CAPÍTULO UNDÉCIMO
La puerta giratoria del pequeño bar no cesaba de dar vueltas; alrededor de las parejas que bailaban apretábase un círculo de mesas, y bajo los pies, como si fuera la piel de la tristeza, recogíase el tapiz de cuero: en límites tan estrechos sólo se podía bailar de una manera vertical. Sentados en las banquetas, las mujeres reían al ver en sus brazos aplastados los unos contra los otros, la huella roja de una involuntaria caricia. Aquella que se llamaba Gladys y su compañero se colocaban sus abrigos:
—¿Entonces ustedes no vienen con nosotros?
Larousselle dijo que se iban justo cuando comenzaban a divertirse. Sus dos manos hundidas en los bolsillos, balanceando los hombros, el vientre provocativo, Larousselle se encaramó sobre un alto taburete; hizo reír al barman y a unos jóvenes frente a los cuales se vanaglorió de poseer el secreto de un cóctel afrodisíaco. Maria, sola en su mesa, bebió un trago más de champaña y dejó la copa. Sonreía al vacío, indiferente a la presencia de Raymond —el cual estaba muy ocupado no se sabía con qué pasión—, separada y defendida de él por aquello que se acumula durante diecisiete años en una vida. Aturdido y ciego por la zambullida, Raymond surgía desde el fondo de los años muertos, subía a la superficie. Sin embargo, aquello que le pertenecía de ese pasado confuso era sólo un delgado camino rápidamente recorrido entre espesas tinieblas; el hocico a ras de tierra había seguido la pista ignorando todas las otras que cruzaban la suya… Ha pasado ya el tiempo de soñar: a través del humo y las parejas, Maria Cross le ha lanzado una mirada que ha esquivado rápidamente. ¿Por qué no le ha sonreído? Raymond se espanta de que, después de tantos años, bajo la mirada de esa mujer, vuelve a ser el adolescente que fue: tímido, enredado en un deseo que disimula. Ese famoso Courrèges, célebre por sus audacias, estremécese esta tarde porque de un momento a otro Maria Cross puede levantarse y desaparecer. ¿Se atreverá a hacer algo? Sufre de esa fatalidad que nos condena a la elección exclusiva, inmutable, que una mujer hace en nosotros de ciertos elementos, mientras desconocerá para siempre todos los otros. No hay nada que hacer contra las leyes de esta química; cada ser con que nos tropezamos desprende en nosotros una parte que es siempre la misma y que, por lo general, hubiésemos querido disimular. Nuestro dolor consiste en ver cómo el ser amado forma ante nuestros ojos la imagen que se hace de nosotros; anula nuestras más preciosas virtudes, y deja, a plena luz, aquella debilidad, ese ridículo, ese vicio… Nos impide su visión, nos obliga a adaptarnos en todo lo que a nosotros respecta, a su estrecha idea. No sabrá jamás que, ante los ojos de cualquier otro, cuyo afecto no tiene ningún valor, nuestras virtudes estallan, nuestro talento resplandece, nuestra fuerza parece sobrenatural, nuestro rostro el de un dios.
De nuevo adolescente vergonzoso bajo la mirada de Maria Cross, ya no deseaba vengarse: su humilde deseo consistía en que esta mujer conociese su carrera amorosa y todas sus victorias desde el momento en que, despedido de Talence, fue inmediatamente cazado, alimentado por una norteamericana que lo tuvo seis meses en el Ritz (la familia creía que estaba en París preparando unas oposiciones). Pero es eso, justamente, lo que no es posible, piensa: revelarse a Maria Cross diferente a lo que fue en el salón «lujo y miseria», ahogado por los cortinajes, ese día en que ella repetía sin mirarlo: «Necesito estar sola, Raymond, compréndame: necesito estar sola.»
Era la hora en que la gran masa se retira: pero los clientes del pequeño bar permanecían allí, pues, al desembarazarse de sus abrigos se quitaban de encima su dolor cotidiano. Esa joven de rojo giraba feliz, extendidos sus brazos como alas, y el hombre la sujetaba de las caderas: ¡qué dichosos eran esos dos fugitivos unidos en pleno vuelo! Sobre sus dos enormes hombros un norteamericano llevaba la cabeza rasurada de un niño: atento a los mandatos de un dios interior, improvisaba pasos de baile, tal vez obscenos, y como lo aplaudieron saludó torpemente, con una sonrisa de niño dichoso.
Victor Larousselle había vuelto a sentarse frente a Maria, y algunas veces se daba vuelta para mirar a Raymond. Su ancho rostro de un rojo vinoso (excepto bajo las bolsas parduscas de los ojos) mendigaba un saludo. En vano Maria le suplicaba que mirara a otro lado: lo que Larousselle no podía soportar en París era ese número infinito de cabezas que él no conocía. En su ciudad no existían rostros que no le recordasen un nombre, una relación familiar que no pudiese situar, de una sola mirada, ora a su derecha, entre las gentes a las cuales uno muestra cortesía, ora a la izquierda, entre los reprobados que se conocen, pero a los cuales no se saluda. Nada hay de más común que esta memoria de los rostros cuyo privilegio es atribuido por los historiadores a los grandes hombres: Larousselle recordaba a Raymond por haberlo visto en la berlina de su padre en tiempos pasados y por haberle dado, en esa ocasión, palmaditas en las mejillas. En Burdeos, sobre la acera de la intendencia, no habría dado muestra de reconocerlo; pero aquí, aparte de que no se acostumbraba a la humillación de no ser reconocido por nadie, su secreto deseo era que Maria no quedara sola mientras él se hacía el gracioso con aquellas dos pequeñas rusas. Atento a los gestos de Maria, Raymond supone que ella impide a Larousselle que le dirija la palabra; se convence de que, después de diecisiete años ella ve siempre en él un animal torpe y avergonzado. El joven oyó cómo gruñía el bordelés: «¡Además lo quiero, eh, eso te basta!» Una sonrisa enmascaró el rostro malo de ese hombre, el cual se dirigió a Raymond con la seguridad de las personas convencidas de que un apretón de manos es un favor: «¿No se equivocaba? ¿Era el hijo de ese buen doctor Courrèges? Su mujer recordaba muy bien haber conocido a Raymond cuando era pequeño, durante el tiempo en que el doctor la cuidaba…» Arrebató el vaso del joven y lo obligó a sentarse cerca de Maria, la cual pronto retiró su mano apenas la hubo tendido; Larousselle sentóse por un instante, y después se levantó, y sin disimular:
—Con permiso, ¿no?… Un instante…
Ya se había reunido con las rusas en el mesón: a pesar de que podía volver de un momento a otro y nada era más urgente para Raymond que aprovechar este minuto, el joven permaneció silencioso. Maria volvía la cabeza; sentía el olor de sus cabellos cortos, y vio, con profunda emoción, que algunos eran blancos. ¿Algunos? Miles, tal vez… La boca un poco tosca, gruesa —fruto milagrosamente intacto aún— concentraba en sí toda la sensualidad de ese cuerpo y dejaba una luz muy pura en los ojos, en la frente descubierta. ¡Ah!, ¿qué importaba que la ola del tiempo hubiese batido, lentamente roído, ablandado su cuello, su garganta? Dijo sin mirar al joven:
—Realmente mi marido es de una indiscreción…
Raymond, como si hubiera tenido dieciocho años, demostró su estupor al saberla casada.
—¿No lo sabía? ¡Vamos! ¡Todo el mundo lo sabía en Burdeos!
Había resuelto oponer a Raymond un frío silencio; pero pareció confundida al comprobar que existía un hombre en el mundo —especialmente un bordelés— que no sabía que ella se llamaba ahora la señora de Larousselle. El se excusó diciendo que no vivía en Burdeos desde hacía mucho tiempo. Ella, entonces, no pudo dejar de violar su promesa de silencio: el señor Larousselle se había decidido un año después de la guerra… Dudaba desde mucho tiempo, debido a su hijo…
—Bertrand, apenas desmovilizado, nos suplicó que finiquitáramos el matrimonio. No tenía ningún interés; cedí ante consideraciones muy altas…
Agregó que habría vivido en Burdeos:
—… Pero Bertrand está en el Politécnico; el señor Larousselle pasa aquí quince días al mes; esto constituye un hogar para el chico.
De súbito, tuvo vergüenza de haberse entregado; de nuevo distante, preguntó:
—¿Y el querido doctor? La vida nos separa de nuestros mejores amigos.
¡Qué alegría sería para ella volver a verlo! Pero como Raymond le tomara la palabra para decirle: «Justamente mi padre está en París, en el Grand-Hotel; estaría encantado…» Ella giró en redondo y puso cara de no haber escuchado. Impaciente por irritarla, por desencadenar su cólera, se hizo, por fin, el valiente, y se atrevió a tratar el quemante tema:
—¿Ya no me guarda rencor por mi torpeza? ¡Sólo era un niño grosero pero cándido en el fondo! Dígame que no me guarda rencor.
—¿Guardarle rencor?
Fingió no comprenderlo; luego:
—¡Ah! Usted alude a aquella escena absurda… No tengo nada que perdonarle; creo, más bien, que estaba loca en esa época. ¡Tomar en serio a un mocoso como usted! ¡Eso me parece tan desprovisto de interés hoy día! ¡Si supiera cuán lejos está de mí!
Ciertamente la había irritado, pero no como había creído. Todo aquello que le recordara la antigua Maria Cross le daba horror; pero sólo juzgaba ridícula su aventura con Raymond. Desconfiaba, preguntábase si él había sabido que tal vez había querido morir… No; hubiese estado más orgulloso, no tendría ese aire tan humilde. Raymond lo había previsto todo menos lo peor… menos esa indiferencia.
—En ese entonces vivía replegada en mí misma. Le daba infinita importancia a simples extravíos. Me parece que usted me habla de otra mujer.
Raymond sabía que la cólera y el odio son prolongaciones del amor. Si él hubiese podido despertarlos en Maria Cross su causa hubiese podido tener esperanzas, pero él sólo provoca el aburrimiento de esa mujer, su vergüenza por haberse entregado en otro tiempo a juegos tan miserables en tan pobre compañía. Y como agregara en tono de burla:
—¿Entonces usted creía que esas tonterías podían tener importancia en mi vida?
El gruñó diciendo que habían tenido importancia en la suya, confesión que nunca se había hecho a sí mismo y que se le escapaba. No sospechaba que esa pobre historia de su adolescencia había cambiado su destino; sufría, oía la voz tranquila de Maria Cross:
—Bertrand tiene mucha razón al decir que no empezamos a vivir nuestra verdadera vida sino después de los veinticinco o treinta años.
Raymond sentía confusamente que eso no era verdad y que, al final de la adolescencia, todo aquello que debe cumplirse ha echado raíces en nosotros. En el umbral de nuestra juventud, las cartas están echadas: no va más; tal vez están echadas desde nuestra infancia: esa inclinación, enterrada en nuestra carne antes de haber nacido, ha crecido como nosotros, se ha combinado con la pureza de nuestra adolescencia, y cuando hemos alcanzado la madurez florece bruscamente su monstruosa flor.
Raymond, desamparado, alzado todo él contra esta mujer inaccesible, recordó entonces lo que tan ardientemente había deseado hacerle saber a ella, y aunque tenía, a medida que hablaba, la certidumbre de que sus palabras eran las menos oportunas, dijo que «por cierto esta historia no le había impedido conocer el amor… ¡y de qué manera! Había tenido, sin lugar a dudas, más cantidad de mujeres que ningún otro muchacho a su edad, mujeres que valen la pena: no hablaba de las mujeres de la calle… Maria Cross le había traído más bien suerte». Maria echó la cabeza hacia atrás, y con los ojos entrecerrados, lo interrogaba con aire de repugnancia: de qué se quejaba…
—… Ya que sin duda para usted sólo existe esa porquería.
Encendió un cigarrillo, apoyó contra el muro su nuca afeitada, siguió, a través del humo, las volteretas de tres parejas. Como la orquesta se tomó un descanso, los hombres se desprendieron de las mujeres y batieron palmas tendiendo luego las manos a los negros con un gesto suplicante, como si su vida hubiese dependido de ese bullicio; los negros misericordiosos desencadenaron el jazz, y los fugitivos, entonces, llevados por el ritmo, volaron otra vez acoplados.
Raymond, sin embargo, consideraba con odio a esta mujer de pelo corto que fumaba, a esta Maria Cross; buscó y encontró al fin la palabra que necesitaba para que se pusiera fuera de sí:
—De todas maneras, usted está aquí.
Ella comprendió que él quería decir: volvemos siempre a nuestros primeros amores. Tuvo el placer de ver cómo enrojecía su rostro y fruncía las cejas:
—Siempre he detestado este tipo de lugares: ¡usted me conoce muy mal! Su padre tiene que recordar mi martirio cuando el señor Larousselle me arrastraba al Lion-Rouge. De nada serviría que yo le dijese a usted que estoy aquí por deber: sí, por deber… Pero un hombre como usted ¿qué puede entender de mis escrúpulos? Es el propio Bertrand el que me aconseja ceder, en una medida razonable, a los gustos de mi marido. Si quiero mantener cierta influencia, no debo tirar demasiado de la cuerda. Bertrand tiene un criterio muy amplio, usted sabe: me suplicó que obedeciera a su padre que quería que me cortara el pelo…
Basta que Maria pronuncie el nombre de Bertrand para que se sienta menos tensa, apaciguada, enternecida. Raymond vuelve a ver en pensamientos una avenida desierta del Parc-Bordelais a las cuatro de la tarde y un niño sofocado que lo persigue; oye su voz llena de lágrimas: «Devuélveme mi cuaderno…» Ese niño debilucho, ¿en qué clase de hombre se ha transformado? Raymond, trata de herir:
—Usted tiene ahora un hijo mayor…
No, ella no está herida; sonríe dichosa:
—Es cierto que usted lo conoció en el colegio…
De súbito, Raymond existe ante sus ojos: es un condiscípulo de Bertrand.
—Es verdad, un hijo mayor; pero un hijo que, a la vez, es amigo, un maestro. Usted no se imagina lo que le debo…
—Sí, usted me lo dijo: le debe su matrimonio.
—Efectivamente, mi matrimonio: pero eso es lo de menos. Me reveló… no, no, usted no puede comprender. Aunque pensaba hace un momento que usted había sido su compañero. Me gustaría saber cómo era de niño; muchas veces, se lo he preguntado a mi marido; parece increíble que un padre no sepa qué decir sobre su hijo: «un niño simpático, igual a todos», me repetía. Verdad que no parece que usted haya sabido observarlo mejor. ¡En primer lugar, usted es mucho mayor que él!
Raymond protesta:
—Cuatro años, eso no es nada —y agrega—: Recuerdo a un mocoso con cara de mujer.
Ella no se enojó, pero le contestó con apacible desdén que se imaginaba perfectamente que no habían sido hechos como para entenderse. Raymond comprendió que a los ojos de Maria, su hijastro planeaba sobre él, a distancia inconmensurable. Ella pensaba en Bertrand; había bebido champaña y sonreía a los ángeles; golpeó también con sus manos, como los fugitivos desunidos, para que la música ayudara en su encantamiento. ¿Qué quedaba, en la memoria de Raymond, de esas mujeres que él había poseído? Algunas ni siquiera las reconocería. Pero durante esos diecisiete años, no ha transcurrido un solo día en que no haya recordado ese rostro, lo haya insultado, acariciado, ese rostro cuyo perfil puede contemplar tan de cerca, esa tarde. Maria estaba tan lejos de él esa tarde que no lo pudo soportar y para acercarse a ella, pronunció de nuevo el nombre de Bertrand:
—¿Deja pronto el Politécnico?
Respondió con complacencia que era su último año; había perdido cuatro años a causa de la guerra; pensaba que saldría entre los primeros. Y como Raymond agregara que, sin duda, Bertrand, sucedería a su padre, Maria protestó diciendo que le darían tiempo para que reflexionara. Por lo demás, ella estaba segura de que se impondría en cualquier parte. Raymond no comprendía nunca el valor de esa alma:
—En el Politécnico, su influencia es extraordinaria… Pero no sé por qué le digo estas cosas…
Pareció que bajaba de las nubes, cuando le preguntó: «Y usted, ¿qué hace?»
—Negocios… vagabundeo un poco…
Repentinamente, su vida le pareció miserable. Apenas si ella lo había escuchado: no lo despreciaba; simplemente, no existía ante sus ojos. Levantándose a medias, Maria hacía señales a Larousselle, que seguía perorando sobre su taburete; él gritó: «¡Todavía otro minuto!» Ella dijo en voz baja: «¡Está tan rojo! Bebe demasiado…» Los negros envolvían sus instrumentos, como si fueran niños dormidos. Sólo el piano parecía no poder detenerse: una pareja daba vueltas todavía; el resto, sin separarse, se había desplomado. Ha llegado la hora, que Raymond Courrèges saboreara tantas veces: la hora en que las garras se esconden, los ojos se llenan de dulzura, la voz ensordece y las manos insidiosas… En otra época, sonreía, pensaba en lo que vendría después: cuando al salir del cuarto, al rayar el alba, el hombre se alejaba, silbando bajo y dejando tras él, atravesado en la cama, un cuerpo molido, como si estuviera asesinado… ¡Ah! ciertamente, ¡no habría abandonado así a Maria Cross! Toda su vida no hubiera bastado para hartarse de esa mujer. No se ha dado cuenta de que él ha acercado su rodilla a la suya: ni siquiera siente el contacto; ha perdido su poder frente a ella; sin embargo, él la tuvo al alcance de su mano, en esos años transcurridos; ella creyó amarlo. El no sabía; sólo era un niño, ella debió advertirle lo que exigía de él; ningún capricho lo habría desalentado; habría avanzado tan lentamente como ella lo hubiese deseado; sabía, según la necesidad, suavizar su furor… Habría sabido hacerle saborear la felicidad… Demasiado tarde ahora: pasarían siglos antes de que se volviera a renovar la conjunción de sus destinos en el tranvía de las seis. Levantó los ojos, miró en los espejos su juventud que pasaba, vio asomarse las señales de la decrepitud: ha pasado el tiempo de ser amado; es el tiempo de amar, si eres digno de ello. Posó su mano sobre la mano de Maria Cross:
—¿Recuerda el tranvía?
Ella se alzó de hombros y sin volverse tuvo la audacia de preguntar: «¿Cuál tranvía?» Luego, para no darle tiempo de contestar:
—¿Sería tan amable de ir a buscar al señor Larousselle y reclamar la contraseña del guardarropa?… De otra manera, no partiremos nunca.
Parecía no escuchar. Ella había dicho intencionadamente: «¿Qué tranvía?» Raymond hubiera querido decirle que nada contaba en su vida fuera de esos minutos en que estuvieron sentados frente a frente, en medio de esos pobres que, muertos de sueño, dejaban caer sus rostros tiznados: un diario se resbalaba de entre esas pesadas manos; esa mujer, con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lámparas un folletín y sus labios se movían como si estuvieran rezando. Gotas de tormenta cavaban el polvo de aquel pequeño camino, tras la iglesia de Talence; un obrero en bicicleta adelantaba al tranvía, el cuerpo doblado sobre el volante, llevaba, cruzándole el cuerpo, una bolsa de tela de donde salía una botella. Un follaje polvoriento semejaba, a través de las rejas, manos que buscan agua.
—Le ruego que sea amable y me traiga a mi marido; no está acostumbrado a beber tanto; debería haberlo retenido; no soporta el alcohol.
Raymond, que había vuelto a sentarse, se levantó y de nuevo le causó horror su reflejo en los espejos. ¿De qué sirve ser joven todavía? Es verdad que todavía pueden amarnos, pero ya no elegimos. Todo es posible para aquel que posee el efímero esplendor de la primavera del ser humano… Cinco años menos y Raymond piensa que no habría desesperado de su suerte: sabía, mejor que ningún otro, todo lo que podía vencer un hombre en su primera juventud; antipatías, preferencias, pudores, remordimientos en una mujer ya usada; todo lo que despierta en materia de curiosidades, de apetitos. Ahora se creía desarmado y miraba su cuerpo como si en la víspera de un combate hubiera mirado una espada rota.
—Si usted no se decide a ir, iré yo misma. Lo hacen beber… ¿Cómo podré traerlo de vuelta?… ¡Qué vergüenza!
—Qué diría su Bertrand, si la viera aquí a mi lado, y su padre allá…
—Lo comprendería todo: lo comprende todo.
En ese momento retumbó, del lado del bar, el ruido de un cuerpo macizo que se derrumbaba. Raymond se precipitó, y con la ayuda del barman, quiso levantar a Victor Larousselle, el cual tenía las piernas enredadas en el taburete derribado; su mano convulsa, llena de sangre, no soltaba una botella rota. Maria, temblando, tiró sobre los hombros del padre de Bertrand una pelliza y levantó su cuello para ocultar el rostro violeta. El barman decía a Raymond que pagara la cuenta, «que nunca se sabía si se trataba de un ataque o no», y lo llevó casi hasta el taxi, tanto miedo le daba verlo «reventar» antes de que hubiese traspasado la puerta.
Maria y Raymond, sentados en la bigotera, mantenían al ebrio acostado; una mancha de sangre se ensanchaba sobre el pañuelo alrededor de la mano herida. Maria gemía: «Esto no le sucede nunca… debería haber recordado que no soporta el vino… ¿Me jura guardar silencio?» Raymond exultaba, saludaba con inmensa alegría este retorno de la fortuna. No, no podía haberse separado de Maria Cross esa tarde. ¡Qué locura haber dudado de su buena estrella! A pesar de que estaban al final del invierno, la noche estaba fría; una capa de granizo blanqueaba la plaza de la Concordia bajo la luna. Raymond retenía, inmóvil, en el fondo del coche, esta masa de donde salían palabras confusas, eructos. Maria abrió un frasco de sales, y al joven le gustó ese olor avinagrado; se calentaba contra el fuego del cuerpo bienamado, aprovechaba las breves llamas de cada farol para llenar sus ojos con la imagen de ese bello rostro humillado. Por un momento tomó ella entre sus manos esa pesada cabeza de viejo que causaba horror mirarla y se parecía a Judit.
Deseaba, sobre todas las cosas, que el portero no se diera cuenta de nada y se sintió muy feliz de poder aceptar los servicios de Raymond, para arrastrar al enfermo hasta el ascensor. Apenas lo habían extendido en una cama, cuando vieron que su mano sangraba abundantemente y que tenía los ojos en blanco. Maria perdía la cabeza, torpe, incapaz de prodigar ninguno de los cuidados familiares a otras mujeres… ¿Tendría que despertar a los sirvientes en el séptimo piso? ¡Pero qué escándalo sería! Decidió telefonear a su médico, que debía de haber descolgado el interruptor, pues nadie le respondió. Estalló en sollozos. Raymond recordó entonces que su padre estaba en París, tuvo la idea de llamarlo y se lo propuso a Maria. Sin darle ni las gracias, buscó inmediatamente, en la guía de teléfonos, el número del Grand-Hotel.
—Justo el tiempo de vestirse y coger un taxi, y ya mi padre está aquí.
Esta vez, Maria le tomó la mano; abrió una puerta, y dio la luz:
—¿Quiere esperar ahí? Es el cuarto de Bertrand.
Dijo que el enfermo había vomitado y que se encontraba mejor; pero la herida todavía le inquietaba. Raymond, cuando ella se hubo ido, se sentó y abotonó su pelliza: el radiador calentaba poco. Le parece escuchar todavía la voz adormecida de su padre: ¡de cuán lejos parecía venir! Hacía tres años que no se veían: desde la muerte de la abuela Courrèges. En esa época, Raymond se encontraba en grandes dificultades de dinero; tal vez había reclamado su dote demasiado brutalmente; pero eso en particular había picado a lo vivo al muchacho y había precipitado la ruptura: también las amonestaciones de su padre refiriéndose a medios de existencia que daban horror a ese hombre timorato; los trabajos de corredor de comercio, de intermediario, le parecían indignos de un Courrèges; había pretendido exigir de Raymond que buscara una ocupación regular… Estará ahí en algunos instantes más. ¿Lo abrazará o simplemente le dará la mano?
Raymond se interroga, pero un objeto lo atrae, lo retiene: la cama de Bertrand Larousselle: una cama de hierro tan estrecha, tan correcta bajo su colcha de cretona de flores, que Raymond estalla de risa: cama de solterona o de seminarista. Paredes desnudas, salvo una sola, tapizada de libros; la mesa de trabajo está ordenada como una conciencia tranquila. «Si Maria viniera a mi casa, piensa Raymond, cambiaría…» Vería un diván tan bajo que se confunde con las alfombras; toda criatura que se aventura en esa media luz goza de una peligrosa desorientación, la tentación de ceder a gestos que la comprometerán tan poco como aquellos que osara hacer en otro planeta, como aquellos que vuelven inocente el sueño… Pero en el cuarto donde Raymond esperaba, esa noche, ninguna cortina ocultaba los vidrios helados por la noche de invierno: su habitante quería sin duda que lo despertara el alba, antes que hubieran tocado la primera campana. Raymond no sabe discernir los signos de una vida pura; ese cuarto hecho para la oración le hace pensar que el rechazo del amor, su no aceptación, son aplazamientos hábiles de donde saca beneficio el placer. Descifró algunos títulos de libros, y gruñó: «¡No! ¡pero qué idiota!» Nada le era más ajeno que esas historias de otro mundo, nada le causaba más repugnancia. ¡Su padre tardaba en venir! No quería seguir solo, se sentía burlado por ese cuarto. Abrió la ventana y miró los techos bajo la luna tardía.
—Su padre está ahí.
Cerró la ventana, y siguió a Maria al cuarto de Victor Larousselle: vislumbró una sombra inclinada sobre la cama, reconoció sobre una silla el enorme sombrero hongo de su padre, su bastón con empuñadura de marfil (su caballo, en el pasado, cuando jugaba al caballo); pero al enderezarse el doctor, no lo reconoció. Ese anciano que le sonreía, que lo atraía hacia él, sabía que era su padre.
—Nada de tabaco, nada de alcohol, nada de café; carnes cocidas al mediodía, y nada de carne por la noche. Así vivirá un siglo… ¡Vamos!
El doctor repitió: «Vamos», con voz distraída, como cuando se tiene el pensamiento en otra parte. Sus ojos no se apartaban de Maria, que al verlo inmóvil, tomó la iniciativa, abrió la puerta y le dijo:
—Creo que ahora todos necesitamos dormir.
El doctor la siguió al vestíbulo; repetía con tímida voz: «De todos modos es una suerte habernos encontrado…» Al vestirse de prisa, hacía un rato, y después en el taxi, había decidido que esta corta frase sería interrumpida por Maria Cross y que ella exclamaría: «Ahora que lo he recuperado doctor, no lo suelto más.» Pero no era eso lo que ella había contestado, cuando, desde el umbral, él se había apresurado a decir: «De todos modos, es una suerte…» Repetía, por cuarta vez, la frase preparada, como si, a fuerza de insistir, surgiera la respuesta esperada. No; Maria le tendía su abrigo, no se impacientaba a pesar de que él no encontraba la manga; ella decía con suavidad:
—Es cierto que el mundo es pequeño. ¿No nos hemos encontrado esta noche? Podemos volver a encontrarnos de nuevo.
Como ella fingiese no oír esta observación del doctor: «Tal vez deberíamos ayudar a la suerte…», el doctor elevó el tono de voz:
—¿No cree usted, señora, que nos sería posible ayudar un poco a la suerte?
¡Cuán embarazosos serían los muertos si volvieran! Vuelven a veces, guardando de nosotros una imagen que desearíamos ardientemente destruir, llenos de recuerdos que apasionadamente deseamos olvidar. Cada ser vivo se siente embarazado con esos náufragos que el reflujo trae de nuevo.
—Ya no soy la mujer perezosa que usted conoció, doctor; voy a tenderme un rato, porque debo levantarme a las siete de la mañana.
Se sintió lastimada de que él no replicara nada. Estaba harta de sentirse devorada con ojos tenaces por ese anciano que repetía:
«¿Entonces, usted no cree que podamos ayudar al azar? ¿No?» Respondió con una amabilidad un poco seca, que él sabía su dirección:
—Yo no voy casi nunca a Burdeos… Pero usted tal vez…
¡Era tanta amabilidad de su parte haberse molestado!
—Si se apaga la luz de la escalera, el interruptor está ahí.
Él no se movía, se obstinaba: ¿Se había resentido ella con su caída? Raymond emergió de la sombra y preguntó: «¿Qué caída?» Ella sacudió la cabeza exasperada y dijo con gran esfuerzo:
—¿Sabe usted lo que sería muy agradable, doctor? Podríamos escribirnos… Ya no soy una corresponsal empedernida; pero, en fin, por tratarse de usted…
Él respondió:
—Escribirse no es nada. ¿Para qué sirve escribir si no podemos vernos?
—¡Pero justamente por eso! ¡Porque no podemos vernos!
—No, no: aquellos que están seguros de no volver a verse ¿cree usted que desean prolongar artificialmente su amistad mediante una correspondencia? Especialmente cuando uno se da cuenta de que para el otro es un clavo… Uno se hace cobarde al envejecer, Maria. Ya tuvimos nuestra parte; tememos un aumento de pena.
Nunca le había revelado tanto; ¿comprendería al fin? Ella estaba distraída en ese momento, porque Larousselle la llamaba, porque eran las cinco de la mañana y porque tenía prisa por desembarazarse de los Courrèges.
—¡Pues bien! Seré yo la que le escriba, doctor, y usted tendrá la molestia de contestarme.
Pero más tarde, una vez que hubo cerrado y pasado el cerrojo por la puerta de entrada, volvió a su cuarto, donde su marido la oyó reír.
—¿Sabes lo que estoy pensando? ¿No te burlarás? Parece que el doctor estuvo algo enamorado de mí, en Burdeos… a mí no me extrañaría mucho.
Victor Larousselle respondió con voz pastosa que no estaba celoso; y repitió una de sus antiguas bromas: «Otro que está maduro para la fría piedra.» Agregó que el pobre hombre sin duda había tenido un pequeño ataque; muchos de sus clientes no se atrevían a dejarlo y consultaban en secreto otros médicos.
—¿Ya no te duele el corazón? ¿No te molesta la mano?
No, no sufría:
—Con tal de que en Burdeos no se sepa lo que me ha ocurrido esta noche… ¿Tal vez el chico Courrèges, podría…?
—No va nunca a Burdeos. Duerme… voy a apagar la luz.
Se sentó en la sombra y no volvió a moverse hasta que un tranquilo ronquido se elevó. Salió para ir a su cuarto, dudó ante la puerta entreabierta de Bertrand, y sin poder contenerse, empujó la puerta, olfateó furiosa, y percibió un olor a tabaco, un olor humano: «Tengo que haber perdido la cabeza para introducir aquí a ese…» Abrió la ventana para que entrara por ella el viento del alba y se arrodilló un instante al pie de la cama; sus labios se movieron; apoyó sus ojos en la almohada.