INTRODUCCIÓN
De Proteo el egipcio no te asombres |
Tú que eres uno y muchos hombres. |
(J. L. BORGES, La rosa profunda) |
El primer contacto con una obra de Schelling suele provocar un estado de desconcierto. Al sumirnos en su lectura nos descubrimos partícipes de una empresa reductible a dos pasos iniciales: primero, el deslumbramiento ante la claridad de la exposición, la seducción estética frente a la brillantez de su estilo, a medio camino entre lo científico y lo poético; luego, apenas se avanza y se intenta penetrar en el contenido, el descubrimiento de que la sencillez casi pedagógica y la diafanidad sólo se hallan en la superficie. Aquí es donde comienza un segundo nivel de lectura: el de las genialidades junto a las ideas oscuras, las grandes intuiciones filosóficas y las escabrosas reflexiones sobre la naturaleza, demasiado cercanas a la magia.
Esta contradicción que experimenta el lector es un reflejo de la propia personalidad de Schelling y su destino: niño prodigio de la filosofía, su larga carrera le hizo vivir un pronto esplendor intelectual y un prolongado período de silencio, polémicas y fracasos. No sólo fue un genio filosófico sino un verdadero talento artístico, dueño de una gran sensibilidad que podía excitarse hasta el punto de hacer de él un hombre en exceso susceptible, irritable, vanidoso y hasta hipocondríaco.[1] Capaz del mayor apasionamiento, vivía con intensidad sus ideas al riesgo de no respetar las ajenas, motivo que lo llevó a continuos debates y rupturas: con Fichte, a quien podríamos considerar como su maestro, con sus amigos (Hegel y los románticos),[2] sus colegas (Paulus, Jacobi) y sus discípulos. Y sin embargo, a pesar de este aspecto débil y descontrolado de su personalidad, Schelling fascinaba a los alumnos desde su cátedra y, pese a su juventud, asombraba a sus amigos por su decisión y su fuerza interior.
Un testimonio de esta faceta es, sin duda, la descripción de Henrick Steffens que corresponde a la primera lección que el filósofo dictó en Jena:
Tenía en su apariencia un aire de firme determinación, incluso de desafío; de pómulos anchos, las sienes muy separadas, la frente era alta, el dibujo de su cara enérgico, la nariz ligeramente respingada, en los grandes ojos claros residía el poder de un espíritu dominador. Cuando comenzó a hablar pareció titubear sólo un instante…[3]
En el círculo romántico era conocido como el «altivo Schelling», el «rudo Schelling», y estas cualidades fueron precisamente las que interesaron a su mujer Caroline desde un primer momento:
Desde ahora Schelling va a amurallarse, como él dice, pero seguramente no lo hará. Es ante todo un hombre que rompe murallas. Créame, amigo mío, es como hombre más interesante de lo que Ud. afirma, una verdadera naturaleza primitiva y, desde el punto de vista del reino mineral, de granito auténtico.[4]
La idea de Caroline era la de pulir esta roca en bruto. Su comparación con el granito se hizo célebre hasta convertirse en un lugar común en las biografías del autor.
A esta visión demasiado escueta de la compleja personalidad de Schelling, habría que añadir indudablemente la enorme capacidad para asimilar nuevos conocimientos y el permanente interés por mantenerse al día en lo que a su entorno cultural se refiere. El resultado de ello fue una obra polifacética y versátil, llena de sugerencias, que nos obliga, para poder comprenderla mejor, a hacer un recorrido, aunque sea breve, a lo largo de su vida, el ambiente intelectual que lo rodeó y la evolución de su propio pensamiento.
A este respecto, uno de los problemas que más han preocupado a los estudiosos de la obra de Schelling es el de la coherencia y unidad de su trayectoria, pues en su larga vida intelectual no sólo se interesó por multitud de temáticas, sino que las abordó desde perspectivas diferentes. Por su mutabilidad, Schelling ha sido considerado como un pensador brillante, pero invertebrado e inconsistente, permeable a las influencias y fluctuante frente a las polémicas de su época.[5] Las afirmaciones que él mismo hizo en su madurez para explicar cuál era el hilo conductor que ligaba sus «distintas filosofías» han sido rechazadas como intentos de autojustificación, como meros ecos de su vanidad.
En estas circunstancias se fue fortaleciendo cada vez más la imagen del Schelling proteico, del dios multiforme y huidizo, lanzada por Goethe en la segunda parte del Fausto, aunque con un sentido distinto del que adquirió más tarde. Quizás, en descargo del filósofo, sea oportuno recordar, tal como lo hizo Hegel,[6] que su trayectoria comenzó muy pronto y su maduración se fue realizando bajo la luz pública. Si ya es absurdo creer en la existencia de una única obra totalmente libre de vaguedades y contradicciones, mucho más sería pretender la unidad monolítica de una producción extendida a lo largo de cincuenta años.
En relación a este tema existe una amplia gama de posturas: desde la afirmación de una pluralidad absoluta que hace de la obra de Schelling algo circunstancial y carente de sustancia hasta las posiciones unitaristas, pasando por las intermedias, que ven en su evolución «una filosofía en devenir» en la cual cada etapa es el punto de partida para desarrollos ulteriores.[7]
Nosotros sólo nos ocuparemos aquí de hacer una presentación de las ideas fundamentales que ocuparon a Schelling durante el inicio de su carrera filosófica a fin de situar mejor el Sistema del idealismo trascendental. Volveremos sobre el tema de la unidad de su filosofía tangencialmente al analizar la obra.
Nota biográfica y contexto histórico-cultural hasta 1800
Friedrich Wilhelm Joseph Schelling nació el 27 de enero de 1775 en una pequeña ciudad cercana a Stuttgart, Leonberg, conocida por su larga tradición liberal. En efecto, doscientos años después de su fundación, se constituyó en la villa el primer parlamento de la región (16 de noviembre de 1457), y su labor legislativa alcanzó tal importancia que sentó las bases jurídicas para la creación de la Carta Magna de Wirtemberg:[8] la Constitución de Tubinga de 1514, una de las más progresistas de su época, que representa el primer paso en la lucha de emancipación contra los poderes feudales en Alemania.
En el seno de esta conciencia ciudadana creció el joven Schelling, quien fue educado dentro de un ambiente imbuido de pietismo, no sólo por vía de su padre, por entonces diácono de la iglesia protestante de la ciudad y conocido teólogo y orientalista, sino también a través de su madre, quien procedía de una familia de intelectuales formados en la antigua tradición teológica pietista de Wirtemberg, tradición que cristalizó en figuras tan relevantes como Christoph Friedrich Oetinger (1702-1782), Johann Albert Bengel (1687-1752), Christoph Matthäus Pfaff (1686-1760) o Philip Matthaus Hahn (1739-1790), a quien Schelling dedicó una elegía con motivo de su muerte cuando contaba quince años.
Su primera educación fue completada en la escuela conventual de Bebenhausen. Una vez terminados estos estudios, en el otoño de 1790, se matriculó en el Seminario de Tubinga, donde fue aceptado a pesar de su juventud (dos años menor que el resto de los alumnos) por su sorprendente capacidad intelectual. Como es bien sabido, en el Seminario inició su amistad con Hölderlin y Hegel.
Su interés se dirigió primero hacia la exégesis bíblica y el aprendizaje de lenguas antiguas (griego, latín, hebreo y lenguas orientales), más tarde (1794-95) surge su pasión por la filosofía.
Lo más destacable de su vida en estos años de Seminario, aparte de su precocidad, sus constantes éxitos académicos, su productividad y avidez por conocer e informarse de los últimos acontecimientos culturales, es su espíritu revolucionario, que compartía también con sus dos compañeros. Este entusiasmo revolucionario debe ser considerado de un modo global, no puramente político, ya que nunca se plasmó en una militancia efectiva. Era más bien el deseo de transformar el mundo desde su raíz[9] y la conciencia de saberse integrante de una generación que estaba destinada a ello. Por esta razón, el revolucionarismo del joven Schelling se manifiesta bajo tres aspectos que inmediatamente trataremos:
a) en su visión no ortodoxa de la religión;
b) en su republicanismo;
c) en su interpretación de Kant, de la función de la filosofía y su situación en aquel momento histórico.
a) La preocupación de los jóvenes de entonces por la teología es característica de la época. A este interés epocal se agrega, en el caso de Schelling, la educación recibida en el hogar y el hecho de vivir en una zona con una tradición de gran peso. Para estos jóvenes la teología se había transformado en el campo más importante de discusión, donde incluso se dirimían cuestiones que no encajaban estrictamente dentro de esta disciplina.
Schelling vivió con fervor los debates de aquella época, como, por ejemplo, la polémica sobre el ateísmo entre Jacobi y Mendelssohn, que puso en tela de juicio la naturaleza misma de la filosofía y rehabilitó las concepciones de Spinoza. Prueba de esta actitud apasionada es el tono de su correspondencia con Hegel en la que narra su desilusión frente a la Crítica de toda revelación (1792) de Fichte[10] y protesta contra la utilización que los teólogos más conservadores y dogmáticos hacían de la filosofía kantiana.[11].
Sus primeros trabajos teológicos, fundados en una visión ilustrada de la religión, son eco de su formación pietista y constituyen un intento de explicación racional e histórica del hecho religioso con el apoyo de elementos filosóficos provenientes del kantismo. Así, en su Disertación sobre el Génesis y en su escrito Sobre mitos, leyendas históricas y filosofemas del mundo antiguo,[12] efectúa una interpretación crítica de la mitología, considerándola como un conjunto de formas estéticas que plasman simbólicamente una estructura racional, estructura que se explícita de modo progresivo y que, por tanto, exige para su penetración la ayuda de estudios históricos,[13] punto este último que pone al joven filósofo en estrecha relación con pensadores como Herder y Lessing.
Pero es su admiración por el racionalismo panteísta de Spinoza[14] y la defensa que hace del gnóstico Marción en su última disertación en el Seminario lo que le sitúa claramente en una posición heterodoxa frente a la iglesia cristiana.
b) En los tiempos en que Schelling estuvo en Tubinga, los estudiantes vivían inmersos en la atmósfera de la Revolución francesa, llenos de esperanzas acerca de la posibilidad de subvertir el régimen político dominante e imponer los ideales revolucionarios. Entre las obras que circulaban secretamente en el Seminario estaban las de Jean Jacques Rousseau, Los Bandidos de Schiller, los poemas de Schubarts y los Himnos de Klopstock.
Schelling fue uno de esos estudiantes que se adhirió a las consignas republicanas de libertad, igualdad y fraternidad. Dos anécdotas se conocen sobre este período:
La primera se basa en los recuerdos de algunos alumnos del Seminario[15] que cuentan cómo en una mañana primaveral de domingo, prendidos por el entusiasmo revolucionario, Schelling, Hegel y otros amigos se dirigieron a una pradera cercana a Tubinga y en un acto simbólico plantaron un árbol de la libertad para luego bailar y cantar en torno a él.
Por la segunda[16] sabemos que Schelling, quizá con la colaboración de otro amigo, Johann Jakob Griesinger, tradujo al alemán La Marsellesa, introducida en el Seminario por un alumno, August Wetzel, que acababa de volver de Estrasburgo, adonde había escapado con el fin de unirse al club jacobino. La traducción de la canción llegó a manos del duque Carlos Eugenio, quien se presentó en el Seminario, y con ello estalló el escándalo. Como consecuencia, Wetzel huyó definitivamente a Francia y Schelling estuvo a punto de ser expulsado, lo cual no llegó a suceder gracias a su excelente desempeño académico y a la amistad que unía al Éforo Schnurrer (miembro del triunvirato que dirigía la institución) con su padre.
c) El jacobinismo estudiantil, sin embargo, se difuminó rápidamente a causa de la desilusión provocada por la violencia y la arbitrariedad de la época del Terror. En consecuencia, la idea de una revolución política fue sustituida por la de una revolución filosófica.[17] Este giro radical en el pensamiento ya había comenzado gracias a Kant y a su descubrimiento de que el sujeto es el configurador de la realidad, un ser autónomo capaz de decidir libremente. Sólo era necesario transmitir estas ideas e impulsarlas hasta su perfección:
Con Kant nació la aurora; no es ningún milagro que aquí y allá haya quedado aún una pequeña niebla en alguna hondonada pantanosa, mientras los picos más altos brillan ya en la gloria del sol.[18]
Schelling leyó las obras de Kant a temprana edad, pero fue consciente de su propia misión en la filosofía, de que Kant sólo había abierto una vía de investigación que debía ser continuada, en la medida en que se puso en contacto con los postkantianos y, en particular, con Reinhold y Fichte:
En este momento, mi vida es la filosofía. La filosofía no se halla aún terminada. Kant ha dado los resultados, las premisas siguen faltando […] Fichte, cuando estuvo aquí la última vez, dijo que hay que tener el genio de Sócrates para penetrar en Kant. Cada día lo encuentro más cierto. ¡Tenemos que ir más lejos con la filosofía! Kant ha barrido con todo. […] ¡Oh, los grandes kantianos que ahora hay por todas partes! Se han quedado en la letra y se santiguan de ver aún tanto en pie […]. Fichte llevará la filosofía a una altura que va a dar vértigo incluso a la mayoría de los actuales kantianos.[19]
La fuerza y la consistencia lógica del sistema de Fichte deslumbraron a Schelling. Por primera vez se enfrentó a una fundamentación metafísica de los principios revolucionarios: la exaltación de la libertad, el privilegio de la acción convertida en ideal y en primer principio, y el imperativo de la transformación del mundo como conquista de la propia persona y como proceso de liberación. Bajo la viva impresión provocada por su lectura, Schelling escribirá sus primeras obras filosóficas: Sobre la posibilidad de una forma de filosofía en general, Sobre el Yo como principio de la filosofía y Cartas filosóficas sobre dogmatismo y criticismo, y se transformará en el discípulo más destacado de este autor.
Pero la interpretación schellingiana de la Doctrina de la Ciencia, a pesar de ser bien recibida en un principio por su autor,[20] no era, por así decirlo, ortodoxa, sino que se desarrolló bajo el síndrome de Spinoza y el ἕν καὶ πᾶν.[21] Según esto, la filosofía fichteana es un panteísmo de la subjetividad, que ha superado el gran «error»[22] de Spinoza: la objetivación de la intuición intelectual, por el cual se confundía el Absoluto con el objeto.
El proyecto de esta revolución,[23] bajo todos sus aspectos, es enunciado en El más antiguo programa del sistema de idealismo alemán,[24] Allí Schelling establece la función de la filosofía desde un nuevo concepto de hombre, un ser en el que todas sus instancias deben integrarse desde un sentido supremo, el estético, es decir, la creatividad. La labor de la filosofía es transformar el mundo partiendo de la idea del ser libre, del Yo absoluto, «la única creación de la nada verdadera y pensable», y ha de recorrer la física, la moral, la política y la religión impregnándolas de poesía y humanidad. Este proyecto intentará ser cumplido en parte en el Sistema del idealismo trascendental.
Habiendo realizado esta brillante carrera intelectual, Schelling dejó el Seminario de Tubinga para desempeñarse como preceptor del hijo del barón von Riedesel. Se instaló en Leipzig, si bien realizó muchos viajes, e inició uno de los períodos más fecundos de su vida. Publicó constantemente en las revistas filosóficas, continuó trabajando sobre Fichte y comenzó sus estudios sobre filosofía del derecho y de la naturaleza. Estos últimos[25] lo hicieron pronto famoso como iniciador de una nueva corriente de pensamiento: la Naturphilosophie, y despertaron la admiración de Goethe (especialmente por la idea, expresada en Sobre el alma del mundo, de un organismo único cuya totalidad constituye el universo), quien junto con Fichte intervino para que el joven obtuviera un puesto como profesor extraordinario en la Universidad de Jena (1798).
Cuando Schelling arribó a Jena, esta ciudad seguía siendo el centro intelectual más importante de Alemania, si bien es cierto que las relaciones entre sus miembros ya comenzaban a resentirse como un anuncio de las posteriores rupturas y desavenencias. Con la llegada de Schelling y la constitución del círculo romántico, el esplendor intelectual de Jena perdurará otros cinco años.
Allí no sólo se encontraba Fichte impartiendo clases en la Universidad, a las que habían asistido A. von Humboldt, Hölderlin y Novalis, sino también Schiller, Herder, los hermanos Schlegel, Goethe (ya que la corte de Weimar se encontraba bastante próxima) y otros muchos que sembraron la vida ciudadana de reuniones, tertulias, discusiones literarias y filosóficas recogidas en periódicos como Las Horas, la Gaceta General de Literatura, el Diario Filosófico y, más adelante, los que Schelling mismo fundó.
En el verano de 1798, realizó un viaje a Dresden en compañía de los hermanos Schlegel, Caroline, esposa de August Wilhelm y futura mujer suya, Novalis y otros jóvenes. Este viaje, cuya finalidad era visitar la Galería de arte y, en concreto, la Madonna de la Sixtina de Rafael, fue decisivo, pues constituyó su primer contacto con el grupo romántico y, según Tilliette,[26] contribuyó a orientar su reflexión sobre el arte, actuando casi como una revelación.
Schelling conectará perfectamente con el ideal romántico de construir una «poesía universal progresiva»,[27] o sea, elaborar una creación que abarque todo el universo y que lo penetre lentamente, en un proceso infinito. Esta operación transformadora, que, según Novalis, es la magia, consiste en captar lo subjetivo en lo objetivo, lo interior en los objetos externos y viceversa.[28]
A partir de entonces se convirtió en el filósofo del grupo, hasta que por distintos motivos (sus amores con Caroline, el distanciamiento con Novalis, etc.) sus relaciones se fueron deteriorando. La cátedra fue uno de los vehículos de divulgación de esta filosofía, por entonces centrada en la naturaleza. Siguiendo una idea de Goethe, Schelling pretendía recorrer el camino inverso al emprendido por Fichte, el que va ascendiendo gradualmente desde la materia hasta el espíritu. Cuando creyó que esta vía estaba agotada, trató de dar por primera vez una explicación global de su sistema y su evolución. La obra que aquí nos ocupa fue precisamente el resultado parcial de esta nueva búsqueda.
Presentación de la obra
El Sistema del idealismo trascendental fue publicado por Cotta en el año 1800 en la ciudad de Tubinga. Constituye uno de los puntos culminantes de la extensa producción de Schelling, ya que es el primer intento de dar unidad a todos sus trabajos anteriores. En efecto, en esta obra se reelaboran las tres líneas de investigación que había seguido desde el despertar de su interés por la filosofía: el idealismo de cuño fichteano, la fundamentación del derecho y la filosofía de la naturaleza.
Para entender correctamente la función del idealismo trascendental dentro del sistema de la filosofía es necesario tener en cuenta que sólo abarca una de las dos partes que la componen. Se trata de dos ciencias opuestas por el principio y la dirección, pues una, el idealismo trascendental, parte de lo subjetivo e intenta mostrar su proceso de objetivación a través de las categorías teóricas, del actuar y sus productos, hasta concluir en el arte, y la otra, la filosofía de la naturaleza, comienza desde lo objetivo señalando cómo en el mundo natural tiene lugar un proceso de espiritualización, desde los mecanismos más simples, como el magnetismo, hasta la compleja estructura orgánica, para culminar con el hombre. Según Schelling, la elección de uno u otro camino es indiferente para la razón teórica, lo cual es discutible si admitimos con Fichte que el origen de ésta reside en instancias más primarias, a saber, en el impulso, y otorgamos una preponderancia a la razón práctica. En tal caso, habremos de reconocer en la teoría la aparición de elementos que no proceden estrictamente de su campo como, por ejemplo, la libertad misma de la reflexión.
Dentro de este contexto el Sistema se presenta como una ampliación de la Doctrina de la Ciencia de Fichte,[29] considerada sólo como un paso previo para la reformulación del idealismo[30] en la medida en que ella determina la condición de posibilidad de toda ciencia.[31] Y aquí chocamos de lleno con la incorrecta y vacilante interpretación que Schelling hizo sobre la Fundamentación de 1794-5, reduciéndola a una formulación de los principios de la filosofía o, a lo sumo, a una presentación del saber teórico, pero no de la praxis, interpretación esta última abonada en parte por la propia evolución fichteana, pues el estudio del cuerpo, la intersubjetividad y el derecho apareció dos años más tarde que la primera exposición de la Doctrina de la Ciencia.
Desde el punto de vista formal, este texto es el más sólidamente construido y acabado que escribió Schelling.[32] Su estilo es claro y pedagógico, si bien, como dijimos, no hay que dejarse engañar por esta transparencia superficial que encierra un contenido complejo, a veces muy sintetizado y ambiguo. El cuidado en su factura y arquitectónica se debe a diferentes razones. En primer lugar, el Sistema se sitúa tras un período de intensa producción filosófica en el que Schelling fue trabajando los temas aquí tratados a la vez que aclaraba sus propias ideas. La redacción de la obra se efectuó en el invierno de 1799-1800 y su contenido fue expuesto en sucesivos cursos, lo cual le permitió dominar el método que había creado, corregir oscuridades y, en general, dar mayor rigor a la exposición.
Por todo esto, la obra que aquí presentamos es considerada, casi sin excepción, como una de las mejores de Schelling y, en suma, un verdadero clásico de la filosofía.[33] Sin embargo, a pesar de ser una cima, sólo representó un momento de transición en su evolución, un nuevo punto de partida, desde el que construyó la filosofía de la identidad, anunciada ya en el paralelismo entre inteligencia y naturaleza, sólo comprensible a partir de una unidad superior que abarque a ambos: lo Absoluto (el tercer término de la armonía preestablecida). Dado que el resultado último de esta obra de Schelling es el descubrimiento de la identidad originaria, el Sistema, puente entre la filosofía de la naturaleza y la de la identidad en la evolución de su autor, puede ser considerado como propedéutica a esta última, del mismo modo que en Hegel su Fenomenología del espíritu lo es respecto a su sistema, y en concreto a su Lógica. La división y correlación entre la filosofía trascendental y la de la naturaleza conduce necesariamente a una doctrina del ἕν καὶ πᾶν, por la cual se introduce una perspectiva religiosa en la filosofía de la naturaleza (elaborada en algunos escritos posteriores a 1800), preludiada también en el Sistema. Pero la proyección de esta obra en la trayectoria del autor va más allá de los años inmediatamente siguientes a su publicación, para convertirse en la antesala que permite la comprensión de sus últimas especulaciones (la filosofía positiva y lo que se conoce con el nombre de la Spätphilosophie). El propio Schelling la concibió como una propedéutica, un estudio preliminar, por ejemplo, del Discurso sobre la historia de la filosofía moderna (1827), ya que la forma histórica propia del desarrollo de la filosofía es el resultado de la historicidad de la autoconciencia misma:
Así con mis primeros pasos en la filosofía revelaba ya la tendencia a la historicidad, al menos en la forma del Yo consciente de sí que se hace a sí mismo.[34]
Y por último, también reconoció en el Sistema el escalón previo y necesario para la filosofía de la mitología, pues consideraba que la investigación sobre la religión sólo puede iniciarse una vez conocido el curso evolutivo de la inteligencia y la naturaleza.[35]
La acogida de la obra fue favorable, especialmente por parte del grupo romántico y de Goethe. Pero en otros círculos la recepción no fue tan calurosa. Así, por ejemplo, la reseña que Reinhold escribió para la Gaceta de literatura general de Jena, aparecida en agosto de 1800, fue calificada por el mismo Schelling de «nefasta» (heillose),[36] Y algunos meses más tarde (fines de abril de 1801), cuando fue publicada en la Gaceta literaria de Erlangen una reseña atribuida a J. B. Schad, seguidor de Fichte, se hizo pública una de las críticas más importantes que este filosofo había realizado al Sistema: la oscuridad con que es presentada la relación entre filosofía trascendental y filosofía de la naturaleza. Según Schad esta última se contrapone a la Doctrina de la Ciencia, en la medida en que prescinde del elemento puramente, subjetivo de la autoconciencia y, sin embargo, también es opuesta a la parte práctica del idealismo trascendental, porque en ésta se explica cómo algo puramente subjetivo adquiere realidad en el mundo de los objetos, es decir, su punto de llegada, la objetividad, coincide con el punto de partida de la ciencia de la naturaleza, y por tanto sus tareas son inversas.
A la publicación del libro siguió una abundante correspondencia en la que se sometió a discusión algunos de los temas planteados en él. De ella hay que destacar la mantenida por Schelling con Eschenmayer y con Fichte. Precisamente estas últimas cartas[37] constituyen, junto con las Observaciones a la lectura del idealismo trascendental de Schelling,[38] un importante documento para rastrear, por un lado, la polémica que enfrentó a estos dos pensadores y marcó el inicio de su ruptura definitiva, y por otro, los problemas que provocaron la génesis de la filosofía de la identidad.
Las objeciones más importantes que Fichte formuló al Sistema del idealismo trascendental son las siguientes:
1) El idealismo de Schelling no es una continuación ni una ampliación de la Doctrina de la Ciencia, sino que tergiversa el espíritu de esta filosofía:
Yo creo […], y creo poder demostrarlo, que su sistema en sí mismo (sin sus implícitas aclaraciones de la Doctrina de la Ciencia) no tiene evidencia alguna y no puede tener ninguna. Incluso su primera proposición lo prueba.[39]
Si bien Fichte afirma que su doctrina está perfectamente acabada al nivel de los principios, admite que todavía le queda por explicar su sistema del mundo inteligible, empresa que iniciará en la tercera parte de El destino del hombre.[40]
2) El primer supuesto falso reside en otorgar un carácter incondicionado a la naturaleza, porque el objeto de una ciencia sólo adquiere sentido en cuanto que se relaciona con el sujeto. ¿Cómo es la naturaleza más allá de las coordenadas en que la pienso? Es una pregunta que no puede ser respondida sin recurrir a engaños o caer en contradicciones.[41]
3) Por tanto, el estatuto de la filosofía de la naturaleza en oposición a la filosofía trascendental es discutible. Según la Primera introducción a la Doctrina de la Ciencia[42] sólo hay dos tipos de filosofía posibles, que intentan ambos dar una explicación de la experiencia humana partiendo de principios radicalmente opuestos: el Yo y la cosa. Por su carácter contradictorio, sobre todo desde el punto de vista práctico (uno defiende la libertad hasta su más alto grado, el otro es fatalista), los dos sistemas no pueden coexistir.
Por otra parte, según el modo en que Schelling plantea la ocupación de estas ciencias: explicar el mundo desde el Yo y el espíritu desde la naturaleza, sus tareas se imbrican en un círculo vicioso. Siguiendo este criterio se podría suponer una tercera ciencia fundamental, la Teología, en la cual aparece también objetivada la inteligencia.
4) En definitiva, la filosofía de Schelling es una nueva versión del dogmatismo spinozista, pues el dualismo de fuerzas que postula sólo puede tener validez si se admite una tercera entidad: «lo Absoluto, la unidad, a la vez como duplicidad»,[43] lo cual implica trascender el ámbito de lo subjetivo en busca de algo en sí, que requiere nuevamente de una fundamentación, y de este modo se cae en «el viejo regreso al infinito y el puro arbitrio y falta de principio».[44]
5) Cuando Schelling reconozca que el verdadero fundamento de su sistema es lo Absoluto, Fichte volverá sus armas otra vez contra él: lo Absoluto no puede ponerse ni en el ser ni en el saber porque está más allá de toda posible categorización.[45] La admisión de la razón en su indiferencia de sujeto y objeto como principio nos pone ante algo completo, cerrado y muerto (una sustancia) de lo que es imposible derivar nada.[46] La vida de la razón no reside en la indiferencia sino en su carácter diferenciador, por el cual se separa claramente de la nada.
Concepto, primer principio y método del idealismo trascendental
Precedido de unas consideraciones sobre la obra en general, sobre el concepto de idealismo trascendental, su método y su primer principio,[47] el grueso del libro se puede dividir en tres partes[48] que recuerdan las tres Críticas kantianas:
1) filosofía teórica, que investiga la posibilidad de la experiencia, la estructura del mundo objetivo;[49]
2) filosofía práctica, que investiga la posibilidad de la libertad;[50]
3) la teleología y el arte, que descubren la unión entre mundo objetivo y libertad.[51]
Ciertamente la arquitectónica kantiana está presente y operante a lo largo de esta obra y resulta imprescindible conocer aquélla para comprender ésta, pero se encuentra recogida desde otro universo, desde otras latitudes que serían inaceptables para Kant, e incluso para Fichte. Nos encontramos, eso sí, en el mismo proceso de pensamiento que inició Reinhold y continuaron Fichte y otros poskantianos, un proceso que alcanza a Hegel, y que intenta completar y sistematizar desde un primer principio la dirección que la filosofía tomó en manos de Kant.[52]
Que la filosofía ha de ser sistemática ya estaba en la concepción kantiana de la razón, pero él mismo no puso en coherencia orgánica, es decir, genética, los elementos de su sistema, yuxtaponiéndolos y no deduciéndolos unos de otros a partir de un primer principio[53]. Fue Karl Leonhard Reinhold el que, influenciado sin duda por la filosofía de Spinoza,[54] se propuso partir de un primer principio para unificar las tres facultades cognoscitivas, sensibilidad, entendimiento y razón, en una facultad más elemental: la facultad de representación.[55] Pero con este principio de Reinhold no se superó el enclave teórico, el «círculo mágico» de la conciencia, que era donde Descartes había colocado la filosofía.
Fichte traslada el principio a la filosofía práctica[56] y lo pone en una subjetividad autónoma, en un Yo entendido como acción incondicionada, como actividad capaz de explicar tanto la conciencia (lo fenoménico, la experiencia) como la libertad, es decir, capaz de explicar genéticamente todo el mundo de la subjetividad.[57] Pero esta subjetividad fichteana encuentra sus fronteras en el No-Yo, indeducible a partir del Yo en cuanto a su forma, o sea, en cuanto que es negación, resistencia. Según Fichte toda subjetividad se enfrenta con un resto indeducible a partir de sí misma, con un «hiato irracional», necesario, sin embargo, para su explicación, y en esto reside su finitud constitutiva.[58] El Yo no llegará nunca a serlo todo, el proceso de subjetivar al No-Yo, la cultura, es un proceso hacia el infinito; su absolutez, su incondicionabilidad, se le plantea al Yo como proyecto ineludible, como «imperativo categórico»: si existe lo finito, debe ser racional. El idealismo de Fichte es un idealismo ético. Extender más allá la filosofía trascendental sería explicar también a partir de la subjetividad esa resistencia, esa materialidad: es lo que hace Schelling. Su Yo es ya absoluto, es toda la realidad, y por consiguiente da razón de ella, tanto de la naturaleza como de la conciencia, suprimiendo así todo dualismo, toda fractura metafísica.[59] Para Fichte no es posible una filosofía desde el punto de vista del absoluto, pues ella es obra del hombre y no de Dios, y por eso no puede romper definitivamente con los límites de la finitud de la conciencia, finitud que se expresa en la irreductibilidad del No-Yo, del segundo principio, respecto al Yo; de este modo la filosofía no sale del punto de vista finito en su afirmación de lo infinito (el espíritu finito es la única conciencia real de lo absoluto), sin que por ello se confunda con el punto de vista de la conciencia común.[60] Fichte parte de que el Yo «debe» configurarlo todo, Schelling de que el todo tiene carácter de yoidad. La unidad de Yo y No-Yo, que para Fichte se sitúa en el horizonte inalcanzable del ideal, como un proceso basado, eso sí, en la necesidad subjetiva de identidad, es en Schelling principio y final del sistema, unidad de principio que funda y asegura el éxito final: es la confiada entrega y abandono en los brazos de lo absoluto.
El idealismo trascendental había tratado la naturaleza como una construcción del Yo, había intentado explicar el tránsito de lo subjetivo a lo objetivo, pero para él este paso permaneció siempre incierto, imperfecto, a causa de que ese objetivo presenta indefectiblemente una resistencia no asimilable por la subjetividad. Kant y Fichte se instalan en el punto de vista de la escisión, de la dualidad, de la finitud.[61] Mas toda escisión lo es de una unidad primaria, toda dualidad remite dialécticamente a un punto de vista superior donde se explica genéticamente. Ésta fue la tarea que se plantearon los románticos de Jena, y entre ellos Schelling, lectores atentos de Spinoza, Lessing, Herder, Goethe y Schiller.
El problema reside, según Schelling, en que «Fichte no capta el Yo como universal o absoluto, sino sólo como Yo humano»[62] si bien en su conciencia trascendental, en ese acto de autoconciencia que funda su Yo empírico y la «aparición» (=fenómeno) del mundo para este Yo, pero este mundo aparece como mero límite, como un concepto abstracto y vacío. Fichte, dirigiéndose a sus oyentes, les decía: «Fíjate en ti mismo: desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. Ésta es la primera exigencia que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de ti, sino exclusivamente de ti mismo».[63] Y Schelling en esta obra replica: «Cada uno puede considerarse a sí mismo como el objeto de estas investigaciones. Pero para explicarse a sí mismo, primero tiene que haber suprimido en sí toda individualidad, pues ésta es justamente la que debe ser explicada. Cuando todos los límites de la individualidad son eliminados, no queda sino la inteligencia absoluta. Cuando también los límites de la inteligencia son a su vez suprimidos, no queda sino el Yo absoluto. La tarea es, pues, esta: cómo puede explicarse la inteligencia a partir de un actuar del Yo absoluto y cómo, a su vez, todo el sistema de la limitación que constituye mi individualidad, a partir de un actuar de la inteligencia absoluta».[64]
Para Schelling toda resistencia es fuerza, toda fuerza realidad y toda realidad procede del Yo, de lo absoluto. La subjetividad, es «una mónada»,[65] todo lo que le ocurra es explicable a partir de ella: su saber, su mundo y sus determinaciones.[66] La resistencia del No-Yo no es sino una actividad procedente del Yo que él, a un cierto nivel de su evolución, no logra ver como suya, pues esa actividad es condición, fundamento, de su conciencia, y, por tanto, queda detrás, en lo inconsciente: la conciencia es un foco «que sólo ilumina hacia delante, no hacia atrás».[67] El mundo no puede ser producto de un Yo consciente (porque el nacimiento de la conciencia se vincula al hecho de que un mundo se objetiva, se «independiza», se contrapone, y que por tanto ya estaba construido), sino de una actividad que se esfuerza por llegar a la conciencia, o sea, previa al Yo individual. La naturaleza es un producto inconsciente del Yo absoluto, nuestra prehistoria, la «memoria trascendental» de la razón.[68] Una de las ideas centrales del Sistema, desarrollada en su parte teórica, aunque ya presente en obras anteriores, es el paralelismo (cercano al spinozista) que guardan los objetos de la naturaleza y los distintos niveles de intuición en la conciencia, de modo que la naturaleza nos sirve de espejo,[69] y a la inversa. La coincidencia entre naturaleza y espíritu y sus leyes, base de la ciencia moderna y del apriorismo kantiano, testimonian que es una misma inteligencia, ideal-real, la que se manifiesta a diversos niveles.[70] La filosofía de Schelling se presenta contra todo dualismo como la unión de idealismo y realismo,[71] pues ambos se suponen mutuamente[72] y se comprenden, se deducen, desde un punto de vista superior: desde el absoluto. La naturaleza es algo originariamente subjetivo, objetivado por la necesidad que el Yo absoluto tiene de llegar a ser consciente de sí. En efecto, conciencia significa contraposición, distancia, la conciencia lo es originariamente de algo objetivo, si el Yo no se objetivara no llegaría a ser Yo, es decir, conciencia de sí, un retorno que implica necesariamente una salida. Sólo así, por la escisión interna de lo absoluto (originaria identidad de opuestos) se libera de sus tinieblas, de su caos, y deviene subjetividad, unidad enriquecida con una infinita pluralidad.
La filosofía nos reproduce lo que sucede, lo que se origina entre la ruptura de la unidad originaria y la unión consciente, nos narra «la odisea del espíritu»[73] entre la escisión y su reconciliación, la sesgueante búsqueda de sí mismo. «En una palabra —escribe Schelling en 1827— yo buscaba explicar la indestructible conexión del Yo con un mundo exterior, representado necesariamente por él, mediante un pasado trascendental de este Yo anterior a la conciencia real o empírica, explicación que condujo a una historia trascendental del Yo»;[74] «toda la filosofía era para mí historia de la autoconciencia, que dividí formalmente en épocas».[75] La filosofía, como para Platón, es anámnesis, recuerdo trascendental de lo que fuimos[76] y, con ello, explicación de lo que somos y hacia dónde caminamos.
La realidad es, por tanto, un proceso de autorrevelación del Yo absoluto; él sólo se busca a sí mismo en todas sus acciones,[77] narcisismo del que todos: mundo, hombres, estados…, somos manifestaciones, fenómenos, etapas del camino. Incluso la misma subjetividad trascendental del Yo fichteano es un fenómeno,[78] una etapa de ese proceso absoluto (aunque importante en cuanto que es inicio de la filosofía práctica) y por tanto «algo explicable».[79] La crítica que Fichte lanzaba a Spinoza en su Fundamentación de toda la Doctrina de la Ciencia (de 1794-5) de intentar explicar la subjetividad desde una unidad absoluta, lo que sería destruirla como tal,[80] sirve a Schelling para restaurarlo desde otro ámbito, del mismo modo que los argumentos de Meliso contra la pluralidad sirvieron a Leucipo y Demócrito para defenderla. Hay que pasar del idealismo subjetivo de Fichte a un idealismo objetivo, afirma.[81] No se puede tomar al Yo subjetivo, individual, como principio frente al cual la naturaleza fuera mero fenómeno, pues tanto ésta como el Yo individual son fenómenos de lo absoluto; sólo así se explican enteramente y eso es lo que justifica el «ensayo» de Schelling. A la pregunta de Fichte: «¿con qué derecho [Spinoza] rebasa la conciencia pura, dada en la conciencia empírica?»,[82] sólo puede contestarse desde la coherencia total del sistema y su capacidad explicativa; hay que ir allí porque el todo no tiene otro apoyo que sí mismo: el de dar razón de todas sus facetas.[83] Pero con esto la filosofía deja el punto de vista trascendental para entrar en el punto de vista trascendente de un «dogmatismo superior», es decir, depurado por la filosofía crítica.[84] Esta obra se mueve entre los dos, al tratarse los elementos del sistema se oscila a veces entre un horizonte de construcción de una subjetividad humana (Kant y Fichte) y el de una conciencia absoluta que engloba en sí la naturaleza y arriba al océano sin fondo de la identidad absoluta.
La filosofía de la naturaleza
Sería conveniente detenerse un momento en la Naturphilosophie de Schelling. Es evidente que la naturaleza puede ser objeto de diferentes tipos de consideración, que deben ser claramente distinguidos para poder situar el nivel correspondiente a la Naturphilosophie.
El contacto primario con el mundo natural se da en el plano de la conciencia común, en la cual se confunden varios factores, de cuya mezcla resulta una noción de naturaleza en la que se combina lo útil, lo emotivo, lo intelectual, etc. Aparte de esta perspectiva, que carece de interés para nuestros propósitos, la relación más inmediata entre pensamiento y naturaleza se presenta en las ciencias naturales, donde ella aparece como objeto de una representación directa. Con la filosofía kantiana la reflexión se instala en un nivel superior: indaga los presupuestos de las ciencias y, en particular, de la física, porque contempla la naturaleza desde el punto de vista trascendental, es decir, intenta establecer la condición de posibilidad de los objetos naturales. En un nivel similar se sitúa la filosofía fichteana, diferenciándose de la anterior porque la fundamentación trascendental de la naturaleza se vuelve genética y se desvelan todas las operaciones del espíritu que conducen a la construcción de las categorías físicas.
Paralelamente al punto de vista científico y sin interferir con él, es posible otra consideración del reino natural: concebirlo como un organismo impulsado hacia una finalidad. Esta visión, reflejada en la Crítica de la facultad de juzgar (1790) de Kant, no es constitutiva del objeto, pues sólo se reduce a relacionar los objetos ya constituidos con finalidades, por tanto, consiste en una proyección del funcionamiento del mundo moral sobre el natural y posee un carácter analógico (als ob = como si).[85]
La filosofía de la naturaleza de Schelling se sitúa ambiguamente entre estas tres últimas consideraciones: la científica, la trascendental y la finalista, porque pretende fundamentar las categorías físicas desde la idea de la organicidad del todo natural a la que otorga un contenido objetivo.
Como ya hemos dicho anteriormente, Schelling se vuelca a la reflexión sobre la naturaleza a partir del año 1796, momento en que inicia sus estudios científicos en la Universidad de Leipzig. Su objetivo es restituir al entorno del hombre la vitalidad que Fichte le había sustraído para colocarla exclusivamente en el Yo. Según Fichte, la naturaleza sólo representa algo negativo, una resistencia, un obstáculo para el actuar del Yo, en consecuencia, no tiene sentido plantear una filosofía de la naturaleza autónoma. Esta resistencia que, a primera vista, podríamos considerar como dependiente del Yo, es sin embargo completamente necesaria para que la actividad se haga efectiva. En efecto, el No-Yo se transforma en el campo de ejercicio de la libertad sin el cual la acción absoluta se disolvería en la nada. Hay, pues, una dependencia existencial del Yo respecto al No-yo y, a la vez, una dependencia semántica de la naturaleza al sujeto. El proceso de esta dotación de sentido es explicado como una transferencia:
Según la Doctrina de la Ciencia transfiero a la naturaleza el concepto de mí mismo tan lejos como puedo sin suprimir la naturaleza misma en su carácter, es decir, sin transformarla en inteligencia.[86]
Por tanto, el único saber posible sobre ella es la reducción de su multiplicidad a unidades conceptuales, es decir, el camino experimental, la inducción que parte de los hechos para hallar sus leyes. Fichte rechaza la posibilidad de remontarse por encima de esta vía, considerándolo como un delirio (Schwärmerei), un extravío de la razón que termina por asociarse a una práctica de manipulación apriorística de la naturaleza, como lo es la magia.[87]
En oposición a Fichte, Schelling otorga al mundo natural una fuerza creadora independiente del Yo, una actividad incondicionada que posee un origen propio y se explícita gradualmente conforme a su peculiar legalidad:
El filósofo de la naturaleza trata a la naturaleza como el filósofo trascendental al Yo. Por tanto, la naturaleza misma es para él algo incondicionado. Pero esto no es posible si no eliminamos el ser objetivo en la naturaleza. El ser objetivo es en la filosofía de la naturaleza tan poco originario como en la filosofía trascendental.[88]
Si la naturaleza es actividad absoluta, esta actividad debe aparecer como retardada al infinito. (El fundamento originario de este obstáculo [Hemmung] debe, sin embargo, proceder de ella misma, ya que la naturaleza es absolutamente activa.)[89]
De acuerdo con esto, pretende construir un realismo o «empirismo incondicionado»[90] situado en un plano superior al dogmatismo recusado por Kant y sus seguidores, pues ha pasado ya por el filtro depurador del criticismo y de la negación fichteana de la cosa en sí. En efecto, el absoluto del que Schelling hace partir su sistema sobre la naturaleza no es un ente sino actividad y, por tanto, ser, puro fluir, vida. Este concepto de incondicionado sin duda proviene de la filosofía trascendental (con lo cual se pone de manifiesto su prioridad frente a la filosofía de la naturaleza) y es consecuencia de la inspiración fichteana del joven Schelling. La mejor exposición del mismo la encontramos en su trabajo de 1795 acerca del Yo como principio de la filosofía:
La formación filosófica de las lenguas, muy visible todavía en sus orígenes, constituye un verdadero milagro, obrado por el mecanismo del espíritu humano. Así, nuestra palabra alemana bedingen (condicionar), junto a las que de ella se derivan, es en realidad una palabra excelente de la que podríamos decir que casi encierra todo el tesoro de la verdad filosófica. Llamamos bedingen al acto por el que algo se convierte en Ding (cosa), lo que vale tanto como decir que nada puede postularse a sí mismo como cosa, es decir, que una cosa incondicionada (ein unbedingtes Ding) representa una contradicción. En efecto, lo incondicionado (Unbedingt) es lo que en modo alguno puede hacerse cosa, llegar a convertirse en cosa.[91]
Ya desde el establecimiento de sus primeros principios, pues, la filosofía de la naturaleza intenta liberar el reino natural del mecanicismo que, por ejemplo en las ciencias, oculta y paraliza su potencial productivo tras el concepto de objeto. Sólo la naturaleza entendida como sujeto puede ser fundamentada desde la acción y comprendida como un todo organizado desde sí mismo que la inteligencia puede admitir como su contraimagen, constituyendo un campo idóneo para la realización de la creatividad humana y, en concreto, para la ejecución del acto moral. Queda resuelto así un problema típicamente idealista (Kant y Fichte) y que Schelling se planteó desde sus primeras especulaciones:[92]
Llamamos a la naturaleza como mero producto (natura naturata) naturaleza como objeto (sólo la experiencia se interesa por ella). Llamamos a la naturaleza como productividad (natura naturans) naturaleza como sujeto (sólo la teoría se interesa por ella).[93]
Este pasaje nos trae con pasmosa claridad los ecos de la filosofía de Spinoza, teoría que está presente también en la idea del paralelismo entre espíritu y naturaleza, ya que éste no es más que una nueva forma de expresar la identidad entre ordo idearum y ordo rerum.
Así pues, la naturaleza aparece como concreción gradual de lo absoluto, una concreción que, a diferencia de la que se sitúa en el ámbito del arte, es inconsciente, pero aspira a la perfecta reflexión. Esto nos conduce a pensar que entre este cúmulo de influencias que constituyen el suelo sobre el que ha crecido la filosofía de Schelling y que todavía no han sido bien determinadas ni recogidas por los investigadores, quizá se encuentre también una concepción estetizante de la naturaleza que posee su antecedente más inmediato en Kant y su teoría sobre lo sublime como expresión de lo infinito. En efecto, para este autor lo sublime es suscitado fundamentalmente por la representación de la naturaleza, que en su desmesura ofrece a la imaginación la idea de lo ilimitado.[94] ¿Qué es esto sino la naturaleza desbordante de Schelling transida por una organicidad propia también de la obra de arte?
Esta asociación no es arbitraria. Para demostrarlo basta recordar que dos grandes poetas alemanes coincidieron con Schelling en este punto, ya parcialmente, ya de forma total. Nos referimos, evidentemente, a Goethe y Novalis.
Desde sus primeras obras, Goethe presentó una visión de la naturaleza que escapa a todo intento cuantificador y mecanicista. En el Werther mismo la vida de la naturaleza avanza a un primer plano y sirve de ejemplo, consuelo y refugio del joven enamorado. A medida que su pensamiento se cimenta, sobre todo después de las intuiciones visionarias de sus dos viajes a tierras italianas, Goethe comprenderá la naturaleza como un todo divino (Gott-Natur), como una unidad viviente en la que cada ser se encadena armoniosamente a los demás a través de lentas metamorfosis. Este encadenamiento da por resultado la evolución universal, que parte de un principio único (Urform), produce los organismos más rudimentarios (la hoja = Urpflanz y la vértebra = Urtier) y tras modificaciones sucesivas, pasando por todos los estadios, se cristaliza en el hombre.[95]
Algo más alejada del espíritu schellingiano se encuentra la concepción de Novalis.[96] Igual que nuestro filósofo, admite que la naturaleza es un organismo caracterizado por la historicidad[97] del cual formamos parte y nos diferenciamos por nuestra interioridad. En otras palabras, la naturaleza es la proyección externa de la actividad del sujeto, es un macroánthropos, y a su vez, el ser humano es la expresión condensada del universo, es decir, un microcosmos. El mundo, pues, constituye una totalidad con dos aspectos, entre sí análogos, Yo y naturaleza. Descubrir el mundo del espíritu significa, entonces, internarse en el mundo natural, y viceversa: al descubrir el secreto último de la naturaleza nos enfrentamos con nosotros mismos. En conclusión, el encuentro con la naturaleza es personal[98] y existen tantas posibles interpretaciones acerca de ella como hombres existan.[99] Para ello es necesario despertar el espíritu dormido del mundo natural, llamarlo a la vida mediante la palabra creadora (poíesis) y la magia, para reconstruir así la unidad originaria de las dos caras de la realidad. De este modo, el encuentro con la naturaleza nos transporta más allá de nuestro, pequeño ámbito egoísta y nos revela de una manera casi religiosa lo infinito, la vida y el verdadero amor.[100]
En contraposición a la Naturphilosophie, el estudio que Schelling realiza en el Sistema acerca de la materia y los procesos que la afectan es completamente subjetivo, aunque, igual que ella, a priori. No consiste en una descripción de la naturaleza en sí sino de la génesis de las estructuras que permiten su captación.[101] El conocimiento de la naturaleza forma parte del desarrollo y determinación de la autoconciencia, es un paso necesario a través del cual el Yo se refleja en sus productos, proyectando los actos de la inteligencia sobre sus objetos. Por esta razón, los momentos del proceso natural y del trascendental coinciden, pues al construir los objetos materiales el Yo «se construye» a sí mismo sin ser todavía consciente de su diferencia respecto de ellos ni de su responsabilidad en la construcción. En este sentido se puede afirmar que «todas las fuerzas del universo son fuerzas representativas».[102]
El primer principio
Centrándonos ahora en el primer principio de la filosofía de Schelling es preciso distinguir en él dos momentos: la identidad originaria y el acto absoluto de la autoconciencia.
El primer principio y objeto del idealismo trascendental es el acto absoluto de la autoconciencia,[103] el acto absoluto de escisión de la identidad originaria y de síntesis de toda la pluralidad fenoménica mediante el cual «el Yo llega a ser objeto para sí mismo»,[104] es decir, llega ser un Yo, una subjetividad.
La autoconciencia (Yo=Yo) originaria es el primer principio pues es un saber incondicionado, subjetivo, ya que es una identidad, y a la vez es un saber real, objetivo, ya que es una síntesis donde objeto y concepto, ser y representar, intuido e intuyente, coinciden:[105] «el Yo sólo es objeto para sí mismo».[106] El acto absoluto de autoconciencia es una duplicidad originaria en la identidad y una identidad originaria en la duplicidad, «el punto donde el saber idéntico nace directamente del sintético y el sintético del idéntico».[107] No es voluntario ni involuntario, sino absolutamente libre porque sólo está determinado por la necesidad interna de su naturaleza; y no ha de confundirse con la autoconciencia del individúo que es una de sus manifestaciones en el tiempo.[108] Es la actividad total de la cual todas las demás realidades son manifestaciones limitadas (límites necesarios para llegar a ser consciente de sí), miembros intermedios. Por eso este acto es asimismo el objeto del idealismo trascendental ya que «fija el horizonte completo de nuestro saber»[109] pues es el horizonte completo de la (auto-) manifestación de lo absoluto.
Que la inteligencia sea algo explicable, por ejemplo, como modificación de un ser superior, no incumbe al filósofo trascendental, quien sólo tiene que habérselas con «fenómenos»,[110] es decir, con lo que aparece en el ámbito de la pluralidad a la conciencia ya sea empírica o filosófica; él está encerrado en el círculo del saber, pues «la autoconciencia es el punto luminoso en todo el sistema del saber que sólo ilumina hacia delante, no hacia atrás».[111] «Todo el objeto de nuestra investigación es sólo la explicación de la autoconciencia.»[112] Este es el límite crítico que Schelling se impone aquí, dado que quiere exponer el idealismo trascendental, que es un sistema del saber, sólo que llevándolo a sus últimas consecuencias. Pero éste es asimismo el límite de la filosofía de la naturaleza[113] por cuanto este acto absoluto de autoconciencia se presenta como la natura naturans o la complicatio que se despliega y se explica en naturaleza y conciencia con todas sus manifestaciones individuales. Esta identidad originaria de opuestos, de naturaleza y conciencia, de ser y saber, de objeto y sujeto, de filosofía de la naturaleza y de idealismo, señala ya la dirección de la próxima etapa en el pensamiento de Schelling: la filosofía de la identidad, donde se traspasan precisamente los límites aquí señalados y se inicia una investigación de la unidad originaria, de la autorrevelación racional de lo absoluto,[114] que desembocará en las preocupaciones religiosas y místicas de su filosofía de la libertad.
Sin embargo la afirmación de la identidad absoluta ya se encuentra en esta obra, y su descubrimiento, o sea, cómo se hace presente a la conciencia, es incluso su objeto último, aquello de lo que trata la teleología y el arte.[115] Con ella se acentúa la trascendencia del fundamento respecto a lo fundado, porque esa identidad es ontológicamente anterior a toda escisión, una unidad anterior a toda pluralidad.[116] Pero al ser anterior a todo acto de (auto) conciencia, anterior a toda manifestación, nada podrá predicarse de ella,[117] como declaraba la teología negativa de origen neoplatónico, porque está más allá de la esfera del saber. Ella podrá ser principio del ser, pero no del saber; por eso aquí no es tratada ni siquiera como principio. El saber, la manifestación, que es el objeto del idealismo trascendental, pertenece al ámbito de la autoconciencia.
El acto absoluto de autoconciencia es asimismo una unidad, pero mediatizada por la escisión, por la pluralidad. Es una unidad sintética, la unidad de las oposiciones, de la diferencia, y por tanto consciente, una identidad de la totalidad fenoménica: es el sentido total de la realidad. Con ella se pone el acento en la inmanencia del proceso; incluso el primer principio, el fundamento, ha de pertenecer a la esfera del saber.[118] Este acto absoluto de la autoconciencia no es algo «aparte» de sus manifestaciones, aunque las sobrepase individualmente; nosotros somos coautores de la totalidad, inventores de nuestro papel[119] en el gran teatro del mundo. Las distintas realidades son momentos de esto absoluto, lo absoluto mismo bajo un aspecto, a un nivel o potencia, en la cara de la finitud. Sólo así es posible la pluralidad, necesaria para que lo absoluto aparezca, pues como absoluto en cuanto tal no puede hacerse fenómeno, ha de aparecer diferenciado lo que en él es uno; éste, al ser indivisible, vuelve en cada unidad particular, en cada una de ellas están todas las demás conforme a la unidad orgánica de lo real, cada potencia es para sí absoluta y por eso a su vez un miembro de la totalidad.[120] Y a la inversa, la realidad no es sino explicado sucesiva e infinita de un único acto de revelación, el «desarrollo de una síntesis absoluta con la cual ya está puesto todo lo que sucede o sucederá»;[121] a la inteligencia absoluta le «corresponde no una eternidad empírica sino absoluta […] ella es todo lo que es, lo que fue y lo que será».[122] Por tanto, nos encontramos de nuevo en un esquema panteísta del ἕν καὶ πᾶν enriquecido por la dialéctica de Fichte y de Schelling, donde lo absoluto deviene subjetividad, autoconciencia, al estar mediatizado por la finitud; sólo en la unión de finito e infinito hay devenir, vida, conciencia, personalidad.[123]
Este acto absoluto, como toda autoconciencia, se explica por medio de tres actividades[124] similares a los tres principios con los que Fichte encabeza su Fundamentación a toda la Doctrina de la Ciencia.[125] Las dos primeras son actividades opuestas, la tercera es el resultado de esa lucha o conflicto originario.
La primera es una actividad expansiva, centrífuga, que expresa la tendencia originaria del Yo a afirmarse a sí mismo: «El Yo es originariamente puro producir que se dirige hacia el infinito».[126] «Más allá de la autoconciencia el Yo es mera objetividad. Esto simplemente objeto ([y] por eso originariamente no objetivo, porque lo objetivo sin lo subjetivo es imposible) es lo único en sí que hay. Sólo por la autoconciencia se añade la subjetividad.»[127] Originariamente ilimitada, infinita (y por tanto ideal), esta actividad es limitada en el acto originario de autoconciencia y constituye el elemento objetivo del Yo.
La segunda es una actividad antitética a la primera, y por tanto la presupone. Es una actividad negativa, centrípeta, que expresa la tendencia del Yo a reflexionar sobre sí, a intuirse en aquella infinitud objetiva, a ser consciente de sí: «La actividad ideal […] es la tendencia infinita del Yo a devenir para sí mismo objeto en la real».[128] Es igualmente una actividad infinita, pero ilimitable y limitante de la anterior, origen de toda limitación. Si el Yo ha de explicarse enteramente a partir de sí mismo, la limitación, que es condición de la conciencia, proviene de él y no de una cosa en sí o de un No-Yo. Éste es un punto central que opone Schelling a Fichte y a Kant. La Crítica de la razón pura fue una crítica al intelectualismo de Occidente que había divinizado la actividad intelectiva, teórica.[129]
Para Kant nuestra actividad teórica no alcanza lo incondicionado, lo absoluto, sino sólo lo fenoménico, cuando pretende lo contrario cae en paralogismos y antinomias; la cosa en sí queda desconocida. Asimismo para Fichte la actividad ideal no es originaria pues implica una limitación, una negación, que no puede ser deducida enteramente a partir de la autoposición, de la autoafirmación incondicionada del Yo puro (primer principio), es necesario postular un No-Yo frente al cual choca (el Anstoss fichteano) la actividad primaria del Yo que, limitándose, reflexiona sobre sí y se hace consciente, entonces es cuando emprende una reconquista de su actividad perdida, procediendo a la subjetivación del No-Yo tanto con la teoría como con la praxis; pero para que el Yo siga siendo Yo, es decir, consciente (de sí), siempre será necesario un límite, una resistencia, un No-Yo, una materialidad irresoluble: conciencia significa finitud (e infinitud). Si el idealismo se proponía explicar la razón, la subjetividad, a partir de sí misma para no recurrir a elementos ajenos que serían incognoscibles en sí y por tanto admitidos dogmáticamente, resulta que ni Kant ni Fichte, instalándose en la subjetividad humana, parecían poder evitar ese resto dogmático, esa fractura, en la construcción de sus sistemas.
Para Schelling la cosa en sí, el No-Yo, la actividad limitante, procede del Yo mismo (es su actividad teórica cosificada,[130] en primer lugar, porque toda actividad procede de él, como ya vimos, en segundo lugar, porque el Yo es autoconciencia y «en la autoconciencia es necesario un conflicto de direcciones opuestas».[131] El Yo, por su carácter de yoidad, aspira a ser enteramente objeto de sí mismo, pero no podrá serlo sin desdoblarse, sin intuirse, es decir, sin limitarse y volver a coincidir (identificarse). Luego originariamente el Yo no es sólo un producir sino también un intuir, y «la necesidad originaria de ser consciente de sí mismo, de retornar sobre sí mismo, es ya la limitación, y es la limitación total y completa»,[132] y a la inversa, la actividad ideal es postulada como originaria para explicar el límite desde el Yo. El límite es dependiente del Yo ideal; sólo será limitado como Yo si él mismo se limita, si reconoce la limitación, o sea, si limita su actividad objetiva (en esa medida el límite es independiente del Yo real) y a la vez se da cuenta de su limitación, esto es, la sobrepasa idealmente: la actividad ideal es limitante e ilimitable. «El límite que Fichte hacía caer fuera del Yo —escribe Schelling 27 años después— cayó de esta manera en el Yo mismo y el proceso se hizo por completo inmanente, en el cual el Yo sólo estaba ocupado consigo mismo, con su propia contradicción puesta en él, la de ser a la vez sujeto y objeto, finito e infinito.»[133] Encontramos aquí un leit-motiv de la filosofía schellingiana: la no exterioridad de lo absoluto.[134]
Por último hay una «tercera actividad que oscila entre la limitada y la limitante»[135] y las mantiene. En efecto, «toda contradicción se aniquila por sí misma. Ninguna puede perdurar sino por la aspiración misma de mantenerla o de pensarla; por este tercer [elemento] aparece una especie de identidad en la contradicción, una relación mutua de ambos miembros opuestos […] De lo dicho se puede concluir que la identidad expresada en la autoconciencia no es originaria, sino producida y mediada. Lo originario es el conflicto de direcciones opuestas en el Yo, la identidad, lo resultante de ello».[136] La unidad de la autoconciencia es sintética, está mediada por la antítesis: dada la contradicción, el Yo se ve obligado a solucionarla «en virtud de la identidad originaria»[137] de su ser. Éste es el motor de la realidad, su principio progresivo: «dado que el Yo no es más que aspiración a ser igual a sí mismo, el único fundamento de determinación a la actividad es para el Yo una constante contradicción en él mismo».[138]
Ahora bien, la antítesis ha de permanecer; si una actividad destruye a la otra se autodestruye pues «ambas actividades, ideal y real, se presuponen recíprocamente»,[139] y entonces se suprimiría el Yo. Y sin embargo el conflicto ha de ser resuelto porque «el Yo es originariamente identidad pura y absoluta a la cual ha de intentar retornar constantemente, pero la vuelta a esta identidad está encadenada a la duplicidad originaria como una condición nunca completamente suprimida»,[140] porque al ser infinita la oposición resulta imposible mediatizarla y toda síntesis es entonces relativa.[141] Por tanto el conflicto está planteado propiamente entre la incapacidad y la necesidad de unificar definitivamente las dos actividades originarias.[142] Este conflicto, reducido por un instante, renace sucesivamente hasta el infinito, dando lugar al despliegue de la realidad fenoménica como un poema total, pues esta tercera actividad que, oscilando entre las dos primeras, es capaz de unificar lo contradictorio, esta facultad que armoniza en cada producto finito, valga decir en cada instante, una oposición infinita, es la facultad poética, la imaginación; «lo que nos aparece más allá de la conciencia como mundo real [y] en la esfera de la conciencia como mundo ideal o como mundo del arte, también son productos de una y la misma actividad».[143] Schelling nos ofrece aquí una visión poética, romántica, del idealismo.
El método
Una de las aportaciones fundamentales de esta obra consiste en el empleo maduro y consciente de un método filosófico, que fue elaborado por Fichte y el propio Schelling a lo largo de sus obras anteriores, y que servirá de base a la construcción del sistema hegeliano. Podríamos resumirlo en tres características: sistemático, genético y sintético, las cuales nos aclararán cómo la filosofía es una «historia de la autoconciencia».
La exposición filosófica, como la realidad y la razón, ha de ser sistemática, sus partes han de estar trabadas en un todo orgánico a partir de un primer principio. Éste confiere verdad a la totalidad, mientras que la conexión entre las partes, la lógica interna del sistema, produce necesidad —que expresa la «coherencia originaria de nuestro espíritu»—[144] no permite que haya huecos —reflejo de continuidad con la que el Yo se procura la identidad en la pluralidad—,[145] y hace que cada elemento alcance su explicación exacta por el puesto que obtiene en el sistema. Éste es circular, el último resultado de la filosofía ha de coincidir con su principio, así se asegura su completud.[146] «La circularidad es la síntesis originaria de la finitud y la infinitud, en la cual ha de resolverse también la línea recta.»[147]
Pero esta exposición sistemática tiene una dirección precisa: del fundamento a lo fundado para explicar la génesis, el nacimiento de este último, es decir, de toda la realidad fenoménica. La filosofía ha de ser una (re)construcción ideal (por conceptos), una apropiación subjetiva, consciente, de la génesis de la realidad; pero lo que es originariamente uno, el único acto absoluto de la autoconciencia ideal y real a la vez, lo «tenemos que separar con motivo del sistema»[148] y exponerlo sucesivamente, dado que comporta una infinidad de acciones.
Este método genético tiene como exigencia básica el no remitirse a un factum, esto es, el «no dejar nada sin probar ni derivar»,[149] no presuponer «como dado ningún fenómeno» sino explicar «cada uno desde sus fundamentos como si fuera completamente desconocido».[150] Estos fundamentos hay que encontrarlos indudablemente en la naturaleza del Yo,[151] todo ha de ser explicado como producto de su actividad, no hay que dejar fósiles mal digeridos.
Pero si todo ha de ser explicado desde el fundamento y éste es el que proporciona verdad al sistema, ¿cómo logramos conocer este primer principio? Por la intuición intelectual. «Intuición» significa relación directa, no mediatizada o derivada, con el objeto. «Intelectual» significa aquí «activa» y se contrapone a la intuición sensible según la cual los objetos «nos son dados»; la intuición intelectual, por el contrario, produce su objeto. Ahora bien, no podemos alcanzar el primer principio a partir de otros saberes pues es él el que tiene que fundar y mediatizar todos los demás; y la intuición no puede ser sensible porque lo absoluto no se encuentra como tal en el campo de los objetos, de lo condicionado o determinado, luego sólo es posible alcanzarlo por medio de una intuición intelectual.
Kant afirmó la capacidad humana de configurar los objetos de la experiencia (la actividad teórica es una «actividad»), pero no de crearlos en cuanto a su materialidad (la actividad teórica presupone una pasividad), por eso negó al Yo trascendental la capacidad (divina) de una intuición intelectual.[152] Fichte rehabilita el término, dándole otro significado: no se trata, como en Kant, de crear por el pensamiento una cosa en sí, la intuición intelectual no se dirige a algo exterior al Yo (a un ser estable material) sino a él mismo (a una actividad), expresando la conciencia inmediata que él tiene de su acción y su espontaneidad constitutiva y, por tanto, se encuentra unida al concepto del deber, de la autonomía moral; luego la intuición intelectual es el momento fundante de la conciencia, pero no por eso la conciencia misma entera, el acto completo de la conciencia, incluye la intuición sensible, de la que es inseparable la intelectual en una conciencia real, pues «yo no puedo encontrarme actuando sin encontrar un objeto sobre el que actúo, en una intuición sensible que es comprendida».[153] En Schelling, por el contrario, designa una actividad teórica superior, no tanto capaz de construir una cosa en sí (Kant) cuanto de alcanzar el Yo absoluto (su fundamento) fuera de todo tiempo, abstraída toda intuición sensible, y por tanto capaz de recrearlo, porque el Yo se origina como tal cuando se conoce a sí mismo y la intuición intelectual no es otra cosa que este conocimiento.[154] «Ciertamente —escribe él en 1795—, habita en todos nosotros una secreta y maravillosa facultad de retirarnos fuera de la mudanza del tiempo a nuestro interior, a nuestra mismidad (Selbst) despojada de todo lo que se le agrega desde fuera, y allí, bajo la forma de la inmutabilidad, de intuir lo eterno en nosotros. Esta intuición es la experiencia más íntima, más propia, de la que depende todo lo que sabemos y creemos respecto a un mundo suprasensible. Sólo esta intuición nos convence de que alguna cosa es en sentido propio, a la que nosotros transferimos aquel término, mientras que todo lo demás sólo aparece»,[155] sólo es fenómeno. Por eso la intuición intelectual es el órgano, la base, la guía de este modo de pensar, sin la cual éste quedaría incomprendido.
Pero tal intuición, al ser subjetiva, sólo puede llegar a nuestra conciencia por un acto especial de libertad que muchos serán incapaces de llevar a cabo, permaneciendo ciegos para la filosofía, pues un actuar libre no puede ser demostrado, sólo postulado.[156] La garantía de que esta libre imitación temporal reproduzca fielmente el acto originario eterno reside en la unidad del Yo: todo actuar del Yo es una producción del mismo, en los dos surge el Yo.[157] La intuición intelectual logra exteriorizarse a través del arte, «la intuición estética es precisamente la intuición intelectual objetivada».[158] En efecto, «toda la filosofía es productiva»,[159] y lo es hacia dentro (intuición intelectual) como el arte lo es hacia fuera (intuición estética) de la misma unidad originaria. Ambas intuiciones son productos de una misma facultad poética.[160]
«Lo que el Yo es sólo se sabe produciéndolo, pues sólo en el Yo se da originariamente la identidad del ser y del producir.»[161] El método genético es el único que nos da razón completa de lo real. Schelling lo aprendió de Spinoza y Fichte. Kant se había puesto en el punto de vista de la reflexión, su investigación iba de lo fundado, del factura, al fundamento, luego éste no era alcanzado directamente (por intuición) sino mediante una reflexión sobre las condiciones de posibilidad de lo fenoménico. Schelling, más aún que Fichte, procede a la inversa, construye su filosofía desde el punto de vista de la intuición; desde el inicio se instala en lo absoluto,[162] en el primer principio, para desde ahí reconstruir genéticamente la realidad. Así, todos los elementos de la conciencia, yuxtapuestos en Kant, encuentran un ensamblaje y una explicación sistemática.[163]
Por último habíamos dicho que el método es sintético, es decir, que la reconstrucción genética del acto absoluto de la autoconciencia procede de la contradicción originaria a la síntesis o identidad conscientemente producida, esto es, mediatizada y enriquecida por la diferencia. Este método consiste en resolver la contradicción de las dos actividades opuestas mediante una tercera que oscila entre las dos relacionándolas (en este caso como opuestas), de modo que cada una de las actividades antitéticas es condición de la existencia de la otra gracias a dicha tercera actividad unificadora; pero esta última resulta ser, a su vez, miembro de una oposición superior, y así sucesivamente.[164] La razón de este equilibrio siempre relativo reside en la ilimitabilidad de la actividad ideal, que siempre sobrepasa el producto, y por esta potenciación se enfrenta a él y lo objetiva. La actividad ideal en su ilimitabilidad es el verdadero motor de la realidad (idealismo) y, por tanto, de esta historia de la autoconciencia.[165] «La filosofía trascendental no es sino un continuo potenciar el Yo, todo su método consiste en conducir al Yo desde un nivel de autointuición hasta otro donde es puesto con todas las determinaciones contenidas en el acto libre y consciente de la autoconciencia.»[166]
Esta progresiva potenciación de la actividad ideal produce una gradación de las acciones del Yo hacia sí mismo, o sea, hacia la conciencia de sí,[167] luego una jerarquía en sus productos o manifestaciones; sus hitos más importantes marcan diversos niveles en la realidad o épocas en la construcción del Yo. Ésta es, sin duda, la mayor aportación metodológica del joven Schelling, que venía elaborando en su filosofía de la naturaleza y que inspiró el método de la Fenomenología del espíritu de Hegel.[168]
El mecanismo de este método se basa en la distinción entre la acción del filósofo y la de su objeto. Esta distinción ya estaba anotada por Fichte: el filósofo es él mismo un Yo completo, «necesariamente ya ha terminado, pues, toda la obra de la razón y ahora se determina con libertad a volver a repasar de nuevo sus cálculos y a ser espectador de la marcha (que él mismo describió una vez) en otro Yo, sobre el cual hace el experimento colocándolo arbitrariamente en el punto de donde había partido él mismo. También el Yo que debe ser examinado llegará en su momento al punto en el cual se halla ahora el espectador; allí se aunarán ambos y, por esta unión, se cerrará la marcha circular propuesta como tarea».[169] Estas indicaciones de Fichte sobre la distinción entre ser y ver, entre lo real y su apropiación ideal, Schelling las convierte en la clave del progreso del sistema. También aquí el Yo es llevado al final, gracias al arte, al punto donde comenzamos a filosofar, pero la distinción, «la diferencia entre el punto de vista del filósofo y el de su objeto»,[170] opera en cada momento, en cada gradación del sistema, mediante la distinción entre el acto y su objetivación por parte del Yo. En efecto, el Yo es una tendencia a autointuirse y realiza, por tanto, una primera acción donde él se intuye, donde intuye su actividad objetiva, pero para intuir su propia intuición, su actividad ideal, y saberse intuyente, operante, es decir, para intuir su acción primera, ha de reflexionar sobre ella, o sea, producir una segunda acción (potenciar su autointuición) que objetive la primera; pero esto no lo logra enteramente, pues al objetivar la primera acción ésta pierde su carácter de «acción» del Yo (por el hecho mismo de objetivársele, de enfrentársele), quedando en la conciencia sólo su resultado, de modo que al Yo se le muestran las cosas de modo diferente que al filósofo, a saber, como dadas, encontradas, y no puestas por él, ya que «olvida» necesariamente el origen subjetivo de los fenómenos que se le aparecen. Además, con esta segunda acción se produce algo que el filósofo anota pero de lo que el Yo no es consciente a no ser que produzca una tercera acción, y así sucesivamente.[171] Con esto queda explicada la necesidad de lo inconsciente en el ámbito mismo de la conciencia, y por qué la inteligencia no puede intuirse perfectamente de una vez y se hace necesaria una serie de actos, una elevación de grado en grado. Todo el sistema de la realidad nace de la diferencia que hay entre intuyente e intuido, sujeto y objeto, nace de los intentos fallidos del Yo por llegar a ser plenamente consciente de sí: el sistema es «la odisea del espíritu que, burlado prodigiosamente huye de sí mismo mientras se busca»,[172] mientras intenta retornar a la identidad perdida, a su patria, a la Itaca de donde partió.
La ley que preside esta gradación, esta potenciación de la actividad ideal, es que los niveles se acumulan, o sea, que las potencias inferiores de la actividad ideal no desaparecen sino que se mantienen y están contenidas necesariamente en las superiores, porque toda acción siguiente, al tener como razón de ser la objetivación de la anterior, la presupone necesariamente y sin ella no se daría. Nuestra acción más elevada presupone, por ejemplo, la sensación, o lo inconsciente, y es inseparable de ellos; por eso no podremos ser espíritus puros.[173] De esta manera se va construyendo el Yo en su unidad y todas las acciones son deducidas en el Sistema como condiciones necesarias de la autoconciencia, como los miembros intermedios a través de los cuales el Yo la alcanza.[174]
* * *
Con esto queda explicado cómo «la filosofía es una historia de la autoconciencia».[175] La expresión había sido utilizada por Fichte: «La Doctrina de la Ciencia, decía, debe ser una historia pragmática del espíritu humano».[176] Fue una idea que dominó en el círculo romántico de Jena. La filosofía, a semejanza del Emilio de Rousseau, de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe o del Heinrich von Ofterdingen de Novalis, debía ser el Bildungsroman, la novelización o historia de la formación de la conciencia. «Un desarrollo verdaderamente genético del espíritu humano —escribía Fr. Schlegel— sería en realidad la tarea suprema para la filosofía.»[177] Asimismo Hegel presentaba su primera gran aportación a la filosofía, Fenomenología del espíritu, de 1807, como «la historia detallada de la formación de la conciencia».[178] Entre Schelling y Hegel, la obra de Bouterwek, La época de la razón, de 1802.
El Sistema es una historia trascendental del Yo, que es propiamente una gradación de intuiciones, de puntos de vista, por los cuales el Yo se eleva a una conciencia de sí. Sólo al final, con la totalidad, se encuentra completa. Si alguien se queda a un nivel intermedio u olvida etapas anteriores habrá alcanzado una cierta construcción de sí, pero permanecerá irreconciliado consigo mismo, perdido, distraído, tendrá una visión parcial, rota, de la realidad, y caerá en una filosofía incompleta y, en esa medida, errónea. Pero así, deduciendo la necesidad de sus limitaciones, descubriremos también la inevitabilidad de sus ilusiones. Todo, verdad y error, se nos devela como elemento necesario de la totalidad.
La filosofía teórica
La filosofía teórica se extiende desde la sensación originaria hasta el acto de libertad. En esta ascensión del Yo hacia sí mismo cabe destacar tres actos importantes: la sensación originaria, la intuición productiva y la organización, que dan lugar sucesivamente a las tres limitaciones y a tres etapas o épocas en esta historia de la autoconciencia.[179] A título de orientación podríamos proponer el esquema adjunto.
Primera época
a) El primer acto o primer principio con el que comienza toda la filosofía es el acto absoluto de la autoconciencia. Él es también, como ya vimos, compendio y final, pero aquí está tomado sólo como primer principio, es decir, como primer acto de escisión (que dará origen necesariamente a todo el sistema), y como tal Schelling no lo llama absoluto sino sólo el acto originario de la autoconciencia, donde el Yo se divide y se limita, es decir su actividad ideal limita la objetiva, y se contraponen, se afirman diferenciándose. El Yo deviene sujeto-objeto (y en eso un Yo completo) pero no para sí mismo, no es un acto consciente (y en esa medida no es aún completo como Yo), sino sólo para nosotros que filosofamos.[180]
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La 2.ª y la 3.ª época comparten el mismo espacio pero en direcciones opuestas: intuición-reflexión, síntesis-análisis, génesis-reconocimiento. El acto de libertad que inaugura el ámbito de lo práctico, aunque se apoya en el acto de la organización, sin embargo flexiona y quiebra el proceso productivo de objetos, iniciándose entonces la actividad propiamente consciente en una doble dirección: la de la 3.ª época, de reconocimiento de los objetos producidos en la 2.ª época, más allá de la cual la conciencia no puede ir por ahora; y la del ámbito de lo propiamente práctico, de transformación consciente de esos mismos objetos según deseos e imperativos morales.
El resultado de este acto es la materialidad o sustrato de la materia.[181] Schelling distingue entre Materie (materia), cuya construcción se halla a un nivel superior, al nivel de la intuición productiva,[182] y Stoff (de lo que algo está hecho), que es aquí el resultado, el conflicto fijado a este nivel, anterior a toda subjetividad, a toda limitación de la actividad ideal. Éste podríamos acercarlo a la materia prima, aquélla, a la materia segunda, pues Schelling afirma que con esta explicación desaparece «la incomprensibilidad de la producción (creación) de la materia (Materie), incluso respecto a su materialidad (Stoff)».[183] Por tanto todo Stoff «es mera expresión de un equilibrio de actividades contrapuestas que se reducen mutuamente a un mero sustrato de actividad»,[184] sustrato que surge «por medio de una tercera actividad que es tan necesaria como la identidad de la conciencia».[185]
Encontramos, ya a la raíz, la explicación dinámica que de toda la realidad, tanto del Yo como de la naturaleza, hace el idealismo alemán, herencia sin duda de la mónada leibniziana, de la dinámica que Leibniz opuso a la mecánica de Descartes. La actividad es lo primero, una explicación en consonancia con la física actual que ha resuelto la materia en energía —la luz sería su símbolo, el absoluto en la física de Einstein—, y en consonancia con el intento de llegar a la raíz común de los diferentes tipos básicos de energía. También para Schelling el concepto de «actividad» está por encima del de «cosa», fundándola, «pues las cosas mismas son comprensibles sólo como modificaciones de una actividad limitada de diversas maneras».[186] Lo absoluto es actividad pura, lo finito, lo fundado, es esa actividad limitada en un cierto y determinado equilibrio;[187] la autoconciencia explica el límite, no a la inversa. Así el sistema adquiere su unidad completa.
El Stoff, explicado por las tres actividades del Yo, es una completa construcción de él, pero no para el Yo mismo; por eso no puede quedarse ahí, siendo naturaleza inanimada.[188]
b) Él segundo acto de la autoconciencia es el de la sensación originaria, donde el Yo se intuye como limitado, es decir, intuye la limitación originaria puesta en el primer acto. Pero la intuye necesariamente como no puesta por él, pues el primer acto, por ser condición de toda conciencia, no llega a ella como tal, como actividad, sino sólo su resultado: la limitación. El límite aparece entonces como lo encontrado (gefunden), o sea, como lo sentido (empfunden), como pura pasividad. Este olvido se basa, como vimos, en la diferencia entre acción y reflexión: «el Yo no puede a la vez intuir e intuirse como intuyente, luego tampoco como limitante».[189] Por eso el Yo no reconoce la limitación como producto de su actividad y se la atribuye a un No-Yo, a una cosa en sí, que no es sino un espejismo, un proceso de alienación de su propia actividad ideal. Y al desconocer el origen de la afección, pues el acto originario de la conciencia y el de la sensación son dos actos distintos, «no según el tiempo, pues en el Yo es simultáneo todo lo que representamos sucesivamente, sino según el modo»,[190] se ve obligado a acompañar la sensación de un sentimiento de necesidad.[191] Este proceso es imprescindible para la construcción de la autoconciencia (todos los elementos intermedios que integran el sistema, incluso las «ilusiones» de la conciencia común, son deducidos como necesarios para la construcción de la autoconciencia), porque en él se basa la realidad de la sensación, o sea, la objetividad de todo conocimiento.
c) En el acto de la sensación originaria el Yo intuye su limitación, pero no se intuye como intuyente. Para esta reflexión le será preciso un nuevo acto, una potenciación de su autointuición: la intuición productiva, una facultad superior que carece de modelos externos y crea desde sí misma por su fuerza originaria.[192] Si por la sensación se intuyó la limitación en la actividad objetiva, ahora ha de trasladarse la limitación a la actividad ideal para objetivarla. Aquí vemos con toda claridad la tarea de la filosofía teórica: «explicar la idealidad del límite»,[193] esto es, explicar cómo puede ser limitado también el saber o actividad ideal,[194] cómo el sujeto se hace objeto. Pero esto sólo podrá llevarlo a cabo esta misma actividad ideal potenciada, ella habrá de trasladar a sí misma el límite, aunque no lo conseguirá enteramente: siempre habrá algo limitante, intuyente, y por tanto no limitado, no intuido; la reflexión total sólo será posible por un acto de libertad explicable únicamente desde la filosofía práctica. «En esta imposibilidad de limitar la actividad ideal descansa toda la construcción de la filosofía teórica.»[195]
La actividad ideal traslada a sí misma el límite al determinarlo, de este modo ella permanece activa, infinita, determinante, y a la vez encadenada al mismo límite que la actividad objetiva (si no fuera el mismo no habría identidad en el Yo, y si suprimiera el límite no habría conciencia). En efecto, «lo que debo determinar ha de ser independiente de mí. Pero al determinarlo se convierte, por este mismo determinar, en algo dependiente de mí […] lo suprimo como indeterminado y lo produzco como determinado».[196] Con esta segunda limitación comienza el proceso de la formación del objeto, que se extiende hasta la constitución del individuo u objeto con el que se identifica el Yo: el cuerpo, el organismo humano. Con la primera limitación, puesta en el primer acto de la autoconciencia y sentida en el segundo, la actividad ideal limitó a la real; y al hacerlo se puso la oposición necesaria para la conciencia y para toda producción. Pero toda oposición es una oposición determinada, como todo acto es un acto determinado,[197] y en esto consiste la segunda limitación, en determinar la acción que limita la actividad real. Pero determinándola la cosificamos, la objetivamos, la hacemos finita, y a la vez limitamos la pasividad de la actividad real: nace (para el filósofo) el mundo objetivo y la conciencia empírica (aún no consciente de sí).
Del límite primero sólo quedó en la conciencia la huella de una absoluta pasividad, luego hay que determinar esta pasividad, que aparece como la materia de la sensación. Hay que darle una forma, asignarle una esfera fuera de la cual el Yo sería activo. Se trata, pues, de que la actividad ideal produzca la esfera (sigue siendo determinante), pero al limitar la limitación se limita ella misma, pues no puede determinarla sin presuponerla, y a la inversa. «Esa acción de producir es, por tanto, la unificación absoluta de actividad y pasividad»[198] —separadas en el acto anterior, en la sensación originaria, con motivo de la conciencia—, donde el Yo es limitado en la medida en que es activo, y activo en la medida en que es limitado,[199] donde «el superar el límite y ser-limitado son para el Yo ideal una y la misma cosa, o [sea], [… donde] el Yo, precisamente por ser ideal, se hace real».[200] La actividad ideal es limitada por el simple sobrepasar el límite, pero sólo puede reconocerse como tal oponiéndose a la real. Esta oposición recíproca no es posible sino por una tercera actividad, interior y exterior al límite, a la vez ideal y real, que oscila entre las dos primeras, las relaciona, las une y las fija[201] y que constituye el Yo inteligente. Al ser fijada la actividad ideal primera, la limitante, deja de ser actividad pura, subjetiva, recibe un sustrato ideal, y por su oposición al Yo real (objetivo, limitado) se convierte en actividad real: la cosa en sí. La actividad limitada, la propiamente objetiva, la que se encuentra más acá del límite, se transforma en el Yo en sí. La duplicidad originaria de la autoconciencia se hace ahora patente al Yo mismo, al Yo inteligente, como cosa en sí y Yo en sí.[202] Ambos se determinan recíprocamente: «A tal grado de actividad en el Yo, tal grado de no-actividad en la cosa y viceversa».[203]
Pero dada la diferencia entre actuar y reflexionar sobre este actuar, el Yo inteligente, el que unifica y opone los opuestos, no es todavía consciente de sí, y de esta acción sólo permanece en la conciencia la oposición como oposición, como absolutamente opuestos.[204] La identidad de la conciencia es, entonces, anulada, y el Yo impelido de nuevo a la producción. Esto ocurre porque la tercera actividad en su dirección ideal, sólo es limitada por un momento en la producción, con lo cual renace la contradicción y por tanto la producción. El Yo es puesto en un estado de expansión y concentración, propio de toda producción. El producir jamás se agota, y sólo por un momento se hace finito. Nace de este modo una serie infinita de producciones encadenada —como veremos— por las categorías. La serie real es la naturaleza y su serie ideal nuestras representaciones necesarias, lo que llamamos experiencia, dos series paralelas, pero que aún se encuentran unidas. La primera separación se dará en el juicio, con el que nace la conciencia empírica o temporal. Así queda superado todo dualismo espíritu-materia.[205]
El producto de este tercer acto del Yo es, en efecto, la materia, una materia, pues, que carece de una entidad propia separada del sujeto y sólo es la concreción del espíritu en un objeto, resultado de la fijación de sus propias actividades. Ha perdido el carácter de sustrato que se le otorgaba en las ciencias de aquella época para transformarse en un conjunto de relaciones, de fuerzas en equilibrio. La materia es la objetivación de la intuición productiva, es decir, de la síntesis de la actividad ideal y de la real (de la cosa y del Yo). En consecuencia, es posible encontrar el residuo de estas dos actividades ahora en reposo en el mismo objeto material: como fuerza de expansión (que corresponde a la actividad real) y fuerza negativa o inhibitoria (correspondiente a la actividad ideal limitadora del Yo). La presencia de dos fuerzas antagónicas en la estructura material como principio explicativo de toda la dinámica ya fue enunciada por Kant, aunque no indicó el proceso que permite deducirlas del funcionamiento de la inteligencia.[206] Actualmente es la hipótesis científica más aceptable para explicar el mecanismo de formación y evolución de los astros en el universo.
La presencia conjunta de estas dos fuerzas produce una tensión: la fuerza expansiva no puede extenderse infinitamente porque la inhibitoria lo impide, impedimento que se traduce en una resistencia. Y esta tensión se expresa perfectamente en la fuerza de gravedad, que es la tercera, la propiamente definitoria de la materia. Como vemos, el dualismo espíritu-materia es aquí suprimido, porque el espíritu es materia pensada en devenir, fuerzas en acción, y la materia es espíritu estático, la subjetividad misma cuyas funciones han quedado anquilosadas.
En la polaridad estructural de la materia ya están dadas las condiciones del funcionamiento del universo. Sólo basta pensar las fuerzas dinámicamente y obtendremos el proceso a través del cual los objetos se van configurando en estructuras cada vez más fijas mediante un juego de equilibrio y desequilibrio cuyo destino final es la organización total de la naturaleza en un sistema gradual y coherente.
De este modo se deducen tres momentos en la construcción de la materia que corresponden a los tres actos de la inteligencia y configuran a su vez las tres categorías básicas de la física y las tres dimensiones espaciales:
— Magnetismo (autoconciencia): Es el proceso más simple de la naturaleza, pues aquí las dos fuerzas constitutivas de la materia surgen a partir de un mismo punto. Esto es posible porque la fuerza negativa o inhibitoria no actúa por contacto sino a distancia. Así pues, la estructura básica de todos los entes naturales, aún de aquellos en los que el fenómeno magnético resulta inapreciable para nuestros sentidos y nuestros métodos de medición, es la siguiente: a partir de un punto central domina la fuerza de expansión hasta que resulta mitigada por la acción de la inhibitoria, con el predominio de esta última se produce una concentración de la actividad o una atracción hacia el punto de origen, que no es otra cosa que el fenómeno de imanación. Con el magnetismo se deduce también la longitud, pues el juego de fuerzas se realiza sólo al nivel de esta dimensión.
— Electricidad (sensación): El esquema del magnetismo (AB: parte positiva de la línea, BC: parte negativa), atribuido a un único objeto, es disociado en la representación. Con ello aparecen dos cuerpos con cargas contrarias, que pueden identificarse como los dos polos eléctricos. A su vez, la escición de la línea originaria conduce a la deducción de la segunda dimensión espacial: la anchura, lo cual permite explicar genéticamente el hecho de que la electricidad sólo actúa en la superficie.[207]
— Galvanismo (intuición productiva): A la disociación ha de seguir la reunión de los dos objetos en uno (el lenguaje científico admitiría mejor el término «sustancias»). Esto sucede en el proceso químico, mediante una serie de transformaciones que afectan a la estructura más íntima de los cuerpos. De este modo, pues, queda deducida también la tercera dimensión espacial: el grosor.
Segunda época
Al Yo no le interesa el producto en sí mismo, sino intuirse en el producto.[208] Si la contradicción originaria de la inteligencia se concluyera en la intuición productiva, la inteligencia pasaría enteramente al objeto, habría una materia, pero ninguna inteligencia.[209] Al intentar salir de la producción, sin embargo, el Yo se complica en toda una serie de producciones que son las que configuran esta época, «hasta que nos traslademos fuera de este círculo por medio de una reflexión que ocurra a partir de una absoluta espontaneidad».[210]
En la primera época el Yo ha devenido producto. Ahora, para ser consciente de sí, para ser un Yo, tiene que salir del producto e intuirse como productor, como activo o intuyente. En este esfuerzo por desprenderse del producto le nace el mundo, objeto de esta época. En ella, el Yo no logra propiamente intuirse como productor, pero sí cerrar la serie de producciones en un organismo con el que se identifica: su cuerpo, y éste será el trampolín para después poder intuirse como objetivamente activo.
En esta época vemos, en primer lugar, desde el punto de vista de la intuición lo que Kant analizó desde el punto de vista de la reflexión en la Crítica de la razón pura, en la «Estética» y la «Analítica trascendental», es decir, vemos la génesis de la intuición externa e interna, del espacio, del tiempo y de las categorías de relación, esto es, la génesis del objeto. Pero estos elementos objetivos no son deducidos, como lo hace Kant, a partir del factum de la física newtoniana o de la lógica aristotélica, sino genéticamente, como acciones del Yo necesarias para que él alcance la autoconciencia. La filosofía ha de explicar el fundamento de la ciencia y de la lógica y no a la inversa. La lógica y la ciencia pertenecen a la etapa siguiente, a la de la reflexión, cuando estas acciones de la inteligencia han sido objetivadas como conceptos (un concepto no es sino una acción posible de la inteligencia) y por tanto abstraídas de su originaria y real unión con las intuiciones. Por eso Kant se pregunta cómo es posible que esos conceptos a priori puedan referirse a intuiciones, el camino inverso al que aquí se sigue. Schelling, como vimos, se instala en el punto de vista de la intuición y por tanto se deducen estas acciones de la inteligencia como acciones reales, es decir, productivas, no como conceptos de acciones o categorías (como hace Kant), pues eso pertenece a una época posterior de la autoconciencia; y se deducen como condiciones necesarias para que el Yo pueda reconocer el objeto presente como objeto, como «modos de acción sólo por los cuales nacen para nosotros los objetos mismos»[211] —de ahí su objetividad—, es decir, como condiciones de la conciencia, la cual es necesaria para la autoconciencia como la salida lo es para el retorno.
a) Si el Yo ha de intuirse como productor tiene que haber una dualidad en el Yo: una actividad productiva que se contraponga a otra no productora gracias a una tercera actividad. Si la actividad productora es compuesta, ideal y real a la vez, la no productora será simple, será la actividad ideal que renace tras cada producción y retorna al Yo. Esta actividad simple tiene al Yo por objeto y en esa medida puede llamarse intuición interna. La actividad productora, que tiene en cuenta el límite, aparece como intuición externa. La intuición externa, en cuanto que es también actividad ideal, sólo es la interna limitada, luego lo que las relaciona, la tercera actividad, es la propia intuición interna (potenciada), pues la externa es necesariamente también la interna, no a la inversa; la intuición interna, esto es, la actividad ideal, está comprendida en la externa «como el principio propiamente activo y constructor».[212] Pero dada la diferencia entre actuar y reflexionar sobre esa actuación, el Yo se olvida de esta acción relacionante y sólo le queda su resultado: por una parte el objeto sensible, por otra el Yo como actividad ideal, como sentido interno, es decir, el resultado es el Yo sintiente con conciencia (mientras que en el acto originario de la sensación el Yo era sin tiente sin conciencia). Por este olvido «en la conciencia empírica no aparece absolutamente nada de una intuición externa como acto y no puede aparecer»,[213] la cosa en sí es eliminada de la conciencia por el objeto sensible.
b) Según el método, la siguiente cuestión es cómo el Yo logra ser para sí objeto en cuanto sintiente con conciencia, o sea, como sentido interno. La respuesta es: oponiéndose el objeto sensible como lo meramente intuido, como lo no consciente,[214] por tanto reconociendo el límite como límite,[215] como no puesto por él[216] sino por algo que se halla fuera de la conciencia. Luego la conciencia sobrepasará el límite,[217] se dará cuenta de que él ya estaba puesto y era su propia condición, condición de la conciencia misma; el fundamento (A) se halla en un momento anterior al producto presente (B). El Yo se «siente» (pues no puede hacerlo realmente) retrotraído a un momento del cual no puede ser materialmente consciente: «es el sentimiento del presente. El Yo, pues, se encuentra ya en el primer momento de su conciencia comprendido en un presente. En efecto, no puede oponerse el objeto sin sentirse limitado y, por así decirlo, contraído a un solo punto. Este sentimiento no es sino lo que se designa con el sentimiento de sí mismo (Selbstgefühl). Con él comienza toda conciencia»,[218] aún inconsciente de sí. Resultado de esta acción: la intuición que objetiva para el Yo el sentido interno es el tiempo como pura intensidad, independiente del espacio: «el Yo es el tiempo pensado en actividad».[219] Entonces lo opuesto, el sentido externo, se le aparece como negación de intensidad, como pura extensión, como espacio. El resultado de ambos es la fuerza.
Pero el objeto, trascendentalmente considerado, esto es, para nosotros que filosofamos, es sentido interno y externo a la vez, pues en la primera construcción del objeto ambos estaban unidos, limitándose. Luego «lo que determina la ocupación del espacio tiene una mera existencia en el tiempo, y a la inversa»;[220] pero lo que ocupa el espacio es limitado, y este límite se le aparece al sentido interno como encontrado, como contingente. «Por tanto, aquello que en el objeto corresponde al sentido interno o que sólo tiene una magnitud en el tiempo aparecerá como lo absolutamente contingente o accidental, por el contrario, aquello que en el objeto corresponde al sentido externo o que tiene una magnitud en el espacio aparecerá como lo necesario o como lo sustancial.»[221] Resultado: «El Yo debió oponerse al objeto para reconocerlo como objeto. Pero en esta oposición se objetivaron para el Yo sentido externo e interno, es decir, para nosotros que filosofamos, pudo distinguirse en el Yo espacio y tiempo [y] en el objeto, sustancia y accidente».[222]
c) La siguiente cuestión es cómo llega el Yo mismo a distinguir espacio y tiempo, sustancia y accidente: mediante la causalidad. Por la infinitud del Yo surge una segunda producción, determinada (limitada) por la primera porque la presupone según la coherencia o identidad del Yo; luego la infinitud del Yo es el fundamento de que siga produciendo, o sea, de lo sustancial en ese segundo producir (C), la limitación determinada del primero (B) sólo es fundamento de la limitación determinada de C, es decir, de lo accidental en él. En consecuencia, «porque B determina algo accidental en C se separan en el objeto sustancia y accidente, la sustancia permanece mientras que los accidentes cambian —el espacio está móvil mientras el tiempo fluye, ambos, pues, se hacen objeto para el Yo como separados. Pero justamente por esto, el Yo se ve trasladado a un nuevo estado, a saber, el de la sucesión no arbitraria de las representaciones».[223]
Pero causa y efecto, es decir, las dos sustancias, han de ser puestas a la vez en la conciencia y relacionadas. Es preciso, por tanto, una dirección opuesta, de C a B, que fije, determine, el tiempo en esta sucesión causal: es la relación de la acción recíproca, sin la cual no hay causalidad alguna. La sucesión causal suprime el presente para que el Yo pueda sobrepasar el objeto, y la acción recíproca lo restablece, pero sólo por un momento, pues la inteligencia pasa a la siguiente producción.
Resultado: el concepto de coexistencia y el de simultaneidad y la deducción completa de las categorías de relación, que, al ser las originarias, comporta la deducción de las restantes.[224] La acción recíproca avanza hasta la acción recíproca universal, «hasta la idea de naturaleza, en la cual por fin todas las sustancias se ligan en una, que está en acción recíproca sólo consigo misma».[225] Pero esta síntesis absoluta de todas las representaciones no arbitrarias no es posible en la filosofía teórica; como para Kant, la razón teórica no llega a lo absoluto objetivo.
La cuestión que surge aquí es cómo todo lo que es ha de explicarse a partir de un actuar del Yo y, sin embargo, la inteligencia sólo puede intervenir en un punto determinado de una serie sucesiva ya predeterminada.[226] El problema se resuelve con la distinción entre inteligencia absoluta e inteligencia finita, o sea, captando la diferencia entre la primera y la segunda limitación. El límite originario fue puesto en el primer acto de la autoconciencia, de él se da cuenta el Yo en el segundo acto, en la sensación originaria, y lo atribuye a la cosa en sí. Por este límite la identidad absoluta pasa a ser inteligencia en general, entra en el ámbito de lo racional. La segunda limitación es aquella por la cual la primera se limita, se determina. Pero determinar la actividad limitante (que se ha convertido en cosa en sí) es hacerla objeto y, por tanto, la inteligencia se ve limitada a un objeto, se ve forzada a intervenir en un punto determinado, se hace esta inteligencia, «siente» su finitud, su impotencia. Este sentimiento es el presente y todas las determinaciones contenidas en su acto originario se le aparecen en una serie temporal. Por la primera limitación me surge un mundo (es puesto lo objetivo), por la segunda soy consciente de él desde un punto determinado (es puesto lo subjetivo, nuestra perspectiva). La frontera, «el punto límite entre la inteligencia absoluta, inconsciente de sí misma como tal, y la consciente es, pues, meramente el tiempo»;[227] sobre el horizonte del tiempo se explica sucesivamente todo lo complicado en lo absoluto, pero son la misma realidad, la inteligencia infinita no está fuera de la finita.
Si reflexionamos sobre la infinitud originaria de las actividades ideal y real, sobre lo positivo de ellas, «el límite mismo aparece como algo de lo cual se puede hacer abstracción, que puede ser o no ser puesto, como contingente, es decir, extraño al Yo, opuesto a su naturaleza»,[228] sólo puede ser sentido. Preguntar por qué lo infinito se limita es preguntar por qué surge como autoconciencia, pues los dos límites son necesarios para que se manifieste; pero por qué lo absoluto originario se manifiesta, sólo podría contestarse: por «un actuar absolutamente libre del Yo».[229] A la base de la contingencia estaría el fundamento sin fundamento de una libertad absoluta, como desarrollará Schelling posteriormente.
Sin embargo, la segunda limitación aparece como más contingente que la primera, como lo absolutamente contingente. En primer lugar, porque, si bien de la primera se deduce en general que ha de haber una segunda, ya que toda limitación es determinada, no se deduce que esta segunda haya de ser así y no de otra manera,[230] de modo que surgiendo al mismo tiempo de un único acto, el de la autoconciencia, la segunda como tal no se deriva de la primera y constituyen dos actos diferentes.[231] En segundo lugar, porque la primera limitación afecta sólo a la actividad real, ilimitada originariamente pero limitable, mientras que la segunda afecta a la actividad ideal que es además ilimitable, por lo que surge siempre intacta y da lugar a nuevas potenciaciones, a todo el sistema. Por eso la segunda limitación (es decir, no ya que pertenezca a un mundo en general, sino que esté aquí y ahora, rodeado por estas circunstancias particulares) se la toma como un fatum, como un destino. Sólo el idealista, dice Schelling la comprende como una acción del Yo,[232] necesaria para su autoconciencia, pues si por la primera limitación le surge un mundo, ha de despegarse de él para llegar a ser consciente, y ésta es la limitación segunda: reproducir sucesivamente la síntesis originaria desde un punto determinado, distinguir hasta el infinito todos los detalles para poder reconstruir la síntesis manteniendo la pluralidad, la diferencia; eso es autoconciencia. Para ser autoconsciente hay que ser consciente, lo que era eterno (atemporal) se ha de explicar puntual y sucesivamente, es decir, espacio-temporalmente con motivo del fenómeno, para que pueda aparecer a la conciencia. Las dos limitaciones son necesarias para devenir autoconciencia, vida orgánica, persona; aceptar la segunda limitación no es perderse en lo infinitamente pequeño, sino que es el paso necesario para recuperarse, la muerte necesaria para la resurrección. Y aparece como muerte porque siendo el paso necesario para la revelación total, no lo es ella misma, de modo que más bien la vela, la oculta; es el recodo del camino.
d) El Yo se encuentra ahora inmerso en la serie de representaciones necesarias, y quedaría ahí perdido si no lograra objetivarla como tal serie, potenciando su autointuición. Por la acción recíproca universal podría llegar la inteligencia a una autointuición de ella misma, pues el universo es su expresión objetiva, pero para que la sucesión como totalidad se le haga objeto es preciso limitarla mediante la tercera limitación, condición de una nueva serie de acciones. El producto de este nuevo acto es la naturaleza organizada e incluso orgánica. En ella la serie infinita, el universo infinito, se cierra retornando sobre sí, y con ello se objetiva para el Yo la acción recíproca, la inteligencia como productiva, es decir, como causa y efecto de sí misma, como vida orgánica: «cada planta es un símbolo de la inteligencia».[233] Si la sensación es la primera potencia de la intuición y la intuición productiva la segunda, la organización es la tercera, pues es intuición de la intuición productiva, o sea, la intuición productiva en la segunda potencia.
A través del organismo la inteligencia se intuye como lo que es, o sea, como una sucesión mantenida por un principio interno de actividad, como un ser que se desarrolla a partir de un núcleo originario, creciendo lentamente, incorporando el medio que lo rodea para transformarlo, autoproduciendo los órganos que lo integran según sus propias necesidades, y conformando un todo en el que cada una de sus partes adquiere sentido en relación a la totalidad, es decir, según la función que dentro de él desempeña. Y de este modo, con el ser orgánico se llega a la cumbre de la serie natural, pues constituye el producto más completo y perfecto de toda la evolución del universo (dicha perfección la alcanza sólo con la inteligencia).
En esta obra Schelling evita un estudio detallado de la estructura orgánica, sólo menciona sus tres funciones básicas, presentadas aquí como tres dimensiones. Para aclarar este punto es necesario recurrir al Primer esbozo de un sistema de la filosofía de la naturaleza,[234] donde estos procesos son analizados a partir del concepto de excitabilidad (Erregbarkeit). La excitabilidad, característica de todo ser vivo y descubierta por Brown,[235] actúa como mediador entre el mundo orgánico y el inorgánico, dado que toda excitación supone como causa la presencia de un estímulo externo, cuya última procedencia es el mundo de la materia inerte. Todas las actividades vitales, por tanto, tienen su fundamento en una dualidad (exterior-interior) que tiende a ser suprimida a través de una interiorización del entorno.
La excitabilidad se desarrolla en tres momentos, en una gradación dinámica que no se presenta en estratos biológicos separados. Por el contrario, en un mismo organismo pueden conjugarse de una manera interdependiente todas las funciones:
— Sensibilidad: Es la capacidad de ser afectado por un estímulo, es decir, una pasividad que ha sido posible por una actividad y que presenta distintos niveles de complejidad: puede ser una función difuminada sin una ubicación concreta, como en los procesos homeostáticos de los protozoos, o estar adscrita a un órgano determinado, como sucede con los cinco sentidos de los animales superiores y sus respectivas localizaciones cerebrales. Con la recepción del estímulo se produce una perturbación del estado de quietud y equilibrio de fuerzas propio del ser orgánico y con ello se inicia un nuevo proceso: el de la respuesta, que implica ya un cierto grado de objetivación y exteriorización del todo vivo.
— Irritabilidad: Es la facultad de reacción del organismo y su última expresión es el movimiento. Se trata todavía de una función interna que logra su manifestación completa en un proceso más complejo, en el que se conjugan los estados anteriores.
— Impulso de formación (Bildungstrieb): Es una fuerza de producción que exterioriza todas las funciones orgánicas y mantiene la unidad e identidad del producto hasta su desarrollo completo, para transformarse entonces en fuerza reproductora. Su meta, pues, va más allá de la existencia del individuo para asegurar la pervivencia de la especie. Este impulso general se concreta en la nutrición, la secreción, el crecimiento, el instinto animal (Kunsttrieb, entendido como capacidad para efectuar producciones siguiendo una necesidad ciega, como por ejemplo la construcción de un panal de abejas), la reproducción y, en particular, el impulso sexual, donde otra vez aparece la dualidad originaria.
Las categorías de la física orgánica son potenciaciones de las categorías de la física general y, consiguientemente, expresión de los actos básicos de la inteligencia. Con ello no sólo se pone de relieve el paralelismo constante de todas las dimensiones que aparecen tematizadas en esta obra, sino que se afirma también la unidad estructural de todos los productos naturales y espirituales. Aplicando esto al caso concreto de la naturaleza se nos vendría a decir que no existe una clara distinción entre lo orgánico y lo inorgánico y que ya en los seres inanimados se presenta rudimentaria o potencialmente la organicidad a la que aspira la naturaleza toda, un estado que sólo logran plenamente algunos especímenes tras un combate con la materia, en una lucha por alcanzar la conciencia.
Por esa lucha la inteligencia sólo logra progresivamente su meta, produciendo una evolución continuada cuyo documento es la gradación en las organizaciones.[236] La inteligencia alcanza su autorreconocimiento definitivo sólo identificándose con la organización de mayor dignidad: el cuerpo humano. Asistimos aquí a una de las partes más interesantes del Sistema: la deducción de la corporalidad, su relación con la inteligencia y la explicación idealista de la salud y la enfermedad, que anticipa en líneas generales la interpretación que de este fenómeno hará más adelante el psicoanálisis.
El cuerpo y la inteligencia parecen funcionar separadamente, Schelling no explícita cuáles son sus puntos de contacto, quizás porque este tema cae fuera de la intención de la obra. Su relación se inserta en un contexto más amplio, el de la armonía preestablecida entre naturaleza y espíritu.
Lo que le interesa a Schelling es la cuestión del autorreconocimiento y sus consecuencias. Este autorreconocimiento consiste en la identificación de un organismo particular con el Yo, en la aceptación del cuerpo como propio. Por esta identificación el cuerpo ha de ser la reproducción perfecta de su interior, con lo cual a la inteligencia no sólo se le objetiva el objeto de sus representaciones (mundo) sino también sus mismas representaciones (cuerpo) y, por tanto, es la máxima identificación entre naturaleza e inteligencia, realismo e idealismo.
Ésta sería la base sobre la que se asienta el sentimiento de salud: la transparencia de la inteligencia a través del organismo, su silencio, la ausencia de interferencias. Lina ruptura parcial de dicha identidad causaría el sentimiento de enfermedad y una supresión total de la misma provocaría la muerte.
Desde el punto de vista subjetivo, pues, la enfermedad no es un desarreglo al nivel de la materia (aunque ésta pueda ser su última consecuencia) ni la muerte un hecho explicable por la causalidad, sino que son sucesos que caen dentro de la esfera de las representaciones y sólo pueden comprenderse a partir de ellas. En otras palabras, la enfermedad es la toma de conciencia del rechazo parcial de la identidad entre el cuerpo y la inteligencia, y la muerte es suicidio, negación consciente o inconsciente a reconocer la imagen propia en un cuerpo.
Con esta última identificación de la inteligencia en la naturaleza culmina el proceso de reconocimiento del Yo en el mundo material y se está en condiciones de ascender a un ámbito superior: el suprasensible.
Tercera época: la reflexión
Con la organización la inteligencia está puesta por entero en el producto e identificada con él, con su organismo; así se cierra el círculo del producir, de las representaciones necesarias (que llamamos experiencia). Pero si la inteligencia ha de llegar a ser consciente de sí misma como productora se ha de despegar del producto (abstracción empírica), incluso de todo producto (abstracción trascendental), reflexionando sólo sobre su actividad productora: es la reflexión absoluta. Ésta ocurre por un acto de libertad cuya deducción pertenece y da lugar a la filosofía práctica; hasta aquí las distintas realidades naturales eran documentos o plasmaciones de otras tantas intuiciones del Yo, pero a partir de ahora la naturaleza se calla y aparecerá, como veremos más tarde, una nueva voz-eco: los otros yoes, la intersubjetividad. Si siguiéramos, como hasta ahora, el hilo genético de esta deducción, tendríamos que pasar del acto de la organización al acto de la libertad. Pero por este acto surgen dos vertientes: la reflexión, que es lo que aquí se analiza, y la vida volitiva consciente, cuya deducción dará comienzo en la filosofía práctica. Como veremos allí, por este acto de libertad me hago consciente de mi voluntad gracias a la intersubjetividad, y con ella el mundo adquiere realidad, independencia respecto de mis representaciones: surge la conciencia (humana), todo el universo de representaciones conscientes de sí que culminan en la ciencia. Este universo sin embargo, pertenece a la filosofía teórica y sólo refleja idealmente lo que ya era, o sea, no se añaden nuevas acciones reales, sino que las ya existentes surgen a la conciencia consciente de sí explicitándose, de modo que las acciones que hemos considerado desde el punto de vista de la intuición (productiva) aparecerán todas al Yo pero de modo distinto, a saber, separadamente. Nace el punto de vista de la reflexión, que es idéntico al punto de vista del análisis: se analiza lo que ha surgido con la intuición productiva, con la síntesis, y se toma conciencia de sus elementos. Se trata, por tanto, de una reflexión distanciadora, objetivadora, científica, la examinada por Kant en su Crítica de la razón pura, muy diferente de una meditación.
Cómo el Yo llega al punto de vista de la reflexión no pertenece ya a la filosofía teórica porque ésta nunca llega a una reflexión absoluta (siempre queda una actividad subjetiva no objetivada), a un acto libre, que como tal no puede ser deducido teóricamente porque no pertenece a la cadena de representaciones necesarias sino que la quiebra. Encontrado ese punto se reanudará el hilo sintético. Por tanto, Schelling no lleva en esta época el orden o método genético, sintético, como hasta ahora, sino el inverso, el analítico, el kantiano, acomodándose no ya a la visión que el filósofo tiene de la realidad (cómo surge), sino a cómo su objeto, el Yo, la va descubriendo: desde lo fundado al fundamento, a sus condiciones de posibilidad, desde la abstracción empírica a la trascendental o absoluta. Veámoslo.
En la época anterior la conciencia llega a intuir enteramente su producto y se identifica con él, siendo su cuerpo. En esta época la inteligencia ha de intuirse como actividad productora. Para eso tendrá que separar su actuar de lo producido, lo que en el uso común del lenguaje se llama abstracción (todavía empírica). Con ello logra objetivar su actuar, pero al objetivarlo no lo ve aún como su actuar sino como algo producido: es el concepto —el concepto empírico, porque la inteligencia no se ha separado todavía de todo objeto sino sólo de uno particular—. Los conceptos coinciden con los objetos porque la inteligencia productora y el objeto eran uno originariamente, más allá de la conciencia, donde el objeto no existe aún como objeto, como ocurre, por ejemplo, en el sueño; el concepto es la regla según la cual se construye el objeto, y el objeto es la expresión de la regla. Sin abstracción no habría separación de subjetivo y objetivo, de concepto y producto, todo existiría en nosotros y la inteligencia estaría perdida en su producto.
Es en el juicio donde el concepto (como predicado) se separa de la intuición (como sujeto). «Juicio» se dice en alemán Urteilung, que etimológicamente significa proto-división. Pero en él no sólo se separan intuición y concepto, sino que se vuelve a poner su identidad, ya de modo consciente, gracias a una intuición mediadora no productiva: el esquematismo, uno de los hallazgos fundamentales en la construcción de la Crítica de la razón pura[237] y una de las piezas básicas en el idealismo trascendental al haber suprimido toda referencia exterior como criterio de la verdad objetiva: la inteligencia se crea su universo como su expresión (unidad inconsciente de concepto e intuición) y saca de sí misma la capacidad de separarse de su producto (abstracción) y volverse a identificar para adquirir conciencia (unidad consciente); esa capacidad se llama imaginación.
Pero para que la inteligencia se distinga no ya de un producto suyo particular sino de todo producto no basta la abstracción empírica, sino que es necesaria la abstracción total o trascendental. Por ella se separa totalmente la intuición del concepto. La intuición carente de concepto aparece como un actuar (productivo) en general, indeterminado, que los conceptos determinan creando los objetos. Este intuir universal a su vez intuido es el espacio, la posibilidad de la geometría. Por su parte, los conceptos carentes de toda intuición son las categorías como conceptos lógicos. Como vimos, las categorías originarias son las de relación, pues presentan aún unidos sentido interno y externo. Por la razón contraria, es decir, porque suprimen la unidad entre ambos, las categorías matemáticas (las de cantidad y cualidad)[238] surgen sólo desde el punto de vista de la reflexión. Las categorías modales aparecen al final, en el acto supremo de reflexión, pues expresan una relación del objeto ya acabado con toda la facultad de conocimiento; son las supremas.
Así como la abstracción trascendental es la separación total entre intuición y concepto, y, como tal, condición del juicio, el esquema trascendental es el mediador para su reunificación consciente, no ya en referencia a un objeto particular sino para el objeto en general. Pero si para Kant el esquema trascendental es el mediador entre la sensibilidad en general y el entendimiento, para Schelling lo es entre el sentido interno y el externo, y se identifica con el tiempo lineal,[239] sustrato de toda la matemática. Él nos explica el movimiento y el continuo, irreconstruibles desde el punto de vista de la reflexión, el cual ha hecho abstracción del esquematismo, como nos lo testifican, por ejemplo, las aporías de Zenón; el tiempo es continuo en el actuar, no en la reflexión.[240]
Del mismo modo que la abstracción empírica es condición del juicio, así también la abstracción trascendental es condición de la empírica, pues sólo por aquélla inteligencia y mundo se enfrentan por primera vez en la conciencia y se separa (abstracción) por libertad lo que estaba unido en la síntesis originaria de la intuición. La abstracción empírica no sería sino una exteriorización, manifestación o ejemplificación de la trascendental. Pero por ser fundamento, no llega a la conciencia empírica como condición sino como resultado. Para que el Yo se haga consciente de ella ha de salir del círculo de la conciencia y, por tanto, traspasar los límites de la filosofía teórica. La nueva acción, que es a la vez el fundamento de la abstracción trascendental, ya no es deducible de las acciones anteriores de la inteligencia como si fuera un producir más, sino que representa una salida absoluta de la serie de la producción para objetivarla como totalidad; «aquí se quiebra la cadena de la filosofía teórica; y con respecto a ella sólo queda la exigencia absoluta [categórica]: debe aparecer en la inteligencia semejante acción»[241] para que el Yo se eleve por encima de todo objeto. Deducir este acto de libertad es el objeto de la filosofía práctica.
La cuestión que cierra esta parte es la distinción de lo a priori y lo a posteriori en nuestro conocimiento.[242] Según Schelling nuestro conocimiento es originariamente empírico y, a la vez, a priori, a priori en la medida en que todo es producción del Yo, empírico en cuanto que no somos conscientes de este producir. Sólo al querer ser conscientes, es decir, en el punto de vista de la reflexión, surge esta distinción que, sin embargo, arruina la unidad, la verdad y la objetividad del conocimiento. Todo saber puede ser a priori o a posteriori, éstas no son cualidades que correspondan a la proposición, sino al modo como la sabemos: si es de modo histórico, aprendido de otros, o racional, es decir, de modo necesario.[243]
La filosofía práctica
Toda la tarea de la filosofía teórica fue trasladar el límite originario a la actividad ideal, es decir, objetivar al Yo como intuyente, como productor. Para ello él hubiera tenido que desprenderse de todo producto, lo que no consiguió mientras producía, pero en el camino le surgió todo el mundo objetivo que aún no se encuentra objetivado, como totalidad (los animales no se despegan totalmente de su paisaje). Sin embargo llegamos a esa exigencia pues la inteligencia ha de ser consciente de sí como actividad productora, ha de ser autoconciencia. Esta abstracción, al ser una acción absoluta, esto es, libre, rompe con la serie de producciones y la objetiva; comienza así una nueva serie de acciones, una segunda naturaleza, la humana, las producciones con conciencia, cuya deducción es todo el objeto de la filosofía práctica.[244] Esta se articula en tres cuestiones fundamentales:
1) cómo es posible el acto originario de libertad;
2) cómo este acto originario se le objetiva al Yo mismo;
3) cómo es posible la unidad entre libertad y naturaleza.
La cuarta cuestión, que cierra todo el sistema, cómo el Yo llega a ser consciente de esa unidad originaria entre lo consciente y lo inconsciente, da lugar a las últimas partes de esta obra: la teleología y el arte.
Cómo es posible el acto originario de libertad
Que el acto originario de libertad sea una acción absoluta, no condicionada, no significa que no sea explicable; no lo es desde una acción o producción precedente, concreta, de la inteligencia, o sea, desde un estar determinado o particularidad de la inteligencia, pero sí lo es desde lo absoluto de ella, desde un autodeterminarse o un actuar de la inteligencia directamente sobre sí misma. «Ese autodeterminarse de la inteligencia se llama querer»,[245] no uno particular sino el querer trascendental, el acto originario de libertad. «El Yo es un querer originario»,[246] dice Schelling, retomando el voluntarismo fichteano. Si por la organización el Yo se individualizó hasta el último detalle, recorriendo y completando así su «bajada» a la concreción, a lo infinitamente «insignificante», por medio del querer da un paso atrás, hacia su origen absoluto, para tomar perspectiva, para ver el panorama, para contemplarse.
En el querer el Yo es por primera vez consciente de sí como productor, como real, como capaz de hacer algo, de hacer lo que quiere. Sin embargo vuelve a fracasar relativamente en su intento, porque se ve sólo como productor con conciencia y no como productor sin conciencia, pues esa acción de querer no crea el mundo sino que sólo lo contrapone al Yo (el Yo comienza a saber de sí distinguiéndose del mundo, recuérdese la ley por la cual las épocas se acumulan) y, por tanto, lo toma como ya construido, olvidándose de su construcción. «Por eso el mundo se le aparecerá como realmente objetivo, es decir, existiendo sin su intervención»,[247] y lo que él produzca conscientemente aparecerá como una segunda naturaleza. Por medio del querer el Yo descubre y afirma su individualidad contraponiéndose un mundo, pierde de vista la unidad originaria, se separa de él como el productor consciente de sí de lo producido. Inteligencia y mundo objetivo se enfrentan aquí por primera vez en la conciencia.
También el acto originario de la autoconciencia era un autodeterminarse, pero inconsciente; en él sólo lo objetivo se hizo objeto. Aquí la actividad o Yo ideal —la actividad consciente es la actividad ideal a la tercera potencia—,[248] se opone al Yo real e ideal a la vez, al Yo productor; por eso aquél ya no es simplemente ideal sino idealizante, y el productor (que forma parte del mundo objetivo) se transforma en realizador: «la filosofía práctica se basa por entero en la duplicidad del Yo idealizante (que proyecta ideales) y el realizador».[249] El primero surge por una autodeterminación de lo absoluto de la inteligencia, el segundo expresa la particularidad de esa inteligencia y, desde esa perspectiva, todo el mundo objetivo. Realizar es producir con conciencia, en el Yo teórico proyectar y realizar (concepto y hecho) son una misma cosa. Si en la filosofía práctica se enfrentan por vez primera inteligencia y mundo por medio de la experiencia del querer, ese enfrentamiento se polariza entre el Yo idealizante y el Yo realizador, este último como la parte privilegiada del mundo objetivo, y se concreta después, en el siguiente punto, en el enfrentamiento entre moralidad y egoísmo.
El acto originario de la autoconciencia y el del querer se distinguen también en que aquél cae fuera del tiempo, pues es su fundamento, mientras que éste constituye el inicio de la conciencia en el tiempo y «cae necesariamente en un momento determinado de la conciencia»,[250] «momento» del sistema como una etapa de la autoconciencia, pero también «momento» como nacimiento individual, datable, pues el tiempo, así como toda la serie productiva inconsciente, es presupuesto para que el Yo tome conciencia de sí como productor (las etapas se acumulan). Y aquí surge el problema de cómo una acción en el tiempo no es explicable desde una determinación de la inteligencia. «La contradicción es que la acción [el acto originario de libertad] debe ser explicable e inexplicable a la vez.»[251] ¿Cómo es posible el acto originario de libertad?
En una explicación a veces zigzagueante Schelling nos introduce en el ámbito de la intersubjetividad como el único donde puede ser explicado el acto originario de libertad: la influencia de otra inteligencia es su condición necesaria. Del mismo modo que sucedió con los otros elementos anteriores del sistema, también la pluralidad de inteligencias se nos presenta como condición necesaria para la autoconciencia, para la autoposición de un Yo con todas sus determinaciones, y como tal es deducida aquí (conforme al método trascendental) y, por tanto, pertenece asimismo a la manifestación, al fenómeno. Para comprender esto, podemos ponerlo en analogía con lo ya visto en las categorías de relación. En la de sustancia y accidente se considera una sola sustancia, y del mismo modo en la filosofía teórica se nos desplegó en unidad el acto originario de la autoconciencia como manifestaciones de una sola inteligencia, hasta la identificación de ella con un organismo. Ahí se completó hasta el infinito el proceso de individuación, y con ello la posibilidad de pluralidad de la inteligencia misma y la existencia e influencia de otros seres racionales sobre la misma inteligencia. «La tercera limitación o la de la individualidad es, pues, el punto sintético o el punto de inflexión entre la filosofía teórica y la práctica»,[252] de modo que ahora reanudamos el hilo sintético de la investigación, interrumpido durante la época de la reflexión. Después, para tomar conciencia precisamente de esa primera categoría y distinguir entre sustancia y accidente, se pasó a la categoría de la causalidad, donde se introdujo la pluralidad de sustancias (causa y efecto), como es también el caso en la filosofía práctica: para objetivar todo lo surgido en la etapa anterior se hace necesario pasar a la pluralidad de inteligencias, es decir, a la intersubjetividad. Toda la filosofía práctica se mueve en ese ámbito, un ámbito que se va ensanchando y entrecruzando en interrelaciones múltiples a semejanza de la categoría de relación recíproca. Su totalización como relación recíproca universal, el universo tomado como un organismo total (como una sustancia compuesta por la relación de todas las sustancias) nos devuelve la unidad primitiva, enriquecida (dialécticamente) con una pluralidad que la amenazaba y que ahora la vivifica. Del mismo modo iremos descubriendo que la pluralidad de inteligencias pertenece, como momento necesario, a la parusía «de la única inteligencia que ni ha comenzado ni dejará de ser».[253]
La dificultad para Schelling reside justamente en pasar de la unidad a la pluralidad de inteligencias manteniendo el carácter monadológico de la inteligencia. Veámoslo. El acto de libertad no puede explicarse por un actuar interior de la misma inteligencia pues es absoluto, pero como es temporal, explicable, lo será por un producir de otra inteligencia; mas como se trata de una autodeterminación, el producir de esa otra inteligencia no podrá ser fundamento directo, sino indirecto, negativo, luego ese producir será un no-producir de la otra inteligencia, un «dejar espacio». En efecto, la realidad objetiva es fraccionada, finita; si otra inteligencia ya ha querido algo, yo tendré que escoger lo que queda si me decido a querer. La otra inteligencia me suscita la posibilidad de querer en cuanto, primero, me fija un ámbito donde ella no actúa y,[254] segundo, me proporciona, donde sí actúa, la objetivación de esa acción con lo que me surge el concepto (la conciencia) del querer.[255] Este ya no es un actuar productivo donde concepto (proyecto) y objeto (hecho) se fusionan, sino el concepto de un objeto posible y una exigencia a realizarlo, exigencia que contrapone y relaciona el momento actual con el siguiente, naciendo así la oposición entre el Yo ideal (volitivo) y el productor (objetivo), entre la posibilidad (futuro) y la realidad (presente). «Sólo la condición de posibilidad del querer ha de producirse en el Yo sin su intervención. Y así vemos a la vez resuelta por entero la contradicción de que la misma acción de la inteligencia debe ser a la vez explicable e inexplicable. El concepto mediador para esta contradicción es el concepto de una exigencia, porque mediante la exigencia se explica la acción si ella ocurre, sin que por eso tuviera [necesariamente] que ocurrir.»[256]
Por tanto no es el objeto natural el que me hace consciente de mí, sino el artefacto, los productos humanos que contienen una finalidad exterior a ellos mismos, un concepto del concepto que sobrepasa al objeto y se agota en otro fuera de él. Por este concepto potenciado el artefacto lleva la inteligencia a la reflexión, a algo que ya no es objeto, a una inteligencia fuera de ella, es decir, a una intuición exterior que nunca podrá ser intuida y que por eso es lo primero absolutamente objetivo e independiente por completo de ella. Los objetos no están de por sí fuera de mí, de mis representaciones, «lo único originario fuera de mí es una intuición fuera de mí, y aquí está el punto donde por primera vez el idealismo originario se convierte en realismo».[257] Es aquí donde surge la objetividad del mundo, esto es, el mundo como realmente exterior e independiente de mí: «sólo porque hay inteligencias fuera de mí el mundo llega a ser en general objetivo para mí»[258] porque es intuido por ellas aun cuando yo no lo intuyo y a la inversa, y nos lo comunicamos. Así pues, «la actividad de otros seres racionales, en cuanto está fijada o presentada mediante objetos [artefactos] sirve para determinarme a la autodeterminación»,[259] para hacerme consciente de mí (libre) y del mundo como objetivo, es decir, para completar al máximo (con la conciencia) el proceso de individuación y separación del resto.
¿Pero cómo es posible una influencia entre inteligencias monadológicas? «Tendrá que haber una armonía preestablecida respecto al mundo común que ellas representan [… pues] toda determinación llega a la inteligencia sólo mediante la determinación de sus representaciones.»[260] Esa armonía preestablecida reside en que todas las inteligencias tienen en común la primera, la segunda e incluso la tercera limitación, ésta en general, es decir, comparten el mundo objetivo, incluso el de la subjetividad en general, y se reparten las perspectivas. En la medida en que la tercera limitación es determinada se pone en cada individuo algo que, por eso mismo, es negado en los otros, intuido por ellos como no-suyo, como el actuar de una inteligencia exterior. Toda inteligencia está «abierta a la influencia ajena pura y exclusivamente por negaciones de su propia actividad»,[261] al contrario de lo que piensa la conciencia común. En efecto, querer es querer algo determinado y determinarse es limitarse, negarse otras acciones (si quiero correr no nado), esa limitación es necesaria para el fenómeno del querer y por tanto para la autoconciencia, luego puesta y predeterminada por la síntesis de mi individualidad. Por la posición de ésta está puesta en mí una negación de actividad, limitación que me hace consciente de mí y por tanto libre. Pero por esta autonegación en mí se pone inmediatamente actividad fuera de mí «no sólo en el pensamiento, sino también para la intuición, porque todo lo que es condición de la conciencia ha de ser intuido exteriormente»,[262] objetivado, «extrañado». Por la posición de una pasividad en mí se produce una afección, una intuición, y una actividad fuera de mí como correlato, «de suerte que en las influencias de las inteligencias sobre mí no contemplo sino los límites originarios de mi propia individualidad»,[263] y esto en relación recíproca; «ningún ser racional puede acreditarse como tal sino mediante el reconocimiento de otros como tales».[264] Y esta influencia de otras inteligencias, que es condición de la conciencia, no puede pensarse como un acto aislado sino continuo, para que la conciencia perdure y siga siempre orientándose en el mundo intelectual: es lo que se llama educación.
En consecuencia, «libre» significa, según Schelling, ser consciente de mi individualidad, de mi limitación originaria. Él afirma que «ha de haber en mí originariamente un no-actuar libre, aunque sin conciencia»,[265] que sería mi talento o mi carácter; lo afirma como libre en contraposición a otros actos y potenciaciones que aparecen en el Sistema, pero no explica cómo es posible esta especificidad suya. Por la limitación hasta el infinito soy consciente de mí como individuo, pero esa individualidad no es a la postre sino una elección singular de la inteligencia infinita, elección que me ha creado, que soy yo. Pero con ello peligra la posibilidad de los conceptos morales, que era lo que él pretendía explicar,[266] y elude significativamente la cuestión de la libertad responsable del individuo como una cuestión fantasma.[267] Como criticaba Fichte a Spinoza, insertar la subjetividad en un horizonte absoluto es hacerla peligrar como tal, como autonomía, como punto desde el cual se extiende todo un mundo de formas, de sentido.
Cómo el querer se le objetiva al Yo
En el primer punto vimos cómo al Yo se le objetiva lo que quiere, es decir, el mundo, su intuir. Aquí veremos cómo se hace consciente de sí en cuanto querer. Pues bien, el fenómeno de esa voluntad originaria por el que el Yo toma conciencia de ella es el libre albedrío, que oscila entre su querer individual (impulso natural, egoísmo) y su querer universal (autodeterminación, imperativo categórico). Veámoslo.
a) Reflexionemos primero sobre lo objetivo en el querer, a saber, lo querido. El Yo se hace consciente de su querer «porque un objeto de la intuición llega a ser expresión visible de su querer»,[268] y es este objeto determinado porque el Yo ha querido de esta determinada manera, no a la inversa.[269] Por el querer la inteligencia se hace consciente de sí como fuerza productiva, pero de rechazo lo producido, el mundo, adquiere independencia, objetividad, «pues el querer es querer sólo en la medida en que se dirige a algo independiente de él».[270] Luego por el querer me surge una contradicción porque, «por un lado, mediante él soy consciente de la libertad, por tanto también de la infinitud, por otro, por la necesidad de representar soy continuamente retrotraído a la finitud».[271] Para que la contradicción perdure, y perdure con ello la conciencia, surge una tercera actividad, la imaginación, que Schelling identifica con la razón teórica kantiana, y que proyecta ideas, no ya conceptos sino ideas-puentes entre la finitud y la infinitud, que posibiliten y orienten la realización objetiva de la libertad.
Por la oposición entre el ideal y la realidad surge el impulso a configurar el objeto según las exigencias de la actividad idealizante y restablecer así la identidad suprimida del Yo. Pero «cómo ese impulso puede tener causalidad»,[272] es decir, cómo es posible «un tránsito desde lo (puramente) ideal a lo objetivo (ideal y real a la vez)».[273]
— Las condiciones negativas son el tiempo, el sustrato o sustancia que hay que modificar, y la resistencia de lo modificable o accidentes. Ellas posibilitan una transformación progresiva, un devenir mediador entre la finitud y la infinitud, una sucesión de representaciones que no siga la cadena de causa a efecto, sino de medio a fin.
— Cuando Schelling analiza las condiciones positivas del tránsito, descubrimos que en realidad no hay tal tránsito pues el actuar y el producir son originariamente lo mismo. El mundo es originariamente subjetivo y se objetiva con motivo del querer (donde el Yo intuyente fue intuido como intuyente y por eso convertido en actuante), luego «no puedo aparecerme como intuyendo [o sea, como actuando] sin intuir algo subjetivo pasando a lo objetivo»,[274] una «ilusión» necesaria para la conciencia (como todo lo deducido en el sistema). Nosotros, que filosofamos, sabemos que el actuar libre no es sino el fenómeno de la intuición, el intuir productivo puesto en el teatro de la conciencia gracias a que actuar es producir conforme a un concepto (según un fin), pero en sí, en el propio producir, en la actividad que es a la vez ideal y real, el concepto no precede a la intuición. Aparece aquí la distinción entre lo objetivo (en sí) y lo subjetivo (fenómeno).
Lo objetivamente actuante pertenece, pues, por entero al mundo y sus leyes y, por tanto, debe haber algo objetivo que se identifique con lo subjetivo y esto es, como ya vimos, el cuerpo orgánico, de modo que «ese impulso que tiene causalidad en mi actuar ha de aparecer objetivamente como un impulso natural»[275] autónomo, enraizado en una necesidad de la organización, como dolor. Pero entonces las mismas condiciones (las leyes naturales) que hacen posible que la libertad aparezca la suprimen como tal y queda aún sin resolver cómo el querer, la libertad absoluta, se le objetiva al Yo. Los sistemas que reflexionan sobre este elemento objetivo del querer, sometido a la predeterminación de la necesidad natural, niegan consecuentemente la libertad.
b) Hemos de encontrar un fenómeno en el que se le objetive al Yo no ya una cosa querida, sino todo el querer. Pero querer no es sino autodeterminación; si lo objetivo en el querer, al ser un intuir, se dirige necesariamente a un objeto exterior al querer, lo subjetivo (la actividad ideal) se dirige a esta autodeterminación y se objetiva como una exigencia de la misma: «el Yo no debe querer sino la pura autodeterminación misma».[276] Es el imperativo categórico o ley moral kantiana, deducida aquí como condición de la autoconciencia. Esta ley no se dirige a mí en cuanto individuo particular, sino en cuanto inteligencia en general.
Así como en el querer se oponen inteligencia y mundo, del mismo modo la actividad objetiva del querer ha de oponerse en la conciencia a la actividad ideal y, por tanto, objetivarse sin exigencia, por sí misma, por un impulso natural, ciego (como ya vimos), y no siendo originariamente querer «se transforma en querer sólo por la oposición al querer puro dirigido meramente a la autodeterminación».[277] Al oponerse al querer puro, por él soy consciente de mí como esta inteligencia, como individuo, me separa del ámbito común y por eso se llama en moral impulso egoísta (porque procede del individuo y retorna a él), y a su objeto, felicidad.
Sólo en la oposición recíproca llegan a la conciencia ley moral e impulso egoísta.[278] Pero si la libertad ha de ser real, «esta oposición ha de ser real, es decir, ambas acciones […] han de aparecer en la conciencia como igualmente posibles»,[279] y la decisión ha de tomarla una tercera actividad que oscila entre las dos, ligándolas y posibilitando con ello la oposición, determinándolas entre sí sin estar ella misma determinada. Esa tercera actividad se llama libre albedrío. La oposición entre las dos actividades objetiva el acto absoluto de la voluntad (o, lo que es lo mismo, el acto originario de la autoconciencia) y la convierte en albedrío. En él encontramos la manifestación de la libertad, de la espontaneidad originaria del Yo; él es el fenómeno de la voluntad absoluta, con el cual se inicia toda conciencia, es decir, con él completamos la construcción de la conciencia empírica.
De nuevo tres elementos, tres actividades, para explicarnos el querer y su aparición en la conciencia:
— una actividad objetiva: el impulso natural;
— una actividad ideal: el imperativo categórico;
— una tercera actividad engendrada por la oposición de las dos anteriores: el libre albedrío, que es donde se encuentra el fenómeno de la libertad porque es posibilidad de bien y de mal según siga o no la ley moral[280] pues «oscila entre lo subjetivo y lo objetivo del querer determinando lo uno por lo otro, o sea, […] se determina a sí mismo en la segunda potencia»,[281] es decir, con libertad. Este fenómeno (de la voluntad absoluta) «ya no puede ser explicado objetivamente, pues no es nada objetivo que tuviera en sí realidad, sino lo absolutamente subjetivo»,[282] aunque tan cierto como el Yo mismo, que no es en su máxima potencia sino esa intuición (aquí bajo los límites de la finitud) de la voluntad absoluta. Y aquí surge de nuevo la contradicción entre lo subjetivo que pretende ser determinante y lo objetivo ya predeterminado: ¿cómo ese libre albedrío puede ser una actividad determinante, es decir, el verdadero sujeto de nuestra vida, nosotros mismos, si sólo es resultado (como nuestra individualidad), un fenómeno, algo puramente subjetivo?; más aún, ¿cómo ese Yo que oscila puede ser determinante a la segunda potencia (y por tanto libre) de un Yo objetivo ya predeterminado, es decir, cómo podría determinarlo según las leyes morales si el Yo objetivo se encuentra ya indefectiblemente determinado por las leyes de la naturaleza? Con esto entramos en la tercera cuestión de la filosofía práctica.
Cómo conciliar libertad y necesidad natural
Éste, dice Schelling, es «el punto supremo de toda la investigación».[283] Al igual que en toda contradicción, los dos elementos opuestos sólo pueden ser armonizados por un tercero. Este tercer elemento puede descubrirse desde tres niveles:
— al nivel de la comunidad humana en la historia, el objeto principal de esta última parte de la filosofía práctica;
— al nivel de la naturaleza en la teleología;
— al nivel del individuo en el genio, una figura que, saliendo del Renacimiento, la recoge Kant para la filosofía contemporánea en su teoría del arte. La última respuesta schellingiana en esta obra al problema de la libertad que aquí se plantea será: sólo el genio (artístico) logra ser protagonista de su vida al ser capaz de unir libertad y naturaleza.
Pasemos al primer nivel, el único que está enmarcado aún en la filosofía práctica.
a) El bien supremo: La contradicción a resolver podríamos formularla entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el impulso natural que tiende a la felicidad, por una parte, y, por otra, el libre albedrío y la ley moral. Pues bien, como ya vimos, impulso natural y ley moral o voluntad pura no pueden existir, es decir, manifestarse en la conciencia, separadamente uno del otro sino por su oposición mutua; luego a la raíz de esta oposición reside una identidad que expresamos con el concepto de bien supremo. En efecto, «la voluntad pura […] no puede hacerse objeto para sí misma sin identificar el mundo externo consigo»,[284] y la felicidad no es otra cosa que la identificación de lo objetivo con el querer. La identificación total, «la voluntad pura dominando en el mundo externo, es el único y supremo bien».[285] Por tanto, la voluntad pura, al configurar el mundo externo, se manifiesta como felicidad,[286] ambas son lo mismo y no necesitan una unificación sintética como pensaba Kant en contra de epicúreos y estoicos.[287] Y es que Kant parte de una razón puramente formal (cuya objetivación en el mundo no es la felicidad sino el derecho), porque para él todo lo material es empírico; mientras que Schelling parte de un Yo que es principio formal y material (como vimos en su momento) y, por tanto, la moralidad no se reduce para él a mera forma.
Sin embargo, aún permanece el problema: cómo la voluntad pura puede determinar al mundo objetivo. A esa determinación se opone sobre todo el egoísmo humano, que ha de ser controlado por el derecho.
b) El derecho: Kant distinguió entre moralidad y legalidad.[288] Legalidad es actuar conforme a la ley de la razón y moralidad es hacerlo además por respeto a ella. Pero tanto la una como la otra son manifestación, subjetiva la una y objetiva la otra, de la misma razón pura (práctica). En ese sentido, moralidad y legalidad estaban vinculadas. Éste fue el camino seguido por Schelling en 1796 con su escrito Nueva deducción del derecho natural,[289] pero en el Sistema tiende a separar por completo legalidad de moralidad. Aquélla no sólo no ha de depender de la voluntad buena o mala, es decir, de la moralidad de los jueces y gobernantes, sino que ha de consistir en una mecánica ciega (el símbolo de la justicia es una doncella con los ojos tapados) que controle los egoísmos de cada uno para que no supriman la libertad del otro. Frente a una esperanza de acuerdo entre sociedad (derecho) y moralidad (deberes) que suprimiera la necesidad de una coacción, expresada en Sobre el Yo[290] y frente a una cierta tendencia anarquista de la Nueva deducción al primar la voluntad y la moral individual, aquí se defiende una teoría del Estado-máquina, más acorde con la progresiva acentuación de la objetividad y la naturaleza en el pensamiento de Schelling, y con la decepción que sufrieron los intelectuales alemanes de la época ante las crueldades de la Revolución francesa. El derecho, como ley inviolable, se dirige a coaccionar al impulso natural para que no suprima la libertad de los otros individuos, es decir, para adecuarlos con el libre albedrío y no tanto con la razón pura, pues todo intento de moralizarlo conduce a la mayor tiranía. Una coacción que no se encuentra en la naturaleza y que ha de ser instaurada por la acción de los seres racionales como una segunda naturaleza, no como un orden moral, sino como un «mecanismo natural bajo el cual seres libres en cuanto reales pueden pensarse en acción recíproca».[291] Así, del mismo modo que la naturaleza se construye por tres fuerzas distintas, también la constitución perfecta se apoya sobre la separación de los tres poderes a fin de que se controlen entre sí, como lo venía defendiendo el republicanismo de J. Locke, Montesquieu y Kant,[292] cuyo modelo era la monarquía constitucional inglesa.
Pero cómo seres racionales con sus ideas (lo subjetivo) puedan tener causalidad en lo natural (lo objetivo) con el propósito de constreñir su impulso natural a la forma de una segunda naturaleza, se lo plantea Schelling en el problema del nacimiento de la ley jurídica, es decir, del Estado, y más aún de una constitución jurídica perfecta: cómo puede surgir si presupone la voluntad de todos para configurarla, es decir, si presupone coordinar la libertad de todos, lo que en sí carece de ley. La respuesta de Schelling se acerca al Leviathán de Hobbes: por una necesidad natural, por la violencia generalizada, por el temor a la destrucción. Pero esa misma necesidad lleva el germen de la precariedad de toda constitución, tanto objetivamente (las leyes estarán ligadas a necesidades concretas cambiantes) como subjetivamente (su duración dependerá en definitiva de la buena voluntad de los gobernantes, pues los seres libres sólo aceptan la coacción si encuentran provecho en ello), por eso se exigirá una infinidad de intentos, un acercamiento continuo, asintótico, al ideal (progreso que será objeto de la historia). El problema se agudiza si tenemos en cuenta que para asegurar la constitución (republicana) del Estado particular es necesaria «una federación de todos los Estados que garanticen recíprocamente su constitución entre sí»,[293] que se controlen mutuamente y no utilicen la fuerza unos contra otros (la guerra), un areópago universal de los pueblos (Schelling sólo piensa en los pueblos cultos) por el cual ellos salgan del estado de naturaleza.
Por tanto, vemos aquí unidas libertad y necesidad, y de nuevo sin necesidad de tránsito de lo subjetivo a lo objetivo, sino por la misma necesidad y objetividad de segundo orden nacidas precisamente de las acciones libres, de lo objetivamente actuante en el querer.[294] La constitución jurídica perfecta sólo es posible «si ya en ese juego de la libertad, cuyo curso entero es la historia, no dominara a su vez una necesidad ciega que objetivamente aporta a la libertad lo que nunca habría sido posible sólo por ella».[295]
c) La historia: La historia es precisamente esa unión entre libertad y necesidad que estábamos buscando. Ella es para la filosofía práctica lo que la naturaleza para la teórica: su objetivación.[296] La naturaleza es lo objetivo del primer orden, de lo inconsciente; la historia, lo objetivo del segundo orden, de las acciones conscientes.
La historia, que adquirió gran importancia entre los románticos (sobre todo en Friedrich Schlegel) frente al poco aprecio que Fichte le dedicaba,[297] tiene en Schelling claras vinculaciones con el pensamiento kantiano y a la vez inflexiones que anuncian el desarrollo gigantesco que alcanzará en Hegel. Para Schelling, como para Kant, el objeto o hilo conductor de la historia es «el progresivo nacimiento de la constitución cosmopolita».[298] Pues bien, ese nacimiento es posible por la unión de libertad y necesidad.
Por una parte, «la historia» humana es fruto de la libertad, no está regida por una legalidad absoluta como es el caso de la historia natural, no es una ciencia teórica, no es previsible, se dan desviaciones en lo singular. Y esto es así porque ella, su objeto, no es realizable por un individuo, ni siquiera por una generación, sino, como vimos, por ensayos progresivos, de tal manera que siempre queda abierto y se plantea como un ideal sólo realizable por la especie toda como su destino, y donde sólo en la totalidad (para una intuición intelectual) se ve el progreso a pesar de los desvíos. Esto es posible porque el hombre es el único ser que tiene carácter de especie gracias a la cultura, porque la tradición confiere unidad al desarrollo.[299] Sólo los hombres y sucesos significativos en este desarrollo pertenecen al mundo histórico. La especie es el sujeto de la historia, como lo era para Kant.
Pero Schelling hace más hincapié en la necesidad, de modo que las posibles desviaciones recuerdan «las astucias de la razón» de Hegel. La historia obtiene en definitiva su congruencia, el no ser fruto del azar, de una necesidad natural inserta en la acción libre. Pero esta necesidad natural ideológica estaba tamizada en Kant por la filosofía crítica, presentada como hipótesis («como si»), y en definitiva como una idea que orienta nuestro pensar en lo suprasensible y dirige nuestra acción y no tiene otra realidad que la necesidad racional de llevarla a cabo[300] y el contenido empírico que le vaya confiriendo nuestra propia acción. En Schelling, por el contrario, esta necesidad natural está afirmada como independiente de nuestro proyecto práctico y en consecuencia operando queramos o no; la realidad histórica es conducida por algo que supera y juega con los individuos para conseguir sus fines, «una mano desconocida»[301] que, como la «mano invisible» de la teoría liberal clásica,[302] asegura en todo caso la realización final, protege siempre del fracaso total, obtiene lo mejor aun de lo peor, da sentido, unidad, a todo lo que parecía disonante.
La necesidad en la historia reside, como vimos, en la misma libertad, en lo objetivo del querer, su actuar, que es propiamente un intuir productivo, luego dominado por una legalidad no consciente: «sólo hay legalidad en el intuir».[303] Todo actuar está «bajo leyes naturales en cuanto resultado objetivo».[304] Así, del mismo juego de la libertad sin ley surge la constitución jurídica. Sólo de este modo podremos solucionar la contradicción de que esa constitución sea condición de la libertad, pues la garantiza, y sin embargo deba ser realizada por la libertad. En efecto, cuando actúo libremente no sólo actúo como esta inteligencia (conscientemente), sino como inteligencia en general. Ahora bien, como esa inteligencia en sí es a la vez el fundamento de todo lo objetivo (lo necesario, lo inconsciente) y el suelo común a todas las inteligencias, al actuar en el ámbito de la libertad producirá un segundo elemento objetivo que ya no será un intuir del individuo sino de todas las inteligencias, es decir, de la especie, y al ser inteligencia, luego tendencia a la identidad a través de las contradicciones, dará lugar a una síntesis absoluta, final, de todas las acciones libres, de modo que éstas resulten algo coherente y racional. Por tanto, el responsable último de la legalidad en la historia es «la inteligencia en sí (lo absolutamente objetivo, común a todas las inteligencias)».[305] Es ella la que hace surgir el orden jurídico y no un pretendido «contrato social» que presupone la existencia de la persona anterior a un Estado.[306]
d) La religión: El fundamento último de la armonía necesaria entre el juego libre (lo puramente subjetivo) y la legalidad objetiva es la identidad absoluta que vimos al hablar del primer principio, anterior a toda conciencia, luego a toda división entre necesidad y libertad, objeto y sujeto, y por tanto anterior a todo saber, objeto de fe, luz pura, raíz invisible, lo eternamente inconsciente.[307] Ella es la que confecciona la legalidad en la historia a través del libre juego del albedrío «como el tejido de una mano desconocida»,[308] como un poema épico.[309] Entonces:
— si reflexionamos sobre lo no consciente u objetivo, construiremos el sistema del fatalismo;
— si lo hacemos sobre lo subjetivo, lo libre, lo carente de ley, llegaremos a la irreligión o ateísmo;
— si sobre lo absoluto, fundamento de la armonía, «nos surge el sistema de la providencia, es decir, [la] religión».[310]
La historia como totalidad es una revelación progresiva de lo absoluto[311] pues si se revelara, si se objetivara por entero de una vez (lo cual es imposible porque la oposición entre lo consciente y lo inconsciente es infinita) acabaría el fenómeno de la libertadles decir, el creer que lo libre no es necesario. Al final descubrimos que lo libre nunca es lo determinante, sino sólo un fenómeno interno que se opone a la necesidad para que se manifieste en la conciencia la espontaneidad de lo absoluto. En lo absoluto coinciden espontaneidad y necesidad, pero si han de ser conocidos, la conciencia tiene necesariamente que distinguirlos, separarlos, y, por tanto, oponerlos, para luego, en la autoconciencia, volverlos a unir consciente ya de todos los elementos que integran la síntesis; la identidad originaria se suprime precisamente con motivo del libre actuar, o sea, de la conciencia: sólo el hombre es una pieza desgarrada.[312] La libertad como fenómeno, como individuo, no determina nada, no explica nada objetivo, pues ella es precisamente lo explicado, lo fundado, lo fenoménico, la punta del iceberg, el resultado de una separación entre lo puramente subjetivo y lo objetivo; es la «ilusión» necesaria para arribar a la autoconciencia. Si a renglón seguido Schelling afirma que somos coautores de nuestro papel[313] sólo logra, con una inflexión en el discurso, recuperar la unidad y sobre todo la inmanencia del proceso, que iban y van peligrando conforme se descubre la identidad originaria: sólo «a través de cada inteligencia particular actúa lo absoluto».[314]
Teología y filosofía del arte
Según Fichte, una filosofía que se precie de ser una ciencia, es decir, que posea una forma sistemática, sólo está completa cuando ya no puede derivarse en ella ninguna nueva proposición. La prueba positiva de que hemos agotado la ciencia es que al intentar seguir la deducción topamos otra vez con el principio del que habíamos partido.[315] Al igual que ocurre con el trazado de un círculo, el inicio y el último resultado coinciden, pero a diferencia de aquél, no se encuentran en un mismo nivel.
La construcción del propio sistema filosófico de Fichte se había ajustado a esta exigencia. Y así, la Fundamentación de toda la Doctrina de la Ciencia concluye cuando el Yo absoluto reaparece como término inalcanzable al que aspira la acción humana, o sea, como ideal.
La estructura del Sistema del idealismo trascendental está inspirada por esta idea de cuño fichteano, y por ello, la última tarea que concierne a la filosofía es volver a hallar esa coincidencia de lo subjetivo y lo objetivo de la cual había partido. Pero la historia progresiva de la autoconciencia se encuentra ya muy avanzada, por tanto, la oposición entre lo subjetivo y lo objetivo se presenta bajo una caracterización diferente: como el conflicto entre libertad y necesidad, entre razón práctica y teórica respectivamente. La investigación filosófica ha de finalizar, pues, con la armonización de estos dos reinos: el del hombre, que actúa en forma autónoma y conscientemente, y el de la naturaleza, que produce guiada por un mecanismo ciego. La solución del conflicto transcurre a través de dos disciplinas: la teleología y la estética.
Como se ve, el planteamiento del problema y las vías de solución se corresponden claramente con los seguidos por Kant en la Crítica de la facultad de juzgar. A diferencia de él, Schelling no planteó el conflicto en términos de facultades (la del juicio, el entendimiento y la razón práctica), porque ya desde sus primeros escritos había eludido la idea del hombre como un ser compartimentado en funciones para afianzar, guiado por un interés característico de su época,[316] lo que podríamos llamar el concepto de hombre total. Pero igual que él, comprendió también que entre el arte y la naturaleza existe una profunda relación, la que expresó en detalle en el discurso pronunciado ante la Academia de las Ciencias de Múnich en 1807.[317] Según Schelling, el producto estético y el natural se asemejan porque en ambos late una fuerza creadora que produce inconscientemente. En este sentido, el auténtico arte es mimesis, imita lo esencial de la naturaleza, ese principio activo capaz de engendrar vida, que engrandece y hace perdurar las obras humanas, el poder vivificador de la idea:
En todos los seres de la naturaleza, el concepto viviente no se muestra activo más que de una manera ciega; si ocurriera lo mismo en el artista, no se distinguiría en absoluto de la naturaleza. Por otra parte, si él quisiera con conciencia someterse enteramente a la realidad y reprodujese de una manera servil lo que tiene ante los ojos, podría crear tal vez larvas, pero no obras de arte. Debe, pues, alejarse del producto o de la criatura, pero sólo para elevarse hasta la fuerza que los crea y apoderarse espiritualmente de ella.[318]
Y a su vez la naturaleza es arte, en palabras del autor, «la poesía originaria, aún no consciente, del espíritu».[319]
Analicemos, pues, el contenido de estas dos vías de solución del conflicto:
Sólo más allá de la división originaria que incorpora la conciencia puede aparecer como dada la armonía entre necesidad y libertad, porque estos dos términos ya son producto de una escisión, sólo puede encontrarse en la prehistoria del Yo, antes de que brille el entendimiento y que la razón se enseñoree de su conciencia de libertad a través de la acción moral, es decir, en el mundo todavía no consciente, en la naturaleza. Pero para lograrlo, es necesario introducir en ella la noción de finalidad (Zweckmässigkeit),[320] que permite comprender el mundo natural no como una yuxtaposición de partes sino como un todo orgánico, hay que recurrir, pues, a la teleología.
La consideración teleológica descubre en los productos naturales un propósito: parece que cada uno de ellos estuviera destinado para cumplir una determinada función y, sin embargo, es el resultado de un mecanismo despojado de intención y de conciencia. La finalidad no está inserta en la materia, ya que ésta carece de realidad en sí misma y sólo es una condición de posibilidad del conocimiento, sino que es proyectada por nosotros desde el mundo de la moralidad, donde sí operan las intenciones; de aquí que «el concepto de fin y el objeto no se penetren propiamente en la materia sino en la intuición».[321]
La teleología ocupa un lugar oscuro dentro del Sistema del idealismo trascendental, ya que apenas es tratada y pronto reabsorbida por el arte. Schelling parece dar por presupuestas aquí las tesis fundamentales de la Crítica de la facultad de juzgar,[322] que no desarrolla ni pone en discusión.[323]
La consideración teleológica, pues, constituye un paso transitorio de la autoconciencia, ya que elimina la oposición entre libertad y necesidad, pero en ella el Yo permanece extrañado a sí mismo, incapaz de reconocer que el fundamento de la identidad originaria reside en él. Sólo cuando el Yo se haga protagonista del intento de unificar las dos instancias cuya división dio origen a la conciencia, el conflicto quedará definitivamente resuelto. Y esto es, precisamente, lo que sucede en la creación artística.
No ocurre en el arte lo mismo que en la naturaleza, pues la armonía entre necesidad y libertad no aparece dada sino que hay que producirla. La última etapa del proceso de la autoconciencia implica, por tanto, una superación del carácter teórico y contemplativo usualmente asignado a la filosofía, es una invitación a transformar el mundo estéticamente por la magia de la imaginación y la fantasía. Esta postura frente a la relación actitud filosófica-realidad no es inédita ni en la trayectoria de Schelling ni en la historia de la filosofía.
En cuanto a la primera, basta recordar el anuncio programático de transformar las ideas en ideas estéticas realizado en el invierno de 1796-1797:
La poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad.[324]
Respecto a la segunda, Schelling retoma una larga tradición de pensadores que se inicia en el Renacimiento italiano con el derrumbamiento del teocentrismo medieval y la aparición de un humanismo que considera al sujeto como creador y actor de su propia vida. Entre ellos no podemos dejar de citar a Pico della Mirándola, quien situó la grandeza y dignidad humanas en la capacidad ilimitada que el hombre tiene de hacerse a sí mismo desde su originario estado de indeterminación hacia la meta de la imago Dei. Desplazada durante más de un siglo, esta línea de pensamiento renace en pleno Racionalismo con Spinoza al colocar el deseo (conato), ese esfuerzo por afirmar la existencia sobre el que se basan todo pensar y actuar, como constitutivo del hombre. Finalmente, la ampliación del ámbito de la razón es consumada por Kant al establecer el primado de la praxis sobre la teoría y trasladar la investigación filosófica al campo de la acción humana: la moralidad, el arte, el derecho. Partiendo de los descubrimientos kantianos, dos hombres buscarán la transformación del mundo y la sociedad a través de vías diferentes: Fichte y Schiller, y serán inmediato antecedente e inspiración para la elaboración de la estética romántica y, en concreto, de la schellingiana. El primero encontrará en la acción el vehículo idóneo para la afirmación de la libertad humana, y en la cultura, el instrumento para edificar un nuevo orden. El destino del sujeto será el perfeccionamiento por la praxis, único mediador entre la finitud y el ansia de infinito.[325] El segundo[326] hallará este término medio en el impulso de juego, en la función estética, cuya fuerza liberadora transfigura la realidad y permite construir la civilización desde nuevas bases.[327]
La filosofía puede culminar en una transmutación estética de la realidad porque la actitud artística y la filosófica nacen de un suelo común: la imaginación, de ahí que sean dos modos muy parecidos de enfrentar el mundo. Ambos se ponen en marcha a partir de una situación de desdoblamiento y tensión interior, provocada por el sentimiento de vivir en un mundo finito, insuficiente para satisfacer el ansia de infinitud y libertad, e incomprensible por sí mismo sin recurrir a una instancia absoluta que lo dote de sentido. Esta sensación de extrañamiento lleva al poeta a suspender el acontecer cotidiano, la rutina, y al filósofo, a fracturar la conciencia común, para acceder a una realidad superior (la consideración trascendental) donde puedan aprehenderse las relaciones subyacentes que explican lo fenoménico, y de este modo, ambos culminan con una metamorfosis del mundo que los rodea, que, en el caso de la filosofía, sólo se produce a nivel subjetivo y, por tanto, es únicamente una metamorfosis semántica (del sentido del mundo), y en el caso del arte, se plasma a nivel objetivo en un producto estético. Si la filosofía es poesía interior, es decir, actividad creadora en el pensar y no pura contemplación, el arte es construcción de la verdad que se revela en la obra.[328]
Esta cuasi-identidad entre arte y filosofía es posible en la medida en que se ha puesto la fuerza creadora como base de toda actividad humana. Por tanto, la capacidad artística no queda reducida a un mínimo grupo de privilegiados, sino que se la considera como una facultad que necesita del ejercicio y la educación para poder ponerse en funcionamiento y desarrollarse, pero que está presente en todos los individuos como facultad de la imaginación, en otros términos, que todos somos potencialmente artistas.
El tratamiento que Schelling da a la imaginación tiene su origen en la filosofía kantiana. Kant descubrió que, aparte de la reproducción de imágenes, existe una función puramente productiva y a priori de la imaginación (produktive oder traszendentale Einbildungskraft), cuyo resultado es el esquema, mediador entre el concepto, de índole meramente intelectual, y el fenómeno, de naturaleza sensible. A través del tiempo, la imaginación esboza los esquemas que permiten la aplicación de las categorías y determina a la sensibilidad unificando por primera vez lo diverso de la intuición. Inmediatamente después de Kant, Fichte comprendió que el poder configurador de esta facultad no se restringe al conocimiento sino que, además, modela la praxis. La imaginación es una función básica porque el Yo dispara su mecanismo apenas se pone en contacto con algo extraño. Su labor consiste en oscilar entre dos estados del sujeto: el de la limitación producida por el encuentro con algo opuesto y el de la infinitud de un Yo que anhela afirmarse sin restricción. En esta oscilación el sujeto se va situando en su entorno, se hace consciente de sus límites, proyecta esquemas de actuación y va perfilando el mundo real. La aportación de Schelling residió en comprender que esta capacidad que guía toda la acción humana es de naturaleza plástica. «Esbozar», «configurar», «tirar líneas», expresiones utilizadas para definir el trabajo de la imaginación, son aplicables en el lenguaje pictórico. En consecuencia, el acto artístico es la actividad originaria del espíritu, que, según el nivel de la historia de la autoconciencia en que nos encontremos, se presenta como intuición intelectual, plasmación de ideales o intuición estética. De ahí, la famosa frase de Schelling, que resume todo su descubrimiento:
La filosofía del arte es el verdadero organon de la filosofía.[329]
Pero el hallazgo de nuestro autor no se detiene aquí, pues el acto estético no sólo es el originario sino el más elevado al que puede acceder el Yo. Por encontrarse en la cúspide de un proceso, proceso en el que la conciencia se revela a sí misma, contiene los momentos anteriores sintetizándolos, y se presenta, entonces, como unión de lo consciente e inconsciente.
Al igual que toda actividad humana, el arte se inicia por la escisión de dos fuerzas que tienen una única raíz y que, en este caso particular, vuelven a conjugarse. En efecto, cuando el artista crea, lo hace libremente, tal que con toda intención va modelando su producto hacia el fin que tenía previsto, pero a medida que avanza en la labor creadora, la obra lo va desbordando y descubre que sin su intervención se filtran en ella infinidad de elementos que no había prefijado. La obra adquiere una entidad propia, da la impresión de que se hiciera a sí misma según leyes necesarias,[330] y el autor no puede reconocerla como enteramente suya.[331] Así pues, el proceso de producción parece enteramente consciente, mientras que una vez que se objetiva, una vez que se plasma en un producto, se observa en la obra la presencia de una actividad no consciente, que le otorga una infinidad de intenciones y permite interpretarla indefinidamente sin que su contenido se agote.
Ambas facetas del producto se corresponden con dos aspectos del proceso de creación, que Schelling denomina arte y poesía, y que coinciden con la clásica distinción entre τέκυη y ποίησις efectuada por Platón.[332] El arte es el lado mecánico de la creación, lo que podríamos llamar «el oficio», que se adquiere por medio del aprendizaje y puede perfeccionarse a través del ejercicio. La poesía es el aspecto innato y genial que abre las puertas de lo inconmensurable, de lo absoluto. Mientras que Platón recalca el valor de la ποίησις sobre la τέκυη, Schelling, en cambio, reconoce que un artista sin oficio es incapaz de hacer un producto estético, a la vez que un mero técnico del arte sólo construirá obras muertas, formalmente muy refinadas, aptas para el análisis de la reflexión, pero inertes en lo profundo.
El único capaz de llevar armonía a ambos aspectos es el genio, quien, precisamente por eso, se encuentra por encima de los dos, realizando una labor característica de la imaginación: oscilar entre los opuestos para conciliarlos. Mediante esta tarea consigue superar la antinomia sujeto (consciente) y naturaleza (no consciente) en una operación en la que incardina la idea en un objeto real a la vez que vivifica la materia, es decir, en un proceso de dos direcciones: objetivación del espíritu y subjetivación de la naturaleza. Sólo en el arte puede aparecer el genio, capaz de resolver por la intuición una contradicción que de otra forma hubiera sido irresoluble, incluso en contra de la voluntad del hombre en quien se presenta la genialidad. En este sentido, lo distingue claramente del talento y la habilidad, que son resultado de la aplicación mecánica del entendimiento. Idéntica distinción encontramos en Novalis, ya que la teoría del genio es común a todo el movimiento romántico:
Genio es la facultad de los objetos imaginados de actuar como reales y comportarse también como éstos. El talento de exponer, de observar minuciosamente [y] describir la observación de modo conveniente es, por tanto, distinto del genio. Sin este talento sólo se ve la mitad y sólo se es medio genio; se puede tener una disposición genial que por falta de ese talento nunca llegue a desarrollarse.[333]
De acuerdo con este fragmento y sin traicionar el espíritu de la filosofía del arte de Schelling, podemos definir la genialidad como la capacidad de suplantar el mundo real por uno imaginado en el que se hallan resueltos los conflictos, en otros términos, la utopía llevada al campo del arte.
Así, al efectuarse la armonización de lo consciente con lo no consciente, lo subjetivo con lo objetivo, la libertad con la necesidad, surge un sentimiento de satisfacción (Befriedigung). Sólo mediante la creación estética el hombre integra los aspectos de su persona que se hallaban dispersos, logra la paz interior (Friede) y recupera su auténtica identidad (en el doble sentido que aquí puede tener la palabra). El renacimiento interno pasa al producto y, por ello, toda obra infunde una serenidad y una armonía infinitas, que provocan a su vez la emoción estética del receptor cuando éste rehace el camino efectuado por el artista.[334]
Mediante la fórmula del arte como conjunción de lo consciente y lo no consciente Schelling recoge una idea nacida en los albores de la cultura griega, la del artista marcado por un estigma divino que le obliga a cumplir leyes ajenas al hombre, la del poeta como instrumento de las Musas, idea que se eleva a la conciencia filosófica cuando Platón afirma que la poesía es un estado de posesión y locura, no provocada por trastornos funcionales sino manifestación de la locura divina y, por esta razón, la sitúa en paridad con el amor y la mántica.[335] Si nos mantenemos dentro del ámbito del Sistema del idealismo trascendental, se podría pensar que Schelling realiza, respecto a Platón, un paso importante en la desacralización del arte, pues fue capaz de entender que toda obra verdaderamente artística encierra una grandeza y una universalidad que supera en mucho la limitada comprensión que de ella pueda poseer su autor y hace sospechar que es el producto de una compleja operación en la que intervienen factores no conscientes, es decir, no dominables por el artista, pero que pertenecen al Yo. Esta explicación sustituiría a la característica de la conciencia común, que interpreta los elementos no intencionados como resultado de poderes ocultos y proyecta lo inconsciente sobre una inteligencia superior, sobre los dioses. Pero hasta qué punto hay una auténtica desacralización en el Sistema es una cuestión difícil de evaluar, que depende del carácter que se le otorgue a la actividad originaria. Si seguimos la evolución de Schelling, comprobaremos que a esta actividad, que no sólo supera al individuo sino que es transhumana, o sea, compartida también por la naturaleza, se la considera divina, con lo cual se nos sitúa ante una teoría panteísta. Y es ese panteísmo, supuesto en la última parte del Sistema, lo que permite barruntar la revelación de una realidad absoluta en el arte y, por tanto, transformarlo en un medio de expresión de la divinidad:
el arte es la única y eterna revelación que existe y el milagro que, aunque hubiese existido sólo una vez, debería convencernos de la absoluta realidad de aquello supremo.[336]
Sólo bajo la suposición de tal panteísmo estético se pueden aceptar como fundados la esperanza y el deseo de creación de una nueva mitología, necesidad expresada ya en el Programa de Sistema:
tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón.
Mientras no transformemos las ideas en ideas estéticas, es decir, en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo y, a la vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse.[337]
Pero reconstruyamos ahora esta vinculación entre arte y mitología desde la estructura misma de la obra estética, basándonos para ello en algunas pocas sugerencias que nos ofrece la obra aquí analizada, sugerencias que se desarrollarán sobre todo en las lecciones sobre filosofía del arte dictadas en 1802-03 en Jena y repetidas en Würzburg en 1804-05.
Toda obra artística refleja una infinitud[338] y es este elemento infinito el que le aporta belleza. Nos encontramos, pues, ante una estética del contenido, ya que la forma es sólo un medio dúctil, un mero velo, que se transfigura de acuerdo con las exigencias de la esencia que se ha de plasmar.[339] Una producción sólo puede incluirse en el ámbito del arte cuando expresa lo absoluto,[340] aunque no sea en su totalidad, lo cual sería imposible, sino desde una perspectiva particular, y esto es lo que Schelling denomina idea, la raíz quiditativa de cada realidad individual.[341] El mundo del arte, considerado en su conjunto, es réplica del mundo eidético, manifestación de la divinidad, un verdadero Olimpo encarnado:
Estas unificaciones (Ineinsbildungen) de lo universal y lo particular, es decir, las ideas consideradas en sí, son imágenes de lo divino, son dioses realmente considerados.[342]
De ahí que el arte llevado a su punto extremo sea objetivación de la mística, exija la elaboración de una mitología cuyo modelo se encuentra, según Schelling, en la antigüedad griega, en cuanto que en ella aparece un «sistema» labrado por la fantasía, un todo armónico que da explicación del mundo natural. La mitología es filosofía objetivada y traspasada por el hálito poético, hundida en ese océano universal,[343] matriz de toda la ciencia, al que han de ser reconducidas todas las actividades humanas para ser fecundadas y poder germinar. La mitología, pues, por curioso que parezca, es la meta de la revolución estética proclamada por Schelling, el único lugar donde puede surgir la identidad y la unificación de las ideas platónicas de bondad y verdad en la de belleza,[344] lo cual no significa ni más ni menos que la superación de la contradicción entre el mundo de la moral y el de la ciencia. Y así, el arte no es sólo instrumento para la transformación de la realidad, sino «la clave última acerca del sentido del proceso absoluto del universo»,[345] pues en la obra de arte se resuelve tanto la dinámica del Yo como la de la naturaleza, el destino del universo todo se consuma plenamente: el Yo se hace objetivo y lo inconsciente se incorpora al ámbito de la subjetividad,[346] aunque no lo haga por caminos estrictamente intelectuales.
Nuestra edición
Dado que la edición histórico-crítica de las obras de Schelling que lleva a cabo la Academia de Ciencias de Baviera no ha llegado aún a publicar el Sistema del idealismo trascendental, hemos tenido que basar nuestra traducción en la de Manfred Schröter de Schellings Werke II, 327-634 (cuya paginación reproducimos al margen y señalamos en el texto [//] a excepción de cuando comienza línea, y que coincide, por otra parte, con la edición Cotta) y en la de Ruth-Eva Schulz de la editorial Félix Meiner. Las diferencias entre ambas quedan recogidas en notas (con asterisco) a pie de página, donde también se da cuenta de otros accidentes materiales del texto. Por el contrario, las notas (numeradas) del final son comentarios al contenido sobre puntos específicos. Una ayuda siempre valiosa, tanto en la traducción como en la confección de algunas notas, han sido las ediciones de Michele Losacco, Sistema dell’Idealismo trascendental (Laterza, Barí, 19262), gentilmente proporcionada por el Dr. Adolfo Carpió, Profesor de la Universidad de Buenos Aires, y la de Christian Dubois, Le systéme de l’idéalisme trascendental (Peeters, Louvain, 1978).
Hemos procurado hacer una traducción lo más literal posible y en un lenguaje académico actual, ya que éste es un texto filosófico dirigido principalmente a los estudiosos. Haber sacrificado la exactitud a la belleza o haber utilizado un castellano del 1800, hubiera sido un esfuerzo literario más que filosóficamente fructífero. De algunos términos difíciles o significativos nos ha parecido conveniente poner entre paréntesis el original. Los corchetes indican términos que no se encuentran materialmente en Schelling pero que eran necesarios para una traducción castellana con sentido. En general hemos transcrito en minúscula términos que en otras traducciones de estos filósofos se escriben normalmente con mayúscula, porque, como es sabido, en alemán llevan mayúscula todos los sustantivos; privilegiar algunos de ellos hubiera sido en todo caso nuestra interpretación; preferimos que el lector haga por sí mismo la suya.
Agradecemos a Walter Schieche, miembro de la Schelling Kommission, por sus informaciones sobre el estado actual de la edición de la Academia de Ciencias de Baviera, como, por adelantado, a todos aquellos que con sus sugerencias quieran ayudarnos a mejorar nuestro trabajo.
VIRGINIA E. LÓPEZ DOMÍNGUEZ
JACINTO RIVERA DE ROSALES
Facultad de Filosofía
Universidad Complutense de Madrid
NB. Este trabajo se finalizó y se entregó a Editora Nacional en febrero de 1984, quien nos lo había encargado tres años antes. Ante su cierre por el Gobierno, en 1985, decidimos retirar el manuscrito. Vaya desde aquí nuestro agradecimiento a Francisco Sanchís, director de publicaciones de dicha editora, que nos confió tan difícil labor y nos alentó en todo momento. Lamentamos profundamente el cierre de una editorial que hacía un servicio cultural de un valor cada vez más inapreciable. Razones habrá que no se nos alcanzan; y si son las que se nos alcanzan, entonces no son buenas razones. Nuestra gratitud final para Anthropos Editorial del Hombre, que ha tenido a bien sacar a la luz este libro.
Madrid, junio de 1986.