CAPÍTULO IV
DOS PEDERNALES CHOCAN
iendo Dick se
retiró al hotel. Llevaba en la mano la moneda de oro que ella tan
despectivamente había arrojado sobre la mesa y la tiraba al alto
recogiéndola al caer en un juego de equilibrio que le divertía.
Se daba cuenta de que la había herido en su vanidad, primero con aquella broma equívoca y después, con su afirmación rotunda de que sus encantos le eran completamente indiferentes. Para una mujer de su condición, acostumbrada a la pleitesía de los clientes de los garitos, el desprecio no era muy halagador y había querido vengarse de él haciéndole observar que fuese quien fuese sólo era un servidor a sueldo de sus caprichos.
Y le divertía el enfado de Mirian, porque satisfacía su orgullo de hombre rígido y poderoso con el que las mujeres jamás habían podido. Lo que no había transigido con Ellen, plena de derechos, menos podía transigírselo a una aventurera con la que nada tenía que ver.
Y no era porque no reconociese que poseía personalidad y atractivos, pero primero, no le interesaba poco ni mucho; segundo, estaba obligado a cumplir un compromiso con Charlie que le vedaba por propia dignidad mirar a aquella mujer de una manera distinta al objeto de su viaje, y tercero, porque no desconocía lo peligrosas que eran las redes de mujeres de aquella ambición y aquel modo de tasar las cosas en el mundo.
Por la mañana estuvo en el almacén y con su ayudante cargó los muebles. Se alegró, porque en un solo vehículo no hubiesen cabido, ya que hasta un piano vertical había sido adquirido para trasladarlo al poblado.
El piano, con alguna otra cosa, quedó instalado en su carreta junto a un gran sillón donde ella podía hacer el viaje más cómodamente. Lo demás, en un montón bastante confuso se apilaba en la otra carreta.
Dick y su ayudante comieron apresuradamente y poco antes de las dos, estaban a la puerta del hotel donde Mirian se hospedaba. Dick hizo que la avisasen, y poco después, la joven, ataviada con un sencillo traje para el viaje y un espeso tul sobre la cara para preservarse del polvo, apareció en el vestíbulo.
Pero no apareció sola. Le acompañaba el tahúr de la noche anterior, quien con un atuendo menos vistoso y una maleta grande en la mano salió a la calzada.
Dick contuvo un gesto expresivo al ver al tahúr y Mirian, adelantándose a él, dijo:
—Buenos días, señor; es usted muy puntual.
—Yo siempre lo soy para todo.
—Muy bien, yo también. Ah, escuche; éste es un amigo que actuaba también en La Perla del Cimarrón, se llama Eugene Puleston y estaba esperando una ocasión propicia para trasladarse a Dempsey, donde desea establecer un salón. Aprovechando que yo voy para allí y que no es fácil comunicar con el poblado, le he invitado a que venga en nuestra carreta. Supongo que habrá espacio.
Dick la miró con burla y contestó:
—En efecto, espacio hay, pero entre la lista de muebles y personas que el señor Mashbir me facilitó, no figura el señor Puleston. Lo siento mucho, pero si quiere ir a Dempsey, tendrá que esperar que parta algún otro vehículo, o ir a caballo por su cuenta.
Él le fulminó con la mirada y Mirian, revolviéndose con ira, exclamó:
—Oiga, ¿cómo se entiende? Usted ha sido contratado para hacer este porte y lo que lleve en él nada le importa. Esto es cosa mía y de Charles.
—Se equivoca, señorita Mirian. Es cosa mía exclusivamente. Yo sé lo que he contratado y a lo que me he comprometido y de ahí no paso. La carreta es mía y llevo lo que quiero, pero no lo que me imponen, aparte de que si el señor Mashbir la hubiese contemplado con las manos de su amigo entrelazadas en las suyas, posiblemente ni usted misma emprendería este viaje. Claro es que a mí nada me importan los asuntos de los demás, salvo que no quiero actuar de mecha incendiaria. El señor se queda aquí y opino que hará bien en no intentar el viaje, o usted hará mejor quedándose también.
—Es usted un grosero y me quejaré a Charlie.
—Supongo que no lo hará. Al menos no lo hará con la amplitud que es leal…
Eugene, a pesar de la ira que le dominaba, miró fríamente a Mirian y dijo:
—Querida, creo que el señor tiene razón. Debo quedarme hasta que encuentre medios propios de ir por mi cuenta. Podría interpretarse mal nuestra amistad y no es cosa que tires tu porvenir por la ventana. De todas formas, te prometo que nos veremos pronto en Dempsey.
Ella le miró con intensidad, pero él parecía tener los ojos de hielo. Por fin, resignada pero rabiosa, replicó:
—Está bien, Eugene. Tú sabes lo que tienes que hacer, pero confío en verte pronto por allí. Presiento que aquello va a ser muy aburrido y necesitaré alguien que me distraiga y me ayude a pasar lo mejor posible las horas de tedio. Tú tienes porvenir allí y si necesitas mi ayuda, cuenta con ella. Es repugnante que cualquier amistad de una mujer pueda ser mal interpretada.
—No te preocupes. Nosotros estamos muy por encima de lo que la gente pueda pensar.
Se destocó y le ofreció su fina mano, diciendo:
—Adiós, Mirian, que lleves buen viaje y hasta pronto.
—Adiós, Eugene, confío en tu promesa.
Ayudada por él subió a la carreta. Dick se puso al pescante y los pacientes bueyes arrancaron con lentitud. Durante un rato, los dos se saludaron con los pañuelos y sólo cuando abandonaban la calle principal para salir a camino abierto, ella se dejó caer sobre el sillón preparado para su viaje y quedó pensativa.
Delante marchaba la otra carreta con los muebles. Una ola de polvo iba marcando la estela y el polvo al flotar envolvía el otro vehículo.
Mirian se revolvió rabiosa, preguntando:
—¿No le era a usted lo mismo viajar por delante?
—Completamente igual, señorita Mirian. Lo hice para que el conductor no se enterneciese contemplando una despedida tan tierna. Con ello evitaré un comentario que no la beneficiaría.
—Muy galante. ¿Se ha convertido usted en mi tutor?
—No, porque no me lo agradecería, aunque bien lo necesita.
—Es usted de una grosería aplastante.
—Y yo que esperaba oír de sus labios todo lo contrario. Me pregunto cómo una mujer que marcha a solucionar la inquietud de su errante vida de un modo que acaso no soñó, es tan estúpida que se juega su porvenir a una carta y cuando alguien le señala que su baza es falsa y va a perder en el envite, no lo agradece.
—Prejuzga usted mal las cosas. ¿No se pueden tener amigos e interesarse por ellos?
—Eso depende del punto de vista de cada uno. Yo no se los admitiría a mi mujer, ni siquiera a una amiga del corazón.
—Usted es un anticuado.
—Posiblemente y me estoy preguntando por qué me intereso por usted que es tan rebelde. Con trasladarla al poblado tengo cumplida mi misión y ganado mi dinero.
—Eso mismo digo yo.
—Quizá porque soy un romántico.
—¿Usted romántico? Lo que es, es un palo sin sensibilidad.
—Es posible; nací tan rudo, que hay cosas que no las entiendo. Quizá las aprenda algún día.
—El día que tropiece usted con una mujer que le interese.
—Ese día será tarde.
—¿Por qué?
—Porque la que pueda interesarme me interesó hace diez años y… no pudo hacerme cambiar de ideas.
—¿Quiere decir que… está casado?
—Quiero decirlo.
—¿Y su mujer no ha podido manejarle a su capricho?
—No se sintió con fuerzas para malgastarlas en una empresa tan descabellada.
—Entonces, o es tonta, o a usted no le interesa.
—Es posible que tenga usted razón.
—Claro que la tengo. Cuando una mujer interesa a un hombre, que se dejen estos de presumir de duros. Siempre se puede vencerlos, porque nuestras armas son imbatibles.
—Eso lo ha leído usted en alguna novela romántica.
—Eso lo sé por experiencia. Charles es una muestra de ello.
—Una muestra de idiotez, que no es igual. A ciertas edades, o se tiene sentido común y no se hacen ciertas cosas y si se hacen… se paga la contribución a la locura.
—Sigo pensando que es usted un grosero y un fatuo.
—Un gran honor para mí su apreciación.
—Sí, y no quisiera más que tener las manos libres para demostrarle su equivocación.
—No tendrá usted tiempo. Calculo que su permanencia en el poblado será muy escasa. Aquella jaula es demasiado estrecha para su plumaje.
—Eso lo veremos. Yo poseo mucha vanidad y mucho aguante.
—¿Ha contado usted con el de Charles?
—Charles ve por mis ojos y hará lo que yo quiera.
—No lo dudo. Lo que quisiera saber es por cuánto tiempo lo hará.
—Lo sabrá usted con el tiempo.
Y rabiosa le dio la espalda sin querer seguir discutiendo con él sobre aquel tema.
Ya avanzada la noche, Dick dio la orden de acampar al amparo de unas escarpaduras que les resguardarían del aire fresco de la noche. El carrero se apresuró a recoger leña para encender la fogata y Dick se ocupó de preparar los ingredientes para la cena.
Mirian se apeó y sentada en un peñasco le siguió con la mirada mientras preparaba el tocino, amasaba un poco de harina para cocer las tortas sobre una piedra y preparaba el pote del café.
El resplandor de la hoguera le dibujaba en rojo. Su alta y maciza silueta perdía amplitud por la agilidad y dinamismo con que se movía y ella le seguía con los ojos, diciéndose que era un tipo muy especial de hombre. Algo frío, dominador y poseído de sí mismo, de los que no había encontrado muchos en su vida.
Cuando todo estuvo preparado, él la entregó un plato de estaño con su parte. Mirian lo atacó con apetito y comentó:
—Muy bien condimentado. Supongo que en su casa no se entregará usted a estas faenas tan poco a tono con sus apreciaciones y teorías.
—En mi casa tengo quien hace esto mejor que yo y con gusto, pero un hombre debe saber hacer de todo, como una mujer también. Apuesto a que usted sabe poco de esto.
—Quiero dejarle con la duda de comprobarlo. Si entra en el trato que usted se ha de ocupar en ser mi criado, no quiero darle otra beligerancia más alta.
—Sí, entra en el trato, porque siento compasión de presumir que sólo comería tocino achicharrado si le dejase en sus manos la tarea de condimentarlo. Me pregunto qué sabrá hacer usted aparte de mal cantar, lucir las piernas y decir que baila.
—¿Tampoco le agrado como artista?
—Ya se lo dije; una de tantas. Las artistas las entiendo de otra manera más especial.
—Me hago cargo. Es una lástima que se equivocaran y le trajesen a este mundo tan prosaico, donde no hay nada a tono con su espiritualidad. Me pregunto cómo con ese espíritu tan refinado sólo quedó para servir a los demás de vulgar acarreador de objetos de uso.
—¿Se incluye usted en la lista?
—Siguiendo su punto de vista, no puedo excusarme de pertenecer a ella.
Se levantó, dejó el plato y se dirigió a la carreta. Antes preguntó:
—¿Es usted texano?
—Tengo ese honor.
No dijo más. Apoyó el pie en el cubo de la rueda, saltó al interior del vehículo y levantando la tapa del piano pulsó sus teclas. Luego atacó la melodía de una canción muy popular en el norte de Texas que se titulaba «Es mi orgullo ser de Texas» y en la serenidad y el silencio de la noche rompió a cantar la letra.
Ahora su voz no era chillona como en el garito, sino, suave y dulce, en tono menor, con una expresión delicada que apoyaba el sentido de la letrilla. Dick sintió un cosquilleo en la espalda al oírla cantar tan inopinadamente en aquel lugar solitario, tan lejos de su cuna y sin darse cuenta, sugestionado por la melodía, el encanto de la noche serena y la dulzura con que ella cantaba las estrofas, se fue aproximando en silencio hasta apoyar sus codos en la rueda de la carreta para captar mejor la canción.
Se había colocado a espaldas de Mirian y la luna de cara recortaba en negro la silueta de la joven; una silueta atrayente, sugestiva, bien delineada. Algo que perdía la brusquedad con que la había juzgado a la fuerte luz del sol y que en la noche lunar parecía transfigurarse y convertirse como en un fantasma que no conservaba de Mirian más que un leve contorno.
Ella cesó bruscamente de cantar y volviendo la cabeza como si estuviese segura de tenerlo a su espalda, comentó:
—Si le molesto lo dejaré.
—No —dijo él bruscamente—, siga. Quizá sea esto lo único elogiable que encuentro en usted.
—Menos mal. Creí que siendo tan mala artista no le agradarían estas expansiones…
—Cuando menos, la dignifican no entonando canciones canallescas.
—¿Lo dice por ser una canción de Texas?
—No, porque allí también las hay reprobables. Lo digo porque es algo humano y noble. Es el canto de quien se siente orgulloso del terreno en que nació y más orgulloso honrándole a tono con su leyenda.
Ella dejó caer la tapa del piano con ruido sordo y afirmó:
—Bueno, yo también nací en Texas.
Volvió el sillón y se acodó en el reborde de la carreta inclinada hacia él. Dick tenía su cabeza debido a su excelente estatura casi a la altura de la de ella.
—No me diga que nació allí.
—No pude evitarlo, pero lo disimulo muy bien, ¿no le parece?
Él se quedó mirándola fijamente. Sus ojos eran como dos brasas, pero los lindos y sombreados de ella refulgían en azul con el reflejo de la luna.
—Mirian, ¿qué clase de mujer es usted? —preguntó Dick.
—¿Y me lo pregunta? Ya lo ha visto.
—Bueno. He visto algo y ahora… observo algo distinto. ¿Qué mujer es usted?
—¿Y usted qué clase de hombre que lo pregunta? Ustedes, los que se aclimatan a una vida mansa y desesperante de hogar siguiendo una rutina fatalista, no pueden apreciar ciertas cosas. En el mundo hay dos clases de mujeres: las que vinieron predestinadas a ser amas de casa en sus hogares, a vivir una vida absurda, entregadas a las faenas de la casa sin más horizontes ni más rebeldías y las que nacieron para vivir la vida con toda su magnitud y grandeza. Lo mismo sucede con los hombres y cuando se encuentran un hombre de hogar y una mujer que no quiere saber de él, no pueden comprenderse. Usted es de los que no me podrían entender nunca y yo a usted… yo a usted, sí.
—A mí, ¿por qué?
—Es un secreto que nosotras no brindamos a nadie, porque nos costó mucho aprenderlo. Hay hombres que se las dan de puritanos porque su vida se deslizó sin accidentes y como esos arroyos mansos que discurren libremente, no rugen porque no hay obstáculos en su corriente, pero cuando una piedra grande cae en su cauce, se desvían, forman cataratas y parecen otros. Sospecho que usted es uno de ésos.
—¿Por qué?
—No sé. Hay en su porte, en su aire, en su decisión algo lleno de soberbia. Se cree omnipotente, inquebrantable en una idea, con un rumbo fijo trazado en la vida y piensa que su curso es recto y sin variaciones. Que no caiga esa piedra en su cauce, porque si cae… usted será el primero que no esté seguro de dónde irá a morir esa corriente.
—¿Y usted sospecha que esa piedra caerá un día en mi vida y variará su curso?
—Estoy segura de ello.
—¿Quién va a ser esa piedra?
—¡Yo!
Se inclinó con violencia y antes de que él se diese cuenta le había besado. Dick quedó un momento indeciso, luego levantó el brazo en acción de dejarlo caer sobre su rostro, pero sintiendo vergüenza de hacerlo giró sobre sus talones y se alejó de la carreta hundiéndose en la oscuridad. Mirian, sin abandonar su sitio, sonreía en silencio y su risa abría sus lindos labios como un rojo clavel que se ofrecía a la luna en la noche azul y estrellada.
A partir de aquel momento, la relación entre ambos sufrió un rudo cambio. Por la mañana, Dick, tenso y sombrío, levantó el campamento y dejó que su carrero preparase el desayuno y se lo sirviese a Mirian, quien siempre sonriente le miraba entre complacida y burlona divirtiéndose con la actitud huidiza y nerviosa de él.
Y así, durante las varias jornadas que duró el viaje, no volvieron a cruzar palabra. Ella, por las noches, antes de tumbarse en el colchón preparado para lecho, tocaba el piano y cantaba canciones texanas, pero Dick, hundido en las sombras, la escuchaba con anhelo más sin acercarse a la carreta. Si ella había creído que él iba a repetir aquella ocasión, se equivocaba.
Mirian cerraba el piano, daba las buenas noches en voz alta para que él las captase y se envolvía en su manta, tumbándose en la carreta, mientras Dick, envuelto en la suya, dormía sobre la hierba, pero no sin pasar muchas horas en vela ponderando muchas cosas que él mismo no se atrevía a decirse en voz alta.
De esta manera continuó el viaje por la pradera, hasta que una semana más tarde dieron vista a Dempsey.
Las altas torres de los yacimientos, el herramental, los arroyos del maloliente líquido desparramándose a capricho, el murmullo de colmena que llegaba hasta ellos y los contornos de las barracas que formaban el conglomerado del pueblo, le advirtieron a Mirian que estaba llegando a su destino y sintió una opresión extraña al ponderar que era en aquel lugar sucio y nada grato al olfato donde iba a encerrar sus aspiraciones y su juventud para la que ella había soñado con algo menos prosaico.
Sin poder evitarlo tocó en el hombro a Dick, preguntando:
—Por favor, ¿es esto Dempsey?
—Esto es.
—¿Y es en esas malditas barracas de feria donde Charlie me trae? No, no y no. No me quedo.
—Tranquilícese. Usted es una privilegiada de la fortuna, de la fortuna de Charlie. En el poblado existe una verdadera casa, la única hasta ahora y ésa es suya. No todas pueden presumir de esa suerte. Ahora la verá.
Las carretas entraron por la senda que oficiaba de calle central y los curiosos se quedaron mirando no sólo los suntuosos muebles que portaba, sino la carreta donde junto al piano, en pie y tensa, Mirian lucía la gallardía de su silueta y contemplaba con ojos lagrimeantes debajo del velo aquel panorama que, aunque similar al que había dejado a su espalda, se le antojaba más horrible e insoportable que el de Oklahoma.
Por fin alcanzó a distinguir la casa de dos pisos nueva, flamante, con su balcón volado, luciendo el tono bermejo de sus ladrillos y el granulado de la piedra en la parte baja y pareció respirar un poco más aliviada. Si allí no existía más que una casa decente como había afirmado Dick, aquélla tenía que ser la suya.
Las carretas se detuvieron ante la puerta y Dick saltó a tierra, diciendo:
—Hemos llegado, señorita Mirian. Éste es su agradable nido. Puede tomar posesión de él.
No se molestó en ofrecerle la mano para que descendiese del vehículo, pero ella era ágil e intrépida y saltó graciosamente a tierra, diciendo con ironía:
—Muchas gracias por su galantería.
Él no hizo caso del comentario y añadió:
—Ahora enviaré un par de mozos que ayuden a mi carrero a bajar los muebles e introducirlos dentro. Si se apresura a indicar dónde han de colocarlos, bien y si no, se los dejarán en cualquier parte y usted se ocupará de ellos. El tiempo es oro.
»Y ahora que he cumplido mi misión de criado a su servicio, recobro mi libertad de hombre que ha dejado de ser un mercenario de usted, aunque alguien lo haya pagado a buen precio. Hay criados de criados y yo soy uno muy caro para contratarme muy a menudo. He tenido mucho gusto en conocerla y antes de separarnos tengo algo que entregar a usted. Tome, yo también pago lo que se me ofrece y no quiero marcharme sin pagarle el beso de aquella noche.
Antes de que ella pudiera evitarlo, la había tomado por la mano colocándola en ella la moneda de oro que Mirian le arrojara sobre el tablero de la mesa en el garito. Dick dio media vuelta y ella quedó un momento tensa con la moneda en la mano sin saber qué hacer.
De súbito reaccionó y levantando el brazo con fiereza le arrojó la moneda a la cabeza. Chocó en el cráneo de Dick sin que éste se molestase en volverse y la moneda rodó por el polvo hasta quedar sobre él, medio hundida. Luego, dio media vuelta y entró en la casa.