerte, justo en… ¡Eso es! —El chico se encogió por la patada, pero Sombra le mantuvo erguido—. No está mal. Pero presta atención, cariño. ¿Ves su respiración? No se asfixia. Eso significa que no le has dado donde apuntabas, que está fingiendo. Habrá contraído la pierna en el último momento. No importa, prueba otra vez. Y, tú, separa más las piernas. ¡Más! Perfecto.
Esta vez Eva acertó de lleno. El ladrón se dobló, se llevó las rodillas al pecho, abrió la boca al máximo y se puso rojo. En un momento dado tomó aire, parecía que se recuperaba, pero volvió a sufrir problemas para conseguir oxígeno en los pulmones.
Eva le vio agonizar y se sintió un poco mejor, pero no demasiado. A él se le pasaría el dolor en unos minutos, mientras que el daño que pensaban causarle a ella le podría haber dejado secuelas de por vida.
Esperaron un poco.
—Bien, ya estás recuperado —dijo Sombra zarandeándole un poco—. Te falta una patada. Una por cada miembro de la pandilla. Como eres el único consciente, te llevas las tres tú solito. Y tienes suerte de que cuente la primera, la que falló.
Eva contempló un segundo el triste despojo humano que su tío sujetaba por la nuca, su aspecto era lamentable. Por alguna razón que no entendía, no quiso golpearle de nuevo.
—No quiero hacerlo, tío.
—Gracias… —murmuró el chico.
—Por supuesto que no, cariño. Y no lo harás —dijo Sombra en tono dulce—. Eso es porque eres una gran persona. Contaba con ello. Pero ¿sabes una cosa? A esta escoria no le importaba lo buena persona que eres y es probable que dentro de unos días o unos meses tampoco lo importe lo buena persona que sea otra chica que camine sola por el metro. Por eso voy a asegurarme de que no se olvide de este encuentro. La tercera patada se la daré yo. Tú no quieres ver esto, cariño. Vete ahí, a la vuelta de la esquina, yo voy enseguida.
Eva obedeció. Se alejó con paso tambaleante, dobló la esquina y se apoyó en la pared. Escuchó el golpe. Hubo un grito muy alto, agudo, pero murió enseguida. Entonces llegó de nuevo la lucha por conseguir aire. Su tío se reunió con ella mientras aún se escuchaban los lamentos.
Le abrazó con todas sus fuerzas y rompió a llorar en su pecho. Sombra le acarició la cabeza hasta que terminó de desahogarse. Al salir, la condujo hasta el bar del hotel que estaba enfrente de la boca de metro, y pidió un chocolate caliente.
—Esto te tranquilizará. No es conveniente que tus padres te vean así de nerviosa.
—¡Cielo santo! ¡Mis padres!
—Yo me encargo de ellos —dijo Sombra—. Dame tu móvil y termina el chocolate, te sentará bien.
Había llamadas perdidas de su casa y del móvil de su padre. Eva escuchó a su tío mintiendo descaradamente. Se le daba bien, porque su voz no temblaba ni mostraba inseguridad. Podía oír las protestas de su padre desde donde estaba sentada.
—¿Quieres calmarte? —dijo Sombra—. No sabía que la película era tan larga… ¿Qué querías que hiciera? La otra noche no pude verla, ¿recuerdas?… Le mentí, le dije que os lo había dicho a vosotros… Que sí, pesado… No quiere ponerse… Porque tiene miedo de tus broncas, señor juez que nunca hace nada malo… Enseguida la llevo a casa. Y como se os ocurra regañarla por algo que es culpa mía la raptaré… En cuanto nos acabemos las palomitas.
Colgó y le devolvió el móvil a Eva.
—¿Estaban muy enfadados?
—Lo normal. Ya conoces a tu padre, pero no te preocupes, me culparán a mí, tu madre estará encantada de hacerlo.
Aquello no le sonó muy bien a Eva. Tomó un sorbo de chocolate. Estaba espeso y humeaba.
—A lo mejor debería decirles la verdad. No quiero que mamá se enfade contigo.
—Si lo haces, no te dejarán salir hasta que cumplas los cuarenta —dijo su tío—. Has tenido mala suerte. A veces pasa. Lo que tienes que hacer es aprender y tener más cuidado, no ir sola por el metro a estas horas. Pero quedarte encerrada en casa y amargada no es la solución. Hay que vivir.
Eva bebió en silencio, admirando todavía más a su tío. Le gustaba estar con él y no entendía por qué a su madre le caía tan mal. Había algo entre ellos que les distanciaba y ella no entendía qué podía ser. Sombra era el familiar más divertido que tenía. Le había enseñado de todo, porque de todo sabía. Incluso bailaba bien. Y ahora encima había descubierto que era fuerte y que la protegía. Y además era guapo. Solo le fallaba que era un viejo de más de cuarenta años, aunque solo aparentara treinta. Lo que siempre le hacía pensar…
—¿Puedo preguntarte algo, tío?
—Pues claro —contestó Sombra.
—Eres mayor que papá, pero pareces bastante más joven.
Sombra sonrió.
—Ya te lo he dicho, tengo la suerte de mantenerme muy bien. No durará, por desgracia. El tiempo pasa para todos. Además, el problema es tu padre, que se conserva muy mal. Es por su trabajo. La judicatura conlleva una gran responsabilidad, de mucho estrés, y tu padre se lo toma muy en serio. También se preocupa por ti y por tu madre. Todo eso envejece mucho. Si yo tuviera hijos estaría repleto de canas, o sin pelo, que es peor.
Sonaba razonable. Lo que Eva no entendía era por qué Sombra no estaba casado. Seguro que las mujeres mayores estaban locas por él. Quizá su trabajo era un impedimento. Eva no sabía qué hacía exactamente un marchante de arte, pero viajaba mucho, durante largos periodos de tiempo a veces, y así debía de ser complicado mantener una relación.
—¿Y qué hay de tu nombre verdadero? ¿Nunca me lo vas a decir?
—Nunca. Es un nombre horrible, lo odio —dijo con una mueca desagradable—. Y ahora déjame que te eche un vistazo. —Tomó su cara con delicadeza, la volvió a ambos lados—. Seguramente te saldrá un moratón en el lado derecho. Tendrás que usar maquillaje.
Eva asintió.
—¿Por qué me hicieron eso, tío? ¿Por qué hay gente así?
Sombra suavizó la expresión de su cara.
—No tiene nada que ver contigo, cielo. Hay gente que apesta, siempre la habrá. Es parte de la condición humana. No merece la pena esforzarse en entender a la escoria, solo hay que evitarlos. Y eso me recuerda que no llevas la pulsera que te regalé.
A Eva le extrañó ese último comentario. ¿Qué importancia podía tener una pulsera?
—¿Esa que tenía ese símbolo tan raro dibujado en una piedra lisa?
—Esa. Te dije que no te la quitaras nunca.
—Pero, tío. Es que… es un poco fea. No pega con mi ropa.
—Puedes llevarla por dentro de la blusa, sin que se vea. Hazlo por mí, cariño. Créeme si te digo que ese símbolo trae suerte.
—Está bien… —repuso Eva de mala gana—. Solo porque tú me lo pides. Y como espante a algún chico, te dejaré de hablar.
—Genial. Una última cosa. Me voy de viaje y necesito que mi sobrina favorita me haga un favor mañana.
—¿Otro viaje de negocios?
—Sí. Tengo que ir a Berlín, a evaluar una nueva colección de cuadros…
—Vale, vale. ¿Qué tengo que hacer?
—Es bien sencillo. Solo tienes que ir al banco que está al lado de tu instituto, ¿vale? —Ella asintió. Sombra siguió con la explicación—. Pues lo único que tienes que hacer es entrar a primera hora y entregar este sobre a algún empleado.
Se lo dio. Era un sobre marrón anodino, con un nombre escrito en el anverso.
—¿Y ya está?
—Sí. Se lo entregarán al dueño del banco. Hemos hecho algún que otro negocio juntos.