Así que amaneció el día 10, salí de Jerusalén por la puerta de Efraim, acompañado siempre de Alí, y me entretuve en recorrer los campos de batalla que el Tasso hizo para siempre célebres en su poema de la Jerusalén libertada, que volví a leer entonces para hacer mejor la comparación, y en efecto hallé todas las descripciones y pinturas de aquellos parajes, hechas con la mayor exactitud y verdad.
Daré ahora aquí la relación del sitio de Jerusalén, según nuestras antiguas crónicas, traduciendo para ello la del padre Roberto, que es entre todos los antiguos historiadores de las Cruzadas a quien más a menudo se cita, mereciendo en efecto la preferencia por su latín menos bárbaro, su arreglada crítica, y su brillante imaginación. Dice, pues, así:
«El ejército se situó en derredor de Jerusalén en estos términos: los condes de Flandes y de Normandía pusieron sus tiendas por el lado del norte, no lejos de la iglesia que está en el mismo paraje en que fue apedreado San Esteban Protomártir; Godofre y Tancredo se situaron a la parte de occidente; el conde de San Gil al mediodía, sobre el monte Sión, donde está la iglesia de la Virgen María, y fue la casa donde el Señor hizo la cena con sus discípulos. Mientras las tropas descansaban de las fatigas del camino, e iban construyendo las máquinas para el combate, Raimundo Pelez y Raimundo de Turena salieron del campo con mucha gente para recorrer las cercanías, temerosos de que los enemigos sorprendiesen a los cruzados antes de estar todo dispuesto. Así fue, que tuvieron un encuentro con trescientos árabes, matando a muchos de ellos, y quitándoles treinta caballos. El segundo día de la tercera semana, que lo fue el 13 de junio de 1099, los franceses asaltaron a Jerusalén, pero no le pudieron tomar aquel día, aunque no fue en vano su trabajo, pues derribaron el antemuro y pusieron las escalas al muro principal, y si hubiesen tenido bastantes, sin duda que aquel primer asalto, hubiese sido el último. Los que subieron sobre las escalas estuvieron luchando mucho tiempo con el enemigo con espadas y venablos. Y aunque murieron muchos de los nuestros en esta refriega, fue mayor la mortandad por parte de los sarracenos, hasta que la noche puso fin a la pelea, con lo que ambos partidos se fueron a descansar. Pero como con este primer asalto no se tomase a Jerusalén, resultó a nuestro ejército mucho trabajo y pena, pues estuvo diez días sin pan, hasta que llegaron a Jafa los buques que lo traían, y aún fue más excesiva la sed, pues la fuente de Siloé, que está al pie del monte Sión, apenas daba agua bastante para los hombres, y era preciso llevar los caballos y acémilas a beber a seis millas del campamento, defendiéndolos con numerosa escolta.
»Llegó, en fin, la armada a Jafa, y proporcionó víveres a los sitiadores, pero no por esto se remedió la falta de agua, que fue tan grande durante el sitio, que los soldados abrían la tierra y sacando los terrones algo húmedos hacían por chuparlos, y también lamían el rocío que se pegaba a las piedras, y bebían una agua hedionda que había estado mucho tiempo detenida en pellejos mal curtidos de búfalos y otros animales, y muchos había que por no tener tanta sed comían poco o nada…
»En tanto, los generales hacían traer de muy lejos grandes maderos para construir torres y máquinas de guerra, y luego que todo estuvo acabado, Godofre puso su torre a la parte oriental de la ciudad, y el conde de San Gil la suya, que era en todo semejante, a la parte de mediodía. Tomadas todas estas disposiciones, el día quinto de la semana, los cruzados ayunaron, y dieron muchas limosnas a los pobres, y el día sexto, que era el 12 de julio, la aurora salió muy refulgente, y las tropas escogidas subieron a las torres y plantaron las escalas en los muros de Jerusalén. Los hijos ilegítimos de la santa ciudad se admiraron y temblaron[59] viéndose sitiados por tan gran muchedumbre. Pero como por todas partes les amenazaba su última hora, y veían pendiente la muerte sobre sus cabezas, sólo pensaron en vender caro lo que les quedaba de vida. Godofre estaba en lo alto de su torre, trabajando cual si fuese un arquero, y Dios dirigía sus manos en el combate, de manera que cuantas flechas tiraba iban a atravesar al enemigo de parte a parte. Cual dos leones cerca de un gran león, estaban a su lado sus dos hermanos Balduino y Eustaquio, y recibían los terribles golpes de piedras y dardos, tirando ellos muchos más al enemigo.
»Mientras que con este encarnizamiento se combatía sobre las murallas de la ciudad, alrededor de estas mismas murallas se hacía una procesión con cruces, reliquias y altares. Más una gran parte del día estuvo dudosa la pelea, hasta que a la hora en que el Salvador del mundo exhaló su último aliento, un guerrero llamado Letoldo, que peleaba en la torre de Godofre, se arrojó el primero sobre las murallas de la ciudad. Siguióle Guichero, aquel Guichero que en otro tiempo abatió un león, y el tercero que se tiró a la muralla fue Godofre, y en pos de su caudillo se precipitaron todos los demás caballeros que en la torre había, y, dejando los arcos y las flechas apelaron a las espadas, visto lo cual por los enemigos, abandonaron las murallas y se echaron abajo en la ciudad, perseguidos con gran vocería por los soldados de Cristo.
»Y oyendo aquel clamor, el conde San Gil, que por su parte se esforzaba en acercar sus máquinas a la ciudad, dijo a sus soldados: “¿Qué hacemos aquí? Dueños son ya los franceses de Jerusalén, donde resuenan sus voces y cuchilladas”. Y entonces precipitadamente se acercó a la puerta que está cerca del castillo de David, y llamando a los que dentro de este castillo estaban, les intimó se rindiesen, y cuando el emir conoció que era el conde de San Gil, le abrió la puerta, y se fió en la palabra de aquel venerable guerrero.
»Pero Godofre con sus franceses procuraba vengar la sangre cristiana vertida en el sitio de Jerusalén, queriendo castigar también a los infieles por las burlas y ultrajes que habían hecho sufrir a los peregrinos. Jamás se le había visto tan terrible en ningún combate, ni aun en el que tuvo con el gigante[60] en el puente de Antioquia. Guichero y muchos miles de los escogidos combatientes abrían a los sarracenos desde la cabeza hasta la cintura, o los rebanaban por en medio del cuerpo. Ninguno de nuestros soldados pareció cobarde, que ya no hallaban resistencia alguna, pues los enemigos apelaron a la fuga que ya les era imposible, porque con la prisa, y siendo muchos, unos a otros se estorbaban. Los pocos que pudieron escapar se encerraron en el templo de Salomón, donde por mucho tiempo se estuvieron defendiendo, y cuando ya declinaba el día, nuestros soldados penetraron en el templo, y furiosos degollaban a cuantos hallaban allí, y fue tal la matanza, que los cadáveres mutilados eran arrastrados por los torrentes de sangre hasta el atrio del templo, y nadaban sobre la sangre los bazos y manos cortadas, yendo a unirse con cuerpos a los que nunca habían pertenecido».
Volviéndonos a la ciudad por el valle de Josafat, encontramos a la caballería del bajá, que volvía de su expedición, y no es posible pintar el orgullo y alegría de aquella soldadesca vencedora de los carneros, cabras, asnos y caballos de algunos pobres árabes del Jordán.
Hablaremos ahora de la especie de gobierno que hay en Jerusalén. 1º. Un Mosallam o Sangiachey, que es el comandante militar. 2º. Un Mula-Cady o ministro de policía. 3º. Un Mufty, que es el jefe principal de los santones o empleados de justicia. Cuando este mufty es un fanático o un malvado, como el que había entonces en Jerusalén, es la más tiránica de todas la autoridades para los cristianos. 4º. Un Mutenely o aduanero de la mezquita de Salomón. 5º. Un Susbachi o Preboste de la ciudad.
Estos tiranos subalternos dependen todos, excepto el mufty, de un primer tirano, que es el Bajá de Damasco, pues sin saber por qué, está sujeta Jerusalén al gobierno de esta ciudad, a no ser que lo atribuyamos al sistema destructor que los turcos siguen naturalmente y por instinto. Como Jerusalén está separado de Damasco por grandes montes, y aún más por los árabes que hacen como intransitable el desierto, no siempre es fácil quejarse al bajá de las injusticias y opresiones de los subalternos. Mucho mejor sería que dependiese del Bajá de Acre, que se halla allí cerca, pues los francos y los padres latinos podrían ponerse bajo la protección de los cónsules que hay en los puertos de Siria, y los griegos y los turcos podrían fácilmente quejarse de cualquier injusticia, pero esto es precisamente lo que se procura evitar, pues se quiere una esclavitud muda, y no insolentes oprimidos que se atrevan a decir que se les oprime.
Jerusalén está, pues, sujeto a un gobernador casi independiente, pues con toda impunidad puede hacer el mal que quiera, teniendo contento al bajá. Sabido es que en Turquía todo superior tiene derecho de delegar sus poderes a un inferior, y estos poderes se extienden siempre sobre las propiedades y la vida. Pagando algunas bolsas un jenízaro puede convertirse en un pequeño agá, y este agá puede mataros cuando se le antoje, o permitiros que rescatéis vuestra vida. De este modo se multiplican los verdugos en todos los lugares de Judea. Lo único que se oye en este país, la única justicia de que se trata es: Pagará diez, veinte, treinta bolsas, se le darán quinientos palos, se le cortará la cabeza. Un acto de injusticia obliga a una injusticia mayor. Si un juez roba a un vecino, tiene que robar a otro más, pues para libertarse de la fingida probidad del bajá, necesita tener, con un segundo crimen, con que pagar la impunidad del primero.
Se creerá tal vez que cuando el bajá recorre los pueblos de su gobierno, remedia estos males y hace justicia a los oprimidos, pero el mismo bajá es el mayor azote de los habitantes de Jerusalén, los cuales temen su llegada cual si fuese la de un enemigo, y así es que cierran las tiendas, se esconden en las cuevas, huyen a los montes, o fingen que se están muriendo echados sobre sus esteras.
Puedo atestiguar la verdad de estos hechos, pues que me hallé en Jerusalén cuando llegó el bajá. Abdallah es sumamente avaro, como casi todos los musulmanes, y como tiene el mando de la caravana de la Meca, con el pretexto de recoger dineros para proteger a los peregrinos, se cree con derecho para multiplicar las exacciones, valiéndose para ello de mil infames ardides. La que más comúnmente usa es tasar a bajo precio todos los comestibles. Con esto el pueblo se alegra, y los mercaderes cierran sus tiendas, a lo que se sigue la escasez. El bajá trata secretamente con los mercaderes, y, recibiendo de éstos algunas bolsas, les permite vender al precio que quieran. Para sacar ellos el dinero que han dado al bajá, lo ponen todo muy caro, y muriendo segunda vez el pueblo de hambre, se ve obligado para mantenerse, a vender cuanto tiene.
He visto a este mismo Abdallah, cometer una vejación aún más sagaz. Dije que había enviado su caballería a robar a los labradores árabes que habitan al otro lado del Jordán. Estos infelices que habían pagado el miri o impuesto, y que no se creían en guerra con nadie, fueron sorprendidos en sus tiendas con sus ganados. Les quitaron dos mil doscientas cabras y carneros, noventa y cuatro terneras, mil asnos y seis yeguas de la primera especie, y sólo se escaparon los camellos siguiendo a un jeque que los llamó, pues estos leales hijos del desierto fueron a llevar su leche a sus amos que estaban en los montes, como si adivinasen que no tenían otro alimento que aquel.
No podría imaginarse un europeo lo que el bajá hizo de aquel botín. Tasó cada bestia en doble más de lo que valía, y las envió a los carniceros y gentes acomodadas de Jerusalén y lugares circunvecinos, para que se las comprasen, pena de la vida. No creería yo esto si no lo hubiese visto. Los asnos y los caballos quedan para la tropa, según la costumbre de estos ladrones.
Luego que el bajá ha saqueado de este modo a Jerusalén, se retira, y para no pagar la guarnición de la ciudad, y aumentar la escolta de la caravana de la Meca, se lleva la tropa, y deja al gobernador solo con una docena de alguaciles, que no bastan para hacer respetar su autoridad y defender el país. El año anterior al en que yo estuve en Jerusalén, se tuvo que esconder en su casa, porque no le cogiesen unas cuadrillas de ladrones que pasaron por encima de las murallas de la ciudad y amenazaron saquearla.
Apenas se ha ido el bajá cuando, como consecuencia de su opresión, resulta otro mal, pues los lugares que han sido saqueados se sublevan, y unos a otros se acometen renovándose odios y venganzas que son hereditarias. Cesa todo trato y tráfico, decae la agricultura, porque durante la noche el aldeano va a arrancar las viñas y olivares de su enemigo. Al año siguiente vuelve el bajá y saca el mismo tributo de un país en el que se ha disminuido la población y la riqueza, con lo que tiene que aumentar la opresión y destruir pueblos enteros. Con esto el desierto se hace cada día mayor, y sólo se ven a grandes distancias casarones arruinados y espaciosos cementerios, quedando pronto sólo éstos para que se conozca el paraje en que hubo un lugar.
Habiendo visto cuanto había que ver dentro y fuera de Jerusalén, traté de mi partida. Antes de verificarla, los religiosos quisieron concederme un honor, que ni había pedido ni merecía, pues en consideración a los ligeros favores que les había hecho, me pidieron admitiese la orden del Santo Sepulcro. Esta orden que es muy antigua en la cristiandad, aunque no subamos su origen a Santa Helena, estaba antes muy extendida en Europa, pero ya sólo se halla en Polonia y en España, y el guardián del Santo Sepulcro es el único que tiene derecho de conferirla.
Salimos a la una del convento y pasamos a la iglesia del Santo Sepulcro. Entramos en la capilla de los padres Latinos, y se cerraron cuidadosamente las puertas, temiendo que los turcos viesen las armas y matasen a los religiosos. El guardián se revistió con sus ropas pontificales. Se encendieron las lámparas y las velas, y estando presentes todos los religiosos, se formaron en círculo dejándome en medio. Mientras cantaban en voz baja el Veni Creator, el guardián subió al altar, y yo me arrodillé a sus pies. Sacó del tesoro del Santo Sepulcro las espuelas y la espada de Godofre de Bullón, que dio a dos religiosos que estaban a mi lado, y luego que hubo rezado las oraciones acostumbradas y que hubo hecho las preguntas que exige el estatuto, me calzó las espuelas, me dio tres veces en la espalda con la espada, y luego el abrazo como caballero.
Todos estos no son más que recuerdos de costumbres que ya no existen. Pero si se atiende a que me hallaba en Jerusalén, en la iglesia del Calvario, a doce pasos del Sepulcro de Jesucristo, a treinta del de Godofre de Bullon, que acababa de ponerme las espuelas del libertador del Santo Sepulcro, y de tocar aquella larga y ancha espada de hierro que había manejado una tan noble y leal mano, y si se consideran también las particulares aventuras de mi vida, mis viajes por mar y tierra, se verá que no podía menos de estar muy conmovido con semejante ceremonia. Yo era francés, Godofre también lo era, y sus antiguas armas, al tocarme, me inspiraron nuevo amor a la gloria y al honor de mi patria. Me dieron mi título con la firma del guardián y el sello del convento, y junto con este distinguido diploma de caballero, me dieron también mi humilde patente de peregrino, y conservo ambas cosas como un testimonio de haber estado en la tierra de Jacob.
Ahora que voy a dejar la Palestina, deseo que el lector salga conmigo fuera de las murallas de Jerusalén, para ver por última vez esta extraordinaria ciudad. Detengámonos en la cueva de Jeremías, cerca de los sepulcros de los reyes. Esta cueva es muy espaciosa, y su bóveda se sostiene en unos pilares de piedra, y aquí dicen que fue donde el profeta cantó sus Lamentaciones, que en efecto parecen compuestas a la vista de la moderna Jerusalén, pues que naturalmente pintan el estado actual de esta afligida ciudad.
«¿Cómo esta ciudad antes tan llena de gentes, está ahora tan solitaria y afligida? La señora de las naciones está como viuda, sujeta se halla a los tributos la reina de las provincias.
»Lloran las calles de Sión porque nadie viene a sus solemnidades, todas sus puertas están destruidas, gimen sus sacerdotes, sus vírgenes están desfiguradas del dolor, y ella misma oprimida por la amargura.
»El Señor ha resuelto derribar las murallas de la hija de Sión. Tendió su cuerda y no apartó su mano hasta que todo fue destruido, cayó el antemuro y también se despidió la muralla.
»Clavadas están en tierra sus puertas. Rompió y quebrantó las barras que las sostenían, desterró a su rey y a sus príncipes entre las naciones. Ya no hay ley, y sus profetas ya no reciben las proféticas visiones del Señor.
»Mis ojos se han debilitado de tanto llorar. Se conturbaron mis entrañas, cayó en tierra mi corazón viendo la ruina de la hija de mi pueblo, viendo a los niños, a los que aún eran de pecho, caer muertos en la plaza de la ciudad.
»¿Con quién te compararé, o hija de Jerusalén? ¿A quién diré que te pareces?
»Cuantos pasaban por el camino daban palmadas viéndote. Silbaron a la hija de Jerusalén, moviendo la cabeza y diciendo: ¿Es ésta aquella ciudad de perfecta hermosura, y que era el regocijo de toda la tierra?».
Vista Jerusalén desde el monte de las Olivas, al otro lado del valle de Josafat, presenta un plano inclinado sobre un terreno que baja de poniente a levante. Una muralla almenada y fortificada con torres, y un castillo gótico, circuye toda la ciudad, dejando fuera parte del monte Sión, que antes comprendía en su recinto.
En el barrio que está al poniente, y en el centro de la ciudad hacia el Calvario, las casas están bastante juntas, pero al levante y a lo largo del valle de Cedrón se hallan algunos espacios sin casas, y entre otros, el que rodea a la mezquita edificada sobre las ruinas del templo, y el terreno casi despoblado donde estaba el castillo Antonia y el segundo palacio de Herodes.
Las casas de Jerusalén son cuadradas, muy bajas, y no tienen ni chimeneas, ni ventanas, y, por techos, terrados o bóvedas, semejándose a prisiones o sepulcros. Todo aparecería a la vista de un nivel igual si los campanarios de las iglesias, los minaretes de las mezquitas, las copas de algunos cipreses y los bosques de nopalos, no interrumpiesen la uniformidad del plan. Al ver estas casas de piedra en un terreno todo pedregoso, pregunta uno si no son aquellos los confusos monumentos de un cementerio en medio de un desierto.
Entrad en la ciudad, y nada podrá consolaros de la tristeza exterior. Os perdéis en callejuelas que no están empedradas, que suben y bajan en un terreno desigual, y andáis sobre montes de polvo o de guijarros rodadizos. Varios toldos que van de una casa a otra aumentan la oscuridad de este laberinto. Los bazares embovedados y de mal olor acaban de quitar la luz a la afligida ciudad. Algunas tendezuelas sólo presentan miserables mercancías, y aun por lo común están cerradas, temiendo que pase el cadí. Nadie se halla en las calles ni a las puertas de la ciudad, y sólo algunas veces se ve escabullirse algún aldeano por los parajes más oscuros, escondiendo bajo sus ropas el fruto de su sudor, temiendo se lo quiten los soldados. Allá en algún rincón a lo lejos, se ve al carnicero árabe degollar alguna res que tiene colgada al arruinado murallón, y al mirar uno su rostro feroz y atraidorado, sus brazos ensangrentados, más bien creería que acababa de asesinar a su semejante, que de degollar un cordero. No se oye más ruido en la ciudad deicida que de cuando en cuando el galopar de la yegua del desierto, y es el jenízaro que trae la cabeza del beduino, o que va a robar al Fellah.
En medio de esta extraordinaria tristeza, detengámonos un instante a considerar cosas aún más extraordinarias. Entre las ruinas de Jerusalén veremos dos pueblos independientes que hallan en su creencia fuerzas para resistir a tantos errores y miserias. Allí viven unos religiosos cristianos a quienes nada ha podido obligar a que abandonen el sepulcro de Jesucristo, ni robos, ni malos tratamientos, ni amenazas de muerte. Resuenan sus cánticos noche y día delante del Santo Sepulcro. Si por la mañana los roba un gobernador turco, a la noche los volveréis a hallar al pie del Calvario orando en el mismo paraje en que Jesucristo padeció por salvar a los hombres. Están sosegados y alegres, y con gusto hospedan al extranjero. Sin tener tropas ni fuerza alguna, amparan pueblos enteros, y los defienden de la iniquidad. Cuando las mujeres y los niños se ven perseguidos por el sable y el palo, se refugian a los claustros de estos solitarios. ¿Quién impide al malvado, que tiene las armas en la mano, que persiga a aquellos infelices y derribe tan débiles murallas? La caridad de los religiosos que se privan hasta de las cosas más necesarias de la vida, para rescatar a los que imploran su favor. Turcos, árabes, griegos y cristianos cismáticos, todos buscan el amparo de unos pobres religiosos que no pueden defenderse a sí mismos, y aquí debemos conocer con Bossuet, «que las manos levantadas al cielo, derriban más batallones que las manos armadas de lanzas».
Mientras que la nueva Jerusalén sale de este modo del desierto, resplandeciente de luz, echad ahora la vista entre el monte Sión y el templo, y allí veréis otro pueblo que vive separado de los demás habitantes de la ciudad. Objeto particular del desprecio de todos, baja su cabeza sin quejarse, sufre todas las injurias sin pedir justicia, se deja matar a golpes sin suspirar, le piden su cabeza y la presenta a la cimitarra. Si algún individuo de esta sociedad proscrita llega a morir, su compañero irá durante la noche a enterrarle a escondidas en el valle de Josafat, a la sombra del templo de Salomón. Si entráis en la morada de este pueblo, le hallaréis sumergido en la más asquerosa miseria, haciendo leer un libro misterioso a sus hijos, y los cuales lo harán leer también a sus nietos. Lo que ese pueblo hacía cinco mil años ha, lo hace aún. Diecisiete veces ha presenciado la ruina de Jerusalén, y nada puede desalentarle, nada puede impedirle el que vuelva sus miradas hacia Sión. Cuando uno ve a los judíos dispersos sobre la tierra, según la palabra de Dios, se sorprende sin duda, pero no puede menos de tener como sobrenatural admiración viéndole en Jerusalén, viendo a estos legítimos señores de Judea, esclavos y extraños en su propio país, viéndoles cómo aguardan, siempre oprimidos, un rey que los saque de la opresión. Abatidos bajo la cruz que los condena, y que está levantada sobre sus cabezas, ocultos cerca del templo, del que no queda piedra sobre piedra, aún permanecen en su deplorable ceguedad. Desaparecieron de la tierra los persas, los griegos y los romanos, y un pueblecito cuyo origen es anterior al de estas grandes naciones, aún subsiste, sin mezcla alguna con las demás gentes, en las ruinas de su propia patria. ¿Y qué cosa puede haber más maravillosa hasta a los ojos del filósofo, que el encontrarse la antigua y la nueva Jerusalén al pie del Calvario? La primera afligiéndose al ver el sepulcro de Jesucristo resucitado, y la segunda consolándose cerca del único sepulcro que al fin de los siglos nada tendrá que volver a la tierra.
Di gracias a los padres por su caritativa asistencia, y muy sinceramente les deseé una dicha que no esperan en este mundo. Al separarme de ellos tuve en verdad la mayor tristeza. No conozco martirio igual al de estos infelices religiosos. La situación en que viven, se parece a la que se estaba en Francia en tiempo del terrorismo. Yo iba a volver a mi patria a reunirme con mis parientes y amigos, y recobrar con ellos los placeres de la vida, y estos religiosos que también tienen parientes, amigos y patria, permanecen desterrados en esta tierra de esclavitud. No todos tienen aquella fortaleza que hace a las gentes como insensibles a los pesares, y algunos me dieron a conocer con sus quejas, cuán grande era el sacrificio que hacían. Jesucristo, ¿No dijo en estos mismos parajes que era amargo el cáliz? Sin embargo, lo bebió hasta la última gota.
El 12 de octubre, monté a caballo con Alí-Agá, Juan, Julián y el dragomán Miguel, y salimos de la ciudad por la puerta de los Peregrinos. Pasamos por el campamento del bajá, y antes de entrar en el valle del Terebinto, me detuve para mirar aún a Jerusalén, y por encima de sus murallas vi sobresalir la media naranja del Santo Sepulcro. Ningún peregrino tendrá el gusto de verla, pues que ya no existe, y ahora el sepulcro de Jesucristo está expuesto a las injurias del aire. En otro tiempo, toda la cristiandad hubiera acudido a restablecer este sagrado monumento, pero actualmente nadie piensa en ello. Después de haber estado contemplando a Jerusalén, me metí entre los montes. Eran las seis y veintinueve minutos cuando perdí de vista a la santa ciudad: de este modo el marinero señala el instante en que desaparece de su vista una tierra lejana que no volverá a ver.