CAPÍTULO XI

LA VUELTA AL REDIL

Lisher se retiró muy preocupado con el encuentro y no sólo por la obstinación de Dick a regresar de nuevo junto a su mujer, sino porque temía un encuentro entre él y Eugene, si la permanencia de su antiguo patrón se prolongaba muchas horas.

Y se mostraba indeciso. Su carga estaba casi concluida y en justicia, después de almorzar, debía emprender el viaje, pero no se decidía a ello. Pasase lo que pasase debía esperar unas horas hasta que Dick desapareciese del poblado.

Terminada la carga dio orden de dejar los carros en un corral próximo, montando en ellos una vigilancia.

Dejaría transcurrir la noche y al día siguiente emprendería la ruta.

Su obsesión era convencer a Dick y llevárselo con él. Estaba convencido de que daría a Ellen la mayor alegría de su vida, pero su idea no era fácil con un hombre tan bronco y tozudo como Dick.

Transcurrieron las horas del día con lentitud. Las carretas de la competencia, después de descargar los barriles, se encaminaron al almacén donde empezaron a cargar herramental y mercancías y la noche empezó a echarse encima sin que hubiesen concluido.

Dick trabajaba y sudaba como un condenado, pero lo hacía mecánicamente y sin darse cuenta de ello. La sed le abrasaba y sentía sus labios agrietarse, pero firme en su puesto trabajaba como el que más.

Se habían encendido ya las luces del poblado, cuando las ocho carretas quedaban listas para el viaje. El dueño de ellas, satisfecho del esfuerzo de sus hombres, les reunió, diciendo:

—Bien, muchachos, os habéis portado bravamente y estoy satisfecho de vosotros. Venir a apagar la sed y después cenaréis. Esta noche emprenderemos el regreso.

Rodeado de sus ocho auxiliares se dirigió a La Perla del Cimarrón, invitándoles a beber en la barra. La animación aún no era grande en el local y las mujeres todavía no habían hecho acto de presencia.

Sendos vasos de whisky fueron colocados sobre el estaño. Dick tomó el suyo ávidamente y lo apuró de un solo trago. Luego pidió un segundo vaso y, medio vuelto a la barra, dejó vagar sus turbios ojos por el local, fijándolos en el vano de la puerta.

Aquel salón le recordaba tantas cosas dolorosas que, en su fiebre de recuerdos, le parecía estar viviendo el cuadro de meses anteriores, cuando entró allí por vez primera y hasta parecía esperar ver surgir la grácil silueta de Mirian y la ostentosa y antipática de Eugene, con su rostro pálido, su impecable levita y aquel aire de superhombre que le caracterizaba.

Y, súbitamente, se envaró restregándose los ojos con fiereza, como si temiese ver visiones. En el recuadro de entrada se acababa de bocetar una silueta que era la de Eugene, pero un Eugene tan derrotado como él, tan apagado como él y muy extraño al que estaba evocando. Pero era el tahúr, de eso estaba seguro, y estirando su cuerpo hasta ponerlo tan rígido como en su época de hombre sin abatir, dejó vagar por sus labios una sonrisa siniestra y cruel que era todo un poema trágico.

El tahúr, con paso arrastrado, avanzó sin haber descubierto a su antiguo enemigo, pero apenas había dado unos pasos, la voz tonante y fiera de Dick rugió:

—¡Eugene, por fin nos encontramos de nuevo!

El tahúr, como sacudido por una corriente eléctrica, sintió su cuerpo vibrar de un modo especial y se irguió a su vez, buscando al que le había nombrado.

Un mismo pensamiento dominó a los dos rivales. Aquél iba a ser su último y definitivo encuentro y uno de los dos no saldría de allí vivo.

Con un movimiento rápido y simultáneo tiraron de las empuñaduras de sus armas y éstas salieron a relucir a la luz de las lámparas, vibrando siniestramente en una doble detonación que se confundió en el estampido.

Eugene quedó con el brazo rígido dejándole caer lentamente, al tiempo que su rostro se contraía en una mueca de agonía y una roja flor de sangre empezaba a dibujarse en su pecho a la altura de su corazón, al tiempo que Dick, sintiendo un abrasante estremecimiento en su cuerpo, también dejaba caer el arma y se llevaba las manos al costado.

Fue una escena rápida y brutal que nadie pudo impedir ni dio tiempo a nadie para intervenir en ella. Ambos terminaron por caer al suelo, bañados en sangre y cuando los clientes, reaccionando, acudieron en auxilio de los dos rivales, pudieron observar que Eugene era ya cadáver y que Dick, tocado seriamente en un costado, vivía, pero había perdido el conocimiento.

* * *

Fisher cenaba con sus hombres en la posada próxima al garito, cuando captó el estampido de las dos detonaciones y, avisado por un sexto sentido, adivinó lo que había sucedido. El temor que abrigaba de que ambos enemigos pudieran enfrentarse debía haberse consumado y, abandonando como loco la posada, corrió hacia el garito.

Se abrió paso a empujones hasta alcanzar a Dick, cuando entre tres le levantaban para llevarle a la morada del médico. Se adelantó, preguntando pálido y nervioso:

—¿Muerto?

—No. Herido, al parecer grave. Quien murió fue Eugene de un certero disparo en el corazón.

Fisher respiró un poco aliviado. Si Dick no había muerto estaba dispuesto a llevárselo a la fuerza a Dempsey y, una vez allí, quizá las cosas tuviesen una solución distinta a como el herido se había propuesto que sucediese.

El médico atendió rápidamente al herido. Su diagnóstico fue indeciso. La herida era grave, pero sólo pasadas unas horas podría diagnosticar con certeza.

Fisher decidió aplazar su viaje todo el tiempo preciso hasta que la situación de su ex patrón se resolviese. Esta vez su oposición no contaría y cuando estuviese en el poblado, Dios diría lo que debía suceder.

Al día siguiente, levantada la cura, el médico aseguró que la gravedad ya no era excesiva.

Fisher preguntó:

—Dígame, doctor, ¿qué pasaría si yo me lo llevase en una carreta a unas setenta millas de aquí?

—Sería peligroso, pero viajando con cuidado y llevándole bien acondicionado, podría resistir.

—Pues bien. Voy a llevármelo. Sé que le haré un gran favor con ello a otra persona y no quiero dejarle aquí.

Demoró un día más el viaje mientras acondicionaba un buen lecho en una carreta para el herido y cuando el médico le dio instrucciones de cómo debía atenderle y le facilitó lo indispensable para las curas, cargó el cuerpo de Dick en su carreta y un anochecer emprendió el viaje hacia Dempsey.

Dick no pudo oponerse porque se hallaba presa de la fiebre que no le permitía darse cuenta de cuanto le rodeaba y así, despacio, vigilándole atentamente todo el viaje, emprendieron la marcha.

Dick permaneció cuatro días bajo los efectos de la fiebre y Fisher pedía a Dios que continuase dos o tres más hasta alcanzar el poblado.

Pero dos días antes de llegar a él, Dick, más reanimado, se dio cuenta de todo y al ver a Fisher a su lado preguntó:

—¿Qué es esto? ¿Por qué estoy en tu carreta?

—Porque no podía dejarle en Oklahoma sin nadie que le atendiese.

—Pero… ¡No!… Tú me llevas a Dempsey y yo…

—Usted se calla, porque no podrá oponerse y si intenta hacerlo, me veré obligado a amarrarle con cuerdas hasta que lleguemos allí. Usted no puede ser un cochino orgulloso y un cobarde dejando abandonada a su mujer y a sus hijos por un exceso idiota de amor propio. Irá usted a Dempsey o no llegaremos ninguno.

—Pero, Fisher, ¡por todos los santos!, no me hagas sufrir ese nuevo tormento. Yo no merezco el perdón de Ellen, aparte de que sé que no me lo otorgará jamás.

—¿Qué diablos sabe usted de su mujer? En su vida se ha merecido poseerla, pero ya que lo consiguió no la pierda de nuevo. Es su última oportunidad y yo no quiero que se esfume.

Fueron estériles sus protestas y sus rebeliones las carretas siguieron avanzando y una semana después de su salida alcanzaban el poblado.

Cuando Dick se dio cuenta de que entraba en Dempsey una última rebeldía se apoderó de él. Quiso levantarse y saltar de la carreta, pero Fisher peleó con él y le contuvo. La emoción le hizo perder el sentido y quedó tenso sobre el camastro.

Fisher se apresuró a saltar de la carreta, ordenando:

—Seguir despacio. Yo voy a dar cuenta al ama.

Corrió hacia la casita, cuando ya Ellen había descubierto los vehículos. El retraso sufrido por éstos la tenía inquieta, sospechando angustiosa que pudiesen haber sido atacados en el camino.

Cuando vio avanzar a Fisher, se adelantó a él preguntando:

—¡Por favor! ¿Qué ha sucedido, Fisher?

—Nada grave, ama, al contrario. He hecho una buena adquisición en Oklahoma y la he traído, aunque un poco estropeada, pero en fin, se arreglará pronto, ya lo verá.

—¿A qué te refieres? —preguntó Ellen anhelante.

—Pues… bueno, no deje estallar los nervios. Me encontré allí a cierta persona que…

—¡Habla! ¿Es Dick?

—Sí, es él. Un poco estropeado, pero…

Ella quiso correr, pero Fisher la detuvo, diciendo:

—Cuidado; viene herido. No es ya nada grave pero pudo serlo. Se encontró con Eugene y cambiaron una onza de plomo. A Eugene se le indigestó para siempre y al patrón le supo muy mal, pero ha podido con ella.

Ellen, pálida y agitada, corrió al encuentro de la carreta y al ver a Dick casi desconocido, estalló en llanto.

—¡Por favor! Llevarle a su cama, Fisher. Viene muy malo.

—Le aseguro que no. Ha sido la emoción; no quería venir porque temía ser recibido con desprecio por usted. Tiene la cabeza llena de orgullo y ni a balazos se le puede sacar del cuerpo.

Recogido por los carreros fue trasladado a su lecho y depositado en él. Los chicos, asustados al verle, rompieron a llorar, pero su madre les calmó, diciendo que no era nada.

Bien atendido, Dick permaneció privado de sentido. Eran más de las doce de la noche cuando, por fin, recobraba el uso de la razón, teniendo al pie del lecho a su mujer y a Fisher, quien se había visto obligado a darla toda clase de detalles de su encuentro con Dick.

Cuando éste volvió en sí y descubrió a Ellen a la cabecera del lecho, murmuró con voz truncada:

—Ellen, no me culpes a mí. Yo no quería venir y éste lo sabe. Se aprovechó de mi estado para traerme y lamento que lo haya hecho contra mi voluntad. Yo no merecía venir y quiero que sepas que en cuanto pueda moverme de aquí me marcharé para siempre. No quiero imponerte el tormento de tenerme al lado, sabiendo que sólo merezco tu desprecio por lo que hice. No, aquello no tiene perdón, ni tuyo ni de Dios, y mi deber es alejarme de tu lado para siempre.

»Quiero confesarte que he estado más preocupado por ti que por mí, pero cuando supe por Fisher que habías conseguido rehacer lo que yo hundí y que os defendíais, me sentí más dichoso que nunca. Ahora lo que de mí sea nada me importa, porque sé que lo que yo destrocé la Providencia lo ha rehecho.

Ella, tomando una de sus manos, exclamó:

—Cállate, vanidoso. No siento desprecio por ti, sino piedad y compasión. Fuiste un loco simplemente, que te dejaste influenciar del ambiente y caíste en las redes de una coqueta que sólo tiene de mujer la apariencia. Por eso será una desgraciada toda su vida, porque jamás sentirá un verdadero amor y si algún día lo siente, quizá ese día sea su condenación, porque el que ella busque y ansíe no le encontrará.

»No he sentido desprecio por ti, porque, pese a todo, adiviné que aquello no era amor, sino un capricho y los caprichos pasan y lo fundamental queda, cuando a final de cuentas se contrasta una cosa y otra. He sido feliz a tu lado diez años y me has dado dos hijos. Aunque sólo fuese por ellos, por el ejemplo y por su porvenir, yo no podía odiarte, sino desear atraerte a tu verdadero camino, al que no habías abandonado hasta ahora y el que sé que no abandonarás más, porque… Dick… ¿qué vale más, una muñeca vestida con galas de garito como tú quisiste vestirme a mí un día, o una con esas galas en el alma y en el corazón para querer de veras?

Él, emocionado, gimió:

—Por favor, no me recuerdes aquello, que siento que la vergüenza me abrasa, Ellen. Fui un estúpido vanidoso, pero bien lo he pagado, porque sólo cuando me vi lejos de ti y de mis hijos alcancé a comprender lo que había perdido por una cosa tan despreciable que no acierto a juzgarla ahora.

—Entonces, no se hable más, Dick. Tú te repondrás y volverás a ser quien fuiste. Tu negocio sigue tan próspero o más que cuando tú te lo jugaste ciegamente a una carta por una vanidad ciega. Yo no he perdido nada porque el dinero que aporté está donde estaba, aunque de él saliese de nuevo lo que se había perdido. Sólo espero que ahora que puedes darte cuenta de lo que era en realidad y no lo que tú me juzgabas, me des el valor que poseo a tu lado. Una mujer por buena puede hacer renunciación en el hombre para dejarle que él de la cara en los negocios, pero eso no debe prejuzgar que por su renunciación sólo sea un mueble más en el hogar necesario, o de adorno, pero un mueble. Será sólo lo que ella quiera ser, porque es su deber… el ama de la casa de puertas para adentro, la esposa en el hogar, que es lo más sagrado para un hombre.

Él, con lágrimas en los ojos, besó su mano, murmurando:

—¡Qué grande y qué buena eres, Ellen! No sé si decirte que me alegro de lo sucedido, porque ello me ha revelado el verdadero tesoro que tenía junto a mí y no lo había valorado merecidamente. Ahora sí, Ellen, ahora sí y te juro que haré lo más grande que un hombre puede hacer en el mundo para merecer este perdón magnánimo que me otorgas sin merecerlo. Haré lo que un hombre debe hacer, que es… demostrar que sabe serlo.

Y estirando el brazo tomó una mano de Fisher, diciendo:

—Y a ti, jamás te pagaré lo que has contribuido a rehacer nuestra felicidad. Que mis hijos lo, sepan cuando tengan usó de razón para ello y te lo agradezcan como yo te lo agradezco.

Fisher no contestó. La emoción se lo impedía.