CAPÍTULO SEXTO

La corriente se interrumpió y los tranvías se detuvieron: permanecieron inmóviles a lo largo de los bulevares como jóvenes orugas. Bastó ese incidente para que Raymond Courrèges y Maria Cross se pusieran en contacto. Sin embargo, al día siguiente de aquel domingo en el cual no se habían visto, los dos sentíanse atormentados por la angustia de no volver a reunirse nunca más, y cada uno había resuelto dar el primer paso. Pero ella veía en él sólo un colegial inocente que se escandaliza de cualquier cosa; y él, ¿cómo se habría atrevido a hablar a una mujer? A través del gentío adivinó su presencia, aunque, por vez primera, estuviese vestida con un traje claro; y ella, algo miope, lo reconoció de lejos, pues aquel día debió vestir, para cierta ceremonia, el uniforme del colegio, y llevaba su esclavina echada, con negligencia, sobre los hombros (para imitar a los alumnos de la Ecole de Santé Navale). Dos pasajeros subieron al tranvía, decididos a esperar; otros alejáronse por grupos. Raymond y Maria se reunieron cerca del estribo. Sin mirarlo, para que pensara que no se dirigía a él, dijo a media voz:

—Menos mal que no tengo que caminar mucho…

Y él, vuelta un poco la cabeza, encendidas las mejillas:

—Por una vez resultará agradable caminar.

Entonces ella se atrevió a fijar los ojos en ese rostro: jamás lo había visto tan de cerca.

Dieron algunos pasos en silencio. Ella miraba a hurtadillas esas mejillas encendidas, esa carne demasiado joven: al afeitarse, Raymond la había hecho sangrar. Con gesto pueril, sostenía sobre su cintura una cartera usada, llena de libros; y al pensar súbitamente que era casi un niño, experimentó una emoción confusa, hecha de escrúpulo, vergüenza y placer. Sentíase como baldado por la timidez, paralizado como jamás lo había estado, cuando le parecía tarea de titanes franquear el umbral de una tienda; sintió estupefacción al comprobar que era más alto que ella; la paja color malva del sombrero le escondía casi todo el rostro, pero alcanzaba a ver el cuello desnudo, el hombro algo descubierto. Sintió terror al no encontrar una sola palabra para romper el silencio: temía estropear esos pocos minutos.

—Es cierto que usted no vive lejos…

—Sí: la iglesia de Talence está a diez minutos de los bulevares.

Raymond sacó del bolsillo un pañuelo manchado de tinta, enjugóse la frente: vio la tinta, y escondió el pañuelo.

—Pero tal vez su recorrido es más largo que el mío…

—¡Oh!, no: me bajo cerca de la iglesia.

Y agregó rápido:

—Soy hijo del doctor Courrèges.

—¿Hijo del doctor?

Dijo con calor:

—¿Es conocido, no es cierto?

Raymond vio que había palidecido, al levantar la cabeza para mirarlo. Sin embargo, dijo:

—Decididamente: qué pequeño es el mundo…, sobre todo, no le hable de mí.

—Nunca converso con él, y por otra parte, no sé quién es usted.

—Más vale así.

Lo devoró, otra vez, con una larga mirada: ¡el hijo del doctor! Sin duda era un colegial muy ingenuo, muy piadoso. Huiría horrorizado cuando supiera su nombre. ¿Cómo había podido ignorarlo? El pequeño Bertrand Larousselle se había educado, hasta el año anterior, en el mismo colegio… el nombre de Maria Cross debía de ser famoso allí…

Insistió, menos por curiosidad que por temor al silencio.

—Sí, sí, dígame su nombre… Yo le dije el mío…

En el umbral de una frutería, la luz horizontal abrazaba las naranjas colocadas en cestas. Los jardines estaban como empapados por el polvo; un puente atravesaba el camino que, no hace mucho, emocionaba a Raymond, pues los trenes rodaban por allí hacia España. Maria Cross pensaba: «Si le digo mi nombre, no lo veré más…, pero, ¿no es mi deber alejarme?» Sufría y gozaba al mismo tiempo ante esa disyuntiva. Sufría, en verdad, pero experimentaba una oscura satisfacción al murmurar: «Resulta trágico…»

—Cuando usted sepa quién soy… (no pudo dejar de pensar en el mito de Psiquis, en Lohengrin).

Estalló en una risa muy ruidosa, pero ya sin timidez dijo:

—De todos modos nos encontraríamos en el tranvía… ¿Usted se habrá dado cuenta de que tomo expresamente el de las seis de la tarde?… ¿no? ¡Qué gracioso! Porque, sabe, algunas veces llego demasiado temprano y alcanzo a tomar el de las seis menos cuarto… pero intencionadamente lo dejo pasar por causa suya. Ayer mismo, me fui antes que lidiaran el cuarto toro para alcanzar a verla, y usted no estaba; parece que Fuentes estuvo prodigioso en el último toro. Ahora que nos hemos hablado, ¿qué puede importar su nombre? Antes, me reía de todo… pero desde que sé que usted me mira…

Ese lenguaje que Maria hubiera juzgado bajo y vulgar en otro, le parecía de una deliciosa frescura, y más tarde, cada vez que atravesaba el camino por ese punto, recordaba lo que habían desencadenado en ella esas miserables palabras del escolar: una ternura, una dicha…

—De todos modos tendrá que decirme su nombre… por lo demás, podría preguntárselo a papá. Es fácil; una señora que baja siempre frente a la iglesia de Talence.

—Se lo diré; pero tendrá que jurarme que nunca le hablará de mí al doctor.

Sospechaba ahora que su nombre no lo alejaría de ella; pero fingió sentirse aún amenazada. «Entreguémonos al destino» —decíase— porque en el fondo se sentía segura de ganar. Un poco antes de llegar a la iglesia, quiso que él se fuera solo «a causa de los proveedores que la reconocerían y chismorrearían».

—Sí, pero no sin saber…

Dijo rápidamente, sin mirarlo:

—Maria Cross.

—¿Maria Cross?

Con su sombrilla hizo algunos hoyos en la tierra y agregó rápidamente:

—Espere a conocerme…

La miraba deslumbrado:

—¡Maria Cross!

Esa era la mujer cuyo nombre había escuchado un día de verano, en las avenidas de Tourny, a la hora del regreso de las corridas… Pasaba en su calesa de dos caballos… alguien cerca de él, repetía: «¡Hay que ver estas mujeres!» Y de súbito recordó la época en que un tratamiento de ducha lo obligaba a salir del colegio antes de las cuatro de la tarde: en el camino dejaba atrás al joven Bertrand Larousselle lleno ya de orgullo, sus largas piernas calzadas con polainas de cuero color amarillo; a veces lo escoltaba un sirviente, a veces un sacerdote de guantes negros y cuello alto; el piadoso y puro Bertrand devoraba con sus ojos cuando pasaba junto a él «el sucio individuo», sin sospechar que ante los ojos del sucio individuo era él mismo un chico misterioso. La señora de Victor Larousselle vivía todavía en esa época y en la ciudad, y en el colegio corrían rumores absurdos: Maria Cross, decían, quería casarse y exigía de su amante que despachara a todos los suyos; otros aseguraban que esperaban que la señora Larousselle muriera de cáncer para poder casarse por la Iglesia. Muchas veces, tras los vidrios de una berlina, había divisado, al lado de Bertrand, esa madre exangüe de la cual las señoras Courrèges y Basque decían: «¡Esta sí que ha sufrido! ¡Cuánta dignidad dentro de su martirio! De ella se puede decir que ha hecho su purgatorio en vida… A un hombre como ése yo le escupiría mi desprecio a la cara y lo dejaría plantado…» Un día, Bertrand Larousselle salió solo; escuchaba tras él silbar al sucio individuo, y apresuró el paso; pero Raymond se acercó a él, y no despegaba la vista del abrigo corto y de la gorra de un género inglés tan bonito. ¡Cuán hermoso le parecía todo lo de ese muchacho! El pequeño Bertrand echóse a correr, y un cuaderno se deslizó de su cartera. Cuando se dio cuenta de ello, Raymond ya lo había recogido; el niño volvió sobre sus pasos, pálido de miedo y de cólera: «¡Devuélvemelo!»; pero Raymond se burlaba, y leía, a media voz, sobre la tapa: «Mi diario.»

—Debe ser muy interesante el diario del pequeño Larousselle…

—Devuélvemelo.

Raymond franqueó corriendo el umbral del Parc Bordelais, tomó una avenida desierta; tras él oía una pobre voz jadeante: «¡Devuélvemelo! Te acusaré.» Pero el sucio individuo, al abrigo de un macizo, se mofaba del pequeño Larousselle, el cual sin aliento y tendido sobre la hierba lloraba con grandes sollozos.

—Toma: aquí tienes tu cuaderno… tu diario… ¡Idiota!

Levantó al niño, secó sus ojos, sacudió su abrigo inglés. ¡Qué inesperada dulzura en ese bruto! El pequeño Larousselle fue sensible a ella, y sonreía ya a Raymond cuando, de súbito, éste no pudo resistir a una grosera fantasía.

—Dime, ¿has visto alguna vez a Maria Cross?

Bertrand, rojo, recogió su cartera, y se largó sin que Raymond pensara en seguirlo.

Y ahora Maria Cross… La devoraba con los ojos… La creía más grande, más misteriosa. Esa pequeña mujer, vestida de morado, era Maria Cross. Viendo la turbación de Raymond, balbuceaba:

—No crea… No vaya a creer…

Temblaba ante ese juez que le parecía angelical; no percibía en él el ángel de la impureza. No sabía que la primavera era muchas veces la estación del barro, y que este adolescente podía ser sólo una mancha. No tuvo fuerzas para soportar el desprecio que ella imaginaba en el muchacho; y con un adiós dicho casi en voz baja, emprendía ya la fuga, pero él la alcanzó:

—Hasta mañana por la tarde, ¿no es verdad?, en el mismo tranvía.

—¿Lo quiere usted?

Al alejarse, ella se dio vuelta dos veces hacia él, que estaba inmóvil y pensaba: «¡Maria Cross está encaprichada de mí!» Repetía como si no pudiera creer en su suerte: «¡Maria Cross está encaprichada de mí!»

Aspiraba la tarde como si la esencia del universo hubiese estado contenida en ella, y él se sintiese capaz de acogerla en su cuerpo henchido. Maria Cross estaba encaprichada de él… ¿Se lo diría a sus compañeros? Ninguno le creería. Aparecía ya la espesa cárcel de hojas donde los miembros de una sola familia vivían tan confundidos y separados entre ellos como los mundos que forman la Vía Láctea. ¡Ah!, esa jaula se hacía pequeña para contener su orgullo en esa tarde. La contorneó, y se hundió en un espeso bosque de pinos, el único que no estaba cerrado y al cual llamaban el Bois de Berge. La tierra sobre la cual se acostó estaba más caliente que un cuerpo. Las agujas de pinos cavaron signos en las palmas de sus manos.

Cuando entró en el comedor, su padre cortaba las páginas de una revista y respondía a una observación de su mujer:

—No leo: miro los títulos.

Nadie pareció escuchar el saludo de Raymond, salvo su abuela:

—¡Ah!: ahí viene mi briboncillo…

Y al pasar al lado de su silla, lo retuvo y atrajo hacia ella:

—Hueles a resina.

—Estuve en el Bois de Berge.

Lo midió con la mirada, complaciente, y masculló en un tono de ternura, este insulto:

—¡Canalla!

Sorbía su sopa produciendo mucho ruido, como un perro. ¡Qué pequeña le parecía toda esa gente! Él planeaba en el sol. Sólo su padre le parecía cercano. ¡Conocía a Maria Cross! Había estado en su casa, la había cuidado, la había visto en cama, había apoyado la cabeza contra su pecho y su espalda… ¡Maria Cross, Maria Cross! Ese nombre lo ahogaba como si fuera un coágulo de sangre; sentía en su boca su dulzura cálida y salada, y en fin, la tibia marea de ese nombre hinchó sus mejillas, y escapó afuera:

—Esta tarde vi a Maria Cross.

El doctor lo miró con una mirada fija. Le preguntó:

—¿Cómo supiste que era ella?

—Estaba con Papillon, el cual la conocía de vista.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó Basque—. ¡Raymond hizo una conquista!

Una niñita repitió:

—Sí, sí, ¡Raymond tontón hizo una conquista!

Movía sus hombros rezongando. Su padre desvió los ojos, e hizo una pregunta:

—¿Estaba sola?

Y como Raymond respondió: «Sola», el doctor empezó de nuevo a cortar las páginas. La señora Courrèges, sin embargo, agregó:

—Es curioso que esas mujeres os interesen más que las otras. ¿Qué puede haber de extraordinario en ver pasar a esa criatura? Cuando era camarera ni siquiera la habríais mirado.

El doctor la interrumpió:

—Pero, ¡vamos!, ¡no ha sido nunca camarera!

—Por lo demás —proclamó Madeleine bruscamente—, no habría tenido por qué avergonzarse de aquello: ¡muy al contrario!

Y como la criada acababa de salir llevándose un plato, interpeló a su madre con acritud:

—Se diría que adrede indispones a los sirvientes, que los hieres. Irma, precisamente, es tan susceptible.

—Es increíble… Hay que ponerse guantes ahora…

—Trata a tus sirvientes como lo desees; pero no hagas que se vayan los sirvientes de los demás…, especialmente cuando los obligas a servir la mesa.

—Como si te preocuparas tanto de Julie…, tú, que tienes fama de no saber conservar un sirviente… Todo el mundo sabe que cuando los míos se van se debe a los tuyos…

La llegada de la criada interrumpió el debate, que prosiguió en sordina desde el momento en que ella regresó al repostero. Raymond observaba con complacencia a su padre: si Maria Cross hubiera sido camarera, ¿existiría aún ante sus ojos? De súbito, el doctor levantó la cabeza y sin mirar a nadie dijo:

—Maria Cross era hija de esa institutriz que dirigía la escuela de Saint-Clair cuando tu querido señor Labrousse era el cura de ese lugar, Lucie.

—¿Qué? ¿Esa arpía que lo hizo sufrir tanto?, ¿esa que prefería no ir a misa antes que no ocupar con sus alumnos los primeros bancos de la nave central? ¡Pues bien!: no me extraña. Quien lo hereda no lo hurta.

—Recuerdas —dijo la abuela Courrèges— que ese pobre señor Labrousse contaba que esa tarde de las elecciones en las cuales el marqués de Lur-Saluces fue derrotado por ese oscuro abogado de Bazas, la institutriz vino con toda su pandilla a burlarse de él bajo las ventanas del presbiterio, y de tanto lanzar bombas en honor del nuevo diputado, tenía las manos negras de pólvora…

—¡Qué buena gente es ésa!

Pero el doctor no las escuchaba, y en lugar de subir, como siempre lo hacía por la tarde, a su gabinete, siguió a Raymond hasta el jardín.

El padre y el hijo deseaban conversar esa tarde. Una fuerza independiente de su voluntad los aproximaba como si ambos escondiesen un mismo secreto. Así se buscan y se reconocen los iniciados. Los cómplices. Cada uno descubría en el otro al único ser con el cual podía conversar de aquello que más les importaba en el mundo. Como dos mariposas separadas por kilómetros de distancia se reúnen sobre la caja donde se encierra la hembra oliente, también ellos habían seguido las extravagantes rutas de sus deseos, y posábanse uno al lado de otro sobre Maria Cross invisible.

—¿Tienes un cigarrillo, Raymond? He olvidado el gusto del tabaco… Gracias… ¿Damos una vuelta?

Se escuchaba a sí mismo con estupor, semejante a una persona que haya sido objeto de un falso milagro y que ve de súbito volver a abrirse la llaga que creía curada. Esa mañana misma, en el laboratorio, experimentó ese alivio que fascina al feligrés después que ha sido absuelto; buscaba en su corazón el lugar de su pasión, y no lo encontró.

¡Con qué solemne y sentencioso acento habíase dirigido a Robinson, a quien una corista de los Bouffes, durante la primavera, había distraído algunas veces de su trabajo! «Amigo mío, el sabio que posee el amor de la investigación y que tiene la ambición de hacerse un hombre, mirará siempre como tiempo perdido los minutos entregados a la pasión…» y como Robinson echara atrás sus cabellos rebeldes y limpiara los cristales de sus gafas sobre la blusa quemada por los ácidos, protestando:

—De todos modos, el amor…

—No, querido, en el verdadero sabio es imposible que, salvo eclipses pasajeros, la ciencia no gane al amor. Siempre le quedará el rencor de las satisfacciones más altas que hubiera tenido si todo su ardor hubiérase concentrado en la meta científica.

—Es verdad —había respondido Robinson— que la mayor parte de los grandes sabios fueron seres sexuales; en realidad no conozco ninguno que haya sido un verdadero apasionado.

El doctor comprendió esa tarde por qué esta aprobación de su discípulo lo había hecho sonrojarse. Bastó una palabra de Raymond: «Vi a Maria Cross» para que en él se removiera la pasión que creyera muerta. ¡Ah!: sólo estaba dormida… una palabra la había despertado, la alimentaba; y he aquí que la pasión se estira, bosteza y se endereza. A falta de poder estrechar lo que desea, se hartará con palabras. Sí: cueste lo que cueste, el doctor hablará de Maria Cross.

Reunidos por el deseo de alabar juntos a Maria Cross, el padre y el hijo, a partir de las primeras palabras, no se entendieron: Raymond sostenía que una mujer de esa envergadura sólo podía causar horror a tímidos devotos: él la admiraba por su audacia, por su ambición sin frenos, por toda una vida disoluta que él imaginaba. El doctor replicó que nada tenía de cortesana y que no había que creer en lo que el mundo decía:

—¡Conozco a Maria Cross! Puedo decir que durante la enfermedad de su pequeño François, y después de ella, fui su mejor amigo… Me hizo confidencias.

—¡Pobre papá! ¡Cómo se ha reído de ti!, ¿no?

El doctor hizo un esfuerzo, se dominó, y respondió con calor:

—No, pequeño: ella confiaba en mí con una humildad extraordinaria. Si hay un ser en el mundo del cual se puede decir que sus actos no la caracterizan, es Maria Cross. Se perdió por una indolencia incurable. Su madre, institutriz de Saint-Clair, la hizo prepararse para ser maestra, pero su matrimonio con un médico ayudante del 144 interrumpió sus estudios. Durante sus tres años de matrimonio, no hubo nada que decir de ella, y si su marido hubiese vivido sería la más honrada y la más anónima de las mujeres. Él sólo le reprochaba esa indolencia que la hacía incapaz de interesarse en su casa. Gruñía un poco, decía ella, cuando, al volver a casa, sólo podía comer un plato de fideos recalentado en una lámpara de alcohol. Prefería leer todo el día, en una bata de casa que estaba rota, sus pies desnudos en las zapatillas. ¡Esta supuesta cortesana!: supieras tú cómo se ríe del lujo. Mira, no hace mucho tiempo aún decidió no usar más la berlina que le había dado Larousselle, y coge el tranvía como todo el mundo… ¿Por qué te ríes? No veo que tenga nada divertido lo que te acabo de decir…, pero no te rías así: es enervante… Cuando se encontró viuda con un hijo, y teniendo que trabajar, imagínate cómo se sentiría de desvalida esta «intelectual»… Para desgracia suya, una amiga de su marido la hizo entrar como secretaria donde Larousselle. Maria no tenía doble intención; pero, despiadado con sus empleados, Larousselle, sin embargo, no le hizo jamás ninguna observación, a pesar de que ella llegaba con retraso y no trabajaba mucho; eso bastó para comprometerla; cuando ella se dio cuenta, era tarde para actuar… para todo el mundo era la «amiga del jefe»…, y la hostilidad de ellos le hacía la vida imposible. Ella se lo advirtió a Larousselle, el cual sólo esperaba ese momento. Ofrecióle a la joven, hasta que encontrara otra ocupación, la vigilancia de una propiedad que tenía en las puertas de Burdeos, la cual no había podido o no había querido arrendar ese año…

—¿Y esa proposición le pareció muy inocente?

—Evidentemente: no. Vio muy bien adonde quería llegar; pero la pobre debía pagar un arriendo demasiado elevado para sus medios, y por otra parte, el pequeño François padecía una gastroenteritis y el médico juzgaba indispensable que viviese en el campo. Por fin, sintiéndose tan comprometida, no tuvo el coraje de renunciar a tal ventaja. Se dejó violentar.

—No hay duda de que fue así.

—No sabes de lo que estás hablando. Resistió largo tiempo. ¿Y qué? No pudo prohibir a Larousselle que éste llevara invitados por las tardes; fue débil, inconsecuente, al aceptar presidir esas comidas, lo reconozco. Pero esas famosas comidas de los martes, esas supuestas orgías: sé cómo se realizaron… Eran sólo escandalosas porque en ese momento el estado de salud de la señora Larousselle empeoraba. Te juro que Maria ignoraba entonces que la mujer de su jefe estuviese en peligro. «No tuve conciencia del mal que causaba», me decía, «hasta entonces no había concedido nada al señor Larousselle, ni siquiera un beso, nada. ¿Era reprochable presidir esa mesa de imbéciles?… No hay duda que de todas maneras me sentía como embriagada de lucirme ante ellos… jugaba a ser la “intelectual”, sentía que el jefe estaba orgulloso de mí… Prometió ocuparse del niño…»

—¿Y te hizo tragar eso?

¡Qué cándido era su pobre padre! Pero le dolía por encima de todo que redujera a Maria Cross a las proporciones de una pequeña institutriz, honrada y blanda, de estropearle su conquista.

—Ella se entregó a Larousselle después de la muerte de su mujer, por cansancio, por una especie de desgana desesperada. Sí, esa es la palabra, y ella la encontró: desgana desesperada. Por lo demás, no teniendo ya ilusiones, lúcida, no creyó ni en sus simulacros de viudo inconsolable ni aun en su vagas promesas de desposarla un día. Conocía demasiado a esos señores, decía ella, para conservar, sobre ese punto, muchas ilusiones. Como amante, ella lo honraba; ¡pero como esposa! Sabes que Larousselle puso al pequeño Bertrand en el Collège de Normandie, para que el niño no se viera expuesto un día a encontrarse con Maria Cross. En el fondo la considera de la misma raza de golfillas con las que la engaña todos los días. Por lo demás, su intimidad física se reduce a muy poco, lo sé, estoy seguro; eso, mi pequeño, te lo garantizo. Aunque Larousselle esté loco por Maria, no es hombre para tenerla sólo de «adorno», como se piensa en Burdeos. Pero ella se le niega…

—¿Entonces, qué? Maria Cross, ¿es una santa?

No se veían; sin embargo, cada uno adivinaba la hostilidad del otro, a pesar de que hablaban a media voz. Reunidos durante un instante por ese nombre, Maria Cross, ese mismo nombre los volvía a separar. El hombre caminaba con la cabeza levantada; el adolescente miraba la tierra, y empujaba rabiosamente con el pie una piña de pino.

—Me encuentras muy tonto…, pero de los dos, pequeño, eres tú el más cándido. Creer sólo en el mal es no conocer a los hombres. Sí, has dicho la verdad: en esa Maria Cross, de la cual conozco sus miserias, se esconde una santa… Sí, tal vez: una santa…, pero no puedes comprenderlo.

—¡Déjame que ría!

—Por lo demás, tú no la conoces, crees en los chismes. Yo, en cambio, la conozco.

—Y yo…, sé lo que sé.

—¿Qué sabes tú?

El doctor habíase detenido en medio de una avenida oscurecida por los castaños; apretaba el brazo de Raymond.

—¡Pero suéltame! Estoy de acuerdo en que Maria Cross se niegue a Larousselle, pero no existe sólo él…

—¡Mentiroso!

Raymond, estupefacto, murmuró: «¡Ah: no faltaba más!…» Tuvo una sospecha que, apenas nacida, se borró, o más bien se adormeció. Tampoco él podía introducir el amor en la imagen que se hacía de ese padre, exasperante, por cierto, siempre entre cielo y tierra, siempre idéntico a como apareciera ante los ojos del joven: sin pasiones, sin pecado, inaccesible al mal, incorruptible, por encima de todos los otros hombres. Lo oyó jadear en las tinieblas. El doctor, entonces, hizo un esfuerzo sobrehumano, y repitió, en un tono casi alegre, como bromeando:

—¡Sí, mentiroso! Guasón: quieres quitarme mis ilusiones…

Y como Raymond callase, agregó:

—Vamos: cuenta.

—No sé nada.

—Dijiste hace un momento: sé lo que sé.

Contestó que hablaba en el aire, con el tono de un hombre resuelto a guardar silencio. El doctor no volvió a insistir. No había forma de que ese hijo lo comprendiera, tan próximo a él sin embargo, apoyado contra él todavía; sentía su calor, su olor de animal joven.

—Me quedo… ¿No quieres sentarte un rato, Raymond? Por fin corre aire.

Aseguró que prefería dormir. Por algunos instantes siguió sintiendo los golpes que con el pie el adolescente daba a una piña de pino, y luego quedó solo bajo las espesas hojas colgantes, atento al grito ardoroso y triste que lanzaba hacia el cielo la pradera. Levantarse le significó un gran esfuerzo. La luz alumbraba aún en su despacho: «Lucie debe creer que estoy trabajando. ¡Cuánto tiempo perdido! Tenía cincuenta y dos años; no: cincuenta y tres. ¿Qué chismes podía ese Papillon haber…?» Paseó sus dos manos contra un castaño, en el cual, recordaba, Raymond y Madeleine habían grabado sus iniciales. Y repentinamente, después de rodearlo con sus brazos, puso contra la corteza lisa su mejilla y cerró los ojos; por fin se enderezó, y después de haber sacudido sus mangas y arreglado a tientas su corbata, marchó a la casa.

En la avenida de las viñas, Raymond seguía jugando a golpear con el pie una piña de pino, las manos en sus bolsillos, mascullando: «¡Qué ingenuidad!, ¡estas cosas ya no se ven!» ¡Ah!, él sí que estaría a la altura, no dejaría que le contaran cuentos. No pensaba en prolongar su dicha hasta los confines de esa pesada noche. Ni todas las estrellas, ni el olor de las acacias le hubiesen servido de nada. La noche de verano golpeaba en vano a ese macho joven, bien armado, seguro en ese momento de sus fuerzas, de su cuerpo, indiferente a todo lo que el cuerpo no pudiera poseer.