CAPÍTULO SEGUNDO

Entre el colegio —donde se le expulsaba de clase y era el niño sucio que vagaba por los corredores pegado a las paredes— y la casa de la familia, en los alrededores, se extendía ese espacio de tiempo que lo liberaba, ese largo viaje de regreso en tranvía, por fin solo entre seres indiferentes, sin miradas: especialmente en invierno, pues la noche apenas alumbrada de cuando en cuando por un farol o por los vidrios de un bar, lo separaba del mundo, lo aislaba dentro del olor a lana mojada de las ropas de trabajo; un cigarrillo apagado, pegado en unos labios caídos: el sueño que derriba rostros de arrugas carbonizadas, un diario deslizándose de unas macizas manos; esa mujer que con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un folletín, moviendo sus labios como si estuviera rezando. Por fin, un poco pasado la iglesia de Talence, había que bajarse.

El tranvía, cual movediza llama de bengala, alumbraba por unos segundos los árboles y setos desnudos de una propiedad, y luego el niño escuchaba cómo disminuía el estruendo de las ruedas en el camino lleno de charcos que olían a madera podrida y a hojas. Tomaba entonces el caminillo que bordeaba el jardín de los Courrèges, empujaba el portón entrecerrado de las dependencias; la lámpara del comedor alumbraba ese macizo apoyado contra la casa, en el cual, durante la primavera, se plantaban las fucsias que aman la sombra. Raymond tenía ya la frente endurecida, las cejas tan próximas la una a la otra, que formaban una sola línea tupida sobre los ojos, y la esquina derecha de la boca, un poco caída; entraba al salón y lanzaba un saludo colectivo a las personas apretujadas alrededor de una lámpara de luz débil. Su madre le preguntaba cuántas veces tendría que decirle que se limpiara los zapatos en el felpudo de la entrada y si pensaba sentarse a la mesa «con esas manos». La abuela Courrèges susurraba a media voz a su nuera: «Sabes lo que dice Paul: no hay que poner nervioso inútilmente al niño.» De ese modo, apenas aparecía él, nacían, por su culpa, agrias palabras.

Se sentaba en la sombra. Inclinada sobre su bordado, Madeleine Basque, su hermana, al entrar Raymond, no levantaba ni siquiera la cabeza. Le interesaba menos que el perro. Raymond era «la plaga de la familia»; repetía de buenas ganas «que sería la oveja negra de la familia»; y su marido Gaston Basque, agregaba: «Sobre todo teniendo un padre tan débil.»

La bordadora levantaba la cabeza, permanecía unos minutos escuchando, y decía: «Ahí está Gaston…», dejando su trabajo. «No oigo nada», contestaba la señora Courrèges. «Sí, sí; ahí viene», y aunque ningún otro oído, fuera del de ella, percibiera el menor ruido, Madeleine se levantaba, atravesaba corriendo las gradas, desaparecía en el jardín guiándose con un infalible conocimiento, como si ella perteneciese a una especie diferente de animales donde el macho y no la hembra fuese la portadora del olor para atraer al cómplice a través de la sombra. Muy pronto los Courrèges oían una voz de hombre, y la risa complaciente y sumisa de Madeleine. La pareja no atravesaría el salón sino que subirían, por una puerta oculta, al piso donde estaban los dormitorios y no descenderían hasta el segundo toque de la campana.

Bajo la lámpara suspendida, alrededor de la mesa, se reunían la abuela Courrèges, su nuera Lucie Courrèges, el joven matrimonio y cuatro niñitas algo colorinas como Gaston Basque: las mismas ropas, los mismos cabellos, las mismas manchas de acemite, se apretujaban como si fueran pájaros domesticados sobre un bastón: «Y que no se les hable», decretaba el teniente Basque. «Si alguien les habla se les castigará: se lo advierto a todo el mundo.»

El lugar del doctor permanecía desocupado durante largo rato, aunque se encontrara en la casa. Llegaba, a la mitad de la comida, con un paquete de revistas. Su mujer le preguntaba si había oído la campana; decía que con tanto desorden no había forma de que las sirvientas permaneciesen en casa. El doctor movía la cabeza como si quisiera espantar una mosca, y abría una revista. No lo hacía por afectación sino por economía de tiempo en un hombre sobrecargado de trabajo, cuyo espíritu encontrábase asediado por toda clase de afanes: conocía el valor de un minuto. Al extremo de la mesa, los Basque aislábanse indiferentes a todo aquello que no se relacionara con ellos o con sus niños; Gaston contaba, a media voz, sus trajines para no irse de Burdeos: el coronel había escrito al Ministerio… Su mujer lo escuchaba sin perder de vista los niños y sin dejar de velar por su educación: «No limpies el plato con el pan. —¿No sabes usar el cuchillo? —No te revuelques de esa forma. —Pon las manos sobre la mesa. —Las manos, no los codos. —No te daré más pan, te lo advierto. —Bebiste bastante agua…».

Los Basque formaban un islote hecho de desconfianza y secretos. «No me dicen nada.» Todos los agravios o motivos de queja que la señora Courrèges alimentaba contra su hija, estaban comprendidos en ese «no me dicen nada». Sospechaba que Madeleine estaba encinta, vigilaba su talle, interpretaba sus malestares. Los sirvientes siempre lo sabían antes que ella. Creía que Gaston tenía un seguro de vida, ¿pero de cuánto? Desconocía lo que ellos realmente habían recibido a la muerte del señor Basque.

En el salón, después de cenar, Raymond no respondía nada a su madre, la cual rezongaba: «Entonces, ¿no tienes ninguna lección que estudiar, ninguna composición que preparar?» Raymond tomaba a una de las niñitas y parecía amasarla entre sus fuertes manos; la levantaba muy derecha sobre su cabeza para que pudiera tocar el cielo raso; hacía molinetes con ese flexible cuerpo, mientras Madeleine Basque, como gallina enfadada e inquieta, a la cual el gozo de la niña desarmaba, exclamaba: «¡Cuidado! Vas a dañarla… Es tan bruto…» La abuela Courrèges dejaba, entonces, su tejido, alzaba sus gafas y una sonrisa arrugaba su rostro; recogía, apasionadamente, ese testimonio en favor de Raymond: «¡Cómo se te ocurre! Adora a los niños: eso no se le puede negar: sólo los niños le caen en gracia.» La anciana sostenía que si no hubiese sido bueno no los habría amado: «No hay más que verlo con sus sobrinas para darse cuenta de que no es mala persona.»

¿Amaba a los niños? Cogía cualquier cosa que fuera fresca, tibia y viva, como para defenderse de aquellos a los cuales llamaba «los cadáveres». Raymond lanzaba sobre el diván el cuerpecillo, alcanzaba la puerta, y corría, a grandes zancadas, por las avenidas llenas de hojas; el cielo, más claro entre las ramas desnudas, guiaba su carrera. En el primer piso, tras un vidrio, la lámpara del doctor Courrèges se mantenía encendida. ¿Iría a acostarse Raymond también esta noche sin abrazar a su padre? ¡Ah! Bastaba esos cuarenta y cinco minutos de silencio hostil por la mañana: pues desde el alba la berlina del doctor transportaba al padre y al hijo. Raymond bajábase a las puertas de Saint-Genes, y a través de los bulevares llegaba hasta su colegio, mientras el doctor proseguía su camino al hospital. Tres cuartos de hora en esa caja que olía a cuero fétido entre dos cristales que chorreaban agua: permanecían uno al lado de otro. El médico que unos instantes más tarde hablaría, abundante y autoritariamente, en su pabellón a los estudiantes, buscaba en vano, desde hacía meses, las palabras con las cuales podría alcanzar a ese ser que engendrara. ¿Cómo abrirse camino hasta ese corazón híspido? Cuando se enorgullecía de haber encontrado la solución y dirigía a Raymond palabras largamente meditadas, no reconocía estas mismas palabras y hasta su voz lo traicionaba: pues, muy a su pesar, era burlona y seca. Siempre fue un martirio para él no poder expresar sus sentimientos.

Esta bondad del doctor Courrèges se había hecho célebre gracias únicamente al testimonio de sus actos; sus actos eran los únicos testigos de esa bondad oculta en él, enterrada viva en él. Era imposible obtener de él que aceptara sin refunfuños ni alzamientos de hombros una palabra de gratitud. Zarandeándose al lado de su hijo en estas albas lluviosas, ¡cuántas veces había interrogado este rostro que se ocultaba! Pese a sí mismo, el doctor interpretaba algunos signos en este rostro de ángel malo —esa falsa dulzura de los ojos demasiado ojerosos—. «El pobre niño me cree su enemigo, pensaba el padre, yo tengo la culpa y no él.» No contaba con esa presciencia de los adolescentes, para saber quiénes los aman. Raymond oía la llamada y no mezclaba a su padre con los otros, pero se hacía el sordo; por lo demás, él mismo no habría sabido qué decir a este padre cohibido —ya que él cohibía a este hombre— y este mismo hecho lo helaba.

Sucedía, sin embargo, que a veces el doctor no podía dejar de llamarle la atención; pero siempre lo más suavemente posible y esforzándose en tratar a Raymond como a un camarada.

—El director del colegio ha vuelto a escribirme por tu culpa. ¡Vas a volver loco al pobre padre Farge! Según parece hay pruebas de que tú fuiste el que hizo circular, mientras estudiaban, ese tratado de obstetricia… lo habrías robado de mi biblioteca. Te confieso que la indignación del padre Farge me parece exagerada; estáis en edad de conocer la vida y es mejor después de todo que la conozcáis a través de obras serias… Así se lo escribí al director… Pero también encontraron en el cesto de los papeles del estudio un número de La Gaudriole: naturalmente, sospechan de ti; cargas con todos los pecados de Israel… Ten cuidado, hijo, terminarán por echarte seis meses antes de los exámenes…

—No.

—¿Por qué no?

—Porque como estoy repitiendo tengo muchas posibilidades de que no me suspendan este año. ¡Los conozco! ¡Te imaginas si se van a desprender de alguien que tenga probabilidades de salir bien! Por si te interesa, te diré que si ellos me echan, me atraparían los jesuitas. Prefieren que los contamine, como dicen en el colegio, antes que perder un bachiller para sus estadísticas. Conoces la sonrisa triunfante de Farge el día de los premios: ¡presentó treinta candidatos, hay veintitrés doctorados y dos posibles! ¡Estruendosos aplausos!… ¡Asquerosos!

—No, hijito…

El doctor daba énfasis a ese «hijito». Tal vez era el instante de deslizarse en ese corazón que no se entregaba. Hacía mucho tiempo que el hijo no se permitía nada que pareciera un abandono. A través de sus cínicas palabras entreveíase una chispa de confianza. ¿A qué palabras recurrir que no hirieran al niño, para convencerlo de que existen hombres sin cálculos ni ardides, los cuales, generalmente más hábiles, son los maquiavelos de una causa sublime, y precisamente aquellos que desean nuestro bien son los que nos hieren…? El doctor buscaba la mejor fórmula; el camino del arrabal habíase transformado en la calle de una mañana clara y triste obstruida por los carricoches de los lecheros. Unos minutos más y cruzaría por la garita, por esa cruz de Saint-Genes, que, al pasar, adoraban los peregrinos de Santiago de Compostela, donde sólo se apoyaban ahora los inspectores de autobuses. No sabiendo qué decir cogió con su mano esa mano cálida; repitió, a media voz: «Hijito…», y vio, entonces, que Raymond, la cabeza apoyada contra el cristal, dormía, o más bien simulaba hacerlo. El adolescente había cerrado los ojos, los cuales habrían podido traicionar, a pesar suyo, cierta debilidad, el deseo de someterse: un rostro estrictamente hermético, huesudo, como tallado en sílex, en el cual la sensibilidad sólo aparecía en esa doble magulladura de los párpados… Poco a poco, el niño libertó su mano.

Esa mujer, que está allí sentada sobre la banqueta, separada de él por una sola mesa, podría escucharlo sin que tuviera que elevar la voz, ¿cuándo entró en su vida?: ¿antes de esa escena en el coche, o más tarde? Parece haberse calmado ya, y bebe, sin temer que Raymond la reconozca. Durante algunos instantes gira los ojos hacia él, pero los retira inmediatamente. Su voz, que él reconoce, domina, de improviso, el bullicio: «Aquí está Gladys…» No más entrar, una pareja se coloca entre ella y su acompañante, y todos hablan a la vez: «No lográbamos que nos atendieran en el guardarropa… —Siempre somos los primeros en llegar… —Bueno: lo importante es que estéis aquí…»

No; debía haber transcurrido más de un año antes de que ocurriera esa escena en el coche, entre su padre y Raymond: una tarde, sentados a la mesa (tal vez hacia el fin de la primavera; no estaba encendida la lámpara del comedor), la abuela Courrèges había dicho a su nuera: «Lucie, sé para quién son esos cortinajes blancos que visteis en la iglesia.»

Raymond creyó que iba a surgir una de esas interminables conversaciones, cuyas múltiples e insignificantes palabras morían alrededor del doctor. La mayoría de las veces se trataba de discusiones domésticas. Cada una defendía a sus criados: Ilíada miserable en la cual las riñas de la servidumbre desencadenaban, en el Olimpo del comedor, diosas protectoras. Muchas veces también los matrimonios se disputaban una mujer para que trabajara por el día: «Contraté a Travaillote para la próxima semana», decía, por ejemplo, la señora Courrèges a Madeleine Basque. La joven replicaba que no se había zurcido aún la ropa de los niños.

—Siempre logras contratar a Travaillote.

—¡Pues bien! Dile que venga a María-nariz-rota.

—María-nariz-rota trabaja muy lentamente, y además tengo que pagarle el tranvía.

Pero esa tarde, la mención de los cortinajes blancos de la iglesia suscitó una disputa mucho más grave. La abuela Courrèges agregó:

—Se trata del pequeño de Maria Cross: murió de una meningitis. Parece que pidió un entierro de primera.

—¡Qué falta de tacto!

Al oír esta exclamación de su mujer, el doctor, que leía una revista mientras tomaba su sopa, levantó los ojos. Como siempre, la esposa, entonces, bajó los suyos, pero en su tono de cólera le dijo que era una lástima que el sacerdote no hubiera puesto en su lugar a esa mujer que mantenía Larousselle a vista y paciencia de toda la ciudad y que desplegaba un lujo insolente: caballos, coches, y todo lo demás. El doctor extendió la mano:

—No juzguemos. No somos nosotros los ofendidos.

—¿Y el escándalo? ¿No significa nada?

Ante una mueca que hizo el doctor, ella comprendió que él admirábase de su vulgaridad, y trató de bajar el tono de la voz; pero segundos después, volvía a exclamar que esa mujer le producía horror… La propiedad en la cual había vivido durante tanto tiempo su vieja amiga la señora Bouflard, suegra de Victor Larousselle, estaba habitada ahora por una bribona… Cada vez que pasaba frente a la casa, se le partía el alma…

El doctor, con voz tranquila, casi en voz baja, la interrumpió para decirle que esta tarde sólo había en esa casa una madre a la cabecera de su hijo muerto. Entonces, la señora Courrèges, solemne y con el índice levantado, pronunció:

—¡La justicia de Dios!

Los niños oyeron el ruido de la silla que el doctor bruscamente apartó de la mesa. Metió la revista en su bolsillo, y sin decir palabra alcanzó la puerta, esforzándose por que su paso fuera lento; pero la familia, atenta, lo oyó subir la escalera de cuatro en cuatro peldaños.

—¿Dije algo extraordinario?

La señora Courrèges interrogó con su mirada a su suegra, al joven matrimonio, a los niños, a la criada. Sólo se oía el ruido de los cuchillos y tenedores y la voz de Madeleine: «No mordisquees el pan… Deja ese hueso…» La señora Courrèges, después de observar el rostro de su suegra, agregó:

—Es como una enfermedad.

Pero la anciana, metida la nariz en su plato, pareció no haberla escuchado. Entonces Raymond estalló en risas.

—Vete a reír afuera. Volverás cuando te hayas calmado.

Raymond tiró su servilleta. ¡Cuán apacible veíase el jardín! Sí: debía haber sido al final de la primavera, pues recordaba el vuelo ruidoso de algavaros, y habían servido fresas de postre. Sentóse en medio del prado sobre la piedra caliente de la alberca, cuyo surtidor jamás había funcionado. En el primer piso la sombra de su padre erraba de una ventana a la otra. En ese crepúsculo, polvoriento y pesado, de una campiña cercana a Burdeos, la campana sonaba a largos intervalos pues había muerto el niño de esa mujer que ahora, en este mismo instante, vaciaba su vaso tan cerca de Raymond que podía casi tocarla con su mano extendida. Después de haber bebido champaña, Maria Cross mira con más libertad al joven, como si ya no temiera que la reconociera. Decir que ha envejecido no es decir bastante: a pesar de sus cabellos cortos y pese a que viste a la última moda, su cuerpo, sin embargo, conserva las formas de las modas de 19… Es joven, pero con esa juventud que floreció y se detuvo hace quince años: joven como ya no se es más. Las mismas ojeras que tenía en aquel tiempo, cuando decía a Raymond: «Tenemos los mismos ojos.»

Raymond recordaba que, al día siguiente de esa tarde en que su padre dejó la mesa, bebía su chocolate al alba, en el comedor, y como las ventanas estaban abiertas sobre la bruma, tiritaba un poco en medio de un olor a café recién molido. La grava del sendero crujía bajo las ruedas de la vieja berlina: el doctor se había retrasado esa mañana. La señora Courrèges, vestida con una bata color ciruela, los cabellos tirantes y trenzados todavía según el rito nocturno, besó la frente del colegial, que no interrumpió su desayuno:

—¿No ha bajado tu padre?

Agregó que debía entregarle unas cartas para el correo. Pero Raymond adivinó el motivo de su presencia en la mañana; de tanto vivir apretujados unos contra otros, los miembros de una misma familia se daban, a la vez, el gusto de no hacerse confidencias y de sorprender los secretos del vecino. La madre decía de su nuera: «Nunca me dice nada; eso no impide que la conozca a fondo.» Cada uno pretendía conocer a fondo a los demás, y en cambio pretendía pasar por indescifrable frente a los otros. Raymond creyó saber el motivo que su madre tenía para encontrarse allí: «Deseaba desquitarse.» Después de esa escena de la víspera, merodeaba alrededor de su marido tratando de granjearse el perdón. La pobre mujer descubría siempre tarde que sus palabras eran sin lugar a dudas, las que más herían al doctor. Como sucede en ciertos sueños dolorosos, cada esfuerzo que realizaba para acercarse a su marido lo alejaba de él; le era imposible decir y hacer algo que no le fuera odioso. Enredada en una torpe ternura, avanzaba a tientas, y con sus brazos tendidos sólo sabía herirlo.

Cuando oyó que en el primer piso se cerraba la puerta del doctor, la señora Courrèges echó en la taza el café hirviente; una sonrisa iluminó su rostro empapado por el insomnio, estregado por la lenta lluvia de los días laboriosos e iguales: sonrisa que se apagó rápidamente al aparecer el doctor. Lo miraba, de pies a cabeza, con desconfianza:

—¿Vas con tu sombrero de copa y tu capote?

—Lo estás viendo.

—¿Vas a un matrimonio?

—…

—¿A un entierro?

—Sí.

—¿Quién murió?

—Alguien al cual tú no conoces, Lucie.

—Dime quién es, de todas maneras.

—El chico Cross.

—¿El hijo de Maria Cross? ¿La conoces? No me lo has dicho. No me has dicho nada. No obstante, desde que hablamos en la mesa acerca de esa bribona…

El doctor, de pie, bebía su café. Respondió, con su voz más suave, con voz que, aunque estrangulada, había alcanzado la cima de su exasperación:

—Después de veinticinco años no has comprendido que hablo lo menos posible de mis enfermos.

No, ella no comprendía y encontraba sorprendente que ella se enterara por casualidad, mientras estaba de visita, que a tal señora la atendiera el doctor Courrèges:

—¡Qué agradable es para mí ver la extrañeza de la gente!: «¿Cómo, usted no sabía?»: entonces me veo obligada a contestar que no tienes ninguna confianza en mí, que no me dices nunca nada… ¿Cuidabas al niño? ¿Y de qué murió? Bien me lo puedes decir a mí, no diré nada; por lo demás, no tiene importancia para gente como esa…

El doctor, como si no la oyera ni la viera, púsose su abrigo, y gritó a Raymond: «Apúrate. Hace rato que han dado las siete.» La señora Courrèges trotaba tras ellos:

—¿Qué he dicho de malo otra vez? Ya estás enfadado de nuevo.

Se oyó golpear la puerta de entrada; un macizo de arbustos ocultaba ya la vieja berlina, y el sol comenzaba a abrir la bruma; la señora Courrèges, dirigiéndose a sí misma palabras confusas, volvió a la casa.

En el coche, el colegial observaba a su padre con ardiente curiosidad, con el deseo de recibir una confidencia. Tal vez en ese instante podrían haberse aproximado; pero en esos momentos el doctor estaba a kilómetros de distancia de ese niño, al cual había deseado tantas veces capturar; la joven presa ofrecíase a él ahora, y no lo sabía; mascullaba en su barba como si se hubiera encontrado solo: «Debería haber llevado un cirujano… Siempre se puede intentar la trepanación…» Echó hacia atrás su sombrero de copa, enfadado; bajó un cristal y tendió su rostro hirsuto al camino lleno de carricoches. A las puertas de la ciudad, repitió distraídamente: «Hasta la tarde», pero no siguió a Raymond con la mirada.