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«Mr. de Chateaubriand dio oídos a las súplicas de una persona desgraciada, consultó con su deber, y convencido de que este no le imponía el recelo de temer a una débil mujer, a los dos días de haber recibido la solicitud escribió a Mad. Recamier que Madama José Bonaparte podía regresar a Francia, y preguntó en qué punto residía con objeto de dirigirla por conducto de Mr. Durand de Mareal, a la sazón embajador nuestro en Bruselas, el permiso de volver a París con el nombre de condesa de Villanueva. Mr. de Chateaubriand describió también a Mr. de Flagela con el mismo fin.

«Refiero este mismo hecho con tanto mayor placer, por cuanto honra a la persona que pide y al ministro que concede, a la primera por su noble confianza, y al segundo por su noble humanidad»

Madama de Abrantes ensalza más de lo que merezco mi conducta indigna de ser notada siquiera, pero como no refiere algunas cosas interesantes de la Abadía de las Selvas, voy a suplir sus omisiones.

El capitán Roger había sido sentenciado a muerte. Mad. Recamier me había asociado a su piadosa obra para salvarle, y Benjamín Constant, que también se había interesado en favor de aquel compañero de Caron, entregó al hermano del sentenciado, la siguiente carta para Mad. Recamier.

«Señora, no me perdono el molestaros constantemente, pero yo no tengo la culpa de que sin cesar hay personas sentenciadas a muerte. Esta carta os será entregada por el hermano del infortunado Roger condenado con Caron; como el asunto es el más odioso y sabido, el nombre solo pondrá a Mr. de Chateaubriand al corriente, y como el noble vizconde es el primer talento del ministerio, a la par que el único ministro que durante su permanencia en el poder no ha derramado sangre, nada añado: me atengo a vuestro corazón. Muy triste es no tener que escribiros sino para dolorosos asuntos, pero estoy seguro de que me perdonáis y que añadiréis un desgraciado más a la numerosa lista de los que habéis salvado. «Mil tiernos y respetuosos afectos.

«R. Constant.»

París, 1.° de marzo de 1823.

No bien fue puesto en libertad el capitán Roger, apresurose a manifestar su gratitud a sus bienhechores, y cierta tarde que estaba yo con Mad. Recamier, como de costumbre, se apareció de repente, delante de nosotros, diciendo con marcado acento meridional: «A no ser por vuestro influjo mi cabeza rodaba por el cadalso.» Así Mad. Recamier como yo estábamos asombrados sin recordar nuestros méritos, lo que notado por el oficial le hizo poner colorado como un gallo y exclamar: «¿No lo recordáis?... ¿No lo recordáis?» En vano prestamos mil disculpas por nuestra poca memoria; el bueno del militar salió del aposento entrechocando las espuelas de sus botas, fuera de si por que no nos acordábamos de nuestra buena acción, y cual si hubiera tenido que acusarnos de haberle cansado la muerte.

Por esta época dijo Talma a Mad. Recamier que deseaba verme para ponerse de acuerdo conmigo sobre algunos versos del Otelo de Ducis, que no le permitían recitar tal como estaban. Deje los trabajos ministeriales, acudí a la cita y pasé la tarde rehaciendo con el moderno Roscio los malhadados versos; proponíame Talma una variación, yo le proponia otra, y rimábamos a cual mas, retirándonos a la ventana o metiéndonos en algún rincón para dar mil vueltas a un armisticio. No sin mucho trabajo logramos al fin convenir en el sentido y la armonía. Curioso por demás era verme a mí, ministro de Luis XVIII, mano a mano con Talma, rey de la escena, olvidando ambos lo que ser podíamos, gustando de verba, dando a todos los diablos la crítica y mundanas grandezas... ¿Si Richelieu hacia representar sus dramas favoreciendo a Gustavo Adolfo, no podía yo, humilde secretario de Estado, ocuparme de tragedias ajenas, mientras iba a buscar la independencia de Francia a Madrid?

La señora duquesa de Abrantes, cuya tumba saludé en la iglesia de Chaillot, no trazó más que la mansión habitada por Mad. Recamier; yo hablaré del solitario asilo. Un corredor oscuro separaba dos pequeñas habitación es, y yo pretendía que el vestíbulo estaba alumbrado por una luz agradable. Adornaba el dormitorio una librería, un arpa, un piano, el retrato de Mad. de Staël y una vista de Coppet en una noche de luna; en los apoyos de las ventanas había algunos tiestos donde moraban olorosas flores. Cuando sofocado y sin aliento después de haber subido los tres pisos, entraba yo en la celda, a la caída de la tarde, me quedaba en éxtasis: las ventanas caían al jardín de la Abadía y por la verde alfombra se paseaban algunas religiosas y corrían varias colegialas. La copa de una acacia, llegaba al nivel de los ojos. Puntiagudos campanarios cortaban la uniformidad de la atmósfera; en el horizonte se divisaban las colinas de Sevres, y el sol descendiendo a su ocaso doraba el cuadro y penetraba por las abiertas ventanas. Poníase Mad. Recamier al piano, sonaba el Ángelus, y el tañido de una campana «que parecía llorar la muerte del día» il giorno pianger che si muore, se unía a los postreros acentos de la invocación que a la noche dirige Sterbelt en Julieta y Romeo. Las levantadas persianas servían de lecho a varios pajarillos, y yo compartía de lejos el silencio y la soledad, por encima del tumulto y estrépito de una gran ciudad.

Dios al darme aquellas horas de paz me compensaba con las de agitación, y yo entreveía el cercano reposo en que mi fe cree, y en que mi esperanza fía. Agitado exteriormente por mis ocupaciones políticas, o disgustado por la ingratitud de las cortes, aguardábame la palidez del alma en el fondo de aquel retiro como la frescura de las selvas al salir de una llanura abrasadora. Yo encontraba la tranquilidad al lado de una mujer, cuyo sosiego se extendió en derredor suyo sin que este sosiego tuviera pesada uniformidad, porque reinaba entre afecciones profundas. ¡Ay! los hombres que hallé en casa de Mad. Recamier, Mateo de Montmorency, Camilo Jordan, Benjamín Constant y el duque de Laval fueron a reunirse con Hingant, Jouber, y Fontanes, otros ausentes de una muerta sociedad. Entre estas amistades sucesivas han brotado jóvenes amigos, retoños primerizos de una selva antiquísima, cuya corta es eterna.

Ruego a todos ellos, y en particular a Mr. Ampere, que leerá esto cuando yo habré desaparecido, ruégoles a todos que se acuerden alguna vez de mí, y les transmito el hilo de mi vida cuyo extremo deja escapar Lachesis del ya gastado huso. Mi inseparable compañero de viaje, Mr. Ballanche, se encontró solo al principio y fin de mi carrera; él fue testigo de mis amistadas rotas por el tiempo, como yo fui y he sido testigo de las suyas arrebatadas por el Rhona: los ríos minan siempre sus orillas.

El infortunado de mis amigos ha pesado machas veces sobre mi y jamás me he libertado del sacro peso, llegó el momento de la remuneración, y un afecto verdadero se digna ayudarme a soportar el dolor con que las ¡numerables pérdidas aumentan el pesar de mis días aciagos. Al acercarme a mi fin, me parece que todo lo que me ha sido querido, me lo ha sido en Mad. Recamier y que ella fue el manantial oculto de mis afectos. Los recuerdos de mis diferentes épocas, los de mis sueños como los de mis realidades, se han petrificado, mezclado, confundido para formar un compuesto de encantos y plácidos sufrimientos, cuya forma visible llegó a ser ella, pues que ella regula mis sentimientos, del mismo modo que la autoridad celeste, puso a la dicha, el orden y la paz en mis deberes.

He seguido a la viajera por el sendero que apenas holló; presto la precederé en otra patria, y vagando en, estas Memorias por entre las revueltas de la basílica que me apresuro a concluir, podrá encontrar el altar que en ella le dedico, altar en que tal vez le gusto pasar algunos momentos, porque he colocado en él su imagen.

Revisado en 22 de febrero de 1845.

Embajada de Roma.— Tres clases de materiales— Diario de viaje.

El capítulo precedente que fue escrito en 1839, se junta con este que trata de mi embajada de Roma, escrito en 1828 y 1829, es decir, diez años antes. Mis Memorias, como Memorias, han ganado con el relato de la vida de Mad. Recamier; con él han parecido en la escena nuevos personajes, y se ha visto a Napoleón en tiempo de Murat, a Roma bajo el reinado de Bonaparte, y al papa libre del cautiverio, regresar a San Pedro. He trasmitido cartas inéditas de Mad. de Staël, Benjamín Constant, Canova, Laharpe, Mad. de Genlis, Luciano Bonaparte, Moreau, Bernadotte y Murat; los relatos de Benjamín Constant le han dado a conocer bajo un punto de vista enteramente nuevo. He llevado al lector a un extraviado cantón del imperio mientras este seguía su movimiento universal, y le llevo ahora a mi embajada de Roma.

Abundantes fueron los materiales que tuve para escribir este capítulo y se dividen en tres clases.

Los primeros contienen la historia de mis sentimientos íntimos y de mi vida privada referida en las cartas dirigidas a Mad. Recamier.

Exponen los segundos mi vida pública: son mis comunicaciones diplomáticas.

Son los terceros una mezcla de detalles históricos sobre los papas, la antigua sociedad de Roma y los cambios acaecidos de siglo en siglo en esta sociedad,

Entre estas investigaciones se encuentran pensamientos y descripciones frutos de mis paseos, y todo ello fue escrito en el espacio de siete meses, tiempo que duró mi embajada en medio de festejos u ocupaciones graves 3. Además mi salud estaba alterada, no podía levantar los ojos sin tener vahídos, y cuando para admirar el cielo subía alguna colina, me veía precisado a no fijar la vista más que en derredor. No obstante curé la laxitud del cuerpo con la aplicación del espíritu, el ejercicio de mi mente renovó mis fuerzas físicas, lo que hubiera acabado con otro hombre cualquiera, me hizo vivir.

Al releer estos renglones me sorprendió que a mí llegada a la ciudad eterna sintiese cierto indecible disgusto y que por un momento lo creyera demudado todo; más poco a poco se apoderó de mí la calentura de las ruinas y concluí como otros mil viajeros; por adorar lo que me había dejado yerto al principio. La nostalgia es el pesar que sentimos echando de menos el país natal: también en las riberas del Tíber se padece la enfermedad del país, pero produce un efecto contrario al de costumbre, despiértase el amor de las soledades y la patria disgusta: yo había sufrido ya esta enfermedad durante mi primera permanencia y pude decir:

Agnos co veteris vestigia flammae.

Dije que al formarse el ministerio Martignac el solo nombre de Italia había hecho desaparecer los pocos restos de repugnancia que me quedaban; pero como no estoy jamás seguro de mis disposiciones en materia de placer, no bien hube partido con Mad. de Chateaubriand, me asalte en el camino mi natural tristeza Mi diario de viaje dará fe de mis palabras.

«Lausana, 22 de setiembre de 1828.

«Salí de París el 16 de este mes, pasé el 17 a Villanueva de Jona: ¡qué de recuerdos! Joubert ha desaparecido; la abandonada quinta de Passy tiene otra dueño; estaba escrito que yo sería «la cigarra de la noche.» «Esto cicada noctium.»

«Arona, 25 de setiembre.

«Llegué a Lausana el 22, y seguí la dirección en que desaparecieron otras dos mujeres que me quisieron bien y que hubieran debido sobrevivirme en el orden natural: una de ellas la marquesa de Custines, fue a morir a Bex; y la otra, la señora duquesa de Duras, no ha todavía un año que se dirigía al Simplón, huyendo de la muerte que la alcanzó en Niza.

Noble Clara, digne et constante amie,

Tou souvenir ne vit plus en ces lieux,

De ce tombeau l’on detourne les yeux,

Ton nom s’efface, et Je monde t’oublie!