Capítulo quinto
El incidente que acabo de mencionar no dejaría de tener sus consecuencias. Como ciertas personas muy comedidas en sus reacciones, muy seguras de sí mismas, Anne no soportaba las claudicaciones. Y aquel gesto suyo de ablandar tiernamente con sus manos mi cara era una para ella. Había adivinado algo, hubiera podido hacérmelo confesar y, en el último momento, se había dejado llevar por la compasión o la indiferencia. Porque tan difícil le resultaba ocuparse de mí, educarme, como admitir mis flaquezas. Lo único que la movía a desempeñar ese papel de tutora, de educadora, era el sentimiento del deber. Casándose con mi padre, tenía que hacerse cargo de mí. Yo hubiera preferido que aquella constante desaprobación, por llamarla así, respondiese al fastidio o a un sentimiento más superficial: el hábito habría acabado imponiéndose. Nos acostumbramos a los defectos de los demás cuando no nos creemos obligados a corregirlos. Al cabo de seis meses, tan sólo habría experimentado respecto a mí cansancio, un cansancio afectuoso. Era exactamente lo que yo necesitaba. Pero no lo experimentaría, porque se sentiría responsable de mí y, en cierto modo, lo sería, dado que yo era todavía profundamente maleable. Maleable y tozuda.
Por eso se lo reprochó a sí misma y me lo hizo notar. Pocos días después, durante la cena y hablando como siempre de aquellos insoportables deberes de vacaciones, se inició una discusión. Me mostré un poco descarada, mi propio padre se incomodó y al final Anne me encerró con llave en mi habitación, todo ello sin alzar en ningún momento la voz. Yo no sabía que lo hubiera hecho y, como tenía sed, me encaminé hacia la puerta e intenté abrirla. Ofreció resistencia y comprendí que estaba cerrada. Jamás en la vida me habían encerrado: me entró pánico, auténtico pánico. Corrí a la ventana, no había modo de salir por allí. Me volví, visiblemente aterrada, me arrojé sobre la puerta y me hice mucho daño en el hombro. Intenté forzar la cerradura, con los dientes apretados. No quería gritar que vinieran a abrirme. Allí me dejé el cortaúñas. Entonces me quedé en medio del cuarto, de pie, con las manos vacías. Totalmente inmóvil, atenta a la especie de calma, de paz que ascendía en mí conforme se perfilaban mis pensamientos. Era mi primer contacto con la crueldad: la notaba anudarse en mí, apretarse al ritmo de mis pensamientos. Me tumbé en la cama y tracé minuciosamente un plan. Mi ferocidad guardaba tan poca proporción con su pretexto que me levanté dos o tres veces durante la tarde para salir de la habitación y me topé sorprendida con la puerta.
Mi padre vino a abrirme a las seis. Me levanté maquinalmente cuando entró en la estancia. Me miró sin decir nada y le sonreí, también maquinalmente.
—¿Quieres que hablemos? —preguntó mi padre.
—¿De qué? —contesté—. Te horroriza hacerlo y a mí también. Ese tipo de explicaciones que no conducen a nada…
—Es cierto. —Parecía aliviado—. Tienes que ser amable con Anne, paciente.
Me sorprendió el término: yo, paciente con Anne… Invertía el problema. En el fondo consideraba que Anne era una mujer que él imponía a su hija. Y no al revés. Cabía acariciar esperanzas.
—He sido desagradable —dije—. Me disculparé con Anne.
—¿Eres… ejem… eres feliz?
—Pues claro —dije desenfadadamente—. Y si Anne y yo tenemos demasiadas agarradas, con casarme un poco antes ya está.
Sabía que esa solución no dejaría de dolerle.
—Eso está descartado… No eres Blancanieves… ¿Podrías dejarme tan pronto? Sólo habríamos vivido dos años juntos…
El pensar eso me resultaba tan insoportable como a él. Entreví el momento en que me pondría a llorar sobre su hombro, a hablar de la felicidad perdida y de sentimientos excesivos. No podía convertirlo en mi cómplice.
—Verás, exagero mucho. Anne y yo en el fondo nos llevamos bien. Con concesiones mutuas…
—Sí —dijo—, claro.
Debía de pensar como yo que las concesiones no serían probablemente recíprocas sino que saldrían tan sólo de mi persona.
—¿Sabes? —dije—, sé perfectamente que Anne siempre tiene razón. Su vida es mucho más completa que la nuestra, mucho más llena de sentido…
Hizo un involuntario gesto de protesta, pero lo ignoré:
—… De aquí a uno o dos meses, habré asimilado completamente las ideas de Anne. Se acabarán las discusiones estúpidas entre nosotras. Sólo es cosa de un poco de paciencia.
Me miraba, visiblemente desconcertado. Asustado también: perdía a una cómplice para sus futuras canas al aire, perdía también en cierto modo un pasado.
—No hay que exagerar —dijo débilmente—. Reconozco que te he hecho llevar una vida que quizá no correspondía con tu edad, ni… tal vez… con la mía, pero tampoco era una vida estúpida o desdichada… no. En el fondo no han sido dos años tan tristes o… cómo decirlo… desequilibrados. No hay que renegar de todo sólo porque Anne tenga un concepto un poco distinto de las cosas.
—Renegar no, pero sí renunciar —dije con convicción.
—Claro —dijo el pobre hombre; y bajamos.
Ofrecí mis disculpas a Anne sin el menor apuro. Me dijo que no tenía que dárselas y que si habíamos discutido había debido de ser por el calor. Me sentía indiferente y alegre.
Me reuní con Cyril en el pinar, según habíamos convenido. Le expliqué lo que había que hacer. Luego me abrazó, pero era demasiado tarde y tenía que regresar. Me extrañó lo mucho que me costó separarme de él. Si había buscado vínculos para retenerme, los había encontrado. Mi cuerpo le reconocía, encajaba, llegaba a la plenitud contra el suyo. Le besé apasionadamente, quería hacerle daño, marcarlo para que no me olvidase ni un instante después de cenar, para que soñase conmigo por la noche. Porque la noche sería interminable sin él, sin él pegado a mí, sin su pericia, sin su súbita fogosidad y sus largas caricias.