CAPÍTULO VI

AMENAZAS

L la tarde siguiente, Dick dejó instrucciones a los peones que trabajaban en la construcción de la casa y a las cinco se encaminó a la de Mirian. Sentía un nerviosismo extraño a la par que un deseo malsano de no faltar a la cita y por dos veces pasó por delante de la puerta sin atreverse a entrar y las dos, volvió sobre sus pasos.

Por fin se decidió. Como un ladrón que entrara a robar furtivamente, esperó a que nadie le viese y con brusquedad empujó la puerta y pasó al interior.

Salió de allí cuando las sombras ya habían invadido las calles. Los peones ya habían cesado en el trabajo y Dick se encaminó a su casa.

Aquella noche se mostró más alegre, en particular con los chicos. Se interesó en los progresos que hacían bajo la enseñanza de su madre y hasta se prestó a algunas rectificaciones en sus planas de escritura.

Jovial, dijo:

—Ya que nadie se decide, voy a traer un maestro por mi cuenta para que se preocupe de educaros como es digno. Un día seréis unos personajillos en esta población y quiero que os mostréis a la altura que yo he soñado.

Ellen, con los ojos fijos en la costura, le miraba de reojo notando su nuevo estado de ánimo. Ella apenas si mereció algunas palabras obligadas y él no hizo alusión nuevamente a su modo de vestir ni a su rebeldía a satisfacer sus caprichos.

Y al día siguiente y al otro y los demás acudió con puntualidad a visitar a Mirian. Lo que al principio hizo con recato, después lo llevó a cabo con naturalidad, como si aquello no mereciese un comentario de murmuración en la gente. Entraba a las cinco, salía al anochecer y así todos los días.

Mirian, por su parte, salía por las mañanas a dar paseos a caballo, pero un día los cortó de repente y Eugene paseó al parecer solo, pues ella no le siguió en su ruta normal.

Pronto las visitas de Dick a la casa de Mirian empezaron a ser el tema obligado de la murmuración. Aquello era demasiado estrecho y pequeño para que nadie pasase inadvertido y más, tratándose de un hombre como Dick, cuya popularidad en Dempsey era grande.

Pero Ellen, encerrada en su torre de marfil, nada sabía de aquel cambio brusco de su marido. Salvo las dos o tres horas que faltaba por las tardes, su vida era normal y corriente y el resto del día se ocupaba de dirigir la erección de la casa que avanzaba a pasos agigantados.

Pero sí llegó a extrañar a Ellen que no mostrase interés en reanudar sus viajes con las carretas. Éstas habían quedado bajo la custodia de Fisher, quien se ocupaba de ellas y de quien Dick no tenía queja, pues lo hacía casi tan bien como él.

Un día Ellen, preguntó:

—¿Cómo dejas tanto en poder de tus hombres el negocio, Dick? No diré que lo hagan mal, pero nunca como su dueño. He oído en el mercado que te están empezando a hacer la competencia y debes cuidarte de que no te la hagan de forma que todo lo sembrado se estropee.

Él la miró torvamente y repuso:

—Yo sé lo que hago, Ellen. No me importan los competidores, aparte de que hay para todos. Fisher lo lleva bien y tengo muchas millas de senderos llenos de polvo a mis espaldas.

—Bien, no me meto en ello. Creí un deber advertirte, pero si todo lo tienes previsto, adelante.

Él la miró de soslayo, preguntándose si la insinuación partía de que sospechaba sobre él, o había sido algo incidental.

Reconocía que tenía razón, pero ahora le costaba mucho trabajo emprender viaje alguno. Quince o veinte días de ausencia eran muchos días para soportarlos.

Pero un anochecer salió de casa de Mirian con gesto violento y dando un terrible portazo. Algo debía haber surgido en sus buenas relaciones que le encrespaba y, dominado por una violenta ira, se encaminó a su casa.

Cuando entró, dijo bruscamente:

—Ellen, prepárame las cosas Mañana me voy a Oklahoma.

—¿Vas a reanudar tus viajes?

—Sí, no quiero que estés sobresaltada porque supongas que me abandono cuando tengo el fruto en sazón.

—No he supuesto nada y… bueno, creo que te conviene el viaje. No has nacido para estar quieto en un sitio y este tiempo que has permanecido casi de brazos cruzados parece que no te ha sentado bien.

—¿Lo dices con alguna intención? —gritó Dick.

—Intención, ¿por qué? —preguntó a su vez extrañada Ellen—. Lo digo como lo siento, porque te noto muy extraño desde hace algún tiempo y no sé a qué atribuirlo.

—¿No? Pues debías darte cuenta que hay muchas cosas que influyen en mí y tú no eres la menor. Me engañé contigo cuando te traje creyendo que servirías para amoldarte al ambiente y veo que no. Eres huraña, anticuada, hostil. Vives en tu concha como los galápagos y hasta me haces que de la sensación de que no tengo mujer o que la tengo como adorno. Se han inaugurado algunos lugares de reunión a los que ni has sentido curiosidad de asomarte conmigo o sin mí; te encastillas ahí y vives como los topos. ¿Qué quieres que haga yo entonces? O me muero de tedio, o busco distracciones a tono. No sé el camino a escoger, pero alguno será.

Ella, alarmada, le miró de frente con sus ojos bonitos y claros que brillaban como si un velo acuoso se hubiese adueñado de ellos. Luego, comentó blandamente:

—No sé qué quieres decir, pero no soy de las mujeres que por palabras exaltadas dejan de tener confianza en un hombre. He sido para ti lo que has querido; empezaste anulándome desde el primer momento, convirtiéndome en algo íntimo en el hogar, pero secundario fuera de él y así he vivido más de diez años. Tú mandabas, yo obedecía y vivías feliz con que no me mezclase en cosas fuera de la intimidad del hogar que era lo que más te encantaba. Más de una vez me has confesado que te sentías feliz porque en mí habías encontrado la mujer de hogar para los momentos de fatiga, de cansancio en la pelea, para encontrar junto a mí el sedante de la lucha cotidiana y precisamente porque tú te sentías feliz, así yo me lo consideré también renunciando a muchas cosas. Tú me hiciste como soy, me aclimaté a ello y ahora es tarde para rectificar, Dick. Es cierto que aún soy joven, modestia aparte, no soy un coco, pero son diez años de renunciación, y son dos hijos a quienes cuidar y dar ejemplo. Si cuando nada me lo estorbaba y hasta lo hubiese deseado no alterné ni me exhibí, ni hice nada de eso que ahora parece encantarte, ¿por qué hacerlo ahora que llevo diez años más encima y la carga de dos hijos que me atan a ellos? Me estoy preguntando muchas veces qué te ha impulsado a pretender que me vista y me adorne como una de tantas y me exhiba como un maniquí. He llegado a sospechar que es que esos diez años de matrimonio me están haciendo demasiado vieja a tus ojos y necesitas remozarme ante ellos como se remoza la funda de un sofá y el cobertor de una cama. Lo muy visto, lo muy usado, aunque esté bien, parece cansar, hacerse viejo y necesitar una renovación. Si eso fuese, yo no soy ya renovable, Dick, tendrías que buscar, lo que desees por otro lado aunque… acaso al final comprendas que también las antigüedades tienen su valor.

Dick, al oírla, se levantó furioso de la mesa, arrojó el cubierto y desapareció en el departamento destinado a alcoba. Las certeras frases de su mujer le habían herido como hierros candentes y se sentía tan azorado, que no se había atrevido a abordar aquella conversación de frente.

Al día siguiente preparó sus carros y marchó a Oklahoma con carga de barriles. Pensaba estar ausente tres semanas, cuando menos, tiempo preciso para calmar un poco sus nervios y recobrar el dominio de ellos que buena falta le hacía.

Entretanto, habían empezado a desarrollarse ciertas cosas en el poblado que él no pudo sospechar. Un día, poco después de su marcha, obreros improvisados entre los que no trabajaban en los pozos se entregaron a la tarea de verificar ciertas reformas en la planta baja de la casa de Mirian. Se habían tirado tabiques hasta formar un amplio vano central con otro departamento más pequeño al fondo y pronto se corrió la voz de que allí se iba a establecer un salón de juego.

Eugene, vestido con sus más imponentes galas, dirigía las obras y la más viva satisfacción se reflejaba en su frío y pálido semblante.

El día que Dick regresó de su viaje, al pasar por delante de la casa de Mirian se dio cuenta de la transformación que ésta estaba sufriendo y sintió viva curiosidad por saber a qué obedecía aquello, pero no se detuvo ni un solo momento. Continuó adelante con sus carretas hasta los cobertizos.

Fisher se hallaba en ellos de regreso de otro viaje y, dirigiéndose a él, preguntó:

—¿Qué diablos hacen en la casa de Mirian?

Fisher se encogió de hombros, respondiendo:

—Algo que sólo el diablo se lo explica. Se va a abrir un garito.

Dick se tensionó al oírle.

—¿Quién lo va a explotar, Mirian?

—No sé. El dueño parece ese tipo de tahúr que lleva aquí algún tiempo viviendo sin hacer nada.

—¡Ah, ya! Eugene Puleston.

—El mismo.

—Y… ¿le ha parecido bien a Charlie?

—Le habrá parecido cuando lo consiente.

—Veo que a Charlie le parecen bien muchas cosas. Bueno, a fin de cuentas es asunto que no me incumbe.

Pero al día siguiente fue llamado por Charlie y Dick acudió lleno de curiosidad a la llamada.

El petrolero le dijo:

—¿Tiene usted algún viaje en perspectiva?

—Yo siempre los tengo. Usted sabe que no falta trabajo.

—Pregunto si tiene algo urgente contratado.

—Hasta el momento no. Llegué ayer con artículos para algunos almacenes.

—En ese caso, le necesito.

—Bien. Usted dirá de qué se trata.

—Pues verá. Estoy un poco confuso con algunas cosas, pero bien estudiadas a veces, una mediana solución vale más que una negativa a rajatabla.

»Mirian se aburre de tal manera encerrada día y noche en la casa, que a causa de ello hemos tenido algunas agarradas serias. Yo comprendo que una mujer aburrida es un peligro, pero usted sabe que de momento aquí no hay muchas distracciones y nada puedo hacer por distraerla continuamente y más, viéndome obligado a cuidar de mí negocio. Dos veces ha querido recoger sus efectos y marcharse, aunque no se lo he consentido, pero al fin me propuso una fórmula de transacción que he tenido que aceptar. Quiere abrir un salón de juego con bar. Dice que entiende el negocio y que así, además de pasar la vida más distraída, puede ganar un dinero que sería tonto perder. Quise disuadirla, pero no hubo forma. O eso o se marchaba y como digo, acepté.

»Ella quiere explotar el local y ha contratado el juego a un tahúr que conoció en Oklahoma y del que tiene muy buenas referencias, porque dice que es muy serio para sus negocios. Así, ella se cuidará de todo menos del juego, que correrá a cargo de ese tipo. Le ha ofrecido el treinta por ciento de las ganancias de Las mesas corriendo él con todos los gastos concernientes al entretenimiento de las mismas.

»He accedido y las obras están a punto de terminar, pero falta lo principal. Hay que traer las mesas, el servicio, las bebidas y todo lo necesario para el negocio, aparte de que periódicamente habrá que renovar lo que se consuma, por lo que debemos ocuparnos también de este servicio.

»Y he pensado encargar a usted de que vaya a Oklahoma en busca de todo lo necesario. Mirian me ha dado una lista detallada de lo que necesita y como usted es el hombre de más confianza para confiarle todo esto, he decidido que sea usted quien me lo proporcione.

»Sé que me va a costar un puñado de dólares, pero si con esto se calman sus nervios y se distrae, cesarán nuestras riñas y no veré aumentados mis quebraderos de cabeza con ellas.

»Por esto le he llamado y ahora dígame cuánto me va a costar que se ocupe de ese asunto y ponga en Dempsey todo lo que ella necesita.

Dick, fríamente, contestó:

—Lo siento, pero no puedo ocuparme de ese porte.

—¿Por qué?

—Simplemente, porque no quiero. Cuando hay hombres de por medio, que se ocupen ellos de estas cosas. Si a ese tipo de Eugene le interesa montar el juego, que vaya en busca de sus mesas y aparatos y sude por las sendas. Yo trabajo para algo productivo; algo que necesita la gente de aquí para trabajar y mantenerse, no para fomentar lo contrario. No soy un timorato a quien le importe que la gente se juegue su dinero y lo pierda o gane más, pero no contribuyo con ello. Busque a otro.

—Pero, Dick, usted trabaja para ganar dinero y si le pagan nada le importa por qué es.

—Ésa es su opinión, pero no la mía. Dígaselo a Mirian y a él. Que lo resuelvan como puedan, pero que no cuenten conmigo.

Y sin querer oír hablar más de aquel asunto se retiró furioso.

Le acuciaban unos celos furiosos contra el tahúr. Adivinaba que todo aquello había sido obra de Mirian para encorajinarle, pues sabía el odio que sentía por Eugene; odio que el tahúr compartía en igual proporción, sobre todo, desde que supo que había estado a punto de perder su íntima amistad con la muchacha.

Y una cólera sorda se apoderó de él al saber la decisión de Mirian. Aquello no sólo era un reto, sino una humillación, pues precisamente las divergencias surgidas en su naciente amistad habían provenido de aquella idea que ella acariciaba y que le había expuesto un día decidida a llevarlo a la práctica.

Dick se negó en redondo. Ella no necesitaba de aquel negocio para vivir bien y meter a cuña a Eugene, era algo que él no podía tolerar por amor propio.

Pero Mirian se mostró inflexible. Era un carácter voluntarioso que sólo se rendía a sus caprichos y cuando alguien se negaba a satisfacerlos, le dejaba abandonado en la cuneta del sendero para seguir adelante contra viento y marea.

Tan rabioso se sintió al comprobar que Eugene había vuelto a recuperar la primacía en la amistad de Mirian que, con el impulso que le caracterizaba para todos sus actos, decidió oponerse como fuera posible.

Y apenas despojado del polvo de la senda y cambiando sus embarradas ropas por otras limpias y aseadas, se encaminó resuelto al incipiente garito.

Eugene no se encontraba en él y Dick se alegró, porque el asunto a discutir era ajeno a él, aunque figurase metido a cuña en el asunto.

Mirian, al verle, endureció los rasgos de su rostro y le miró entre furiosa e irónica, pero él, indiferente a la mirada de ella, exclamó:

—Tengo que hablar contigo, Mirian.

—Habla. Si no es muy largo, te oiré, porque tengo mucho que hacer.

—Te dije que era una locura lo que pretendías y te lo repito.

—¿Has venido solo para repetirlo? Yo te dije lo que pensaba del asunto y no he variado.

—No has variado porque tienes menos talento que una mula, pero olvidas que te estás jugando muchas cosas a una carta estúpida.

—Eso es cosa mía.

—Quizá, pero te diré una cosa. Charlie me llamó para pedirme que me ocupase de traer todo lo que necesitas para tu garito y me negué a ello.

Ella se envaró mirándole con gesto de desafío.

—Supongo que le habrás dicho las causas.

—No. Sólo le he dicho algunas, aunque no las que tú temes, pero he debido decírselas.

—¿Completas?

—Quizá hubiese sido preferible. No tengo miedo a nadie y no sería yo el peor librado.

—¿Por qué te has detenido y no hablaste claro?

—Porque he pensado que quizá sea aún hora de volverte a la razón. Tu sociedad con ese tipo te acarreará el que tengas que salir de aquí algún día y no de una manera muy clara.

—Te equivocas. Esta casa está a mi nombre, soy su dueña y no habrá fuerza humana que me saque de aquí. Si Charlie se incomoda y rompe conmigo, me dará para vivir sin necesitar de más ayuda. Soy lo suficientemente lista para no estar a merced de los vaivenes del capricho de nadie.

—Esta casa será tuya hoy, y mañana será de ese vividor quien hará de ella y de ti lo que le parezca. No supongo que esperes de un tahúr algo que no sea una jugada con naipes marcados.

—Ése es un asunto mío del que me cuidaré. Creí que habías aprendido a conocerme lo bastante para saber que no admito presiones de nadie. Soy mujer que hago mi voluntad, manejo a los hombres a mi capricho y el que lo quiere así, lo acepta, y el que no, lo deja. Tú no has querido aceptarlo y nadie te obligó, por ello no sé a qué vienes a insistir en lo que debías saber que no ibas a conseguir nada.

—¿Es esa tu última palabra?

—Lo era cuando te fuiste.

—Muy bien. Yo también soy hombre que no me dejo manejar tan fácilmente como algunas creen. Me has lanzado un reto a la cara y lo recojo; ya veremos quién vence a quién.

—Eso me gusta. Aún no hubo hombre alguno que me estorbase en mi camino.

—Quizá sea yo el primero.

—Pues prueba a ver si eres capaz jugando limpio.

—Jugaré como tú has jugado.

—Yo no te engañé. Te dije cuál era mi idea.

—Y yo me negué a ella. Tampoco te he engañado.

—Pues juega con las mismas cartas e intenta desbancarme, pero no olvides que soy yo libre como el aire y tú tienes a tus espaldas muchas cosas que te obligan a moverte con pies de plomo. Mi reputación no vale nada, la tuya y la de los tuyos, sí.

—No te vuelvas tan moralista dando consejos. ¿O es que tienes miedo y tratas de ponerme una pantalla por delante?

—¿Yo? Me conoces muy mal. Si buscas guerra cuando te ofrecí paz, guerra tendrás.

—Pues ya veremos quién da más a quién.

Y rabioso dio media vuelta y abandonó la casa sin saber qué hacer ni dónde ir. Se sentía tan violento, que temía estallar con quien menos culpa tuviese de sus insensateces.

Y el destino, burlón, hizo que apenas hubo puesto el pie en la calzada, se enfrentase con Eugene, quien a lomos de su burdo caballo acababa de detenerse y desmontar frente a la casa.

Eugene, hombre de sangre de serpiente, sonrió irónico al verle y con voz incolora, exclamó:

—¡Caramba, qué encuentro más inesperado! ¿Cómo usted por aquí? ¿Le han gustado las obras de mi nuevo establecimiento? Ya le dije que yo no era de los hombres que hacen las cosas a medias.

Dick, mirándole de un modo salvaje, replicó:

—Usted es un estúpido vanidoso que carece de nervios y de dignidad. De otra forma no se avendría a ser…

—¿Qué le sucede, Dick? Le encuentro muy nervioso dando consejos a la gente. ¿Acaso le importa algo mis procedimientos para vivir? Yo no me he metido en los suyos, ni siquiera cuando se cruzó usted en un sendero que yo tenía frente a mí para caminar. Si es sensato, reconocerá que le dejé a usted el paso franco y no me crucé en él porque mis métodos son otros. Yo sabía dónde iba y usted no. Por eso le dejé marchar seguro de que se daría cuenta de que caminaba despistado y terminaría por renunciar el camino emprendido. Hay cosas que no nos van a todos y el talento está en saber dónde puede poner cada uno los pies.

Dick, furioso ante la calma glacial de Eugene, bramó:

—Escuche, Eugene. Desde el primer momento me fue usted terriblemente antipático y no tendrá que esforzarse mucho para comprender que con el tiempo me lo ha sido usted más. Es usted uno de esos hombres que se convierten en obsesión de la gente y para librarse de él no hay más que un medio: aplastarle sin compasión.

—¿Y usted cree que podrá hacerlo?

—Lo voy a intentar. Voy a barrerle de aquí o le voy a dejar tan quieto que no constituirá usted mi pesadilla nunca más. Quiero advertírselo, porque hasta con mis enemigos soy hombre leal.

—Muy agradecido, pero quizá me haya tomado usted mal la medida. Quiero creer que como rival es usted noble y no apelará a una traición o una cobardía, cuando estime que ha llegado el momento de suprimirme por las armas, si no lo consigue de otra manera. Quiero ponerme a tono con usted y ese día apelaré a su misma valentía, pero no se haga ilusiones sobre el resultado. El día que lleve usted la mano a la cintura para sacar el arma, aquel día tendrá usted ocasión de saber cómo manejo yo la mía.

—Muy bien, eso no me preocupa. Tengo su palabra como usted tiene la mía. El día que me decida a enviarle al infierno, lo haré como lo hacen los hombres y ya veremos si es usted tan diestro manejando los naipes como con un colt en la mano.

—Bien, señor Suift, si no tiene usted nada más que decirme…

—No.

—Yo a usted, sí. Espero que después de esta conversación comprenderá que no se le ha perdido nada en esta casa. Mirian y yo hemos firmado un pacto y usted no tiene nada que ver en él. Sería muy violenta una insistencia por su parte.

—Eso me es igual. No pretendo ser yo el privilegiado. El día que usted crea que tiene menos aguante que yo, dígamelo y lo aceptaré, pero por lo demás soy muy dueño de provocarlo o aplazarlo.

—En ese caso, no digo más, aunque ya le he hecho a usted la advertencia. Que lo pase bien, Dick.

—Gracias.

Ambos se separaron bruscamente. Eugene, frío y sin nervios; Dick poseído de todos los demonios desencadenados dentro de él. Su temperamento no rimaba con el indiferente y seco del tahúr y no se daba cuenta de que era para él muy peligroso no saber contener sus nervios ante un enemigo que carecía de ellos.