CAPÍTULO DUODÉCIMO

Tal como en otra época una berlina cerrada, chorreando agua sus cristales, transportaba al doctor y a Raymond en un camino de arrabal, un taxi los llevaba ahora, sin que entre ambos se intercambiaran palabras como en esas mañanas olvidadas. Pero no se trataba del mismo silencio: Raymond sostenía la mano del anciano que se desplomaba un poco sobre él. Dijo:

—No sabía que se hubiera casado.

—No se lo dijeron a nadie; al menos lo creo, espero que sea así…

—En todo caso, a mí no me lo dijeron.

Se comentaba que el joven Bertrand había insistido en regularizar esta situación. El doctor citó estas palabras de Victor Larousselle: «Hago un matrimonio morganático.» Raymond murmuró: «¡Es fantástico!» Observó de reojo en la pálida luz del amanecer, ese rostro de ajusticiado, vio moverse los labios blancos. Ese rostro congelado, esa máscara de piedra le dio miedo; dijo las primeras palabras que se le ocurrieron:

—¿Cómo está la familia?

Todos estaban bien. Madeleine, especialmente. Se portaba en forma admirable, decía el doctor; vivía sólo para sus hijas, las sacaba en sociedad, ocultaba sus lágrimas, se mostraba digna en fin, del héroe que había perdido. (El doctor nunca dejaba de ensalzar a su yerno, muerto en Guise, ni dejaba de hacer confesión pública, acusándose de haberlo desconocido: ¡Tantos hombres tuvieron en la guerra una muerte que no se les parecía!) Catherine, la hija mayor de Madeleine, era novia del tercero de los jóvenes Michon; esperaban que él cumpliera veinte años para hacer oficial el noviazgo:

—Sobre todo, no lo digas.

Hizo esta recomendación con la misma voz de su mujer y Raymond se abstuvo de contestarle: «¿A quién le puede interesar eso en París?» El doctor se interrumpió, como si hubiera sido asaltado por un dolor agudo. El joven calculaba: «Tiene sesenta y nueve o setenta años… ¿Se puede sufrir todavía a esa edad, después de tantos años transcurridos?» Sintió, entonces, su propia herida, tuvo miedo: no, no, eso pasaría pronto; recordó lo que siempre decía una de sus amantes: «Cuando sufro en el amor, me ovillo, espero, estoy segura de que el hombre por el cual deseo morir, mañana ya no me importará nada; el objeto de tantos sufrimientos, no merecerá una mirada: es terrible amar y es vergonzoso no hacerlo más…» ¿Por qué motivo ese anciano sangra desde hace diecisiete años? En esas vidas tan ordenadas, en esas vidas entregadas al deber, la pasión se concentra, se conserva; nada la gasta, ningún soplo extraño la evapora; se acumula, se pudre, se corrompe, emponzoña, corroe el vaso vivo que la encierra. Rodean el Arco de Triunfo; entre los raquíticos árboles de los Campos Elíseos, la calzada negra corre como el Erebe.

—Creo que he terminado de vagabundear; me han ofrecido un puesto en una fábrica: una industria de achicorias. Después de un año me darían la dirección de ella.

El doctor respondió con voz distraída: «Estoy muy contento, hijito…», y de súbito:

—¿Cómo la conociste?

—¿A quién?

—Sabes perfectamente a quién me refiero.

—¿El amigo que me ofrece el puesto?

—No, no: Maria.

—Hace mucho tiempo. Cuando cursaba filosofía, cambiábamos algunas palabras en el tranvía, me parece.

—No me lo habías dicho. Recuerdo que una sola vez me contaste que un amigo te la había mostrado en la calle.

—Posiblemente… Después de diecisiete años, ya no recuerdo muy bien… ¡Ah sí!; al día siguiente de este encuentro ella me dirigió la palabra, justamente, para preguntarme noticias tuyas. Me conocía de vista. Por lo demás, creo que anoche, si no hubiera sido por su marido, se hubiera hecho la desconocida.

El doctor pareció tranquilizado, se arrinconó. Murmuró: «¿Qué me importa a mí? ¿Qué puede importar eso?» Hizo el gesto de barrer, con sus dos manos apretó su rostro, se enderezó y volviéndose un poco hacia Raymond, haciendo un esfuerzo para escapar de sí mismo y no tener otra preocupación que la de su hijo:

—Una vez que asegures tu situación, cásate.

Y como Raymond riese, protestase, el anciano volvióse a sí mismo, volvió a caer dentro de sí:

—No te imaginas lo bueno que es vivir en lo más profundo de una familia… ¡cómo no! Soportamos los miles de preocupaciones de los demás; esas mil picaduras atraen la sangre hacia la piel, ¿comprendes? Nos apartan de nuestras secretas heridas, de nuestra profunda llaga interior; se nos vuelven indispensables… Ya ves: quería esperar que el congreso terminara, pero es más fuerte que yo: voy a tomar el tren de las ocho de la mañana… En la vida, lo más importante es crearse un refugio. Es necesario, tanto al fin como en el comienzo, que una mujer nos lleve.

Raymond masculló: «¡Gracias, prefiero reventar!» Miraba al anciano, empequeñecido, comido por los gusanos.

—No puedes saber lo protegido que me siento entre vosotros. Una mujer, los hijos, son seres que nos rodean, que nos estimulan, que nos defienden contra un montón de cosas deseables. Tú, que nunca me hablabas antes —no te lo reprocho, querido—, no sabes cuántas veces sentí tu mano sobre mi hombro apartándome dulcemente cuando estaba a punto de ceder a alguna deliciosa pero tal vez criminal solicitud.

Raymond gruñó: «¡Qué locura pensar que existen placeres prohibidos!»

—¡Ah! no somos de la misma especie: en tu caso, yo habría atropellado con prontitud a la parvada.

—¿Acaso crees que no he hecho sufrir a tu madre también? No somos tan diferentes; ¡cuántas veces no he atropellado en espíritu a mi parvada! Eso, tú no lo sabes… No protestes: tu madre habría sido mucho más feliz con algunas infidelidades y no con ese deseo permanente que fue una traición durante treinta años. Tienes que saberlo, Raymond; sería difícil que tú pudieras ser un marido peor que el que yo fui… ¡Sí, sí! He soñado con mi libertinaje… ¿Es menos culpable eso que vivirlo? Y mira en qué forma se venga tu madre, hoy día; con un exceso de cuidado: no hay nada en el mundo que me sea tan indispensable como su importunidad; se da un trabajo… día y noche me sigue con los ojos. ¡Ah! ¡Mi muerte será dulce! Tú sabes que ya no estamos servidos como antes: los sirvientes de hoy día, como dice tu madre, no se parecen a los antiguos; no hemos reemplazado a Julie: ¿recuerdas a Julie? Volvió a su tierra. ¡Pues bien! Tu madre reemplaza a todas; muchas veces tengo que enojarme con ella: no titubea en barrer ella misma; lustra los pisos.

Se interrumpió, y de súbito dijo suplicante:

—No te quedes solo.

Raymond no tuvo tiempo de contestar: el taxi se detenía frente al Grand-Hotel; tuvieron que descender, buscar dinero. El doctor sólo tenía tiempo de preparar su equipaje.

La hora de los barrenderos y de los verduleros era familiar a Raymond Courrèges; respiró profundamente, acogió y reconoció las sensaciones que se le ofrecían cuando volvía al alba: felicidad de animal derrengado, satisfecho, que sólo desea su cueva y el sueño en los cuales se va a hundir. Suerte que su padre haya querido separarse en la entrada del Grand-Hotel. ¡Cuánto había envejecido! ¡Cuán pequeño estaba! Nunca habría suficientes kilómetros entre su familia y él, díjose, nunca estarían sus parientes lo bastante alejados. Tenía plena conciencia de no pensar en Maria; recordó que tenía mucho que hacer ese día, tomó una libreta, buscó la página y se sintió estupefacto de ver que su día se había ampliado considerablemente. ¿O tendría que rendirse a la evidencia de que aquello con lo que había pretendido llenarlo se había reducido a nada? ¿La mañana? Un desierto; ¿la tarde?, ¿esas dos citas?: no iría. Se inclinaba sobre ese día como un niño sobre un pozo: tenía sólo unas piedrecillas para tirar en él; ¿cómo llenar ese hoyo? Para llenar ese vacío sólo había eso: tocar el timbre en la puerta de Maria, ser anunciado, ser recibido, sentarse en el cuarto donde ella estaría sentada, dirigirle una frase cualquiera; aun menos que eso le habría bastado para llenar sus horas vacantes y otras muchas: tener una cita con Maria: no importaba que fuese para una fecha lejana: ¡con qué paciencia de cazador al acecho habría cazado esos días que lo separaban de ese otro día! Aunque ella hubiese postergado la cita, Raymond se habría consolado siempre de que hubiera propuesto otra, y esa esperanza renovada habría sido la medida del infinito vacío de su vida. Su vida no es más que una ausencia que tiene que esperar. «Razonemos, dijo; empecemos por lo posible: ¿renovar contacto con Bertrand Larousselle, entrar en la vida de Bertrand? No tenían nada en común. ¿Dónde podía encontrarlo?, ¿en qué sacristía encontraría a ese sacristán?» En pensamiento, Raymond quema todas las etapas entre él y Maria: una vez franqueado el abismo, sostiene esa misteriosa cabeza en su brazo derecho doblado, siente, sobre su bíceps, la nuca rasurada semejante a una mejilla de muchacho, y esa figura viene a su encuentro, se aproxima, se engruesa, tan vana, ¡ay! como las imágenes de un ecran cinematográfico… Raymond se extraña de que los primeros transeúntes no se den vuelta, no vean su locura. Se desploma sobre un banco, frente a la Madeleine. La desgracia está en haberla visto de nuevo: hacía diecisiete años que todas sus pasiones, sin que él se diera cuenta, se habían encendido contra Maria, como cuando los campesinos de los páramos encendían fuegos para detener el incendio… Pero la había vuelto a ver y el fuego seguía siendo el más fuerte, se robustecía con las llamas con las cuales se había querido combatirlo. Sus manías sensuales, sus costumbres, esa ciencia en el libertinaje, adquirida y cultivada pacientemente, se transformaban en cómplices del incendio que ahora zumbaba, avanzaba en un inmenso frente crepitando.

«Ovíllate, repetíase, aquello no durará; mientras termina, drógate; hazte el muerto.» Su padre, sin embargo, sufriría hasta la muerte; ¡pero qué vida esa! Todo estaba en saber si el desenfreno lo liberaría de su pasión: el ayuno la exasperaba; el hartarse, la vuelve más fuerte; con nuestra virtud, la mantenemos despierta, la irritamos, nos aterroriza, nos fascina; pero si cedemos, nuestra cobardía no estará nunca a la medida de nuestras exigencias… ¡Ah!, ¡furia! Tendría que haberle preguntado a su padre cómo pudo haber vivido con ese cáncer. ¿Qué existe en el fondo de una vida virtuosa? ¿Qué escapatorias? ¿Qué puede Dios?

Raymond trataba de sorprender a su izquierda el movimiento del minutero sobre el cuadrante del reloj; pensó que su padre había dejado ya el hotel. Tuvo el deseo de abrazar otra vez al anciano: simple deseo de hijo; pero, entre ellos dos, se ha anudado otro lazo de sangre más secreto: están emparentados entre sí por Maria Cross. Raymond descendió de prisa hacia el Sena, aunque tenía tiempo todavía antes de que partiera el tren; tal vez cedía a la misma locura que hace correr a aquellas personas cuyos vestidos arden. Tenía intolerable certidumbre de que nunca poseería a Maria Cross y moriría antes de poseerla. Todo lo que había poseído no valía nada; sólo tenía valor para él lo que no obtendría jamás.

¡Esa Maria! Se sintió estupefacto de ver en qué forma podía un ser, sin quererlo, pesar con todo su peso en el destino de otro. No había pensado nunca en aquellas virtudes que, brotando de nosotros mismos, trabajan sobre otros corazones a grandes distancias y sin que nosotros nos demos cuenta de ello. A lo largo de esa acera entre las Tullerías y el Sena, por primera vez, el dolor lo obligó a detener su pensamiento en cosas en las cuales nunca había pensado. Sin duda porque en el umbral de ese día se sentía desprovisto de ambiciones, de proyectos, de juegos, nada lo separa de su vida concluida; sin porvenir alguno, de súbito siente hormiguear todo su pasado: ¡cuán fatal fue su proximidad para tantas criaturas! Y no sabe todavía cuántas existencias ha orientado y desorientado también; ignora que, por su culpa, tal mujer mató un germen en su seno, que una joven ha muerto, que ese compañero ha entrado en el seminario, que, en forma indefinida, cada drama ha provocado otros dramas. Al borde de esa vida atroz que ya no tiene a Maria y a la cual seguirán tantos otros días iguales, descubre al mismo tiempo esta dependencia y esta soledad: la comunión más estrecha le ha sido impuesta con una mujer, la cual, sin embargo, está seguro de no alcanzar jamás; bastaba que ella hubiese visto la luz para que Raymond permaneciese en las tinieblas: ¿hasta cuándo?, y si quisiera, al precio que fuese, escapar a esta gravitación, ¿qué otros túneles se abren ante él que no sea el estupor y el sueño?…, a menos que ese astro en su cielo, se apagara súbitamente, como se extingue todo amor. Pero Raymond lleva dentro de él una pasión y un frenesí heredados de su padre: pasión todopoderosa, capaz de incubar hasta la muerte otros mundos vivos, otras Maria Cross, las cuales se convertirían, por turno, en satélites miserables… Sería necesario que antes de la muerte del padre y del hijo, por fin se revelara a ellos. Aquel que, sin que ellos lo sepan, llama, atrae hacia sí, desde lo más profundo de sus seres, esa ardiente marea.

Atravesó el Sena desierto, miró el reloj de la estación: su padre debía de estar ya en el tren. Bajó hasta el andén de partida y caminó a lo largo del convoy; no necesitó andar mucho rato: tras un cristal se destacaba esa cara de muerto; las pupilas cerradas, las manos juntas sobre el diario doblado, la cabeza un poco caída, la boca entreabierta. Raymond golpeó con el dedo; el cadáver abrió los ojos, reconoció al que había golpeado, sonrió, y tropezando, avanzó a su encuentro por el corredor. Pero su dicha se vio envenenada por el temor pueril de que el tren partiera sin que Raymond tuviera el tiempo de bajarse:

—Ya te he visto ahora, y sé que quisiste volver a verme; baja querido: están cerrando las puertas.

En vano el joven le aseguraba que faltaban cinco minutos todavía y que, en todo caso, el tren se detenía en la estación de Austerlitz. El anciano sólo estuvo tranquilo cuando su hijo se encontró de nuevo en el andén; bajando entonces el cristal de la ventanilla, lo envolvió en una mirada llena de amor.

Raymond preguntaba si nada le faltaba al viajero: ¿quería algún otro diario?, ¿un libro? ¿Había reservado su lugar en el vagón restaurante? El doctor contestaba «si… sí», y devoraba con sus ojos a ese muchacho, a ese hombre tan diferente de él, tan parecido a él: pedazo de su propio ser que lo sobreviviría un poco de tiempo más y que no volvería nunca más a ver.