Capítulo duodécimo

El entierro se celebró en París con un hermoso sol, una multitud curiosa, vestidos de luto. Mi padre y yo estrechamos la mano a viejas parientas de Anne. Las miré con curiosidad: seguramente habrían venido a tomar el té a casa una vez al año. Todos miraban a mi padre con lástima… Webb debía de haber corrido la noticia de la boda. Vi a Cyril que me buscaba a la salida. Lo evité. El sentimiento de rencor que experimentaba hacia él era totalmente injustificado, pero superior a mis fuerzas… La gente a nuestro alrededor deploraba el estúpido y espantoso suceso y, como yo albergaba mis dudas sobre el carácter accidental de aquella muerte, sentía cierta satisfacción.

En el coche, a la vuelta, mi padre me cogió la mano y la apretó en la suya. Yo pensé: «Sólo me tienes a mí y yo sólo te tengo a ti, estamos solos y somos desgraciados», y, por primera vez, lloré. Eran lágrimas bastante agradables, no se parecían en nada a aquel vacío, aquel terrible vacío que sintiera en la clínica ante la litografía de Venecia. Mi padre me alargó el pañuelo, sin decir palabra, con la cara descompuesta.

Durante un mes vivimos ambos como un viudo y una huérfana, comiendo y cenando juntos, y sin salir jamás. Hablábamos un poco de Anne de cuando en cuando: «Recuerdas aquel día que…». Hablábamos de ella con precaución, sin mirarnos, por temor a lastimarnos o a que se disparase algo en alguno de nosotros que le llevase a pronunciar palabras irreparables. Tales prudencias y dulzuras recíprocas tuvieron su recompensa. Pronto pudimos hablar de Anne con un tono normal, como de un ser querido con quien hubiéramos sido felices y a quien Dios había llamado a su seno.

Escribo Dios en vez de azar. Pero no creíamos en Dios. Bastante suponía en tales circunstancias creer en el azar.

Hasta que un día, en casa de una amiga, conocí a un primo suyo que me gustó y a quien gusté. Salí con él durante una semana con la frecuencia y la imprudencia de los comienzos del amor, y mi padre, poco hecho para la soledad, hizo lo propio con una joven bastante ambiciosa. La vida volvió a ser como antes, como estaba previsto que volviera a ser. Cuando nos vemos, mi padre y yo nos reímos, hablamos de nuestras conquistas. Seguro que le consta que mis relaciones con Philippe no son platónicas, y a mí me consta que su nueva amiga le sale muy cara. Pero somos felices. El invierno toca a su fin, no alquilaremos la misma casa, sino otra, cerca de Juan-les-Pins.

Pero cuando estoy en la cama, al amanecer, sin más ruido que el tráfico de París, a veces me traiciona la memoria: vuelve el verano con todos sus recuerdos. ¡Anne, Anne! Repito ese nombre muy quedo y durante mucho rato en la oscuridad. Entonces algo sube por mi interior y lo recibo llamándolo por su nombre, con los ojos cerrados: Buenos días, Tristeza.