Mudé de teatro. Las islas por donde iba a pasar eran en lo antiguo como una especie de puente sobre el mar que unía la Grecia del Asia con la verdadera Grecia. Libres o esclavas, siguiendo la suerte de Esparta o de Atenas, la de los persas, la de Alejandro y de sus sucesores, sufrieron en fin el yugo de los romanos. Formaron luego parte del Bajo Imperio, del que las fueron conquistando sucesivamente los venecianos, los genoveses, los catalanes y los napolitanos, y tuvieron príncipes particulares y aun duques que tomaron el título general de duques del Archipiélago. En fin, los sultanes del Asia bajaron hacia el mediterráneo y para amedrentar a éste con la cruel suerte que le aguardaba, se hicieron traer agua de aquel mar, arena y un remo. Pero las islas fueron conquistadas las últimas, hasta que sufrieron la común suerte y la bandera latina fue poco a poco arrojada de allí por la Media Luna, que solo llegó a detenerse en Corfú.
De este combate de griegos, turcos y latinos resultó el ser muy conocidas las islas del Archipiélago en la edad media, pues se hallaban al paso de todas las escuadras que llevaban ejércitos o peregrinos a Jerusalén, a Constantinopla, a Egipto y a Berbería; y fueron las escalas de todos aquellos navíos genoveses y venecianos que renovaron el comercio de la India por el puerto de Alejandría, y así a cada página de la Bizantina hallamos los nombres de Chio, de Lesbos y de Rodas. Y mientras se habían olvidado de Atenas y de Lacedemonia, se sabía la suerte de la más pequeña roca del Archipiélago.
Además de esto, son innumerables los viajes a estas islas y los hay hasta del siglo VII. Ni leemos peregrinación alguna a la Tierra Santa que no comience por la descripción de algunas rocas de Grecia. En el año 1555, Belon dio en francés sus Observaciones de muchas particularidades halladas en Grecia; es muy conocido el viaje de Tournefort; la Descripción exacta de las islas del Archipiélago, por el flamenco Dapper, es un trabajo excelente; y todos conocen el Viaje Pintoresco de Mr. de Choiseul.
Nuestra travesía fue feliz y el día 30 de agosto, a las ocho de la mañana, entramos en el puerto de Zea, que es espacioso pero de aspecto triste, porque el terreno que le circuye es muy elevado. Sobre las rocas que forman la orilla, se ven algunas capillas arruinadas y los almacenes de la aduana. El lugarejo de Zea está edificado sobre un monte a una legua del puerto hacia el lado de levante y ocupa el sitio de la antigua Cartheya. Al llegar no vi más que tres o cuatro falúas griegas y perdí la esperanza de hallar mi navío austriaco. Dejé a mi criado José en el puerto y pasé al pueblo con un joven ateniense que también me acompañaba. La subida es penosa y esta primera vista de una isla del Archipiélago no me agradó mucho, pero ya estaba acostumbrado a estos chascos.
Zea, edificada en forma de anfiteatro en la desigual vertiente de un monte, es un lugar sucio y feo, pero bastante poblado: los burros, los cerdos y las gallinas estorban el paso a cada instante y hay tantos gallos y cantan tan a menudo y tan recio que aturden los oídos. Me dirigí a la casa de Mr. Pengali, vicecónsul francés en Zea, le dije quién era, de adonde venía y adonde quería ir, y le pedí me fletase un barco que me llevase a Chio o a Esmirna. Mr. Pengali me recibió con el mayor afecto y envió a su hijo al puerto, donde se halló un caique que volvía a Tino y debía hacerse a la vela al otro día, por lo que me resolví a aprovechar la ocasión, pues adelantaba mucho mi viaje.
El vicecónsul quiso que aquel día lo pasase yo en su casa. Tenía cuatro hijas y se estaba ya preparando la boda de la mayor, con lo que pasé de las ruinas del templo de Sunio a un festín nupcial. ¡Suerte particular la de un viajero! Por la mañana deja llorando a quien le hospedó y por la tarde llega donde todos le reciben alegres.
Zea, que es la antigua Ceos, fue célebre en la antigüedad por una costumbre que también tuvieron los celtas y que se halla ente los salvajes de América, y es que cuando los hombres llegaban a la vejez, se daban a sí mismos la muerte. Aristeo, cuyas abejas cantó Virgilio, u otro Aristeo rey de Arcadia, se retiró a Ceos, y éste fue el que alcanzó de Júpiter los vientos efesios para templar el ardor de la canícula. El médico Crasistrato y el filósofo Aristo, eran de esta isla, como también Simónides y Bacchylides. De este último tenemos unos malos versos en los Poetae Graeci minores; pero el primero fue excelente poeta.
El comercio de Zea, consiste hoy en día en las bellotas de una especie de encina llamada Velan, que se usan en los tintes. La gasa de seda tan estimada de los antiguos fue inventada en Ceos[17], y los poetas para ponderar cuán fina y transparente era la llamaban ayre tejido.
Tomé parte en el festín de mi huésped lo mejor que pude, pues aún estaba malo y sobre todo muy débil, pero a las once de la noche hube de separarme de tan alegre compañía y bajar al puerto donde me embarqué, no obstante de hacer muy mal tiempo y no haber en el caique más que tres marineros y dos grumetes, con lo que nos expusimos mucho a naufragar; pero yo decía aquello de César: Quid times? Caesarem vehis, y con esto llegué donde quería. Tocamos en Tino el 31 a las seis de la mañana y al instante hallamos una falúa hydriota que partía para Esmirna y que sólo debía detenerse algunas horas en Chio. El caique me pasó a bordo de la falúa sin siquiera haber saltado en tierra.
Tino, que en otro tiempo se llamó Tenos, sólo se separa de Andros por un canal estrecho y es una isla muy elevada sobre una roca de mármol. Los venecianos la poseyeron mucho tiempo y sólo es célebre en la antigüedad por sus serpientes, pues la víbora tomó su nombre de esta isla[18]. Mr. de Choiseul ha hecho una hermosa pintura de las mujeres de Tino y sus vistas del puerto de San Nicolo me han parecido muy exactas.
Se había sosegado el mar y despejado el cielo. Almorcé en el puente mientras que levaban el ancla y descubrí a diferentes distancias todas las Cíclades: Esciro, donde pasó su niñez Aquiles; Delos, célebre por haber nacido en ella Diana y Apolo, por su palmera y por sus fiestas; Naxos, que me hizo acordar de Ariadna, de Teseo, de Baco y de algunos excelentes pasajes de los Estudios de la Naturaleza. Pero todas estas islas, antes tan hermosas o tan hermoseadas más bien por la imaginación de los poetas, no presentan en el día más que aridez y soledad. Sobre las rocas se descubren algunas miserables aldeas a las que dominan espantosos castillos, o circuyen dos y aún tres murallas pues los habitantes viven en continuo temor de los turcos y de los piratas.
Aparejamos para la partida a cosa de medio día y el viento norte nos echó rápidamente hacia Scio, pero tuvimos que andar bordeando entre la isla y la costa del Asia para embocar el canal. Por todas partes nos veíamos cercados de tierras e islas, las unas redondas y elevadas como Samos y las otras largas y bajas como los cabos del golfo de Éfeso. Estas tierras y estas islas aparecían con diferente colorido según estaban más o menos distantes. Nuestra falúa era muy ligera y graciosa, con sólo una vela muy grande, cortada como el ala de un ave marítima. Este navichuelo, formaba la riqueza de una familia compuesta de padre, madre, un hermano y seis hijos. El padre era el capitán, el hermano el piloto, los hijos los marineros y la madre hacía de cocinera. No he visto cosa más alegre, más aseada y activa que aquella compañía de hermanos. Lavaban, cuidaban y adornaban la falúa cual una casita: en la popa tenían una imagen de la Virgen y un rosario coronado todo con ramos de oliva. Es muy común en el oriente el ver a una familia llevar de este modo todos sus bienes en una embarcación, mudar de climas sin dejar sus hogares y libertarse de la esclavitud llevando en el mar la vida de los Scythas.
Durante la noche dimos fondo en el puerto de Chio, «feliz patria de Homero», dice Fenelon en las aventuras de Aristonoo, obra maestra de armonía y de buen gusto de antigüedad. Me había dormido muy pesadamente y José no me despertó hasta las siete de la mañana. Estaba acostado en el puente de la falúa y cuando abrí los ojos me creí trasladado a un país de hadas, pues me hallé en medio de un puerto lleno de navíos, a la vista de una hermosa ciudad dominada por montes cubiertos de olivares, palmeras, lentiscos y terebintos. En la orilla y por las calles se veían muchos griegos, francos y turcos y se oían campanas[19].
Salté en tierra, me informé si había cónsul de nuestra nación en la isla y me enseñaron un cirujano que hacía sus veces y vivía en el puerto. Fui a verle y me recibió con suma atención, dándome a su hijo para que me acompañase a ver el pueblo que se parecía a una ciudad veneciana. A las diez volví a la falúa y almorcé con la familia que bailaba y cantaba en el puente, bebiendo vino de Chio, que no era por cierto, del tiempo de Anacreonte. Un instrumento poco armonioso animaba los pasos y la voz de mis patrones. Este instrumento sólo ha conservado el nombre de la lira antigua, más no su armonioso sonido.
El primero de septiembre, a cosa del medio día salimos del puerto y habiéndonos llevado el viento por varias partes, llegamos a tocar en la costa del Asia, bajo el castillo que domina lo interior del golfo o puerto de Esmirna. Entonces vi esta ciudad a lo lejos por entre un bosque de mástiles de tantos navíos como allí había. Parecía salir de entre las olas, porque está situada en un terreno bajo y llano, coronada entre oriente y mediodía de estériles rocas. José estaba loco de contento, pues miraba a Esmirna como su segunda patria. Casi me daba pena el gozo de aquel muchacho, pues me hacía recordar mi país y consideraba también que aquel axioma ubi bene, ibi patria, es muy verdadero para la mayor parte de los hombres.
José me iba explicando cuanto yo veía, a medida que nos acercábamos a tierra. En fin, amainamos velas y dimos fondo con seis brazas de agua, fuera de la primera línea de navíos. Buscaba por todas partes con la vista mi embarcación de Trieste y la conocí en su pabellón: había anclado en la escala de los francos o puerto de los europeos. Me embarqué con José en un caique y pasé al navío austriaco. El capitán y su teniente estaban en tierra, pero los marineros me conocieron y recibieron con suma alegría, diciéndome que habían llegado a Esmirna el 18 de agosto, que el capitán había estado bordeando dos días para aguardarme entre Zea y el cabo Sunio, hasta que el viento le obligó a seguir su ruta, y por último me dijeron que mi criado, de orden del Cónsul de Francia, me había tomado ya una habitación.
Mucho gusto tuve en saber que mis antiguos compañeros habían sido tan felices como yo en su viaje. Informado ya de todo lo que me importaba saber, desembarqué. Esmirna, donde veía yo una multitud de sombreros[20], se me presentaba como una ciudad marítima de Italia en la que hubiese un barrio de orientales. José me llevó a la casa del cónsul, el que me recibió con la mayor atención, pero no me alojó en su casa, porque estaba enfermo y porque en Esmirna se encuentran todas las conveniencias de una gran ciudad de Europa.
Al instante arreglamos todo lo necesario para seguir yo mi viaje, pues estaba resuelto a ir a Constantinopla por tierra y tomar firmanes, embarcándome luego con los peregrinos griegos para Siria. Pero no quería ir por el camino recto, sino recorrer la llanura de Troya, pasando por el monte Ida. El sobrino del cónsul, que acababa de llegar de Éfeso, me dijo que los desfiladeros del Gárgaro estaban llenos de ladrones y ocupados por agás, más peligrosos aún que los mismos ladrones. En efecto, aunque yo me había obstinado en seguir aquella ruta, para lo que tomé un guía, un intérprete y un jenízaro, tuvieron estos tanto miedo que medio por engaño, medio por fuerza, me hicieron tomar otro camino como se verá. Dispuse pues, partir de Esmirna el 4 de septiembre, pero antes no puedo menos de copiar aquí el siguiente trozo del viaje de Mr. de Choiseul.
«Los griegos que salieron de aquel barrio de Éfeso llamado Esmirna, edificaron algunas cabañas en lo interior del golfo, al que después se dio el nombre de su primera patria. Alejandro quiso reunirlos en una población y mandó a Antígono que edificase una ciudad junto al río Melete. Lisímaco concluyó la obra.
»Una situación tan feliz como la de Esmirna, era digna del fundador de Alejandría y debía hacer que prosperase la nueva ciudad. Así pues, habiendo sido contada entre las ciudades de Jonia y participado de sus privilegios, llegó a ser pronto el centro del comercio del Asia menor. Sus riquezas y lujo atrajeron a ella todas las artes, se decoró con soberbios edificios y se llenó de un sinnúmero de extranjeros que venían a enriquecerla con las producciones de su país, a admirar sus maravillas, cantar con sus poetas, e instruirse con sus filósofos. Un dialecto más suave daba mayor realce aun a aquella elocuencia que era como atributo de los griegos. La hermosura del clima parecía influir en la de las personas, que presentaban a los artistas modelos con los que daban a conocer a toda la tierra la naturaleza y el arte reunidos en toda su perfección.
»Era una de las ciudades que disputaban el honor de ser patria de Homero y enseñaban a las orillas del Melere el paraje en que su madre Critheis le dio a luz y la gruta donde se retiró para componer sus inmortales versos. Un monumento elevado a su gloria y que tenía su nombre, presentaba en medio de la ciudad espaciosos pórticos donde se reunían los ciudadanos; en fin, sus monedas tenían su imagen como si reconociesen por su soberano al sublime ingenio que les honraba.
»Esmirna, conservó los preciosos residuos de esta prosperidad hasta la época en que el imperio tuvo que luchar contra los bárbaros. La tomaron los turcos, la volvieron a tomar los griegos y siempre sufriendo grandes saqueos y destrucción. A principios del siglo XII, ya no quedaban más que sus ruinas y la ciudadela, que hizo reedificar el emperador Juan Comneno, que murió en 1224. Esta fortaleza no pudo resistir a los esfuerzos de los príncipes turcos, los cuales residieron en ella muchas veces a pesar de que los caballeros de Rodas, aprovechándose de una circunstancia favorable, lograron construir en ella un fuerte en el que pudieron mantenerse, pero Tamerlan tomó en catorce días esta plaza, que hacía siete años estaba bloqueando Bayaceto.
»Esmirna no comenzó a salir de sus ruinas hasta que los turcos fueron enteramente dueños del imperio, pues entonces su feliz situación la hizo recobrar el esplendor que perdió en la guerra, llegando a ser el centro del comercio de aquellos países. Viéndose ya seguros los habitantes, bajaron de la cumbre de los montes a donde se habían refugiado y edificaron nuevas casas a la orilla del mar. Estas obras modernas se han hecho con los mármoles de todos los monumentos antiguos, de los que apenas queda algún rastro, pues sólo se conoce el paraje en que estuvo el estadio y el teatro. En vano se procurarían conocer estas ruinas o algunos lienzos de murallas que se descubren entre la fortaleza y el recinto de la ciudad moderna».
Los terremotos, los incendios y la peste, han destruido la Esmirna moderna, cual los bárbaros destruyeron la Esmirna antigua. Esta última calamidad dio motivo a un acto de caridad heroica que merece referirse entre los de los misioneros, y no parece debamos dudar de él, pues que nos lo refiere un ministro de la secta anglicana. El hermano Luis de Pavía, del orden de recoletos, superior y fundador del hospital de San Antonio en Esmirna, cayó enfermo de la peste, e hizo voto al Señor que si le conservaba la vida, la emplearía toda en servir a los apestados. Sanó, en efecto, como por milagro y cumplió exactamente su voto, siendo innumerables los apestados a quienes ha socorrido y se ha hecho el cálculo de que ha salvado más de las dos terceras partes de estos infelices[21].
Nada tenía yo que ver en Esmirna sino el Melete que nadie conoce ya, pues que tres o cuatro ramblas se disputan el nombre. Pero lo que me admiró fue el suave temple del aire. El cielo, no tan puro y despejado como el del Ática, tenía un como sutilísimo vapor enrojecido un poco por la luz. Cuando no soplaba el aire de mar, sentía en mí una languidez como si me desmayase y conocí que de allí provenía la molicie jónica. Mientras permanecí en Esmirna tuve que asearme y aun engalanarme para hacer y recibir visitas. Los negociantes que me hicieron el honor de visitarme eran personas muy ricas, y cuando fui a sus casas a corresponderles, vi que sus mujeres estaban vestidas tan a la moda, cual si viviesen en París. Situado entre las ruinas de Atenas y las de Jerusalén, este otro París, adonde había llegado yo en un bajel griego y del que iba a salir con una caravana turca, separaba del modo más original las diversas escenas de mi viaje, pues que era como una especie de Palmira en medio de los desiertos y de la barbarie, pero deberé añadir que siendo yo de natural huraño, no había venido a buscar por cierto al oriente el espectáculo de una sociedad fina y delicada, pues lo que deseaba ver eran los camellos y los camelleros.
Tomadas ya todas las disposiciones, partió el gula con los caballos el día 5 por la mañana, para irme a esperar a Menemen-Eskelessi, que es un puertecillo de Natolia. La única visita que hice en Esmirna fue a José. Quantum mutatus ab illo! ¿Y era aquel mi ilustre dragomán? Le hallé en una miserable tendezuela alisando y batiendo una bajilla de estaño y tenía puesta aquella misma chupa de terciopelo azul que llevaba cuando recorrimos las ruinas de Esparta y de Atenas. Pero ¿de qué le servían estas insignias de su pasada gloria, el haber visto las ciudades y los hombres? Ni aun dueño era de su tendezuela. Allá en un rincón vi al amo, que con encapotado ceño hablaba ásperamente a mi antiguo compañero. ¡Y para esto se alegraba tanto José de llegar a Esmirna! Sólo he sentido dos cosas en mi viaje, y son el no haber tenido riquezas bastantes para poner una tienda a José y para rescatar un cautivo en Túnez. Me despedí por última vez de mi camarada, el cual lloraba y yo me enternecí no menos. Le escribí mi nombre en un pedacito de papel, en el que le envolví algún dinerito en señal de mi sincero agradecimiento, de modo que el amo de la tienda nada pudo ver de lo que entre nosotros pasaba.
Al caer de la tarde me despedí del cónsul y me embarqué en un barquichuelo con Julián, mi nuevo dragomán, los jenízaros y el sobrino del cónsul, que tuvo la atención de acompañarme hasta la Escala, a la que llegamos en poco tiempo. El guía estaba en la orilla. Abracé al sobrino del cónsul que se volvía a Esmirna, montamos a caballo y partimos. Ya era media noche cuando llegamos al kan de Menemen. A lo lejos vi una multitud de luces y eran las de una caravana que descansaba en aquel paraje. Habiéndome acercado más, distinguí claramente multitud de camellos, unos echados y otros aún de pie, estos cargados y descargados aquellos. Caballos y asnos que comían la cebada en sacos de cuero; algunos turcos que estaban a caballo y las mujeres cubiertas con sus velos sin que aún se hubiesen apeado de sus dromedarios. Alrededor de la lumbre, donde los esclavos guisaban el pilau, se veían varios mercaderes turcos sentados sobre alfombras, con las piernas cruzadas; otros caminantes estaban fumando en sus largas pipas, o mascaban opio y oían contar algunas historietas y cuentos; otros tostaban el café en grandes cazos. Los vivanderos iban de corro en corro vendiendo tortas, frutas y aves. Había también varios cantores que divertían a aquélla muchedumbre de gente e igualmente algunos imanes o santones que hacían alusiones, se postraban hasta tierra, se levantaban e invocaban al profeta, en tanto los camelleros dormían a pierna suelta. Todo el terreno estaba lleno de fardos, de sacas de algodón y de cargas de trigo. Estos objetos que se veían, ya claramente o muy iluminados por la luz, ya confusos y perdidos en la oscuridad, según e color y movimiento de la lumbre, presentaban una verdadera escena de las Mil y una Noches y sólo faltaba el califa Aroun al Rashid, el visir Giaffar y Mesrour, jefe de los eunucos.
Me acordé entonces, por primera vez, que estaba en las llanuras del Asia, parte del mundo, por la cual no había viajado yo aún. Miré con respeto aquella tierra donde tuvo su origen el género humano, donde vivieron los patriarcas, donde estuvieron edificadas Tiro y Babilonia, donde el Ser eterno concitó a Ciro y a Alejandro y donde Jesucristo cumplió el misterio de nuestra redención. Un mundo enteramente extraño a mis ideas se me presentaba a la vista. Iba a encontrar naciones que me eran del todo desconocidas, usos y costumbres diferentes, otros animales, otras plantas, nuevo cielo, nueva naturaleza. Pronto iba a pasar el Hermo y el Granico, no estaba lejos de Sardis, me acercaba a Pérgamo y a Troya: la historia me abría otro volumen de las revoluciones de la especie humana.
Con bastante pena me aparté de la caravana. Después de dos horas de camino, llegamos a las orillas del Hermo, que pasamos en una barca. Aún es el turbidus hermus, pero no sé si sus aguas arrastran aún pajitas de oro. Me agradó el verle, porque era el primer río algún tanto caudaloso que había encontrado desde que salí de Italia. Al rayar el alba entramos en una llanura cercada de cerros de corta elevación. El país presentaba un aspecto del todo diferente del de Grecia. Los algodoneros verdes, las doradas espigas de trigo, la variada corteza de las sandías, adornaban de un modo grato aquellos campos, en los que se veían pastando muchos camellos y búfalos. Dejamos a nuestra espalda a Magnesia y al monte Sipylo y por lo tanto no estábamos muy distantes de los campos de batalla, en los que Agesilao abatió el orgullo del Gran Rey y en los que Escipión ganó a Antíoco aquella gran batalla que abrió a los romanos el camino del Asia.
A nuestra izquierda y a lo lejos descubrimos las ruinas de Cymo y a la derecha teníamos a Neón-Tichos. Tuve intención de apearme y andar a pie, por respeto a Homero que pasó por aquellos mismos parajes.
Algún tiempo después su pobreza le obligó a ir a Cymo. Habiendo emprendido su viaje pasó por la llanura del Hermo y llegó a Neón-Tichos, colonia de Cymo y fundada ocho años después de esta ciudad. Dícese que hallándose en ella, en casa de un armero, recitó unos versos, los primeros que había hecho y cuyo sentido es el siguiente: «O vosotros, ciudadanos de la amable hija de Cymo, que habitáis al pie del monte Sardeno, a cuya cumbre hace sombra un bosque que da grata frescura, y que bebéis el agua del divino Hermo, que dio nacimiento a Júpiter, tened lástima de un pobre extranjero que no encuentra casa alguna donde hospedarse».
«El Hermo corre por cerca de Neón-Tichos y el monte Sardeno domina a ambos. El armero se llamaba Tychio y le agradaron tanto los versos, que le hospedó en su casa ofreciéndole que partiría con él cuanto tuviese, pues le causaba suma compasión el verle ciego y obligado a pedir su triste alimento. Con esto Melesígenes entró en la tienda, se sentó y hallándose delante varios ciudadanos de Neón-Tichos, les enseñó algunos trozos de sus poesías, que eran la expedición de Amphiarao contra Tebas, y los himnos en honor de los dioses. Todos dieron su voto sobre ellas y también lo dio Melesígenes, lo que causó mucha admiración a los oyentes.
»Mientras estuvo en Neón-Tichos ganó de comer recitando sus versos y en mi tiempo se enseñaba aún el paraje donde acostumbraba a sentarse para recitarlos. Se venera mucho este paraje que se halla a la sombra de un álamo, que comenzó a crecer cuando llegó Homero a la ciudad[22]».
Pues que Homero se hospedó en casa de un armero en Neón-Tichos, no debía yo avergonzarme de haber tenido por intérprete a un estañero de Esmirna, y ojalá que la semejanza fuese completa en todas sus partes, aunque hubiese de adquirir el talento de Homero a costa de todas las desgracias que oprimieron a aquel poeta.
Después de haber caminado algunas horas, pasamos una de las vertientes del monte Sardeno y llegamos a las orillas del Pythico. Paramos allí un poco para dejar pasar a una caravana que vadeaba el río. Los camellos, atados unos a otros por la cola, entraban con repugnancia en el agua, alargando el cuello y guiados por un asno que iba delante. Los mercaderes y los caballos estaban parados enfrente de nosotros al otro lado del río, donde se veía también, aunque separada de toda la gente, una mujer turca que se tapaba el rostro con el velo. Nosotros fuimos los últimos en pasar el río y a las once llegamos a un kan, en el que paramos para que descansasen los caballos. A las 5 volvimos a emprender nuestra marcha. El terreno estaba muy bien cultivado; a la izquierda veíamos el mar. Por primera vez reparé en las tiendas de campaña de los turcomanos, hechas con pieles negras de carnero, lo que me hizo acordar de los hebreos y de los pastores árabes. Bajamos a la llanura de Myrina, que se extiende hasta el golfo de Elea. Sobre una de las puntas del monte que acabábamos de pasar, se eleva un castillo antiguo llamado Guzel-Hissar. A las diez de la noche, acampamos en la llanura, extendieron sobre el suelo una manta que yo había comprado en Esmirna, me eché encima y me quedé dormido. Habiéndome despertado algunas horas después, vi resplandecer las estrellas sobre mi cabeza y oí a lo lejos los gritos del camellero que guiaba una caravana.
Antes de amanecer el día 5 de septiembre, ya estábamos a caballo, llevando el camino por una vega cultivada. Pasamos el Caico a una legua de Pérgamo y a las nueve de la mañana entramos en esta ciudad que se halla situada al pie de un monte. Mientras que el guía llevaba los caballos al kan, yo fui a ver las ruinas de la ciudadela y hallé los restos de tres cercos de murallas, de un teatro y de un templo que tal vez sería el de Minerva la Vencedora. También reparé en algunos trozos de hermosa escultura, entre ellos un friso adornado con guirnaldas sostenidas en cabezas de toros y en águilas. Estando allí veía la ciudad a mis pies, semejante a un campamento compuesto de barracas rojizas. Hacia el poniente se descubría una gran llanura que terminaba en el mar, al oriente se descubría otra llanura cercada a lo lejos por varios montes, al mediodía y al pie de la ciudad se veían primero diversos cementerios plantados de cipreses, después una gran faja de tierra sembrada de cebada y algodón, luego dos grandes tumulus, una fila de árboles y por último terminaba el horizonte una larga y elevada colina. También descubrí hacia el noreste algunas revueltas del Selino y del Cesio y al este el anfiteatro en lo profundo de un valle. Bajando de la ciudadela vi en la ciudad las ruinas de un acueducto y del Liceo. Los sabios del país quieren que la famosa biblioteca estuviese contenida en este edificio.
Pero esta descripción es la más inútil que puede hacerse, pues que Mr. de Choiseul acaba de publicar en uno de los tomos de su viaje las noticias más curiosas y exactas sobre los monumentos de Pérgamo y la historia de sus príncipes. Sólo añadiré una reflexión, y es que el nombre de Atalo, tan grato a las artes y a la literatura, parece haber sido fatal a los reyes que lo tuvieron, pues Atalo tercero de este nombre, murió casi loco, dejando por herederos de sus bienes a los romanos. Populus romanus bonorum meorum Haeres esto, lo que les sirvió de pretexto para apoderarse de su reino, y también hubo otro Atalo que sirvió de juguete a Alárico y cuyo nombre vino a ser como sinónimo de una vana sombra de rey.
A las siete de la tarde salimos de Pérgamo, y caminando hacia el norte paramos a las once de la noche, para dormir a campo raso, en medio de una llanura. El día 6 a las cuatro de la mañana seguimos nuestro camino siempre por la llanura y me acometió un sueño tan fuerte, que no pudiéndolo vencer, me caí del caballo y me hice una ligera contusión. A las siete de la mañana llegamos a un terreno quebrado con algunos montecillos, y bajamos luego a una hermosa vega plantada de moreras, de olivas, álamos y pinos. Por lo general el terreno de toda aquella parte del Asia me pareció muy superior al de Grecia, pero eché de ver que mis guías habían errado el camino, y conocí que lo habían hecho a propósito por el miedo que dije tenían a los ladrones. No dejó de irritarme esto, y habiendo llegado a Kircagach, me quejé al agá, pero aunque éste multó al guía por no haber cumplido lo que conmigo había tratado, no pude lograr que se siguiese el camino que yo quería.
Kircagach, que tan conocida es en todo el levante por su excelente algodón, no se halla en ningún viajero, ni en ningún mapa. Es una de las ciudades que los turcos llaman sagradas, pues pertenece a la mezquita mayor de Constantinopla y los bajaes no pueden entrar en ella.
A las tres de la tarde salimos de la ciudad y tomamos el camino de Constantinopla, tirando siempre al norte, por unas tierras plantadas de algodoneros. Subimos un montecillo, bajamos a otra llanura y a las cinco paramos para hacer noche en el kan de Kelembe. El día 8 al amanecer volvimos a seguir nuestro camino por un terreno montuoso que estaría cubierto de encinas, de pinos, de filireas y de terebintos si los turcos los dejasen crecer, pero queman los renuevos y arrancan los árboles, pues todo lo destruyen, siendo un verdadero azote de los pueblos que dominan[23]. Las aldeas que se encuentran en estas montañas son pobres, pero abundan en muchas especies de ganados. Se ven los corrales llenos de bueyes, de búfalos, de carneros, de cabras, de caballos, de asnos, de mulas, junto con gallinas, pavos, patos y gansos. Algunas aves silvestres, como las cigüeñas y las alondras, viven familiarmente con estos animales domésticos y entre tan mansas bestias, sobresale el camello, que es la más mansa de todas.
El día 9 pasamos por montes aún más encumbrados que los del anterior y los cuales dice Wheler que forman la cordillera del monte Timno. El día 10, después de haber andado seis horas, nos detuvimos a desayunar en la graciosa aldea de Souseverlé, que está situada al otro lado de los montes que acabábamos de pasar. A unos quinientos pasos de la aldea corre un río y después se forma una espaciosa y agradable llanura. Este río que da nombre a la aldea, no es más que el Granico y ésta desconocida llanura la de Misia.
¿Cuál es pues, el admirable poder de la gloria? Un viajero va a pasar un río que no tiene nada notable, le dicen que se llama Souseverlé y sigue su camino, pero si alguno le advierte que es el Granico, vuelve pasos atrás, se admira, fija su mirada en él, cual si tuviese algún mágico poder, o como si oyese en su orilla alguna voz extraordinaria. Nos detuvimos allí tres horas y las pasé en mirar al Granico, que va por allí muy estrecho, su orilla occidental es muy escarpada y el agua muy clara y cristalina. Por el paraje que le vi, sólo tendría unos cuarenta pies de ancho y como tres y medio de profundidad, pero en la primavera va muy crecido.
¡Y un solo hombre hace tan famoso un riachuelo en un desierto! Aquí cae un imperio inmenso, aquí se eleva un imperio mucho mayor. En el Océano Índico resuena el ruido del trono que se derroca cerca de los mares de la Propóntide, el Ganges ve acercarse al Leopardo de las cuatro alas[24], que triunfa en las orillas del Granico. Babylonia, que el rey edificó en todo el brillo de su poder[25], abre sus puertas para recibir un nuevo señor. Tiro, reina de las naves[26], cae y su rival sale de los arenales de Alejandría.
Alejandro cometió grandes crímenes, pues se desvaneció con sus victorias, pero estos errores fueron como recompensados con heroicas acciones y sus lágrimas manifestaron su arrepentimiento. En Alejandro todo salía del corazón. Comenzó y concluyó su carrera con dos expresiones sublimes. Al partir para hacer la guerra a Darío, distribuyó sus estados entre los capitanes de su ejército, y como estos se admirasen y le dijesen: «¿Qué es lo que os queda?». Él les respondió: «¡La esperanza!». A la hora de su muerte, estos mismos capitanes le preguntaron que a quién dejaba el imperio, y él respondió que al más digno. Pongamos entre estas dos palabras la conquista de todo lo conocido del orbe, concluida en menos de diez años, con sólo treinta y cinco mil hombres, y convendremos en que si en los errores de la gentilidad alguno mereció el título de héroe o semidiós, fue Alejandro. Su temprana muerte aumenta aún el esplendor de su memoria, pues siempre le vemos joven, hermoso, vencedor, sin ninguno de aquellos achaques corporales, sin ninguno de aquellos reveses de la fortuna que la edad y el tiempo producen. Desaparece esta especie de deidad y los mortales no pueden sostener el peso de su obra. «Su imperio —dice el profeta Daniel— fue dado a los cuatro vientos del cielo».
A las dos de la tarde salimos de Souseverlé, pasamos el Granico y entramos en la llanura de Mikalicia, que se comprendía en Misia de los antiguos.
El día 11 pasamos cerca de Bursa, que dejamos a la derecha. A las nueve de la mañana llegamos a Mikalitza, que es una ciudad muy populosa de los turcos, pero triste y medio arruinada, situada junto a un río del propio nombre. Salimos de esta ciudad al mediodía y siguiendo la orilla oriental del río llegamos a una tierra bastante elevada que va formando ya la costa del mar de Mármara, llamada antes la Popóntide. A mi derecha descubrí grandes y hermosas vegas, un ancho lago y a lo lejos, la cordillera del Olimpo, lo que forma un magnífico cuadro. Habiendo pasado el río por un puente de madera y salido de la garganta de los montes, llegamos al puerto de Mikalitza y me embarqué en un barquichuelo turco para pasar a Constantinopla.
A las cuatro de la tarde comenzamos a bajar el río, que está a dieciséis leguas del mar y corre por entre verdes y hermosos montecillos. La forma antigua de nuestro barco, el traje oriental de los pasajeros, los cinco marineros medio desnudos, la hermosura del río y sus solitarias orillas, hacían muy agradable y pintoresca esta navegación.
A medida que nos acercábamos al mar, la parte del río que dejábamos a nuestra espalda formaba a la vista un largo canal en cuyo fondo se descubrían las colinas de donde habíamos bajado, iluminadas por los rayos del sol que acababa de ponerse. Delante de nosotros iban navegando los cisnes y las garzas volaban hacia la tierra para buscar su acostumbrada guarida. Esto me hizo acordar de los ríos de América, cuando por la noche salía yo de mi canoa para encender lumbre en una orilla desconocida. De pronto se ensancharon las colinas y nos dejaron ver el mar. Al pie de dos promontorios, había una tierra baja y medio anegada por las crecidas del río, allí anclamos en un terreno pantanoso, cerca de una cabaña, último kan de Natolia.
El 12, a las cuatro de la mañana, levamos el ancla. El viento era suave y bonancible y en menos de media hora nos hallamos en la boca del río, disfrutando de una vista que merece describirse aquí. A nuestra derecha y por encima de las tierras del continente, comenzaba a aparecer la aurora; a la izquierda se extendía el Mar de Mármara; la proa de nuestra barca miraba a una isla; hacia el oriente aparecía el cielo de color de fuego, que se debilitaba a medida que iba aclarando; el lucero del alba brillaba con purpurina luz y debajo de esta hermosa estrella, apenas se columbraba como una sutil línea el cerco de la luna. Un poeta hubiera dicho que Venus, Diana y la Aurora venían a anunciarle la llegada del dios más hermoso y brillante de todos. Este cuadro cambiaba a medida que yo lo iba contemplando. Prontamente innumerables rayos de color de rosa y verdes, lanzándose de un foco común, se elevaron desde el poniente al zenit; disipáronse estos colores, se reanimaron, se volvieron a disipar, hasta que apareciendo el sol sobre el horizonte, confundió todos los colores del cielo en una general blancura ligeramente dorada.
Dirigimos nuestro rumbo al norte, dejando a la derecha las costas de Natolia. Se echó el viento una hora antes de salir el sol y tuvimos que valernos del remo, pues la calma duró todo el día. Al ponerse el sol, apareció el cielo muy encarnado y sin ráfaga alguna y se sintió algún frío. El horizonte, hacia el levante, tenía como un color ceniciento y el del mar era aplomado y no se veía ave alguna. Las lejanas costas parecían azuladas, pero no resplandecientes. Duró poco el crepúsculo y, de pronto, anocheció. A las nueve se volvió a levantar el viento hacia el oriente y adelantamos bastante en nuestro camino. El día 13, al rayar el alba, nos hallamos sobre la costa de Europa, delante del puerto de San Esteban. Esta costa era baja y sin árboles. Hacía dos meses, día por día y casi hora por hora, que yo había salido de la capital de los pueblos civilizados, por decirlo así, e iba a entrar en la capital de los pueblos bárbaros. ¡Cuántas cosas no había visto en tan corto espacio de tiempo! ¡Cuánto no me había envejecido en dos meses!
A las seis y media, pasamos por delante de la fábrica de pólvora, que es un edificio blanco y prolongado, hecho a la italiana. Detrás de él, se descubría la tierra de Europa, que parecía igual pues presentaba en todo un mismo aspecto, variado sólo por algunos lugarejos rodeados de árboles. Por encima de las puntas que formaba esta tierra, que se encorvaba describiendo un semicírculo, se descubrían ya algunos minaretes de Constantinopla.
A las ocho vino a bordo un caique, y como la calma apenas nos dejaba mover, salí de la falúa y me embarqué con mis criados en aquel barquichuelo. Pasamos casi tocando con la punta de Europa, donde se halla el castillo de las Siete Torres, que es una fortaleza antigua, gótica y que amenaza ruina. La niebla cubría a Constantinopla y principalmente a la costa del Asia. Los cipreses y los minaretes que descubría yo por entre la niebla, parecían a un bosque cuando los árboles no tienen hoja. Al acercarnos a la punta del serrallo, se levantó el viento de norte y en un instante barrió la niebla, y como por encanto me hallé en medio del palacio del Gran Señor. Tenía delante el canal del Mar Negro, que serpenteaba cual un magnífico río por entre frondosas colinas. A la derecha estaban las tierras de Asia y la ciudad de Scútari; a la izquierda la tierra de Europa que formaba una espaciosa bahía llena de navíos de alto bordo y de innumerables buques menores. Esta bahía que se estrechaba entre dos colinas, presentaba a mi vista como en anfiteatro a Constantinopla y a Gálata. La inmensa extensión de estas dos ciudades y la de Scútari, los cipreses, los minaretes, los mástiles de los navíos que se elevaban y confundían por todas partes, el verdor de los árboles, el color blanco y encarnado de las casas, el mar que extendía sobre estos objetos su azulada y cristalina tabla, y el cielo que desplegaba encima otro azulado campo, no podía menos de causarme la mayor admiración, y así nada exagero diciendo que Constantinopla, ofrece el más hermoso punto de vista de todo el universo, aunque no obstante, prefiero el de la bahía de Nápoles.
Tomamos tierra en Gálata, y al instante no pude menos de advertir el gran concurso de mercaderes, marineros y mozos del puerto; en el diferente color de sus rostros, en sus diversas lenguas, en sus variados trajes, ya talares, ya cortos, sombreros, gorros y turbantes, conocí que aquellas gentes habían venido de todas partes de Europa y del Asia, a habitar aquella frontera de los dos mundos. El casi no verse mujeres ni carruaje alguno, y las cuadrillas de perros sin dueño, fueron las tres cosas que más llamaron mi atención cuando entré en aquel extraordinario pueblo. Como casi toda la gente anda en babuchas y no se oye ruido alguno de coches, carros, ni campanas, ni casi hay oficios que hagan un ruido de martillo u otro, reina allí un perpetuo silencio. No se ven más que cuadrillas de gentes, que parece quieren pasar sin que los conozcan y como huyendo de la vista de su amo. Continuamente va uno de un bazar o plaza de mercado a un cementerio, como si los turcos sólo estuviesen allí para comprar, vender y morir. Los cementerios, que no tienen cerca alguna y se hallan en medio de las calles, son unos magníficos bosques de cipreses donde anidan las palomas participando del sosiego de los muertos. De cuando en cuando se encuentran algunos monumentos antiguos, que no tienen relación alguna ni con los hombres modernos, ni con los nuevos monumentos que por todas partes rodean a uno, y así podría decirse que fueron traídos a aquella ciudad oriental por medio de un talismán.
No se advierte ninguna señal de alegría, ni ninguna apariencia de dicha, ni lo que se ve allí es un pueblo, sino como un ganado que un imán guía y jenízaro degüella, ni hay más placeres que los desordenados, ni más castigo que la muerte. El triste sonido de un bandolín sale a veces de un café, y si uno entra en él, halla indecentes chicuelos ejecutando obscenos bailes delante de especies de monos sentados a la redonda sobre varias mesillas. En medio de estas prisiones y mazmorras, se eleva un serrallo, que llamaría yo el capitolio de la esclavitud, y aun añadiría que una deidad cruel conserva allí cuidadosamente las semillas de la peste y las primitivas leyes de la tiranía. En derredor de este templo, vagan de continuo los pálidos adoradores que vienen a ofrecer sus cabezas al ídolo. No hay cosa alguna que pueda libertarles de este sacrificio, una fuerza fatal les arrastra a él. Los ojos del déspota atraen a los esclavos cual los de la serpiente a las aves de que se alimenta.
Se han escrito tantas descripciones de Constantinopla, que sería una necedad en mí el querer hablar de esta ciudad. Pueden leer los curiosos a Esteban de Bizancio, a Gylli de Topographia Constantinopoleos, a Ducange Constantinopolis Christiani, a Porter Observations on the religion, etc. Of the Turks, a Mouradgea d’Ohsson Cuadro del imperio otomano, a Dallaway Constantinopla antigua y moderna, a Pablo Lucas, a Thevenot, a Tournefort, y en fin, al Viaje pintoresco de Constantinopla y de las orillas del Bósforo, y los fragmentos publicados por Mr. Esmenard.
Fui muy bien recibido y obsequiado con esmero por el general Sebastiani, que estaba entonces de embajador de Francia en Constantinopla. Me obligó a admitir diariamente su mesa, me acompañó él mismo a ver todo lo más notable de la ciudad, me proporcionó los firmanes necesarios para hacer mi viaje a Jerusalén, me dio cartas de recomendación para el padre guardián de la Tierra Santa y para los cónsules franceses en Egipto y en Siria, y aun temiendo que me faltase dinero, me permitió que librase contra él letras de cambio a la vista, donde me acomodase.
En aquel mismo tiempo había en Constantinopla una diputación de los padres de la Tierra Santa, que habían venido a reclamar la protección del embajador contra la tiranía de los comandantes de Jerusalén; y estos padres me dieron cartas de recomendación para Jafa, y también tuve la dicha de que estaba pronto a partir el navío donde iban los peregrinos griegos a Siria. Se hallaba en la rada y debía hacerse a la vela, así que se levantase viento favorable, por manera que si se hubiese verificado como yo quería mi viaje a la Troade, no hubiera podido hacer el de Palestina. Pronto arreglé con el capitán del buque el precio de mi viaje y el embajador envió a bordo para mí las provisiones más exquisitas y me dio por intérprete a un griego llamado Juan. Con esto, y colmado de las mayores atenciones y favores, me embarqué el 18 de septiembre.
Confieso que a pesar del buen trato que recibí en Constantinopla, me alegré mucho al salir pronto de aquella ciudad, pues toda su hermosura se desvanecía a mi vista, cuando pensaba en que tan hermosos campos sólo habían sido habitados por griegos del Bajo Imperio y ahora lo eran por turcos, y me parecía que tan viles esclavos y tan crueles tiranos jamás deberían haber deshonrado tan magnífico país. El día mismo en que llegué a Constantinopla, lo fue el de una revolución, pues los rebeldes de Romelia, habían llegado hasta las mismas puertas de la ciudad. Así pues, no podía serme grato el permanecer en ella, pues quería recorrer aquellos parajes que las artes y las virtudes honraban, y ni uno ni otro hallaba en la patria de los Focas y de los Bayacetos. Pronto se cumplieron mis deseos: el día mismo en que me embarqué, levamos el ancla a las cuatro de la tarde. Desplegamos la vela al viento de norte, y navegamos hacia Jerusalén, siguiendo el estandarte de la cruz que ondeaba en los mástiles de nuestro navío.