Capítulo cuarto
La única reacción de mi padre había sido la sorpresa. La asistenta le explicó que Elsa había venido a recoger sus maletas y se había marchado enseguida. No sé por qué no le mencionó nuestra conversación. Era una lugareña, muy novelera, y supongo que debía de formarse una idea un tanto pintoresca de nuestra situación. Sobre todo con los cambios de habitación en los que había intervenido.
Y así, mi padre y Anne, presa de remordimientos, me prodigaron atenciones y una bondad que, insoportable al principio, no tardó en resultarme grata. A fin de cuentas, por más que fuera culpa mía, no me hacía demasiada gracia cruzarme de continuo con Cyril y Elsa cogidos del brazo, dando muestras expresivas de estar muy enamorados. Ya no podía ir en barco, pero podía ver pasar a Elsa, desmelenada por el viento como yo misma días atrás.
No tenía que esforzarme para adoptar una expresión impenetrable y falsamente indiferente cuando nos los tropezábamos. Porque nos los tropezábamos por todas partes: en el pinar, en el pueblo y en la carretera. Anne me lanzaba una mirada, me hablaba de otra cosa, apoyaba la mano en mi hombro para darme ánimos. ¿He dicho que era buena? No sé si su bondad era una forma refinada de su inteligencia o sencillamente de su indiferencia, pero tenía siempre para conmigo la palabra y el gesto adecuados, y si de veras hubiera tenido que sufrir, no habría podido contar con mejor apoyo.
Así, dejaba que las cosas siguieran su curso sin demasiada inquietud pues, como ya he dicho, mi padre no daba la menor muestra de sentir celos. Con ello me mostraba a las claras su cariño por Anne y me humillaba un tanto demostrándome también la inanidad de mis planes. Un día entrábamos en correos él y yo, cuando nos cruzamos con Elsa. Esta pareció no vernos y mi padre se volvió hacia ella como si de una desconocida se tratase, lanzando un pequeño silbido.
—Oye, Elsa está pero que muy guapa.
—El amor, que le sienta bien —dije.
—Pareces tomártelo mejor… —dijo mirándome sorprendido.
—Qué le vamos a hacer. Tienen la misma edad, era un poco la fatalidad.
—Si no llega a estar Anne, no hubiera habido fatalidad alguna…
Estaba furioso.
—A ver si te piensas que un niñato me va a robar a mí una mujer si yo no quiero…
—También interviene la edad —dije muy seria.
Se encogió de hombros. A la vuelta, lo vi preocupado: tal vez pensaba que Elsa y Cyril eran jóvenes; y que al casarse con una mujer de su edad, dejaba de pertenecer a esa categoría de hombres sin fecha de nacimiento. Me invadió una involuntaria sensación de triunfo. Cuando me fijé en Anne y vi sus arruguillas en la comisura de los ojos y el leve pliegue en la boca, me sentí mal. Pero resultaba tan fácil seguir mis impulsos y luego arrepentirme…
Transcurrió una semana. Cyril y Elsa, que ignoraban cómo iban las cosas, debían de esperarme cada día. No me atrevía a ir, me hubieran querido sacar más ideas y era lo último que me apetecía. Además, por las tardes subía a mi habitación, supuestamente para trabajar.
En realidad no hacía nada: había encontrado un libro de yoga y me dedicaba a él con gran convicción. A ratos me daban tremendos ataques de risa que tenía que sofocar para que no me oyese Anne, a quien le aseguraba que trabajaba sin parar. Jugaba un poco con ella a la enamorada frustrada que busca consuelo en la esperanza de ser un día toda una licenciada. Me daba la impresión de que me ganaba su estima con ello y a veces citaba a Kant en la mesa, lo que desesperaba visiblemente a mi padre.
Una tarde me había envuelto en toallas para dar una imagen más hindú, tenía apoyado el pie derecho en el muslo izquierdo y me miraba fijamente en el espejo, no con complacencia sino con vistas a alcanzar el estadio superior del yogui, cuando llamaron a la puerta. Supuse que era la asistenta y como estaba curada de espantos le grité que pasase.
Era Anne. Se quedó durante un segundo inmóvil en el umbral y sonrió:
—¿A qué juegas?
—Al yoga —dije—. Pero no es un juego, es una filosofía hindú.
Se acercó a la mesa y cogió mi libro. Empecé a inquietarme. Estaba abierto en la página cien y las otras páginas estaban llenas de anotaciones mías tales como «impracticable» o «agotador».
—Sí que eres concienzuda —dijo—. ¿Y qué ha sido de la famosa redacción sobre Pascal de la que tanto nos has hablado?
Era cierto que durante la comida había estado disertando sobre una frase de Pascal fingiendo haber meditado y trabajado sobre ella. No había escrito una palabra, por supuesto. Permanecí inmóvil. Anne me miró fijamente y comprendió:
—Que no trabajes y hagas la payasa delante del espejo es asunto tuyo —dijo—. Pero que luego te complazcas en mentirnos a tu padre y a mí, eso ya es intolerable. Ya me extrañaban a mí tus súbitas actividades intelectuales…
Salió y me quedé petrificada, embutida en mis toallas. No entendía que llamase a aquello «mentiras». Había hablado de Pascal porque me divertía hablar de él, había hablado de un trabajo para agradarle y, así por las buenas, me machacaba con su desprecio. Me había acostumbrado a su nueva actitud hacia mí, y la manera tranquila, humillante, de mostrarme su desprecio me sacó de mis casillas. Me quité el disfraz, me puse un pantalón, una camisa vieja y salí corriendo. Hacía un calor tórrido pero corría impulsada por una especie de rabia, tanto más violenta cuanto que no estaba segura de no sentir vergüenza. Corrí hasta casa de Cyril, y me detuve en el umbral, sin resuello. Con el calor de la tarde, las casas parecen extrañamente profundas, silenciosas y recogidas en sus secretos. Subí hasta la habitación de Cyril. Me la había enseñado el día en que fuimos a ver a su madre. Abrí la puerta: dormía, tumbado de través en la cama, con la mejilla apoyada en el brazo. Lo miré un instante: por vez primera se me aparecía desamparado y enternecedor. Lo llamé en voz baja. Abrió los ojos y al verme se incorporó de inmediato:
—¿Tú? ¿Qué haces aquí?
Le indiqué que no levantase la voz. Si llegaba su madre y me encontraba en la habitación de su hijo, podría creer… y, además, quién no creería… Me entró pánico y me encaminé hacia la puerta.
—Pero ¿adónde vas? —gritó Cyril—. Ven… Cécile.
Me había cogido del brazo y me sujetaba riendo. Me volví hacia él y lo miré. Se puso pálido como debía de estarlo yo misma y me soltó la muñeca. Pero fue para cogerme al punto en sus brazos y arrastrarme. Yo pensaba confusamente: «Tenía que ocurrir, tenía que ocurrir». Luego comenzó la ronda del amor: el miedo de la mano del deseo, la ternura y la pasión, y ese brutal sufrimiento al que seguía, triunfante, el placer. Tuve la suerte —y Cyril la dulzura necesaria— de descubrirlo aquel mismo día.
Permanecí junto a él una hora, aturdida y sorprendida. Siempre había oído hablar del amor como de una cosa fácil. Yo misma había hablado de él con crudeza, con la ignorancia de mi edad, y me dio la impresión de que nunca más podría volver a hablar de él así, de ese modo indiferente y brutal. Cyril, tumbado junto a mí, hablaba de casarse conmigo, de tenerme a su lado toda la vida. Le inquietaba mi silencio. Me incorporé, lo miré y lo llamé «mi amante». Se acercó. Apoyé la boca en la vena que todavía latía en su cuello, murmuré «cariño mío, Cyril, cariño mío». No sé si era amor lo que sentía por él en aquel momento —siempre he sido inconstante y no quiero tenerme por lo que no soy— pero le amaba más que a mí misma, habría dado la vida por él. Me preguntó al marcharme si se lo reprochaba, y me eché a reír. ¡Reprocharle esa felicidad…!
Regresé lentamente hacia el pinar, rendida y embotada. Le había pedido a Cyril que no me acompañase, habría sido muy peligroso. Temía que pudieran leer en mi rostro las claras improntas del placer, las sombras bajo mis ojos, el relieve de mi boca, los temblores. Anne leía delante de la casa, tumbada en una hamaca. Tenía preparadas ya unas buenas mentiras para justificar mi ausencia, pero no me hizo preguntas, nunca las hacía. Así que me senté junto a ella en medio del silencio, recordando que estábamos peleadas. Permanecí inmóvil, con los ojos entreabiertos, atenta al ritmo de mi respiración, al temblor de mis dedos. De cuando en cuando, el recuerdo del cuerpo de Cyril, el de ciertos instantes, me dejaba el corazón en suspenso.
Cogí un cigarrillo de la mesa y froté una cerilla en la caja. La cerilla se apagó. Encendí otra con precaución, ya que no hacía viento y era mi mano la que temblaba. Se apagó al instante contra mi cigarrillo. Rezongué y cogí una tercera. Y entonces, no sé por qué, esa cerilla cobró para mí una importancia vital. Tal vez porque Anne, súbitamente arrancada de su indiferencia, me miraba sin sonreír, con atención. En aquel momento desaparecieron el tiempo y el espacio, sólo quedaban aquella cerilla, mi dedo encima, la caja gris y la mirada de Anne. Mi corazón enloqueció, empezó a latir con violencia, crispé los dedos sobre la cerilla, esta se encendió y, mientras acercaba ávidamente la cara hacia ella, el cigarrillo la cegó y la apagó. Dejé caer la caja en el suelo y cerré los ojos. La mirada dura, interrogadora de Anne pesaba sobre mí. Supliqué algo a alguien, que cesase aquella espera. Las manos de Anne alzaron mi rostro y yo apreté los párpados para que no viera mi mirada. Notaba que se me escapaban lágrimas de agotamiento, de torpeza, de placer. Entonces Anne, como si renunciase a preguntarme nada, en un gesto de ignorancia, de apaciguamiento, deslizó las manos por mi cara y me relajó. Luego me puso un cigarrillo encendido en la boca y tornó a abismarse en la lectura de su libro.
He dado un sentido simbólico a ese gesto, he intentado darle uno. Pero hoy, cuando se me apaga una cerilla, revivo ese instante extraño, ese abismo entre mis gestos y yo, el peso de la mirada de Anne y ese vacío alrededor, esa intensidad del vacío…