INMENSO PODER MEDIÁTICO.
REACCIONAR SIN DEMORA

Después (o además) del poder militar, político, económico, tecnológico, etc., destaca ahora, omnímodo, omnipresente, el poder mediático. «Pase lo que pase, pasará lo que nosotros queremos que pase», piensan ciertos magnates de los medios de comunicación. Por la voz, la letra, la imagen… la mayoría de los ciudadanos reciben las noticias cuidadosamente seleccionadas o amañadas previamente. En algunos países, autoridades muy importantes del gobierno —Primer Ministro incluido— o de la oposición están relacionadas con grandes consorcios que abarcan prensa, radio y televisión. Es cierto que en algunos casos existe libertad de expresión y discrepancia, pero les queda poca «cancha».

Determinados deportes y deportistas, actrices y actores —muchos de ellos en manos de sus «apoderados»—, ocupan exagerados espacios en las antenas, pantallas o periódicos, originando pertenencias incluso fanáticas, como las que se sienten por ciertos clubes que llegan a convertirse —con independencia de la calidad de los jugadores y de los éxitos que alcanzan— en la motivación central no sólo del esparcimiento, sino de la vida misma de muchas personas.

Noticias de hondo calado que podrían hacernos reflexionar y adoptar nuestras propias decisiones y actitudes (en esto consiste la educación) se ocultan, desdibujan o disfrazan. Las reuniones del G-8 y el G-20 (un grupo de plutócratas que intenta gobernar el mundo) inundan páginas y páginas, mientras que las propuestas de reforma de las Naciones Unidas en su conjunto o de sus instituciones financieras (conducidas por el propio Presidente de la Asamblea General y con la participación de Premios Nobel de Economía) acaparan solamente unos párrafos. Lo mismo sucede con las conferencias de gran relieve mundial, como la recientemente celebrada en la UNESCO sobre Enseñanza Superior en el mundo (¡ni una línea!), o como cuando se aborda lo que para mí constituye —y por eso lo reitero— el mayor problema de conciencia: la pobreza extrema y el hambre que causan la muerte todos los días, en un genocidio horrendo, de más de 70.000 personas, al tiempo que invertimos en armas inútiles más de 3.300 millones de euros. Este hecho debería movilizar a millones de ciudadanos de todo el orbe, pero el poder mediático quiere que estas situaciones éticamente inadmisibles sigan desapercibidas y que, una vez ellos hayan sido «rescatados» financieramente, todo siga igual.

Es decir, todos mirando hacia otro lado. Todos afanados en «sus cosas». Todos cómplices y guardando silencio. Incluso cuando podríamos aplaudir los fondos anunciados por el Presidente del Gobierno en momentos de crisis para paliar la pobreza, silencio. Si no se reacciona y moviliza la solidaridad por tantos miles de muertos de hambre al día, ¿qué movilizará a la gente, sobre todo a la juventud de hoy?

Gervasio Sánchez no se expresa únicamente con palabras valientes y de gran profundidad, también lo hace con fotografías que conmueven. ¿Cuál es el eco? Poquísimo. Los movimientos de solidaridad podrían encender las luces del despegue hacia un futuro de inclusión, de concordia, de entendimiento. Pero si las «vidas minadas» no consiguen activar nuestros sentimientos, ni tampoco lo logran quienes mueren de inanición y desamparo, seguiremos en el mundo de la simulación, de millones y millones de vidas distraídas que actúan al dictado de lejanas instancias de poder mediático. Los jóvenes, estoy seguro, no tardarán en reaccionar y convertirse en los arietes de la resistencia primero y de la resuelta acción después. Varias obras literarias recientes les han puesto sobre aviso para que conozcan la realidad que subyace, el trasmundo, lo que hay más allá de los fuegos de artificio.

«Poderoso caballero es don dinero». Varios diarios españoles —algunos de ellos periódicos de altos vuelos— pierden su dignidad y contradicen estrepitosamente los «valores» que defienden, empezando por la dignidad de la mujer, con unos anuncios rastreros, con dibujos y textos que pueden ser gravemente peligrosos para el comportamiento de niños y adolescentes. Se culpa, como casi siempre, a la escuela, a los educadores… sin darse cuenta de que son los propios medios de expresión los que inciden tan negativamente en los jóvenes. Lo mismo sucede con la publicidad de algunas marcas, sobre todo extranjeras, que rozan, además del mal gusto, las fronteras de lo tolerable. Y… seguimos de espectadores. Bastaría con que una asociación de ONGs recomendara que se dejasen de adquirir publicaciones que contengan en sus páginas centrales estas secciones repugnantes, o artículos de firmas que se promocionan de forma tan impúdica como ridícula.

Algunos periodistas se someten. Otros, no. Hace bien poco algunos de éstos pusieron de manifiesto que la «comparecencia» ante los medios de una autoridad autonómica había sido en realidad previamente grabada. Y, como ya es costumbre inadmisible, sin preguntas ni respuestas. Periodistas, no. Comunicados «disfrazados» de normalidad informativa, sí, pues no hubo rueda de prensa, esquivando así el encuentro con los profesionales de la información. Algunos lo denunciaron con firmeza. Más pronto que tarde, estén seguros, resplandecerá la verdad. Tengo el convencimiento —por haber defendido durante tantos años desde la UNESCO la libertad de expresión y el derecho a una información veraz— de que la era de los ciudadanos-receptores-testigos está llegando a su fin.

Quien controla la información, controla en buena medida la conducta cotidiana, ocio incluido, de la gente. Controla la vida. La «videocracia», la democracia a través de la imagen, impone a los televidentes sus puntos de vista; los imponen a los espectadores silenciosos, indiferentes, que no se aperciben de que nunca deberían abandonar su única fuerza: ser ellos mismos.

Ha llegado el momento de reaccionar, de la insumisión, de iniciar el gran cambio hacia la transparencia, hacia el conocimiento profundo de la realidad (premisa para poder transformarla).

Ha llegado el momento de implicarnos, de adherirnos a los Foros y Servicios que faciliten la movilización de los ciudadanos. Podríamos hallarnos en el umbral de una nueva época en la que la gente estaría por fin en el escenario a través de sus representantes democráticos, pues éstos habrían sido elegidos con total libertad y responsabilidad.

No nos dejemos engañar más. Digamos «no» a quienes promueven los «nuevos cultos» con ceremonias que atraen a gran número de «fieles» como resultado, por un lado, de una gran publicidad y, por el otro, del «vacío» informativo y conceptual que con tanta habilidad han instaurado. Los jóvenes sobre todo deben ser libres y no actuar al dictado de nadie, ni ir de momento con los pelos hacia arriba, con gomina, o con pantalones caídos sobre el empeine, o con tatuajes, más que en la medida en que corresponda a su propia iniciativa. Que distingan entre cuanto llega desde las lejanas instancias del poder mediático, con pingües beneficios, para uniformar y gregarizar a la ciudadanía en general y —lo que es más peligroso— a los jóvenes en particular. Gracias a la nueva tecnología de la comunicación, ahora podemos actuar con participación no presencial. Podemos expresarnos. Debemos expresarnos. Debemos mantenernos con firmeza frente a esta nueva forma de sometimiento y exclusión. Tenemos la obligación de dejar como legado a todos los que llegan a un paso de nosotros un mundo transparente y libre.

Debemos decirles, como en la canción de la película Once (Una vez), que obtuvo el Oscar a la Mejor Canción en 2008: «Eleva tu voz de esperanza ha llegado tu oportunidad».