CAPÍTULO VII
La carretera aparecía en medio de la oscuridad según las luces del auto la descubrían al recorrerla. Las señales del camino pasaban de ser figuras difusas a realidades brillantes y después no importaban. Talavar manejaba a toda velocidad de regreso a la ciudad. Acababa de matar a Carlos y su conciencia no estaba tranquila. En ese momento la maleta con el dinero se encontraba a su lado. Extrañas sensaciones se mezclaban en su alma, una de temor y arrepentimiento por la muerte; la otra, de dicha, que burbujeaba en su sangre con miles de posibles placeres que el dinero puede comprar.
Lo seguían Rodríguez y Vargas en su auto, contentos por el dinero que acababan de conseguir. Nunca se sintieron así, importantes, con una oportunidad de ser alguien, aunque fuera mientras durara el dinero.
—Después de repartirlo apenas alcanzará para un buen carro o una casa— respondió Vargas a los gritos entusiastas de su compañero.
Entre los tres cargaron el cuerpo de Carlos y lo arrojaron a un río cerca de la carretera. Esperaron para ver como se lo llevaba la corriente; no hubo palabras, sólo ese silencio incómodo de indiferencia y miedo.
—De todos modos Carlos era un adicto perdedor que no hubiera vivido mucho— concluyó Vargas cuando el cuerpo se había perdido en la oscuridad del rio y los tres volvían a sus autos.
Talavar tenía tristeza en los ojos, aunque la oscuridad la ocultaba. En una tarde acabó con cuatro vidas y el pretexto fue el dinero. Recordó la alegría de Carlos cuando mostró la maleta con billetes, para él también ese dinero significaba una nueva oportunidad para cambiar su vida. Una extraña opresión en el corazón le recordó que todos estaban atrapados en realidad. Carlos era un idiota, no esperaba la traición. Al inclinarse a sacar la maleta de la cajuela Talavar le disparó en la nuca, cayó de bruces sobre el auto y se fue deslizando despacio hasta llegar al asfalto, dejando su sangre embarrada en la carrocería. El plan fue de él, los convenció de participar después de insistirles mucho, pero era un adicto que tarde o temprano hablaría sobre ese robo a sus compañeros y los narcos se enterarían, no podían dejarlo vivir. Por un momento todos miraron el cuerpo inerte; no era un amigo, pero confió en ellos. En esos breves momentos de meditación todas las razones que antes parecían buenas no alcanzaban a justificar por completo la necesidad de matar a Carlos.
Antes, Talavar era sólo un ministerial menor. Apenas ganaba para vivir. Siguiendo los consejos de algunos compañeros empezó a extorsionar a ladrones y prostitutas. Los lujos en su casa y en su persona aparecieron despacio, casi con timidez. Por fin, un día llegó un auto de lujo y ya no había vuelta atrás, necesitaba seguir chantajeando para poder vivir bien. Cuando lo invitaron a participar en el narcotráfico, hacía dos años, todo cambió, tuvo dinero, autos, mujeres. Sabía que existían riesgos, pero él era demasiado inteligente para que lo atraparan los narcos o la policía. Esperaba manipular la situación hasta tener suficiente dinero para retirarse y empezar una nueva vida.
Timbró el teléfono celular. No reconoció el número pero sabía que Félix, el jefe del Cártel del Norte, trataría de comunicarse con él. Desde las primeras palabras del narco se notaba desesperado.
— Nos robaron dinero ¿Sabes quién lo hizo?
—Fue Carlos Romero y otro cabrón. Trabajó en la discoteca algunos años y sabía del movimiento del dinero.
— ¿Dónde está Carlos?
—Lo acabamos de matar, trató de huir. No encontramos el dinero. Se lo debió haber llevado el cabrón que le ayudó. No sabemos dónde está.
— ¿Cómo te enteraste tan rápido del robo?
—Interrogué a los testigos que trabajan en los negocios cercanos a la discoteca. Conocían a Carlos, lo reconocieron con facilidad.
—Encuentra al otro cabrón, quiero mi dinero rápido.
Después de colgar Talavar sonrió con satisfacción:
—Jodidos pendejos. Se creen importantes— dijo para sí, mientras conducía.
―o0o―
Esa noche yo no pude dormir, salí a meditar en un pequeño patio central. El aire fresco y los suaves murmullos de la noche me tranquilizaron.
García ya tenía tiempo en ese lugar, al acercarme guardamos silencio mientras me sentaba sobre una fuente en ruinas. Las miradas se concentraron en un firmamento opaco.
— ¿Cuántas cervezas llevas?
—Nunca las suficientes. Apenas llevo seis.
— ¿Dónde podemos conseguir más?
Caminamos por las calles vacías, a las tres de la mañana, buscando un depósito. Gracias a las influencias de García nos vendieron cerveza en la tienda pequeña. Regresamos al patio cargando las cervezas y nos sentamos en los restos de una antigua fuente. Con los primeros tragos surgieron las bromas y los comentarios sin importancia. Pero afloraron mis preocupaciones:
—Siento que estoy enamorado de nuevo. Es una sensación extraña, la he sentido muchas veces, pero cada vez se impone con la misma intensidad. Pensé que a mi edad no se daban esas estupideces. Que uno ya era inmune al sufrimiento que dejan las mujeres.
— ¿Y sientes como que tu culo te quiere hablar?... Estás como un adolescente calenturiento…Que te valga madre las mujeres. Son para usarlas, nada más, no las andes idolatrando… ¡Cabrón! Si les das mucho aprecio se te trepan. Deja de calentarte la cabeza con malos pensamientos. Ponte a trabajar y no pienses, distrae tu mente en otras estupideces.
— ¿Y tú qué? Solo y tomando cervezas todos los días.
—Sí, pero tuve lo mío con dignidad y no lloriqueando como niñita histérica... Ponte a trabajar, disfruta de la vida y del placer sin andar metiendo sentimientos en tu manera de pensar. Lo único que haces es volverte un pendejo.
Con ese regaño se acabó la plática sobre los sentimientos. Y siguieron temas más oscuros. García se acordó que combatió a los terroristas comunistas de otros tiempos. “Eran unos cabrones buscando el poder por medio de las armas, entrenados en países con dictadores perversos y luchando por imponernos el mismo tipo de tirano.” Los abusos y asesinatos de ambos bandos mencionados en su plática no parecían tan nefastos en forma de anécdota divertida.
Cuando los dos estábamos alcoholizados el gesto divertido de García desapareció.
—Cuando uno es joven la vida parece que durará una eternidad. A uno le daban órdenes, y de joven uno es medio pendejo, imaginábamos que los superiores eran valientes y buenos. Ahora me parece que realmente eran igual de pendejos que nosotros… Hacíamos estupideces sin pensar en las consecuencias, en lo que nos iba a pasar después. Pero no, los malos recuerdos se quedan adheridos como cochambre a lo conciencia. Están latentes, esperando un momento de calma para aparecer, nos demuestran que todo se paga… Y te desesperas y lo único que te queda es alcoholizarte cada vez que puedas, si no para olvidar, al menos para que te valga madre tú pasado por un rato.
El monólogo se fue opacando despacio, según las palabras se volvieron más tenebrosas, más secretas, hasta que sus propias emociones lo contuvieron y quedó el suave silencio de la noche que parecía envolverlo en un aura de resignación.
—Creo que me estoy enamorando—, volví a decir sin pensar.
— ¡Qué pinche problema el tuyo!
Cerca de las nueve de la mañana el celular me despertó. Lo busqué con movimientos torpes entre la ropa, atrapado por la somnolencia.
—Arena. Estas muerto y la familia de González también. Todo por tu culpa, por no dejar las cosas como estaban… Todos están muertos.
—Te voy a encontrar, puto, tarde o temprano te encontraré y entonces sabrás lo que son amenazas.
Corté la llamada. Traté de dormir de nuevo pero el celular volvió a timbrar.
— ¿Cómo estás?
— ¿Celina, estás bien?
—Sí, claro. Te llamo porque te extraño y quiero saber cómo estás.
—Bien. Crudo, pero bien.
— ¿Nos vemos esta tarde?
Le aclaré que no podía faltar, y al final ella recordó algo importante:
—Hace una hora la persona que daba informes a Gustavo llamó. Dijo tener información. Un cargamento de drogas llegará a una bodega en la parte norte de la ciudad. La bodega se llama Empresas del Llano. Me dio la dirección… Me parece peligroso. Así traicionaron a Gustavo… ¿Investigarás?
—No, no tiene caso, sólo atraigo atención sobre mí. Dejemos pasar el cargamento por ahora y después ya veremos.
—Una cosa más. También llamó Rodríguez esta mañana. Quiere verte. Dice que ya mataron a los asesinos de Gustavo.
—No lo creó.
—o0o—
Rodríguez refleja en su vida personal lo que son los cuerpos policíacos. Todos tienen un inicio bien intencionado, ayudar y proteger. Pero la decepción dejada por sus compañeros y el desprecio de la gente lo terminó amargando. La corrupción se impone de golpe. Nada más tomó esos primeros mil pesos para permitir que un político saliera de la escena de un crimen en un prostíbulo y todo empezó. Siguió habiendo situaciones parecidas y los testigos de las tragedias se ofrecían solos. Después, él se les insinuaba, y con los años aprendió a exigirlo. La mayoría aceptaba dar los mil o dos mil pesos por no verse involucrados en un crimen. Pero con el tiempo, al testigo que se negaba a dar dinero lo detenía como presunto implicado. La comisión de Honor y Justicia lo investigó en varias ocasiones, pero a la larga el mismo sistema lo ignoró, como si toda fuera una farsa.
Rodríguez sonrió con satisfacción, ya no tendría que soportar a sus jefes ni a los compañeros. Por primera vez en su vida tenía suficiente dinero para darse la gran vida, se lo había ganado a los narcos con astucia. Pensaba en largarse a una ciudad a un lugar donde no lo encontraran los matones.
La última parte del plan era esconder el dinero en un departamento que él tenía en unos condominios de interés social, sólo tomarían una parte para salir de apuros y divertirse. El resto sería guardado por mucho tiempo, hasta que el asunto se olvidara o que se cansaran de la vida que llevaban.
Según avanzaban por la carretera, el amanecer anunciaba un buen día para los tres ministeriales.
—o0o—
Desperté cerca de medio día, con un fuerte dolor de cabeza y con la sensación extraña de que un hecho importante acababa de ocurrir. Me bañé con prisa y terminé desnudo en la cama, atrapado por recuerdos de Celina.
El teléfono celular timbró, era Rodríguez y se escuchaba preocupado. Sabía que la llamada tenía que ser importante.
—Tenemos informes nuevos, es importante. ¿Qué tal si no vemos a las tres de la tarde en el restaurant Las Cazuelas? —aclaró por fin, demostrando entusiasmo.
Acepté y Rodríguez aseguró que la información valía la pena.
Media hora después, García fue a buscarme con una invitación a almorzar. Cocinaba en un cuarto pequeño, a un lado de la oficina. Comimos huevos con chile mientras las anécdotas del ex judicial se imponían entre cada taco. Aunque se le ocurrió una pregunta:
— ¿Pues en qué estás metido? Debe ser algo grande para esconderte aquí.
Le expliqué lo ocurrido.
—Una persona honesta no deja de serlo por dinero. Apuesto que existe algún otro motivo—dijo García cuando finalice.
—Nadie sabe nada, sólo los decomisos de drogas y ese dinero que su esposa encontró en la casa… Muchos piensan que se volvió corrupto, pero aparentemente no tenía ninguna razón para cambiar.
—Te aseguro que debe existir algún motivo oculto.
En ese momento hizo ruido el celular, lo contesté molesto. Era el encargado del edificio donde tenía la oficina. Se escuchaba nervioso.
—Señor Arena. Se presentaron problemas en su oficina. Hubo un incendio y algunos muebles se quemaron.
— ¿Cómo pasó?
—Nadie está seguro, pero algunas personas dijeron que dos tipos entraron a su oficina antes de que se declarara el incendio. Los bomberos dicen que fue provocado.
—¿Hubo daños importantes?
—No, sólo quemaron el escritorio y dos sillones y las ventanas se quebraron por el calor
—Después iré a la oficina a revisar los daños—contesté.
—o0o—
El restaurante donde me citaron resultó ser demasiado elegante y caro. Me sentí incómodo en medio de tanto lujo. Tuve que esperar en el bar haciéndome acompañar por una bebida exótica.
Cuando llegaron Rodríguez y Vargas se veían alegres. Saludaron con sonrisas afables y me llamaron “amigo”, lo cual pareció una exageración.
Ya en la mesa ordenaron lo más caro en el menú haciendo bromas con las palabras en francés.
—Ya cayeron— dijo Rodríguez en tono de triunfo cuando el mesero se retiró—. Mataron a los asesinos de González. Los mismos narcos se encargaron de ellos.
— ¿Quiénes eran?
—Los dueños de algunos antros en el centro de la ciudad. Distribuían drogas al menudeo entre sus clientes. Trabajaban para los del Cartel del Norte.
— ¿Qué motivos tenían para matar a González?
—No lo sabemos—aclaró Vargas—. Quizá sólo obedecían órdenes de Félix… ¿Cómo saberlo?
— ¿Estás seguro que fueron ellos?
—Tenían las armas con que mataron a González— intervino Rodríguez indiferente—. Las pruebas de balística confirman que fueron las mismas armas. No hay duda, fueron esos mismos cabrones.
— ¿Quién los mató?
La explicación de los hechos, del robo y asesinato en un antro del centro, dada con entusiasmo y con firmeza, no la sentí creíble.
—Me parecen muchas coincidencias. Un ladrón llega a matar a tres narcos como quien mata pichones sin temor a las consecuencias. Parece muy exagerado.
—El negocio de las drogas es así; todos mueren de una forma u otra— intervino Rodríguez—. Las pruebas indican que fueron ellos. Tal vez se cierre el caso pronto.
Me sentí furioso, pero no demostré nada, en el fondo ya lo esperaba. Sabría que cerrarían el caso con cualquier pretexto.
— ¿Piensas seguir investigando? — preguntó con interés Vargas.
—Seguir buscando sería pérdida de tiempo— aclaró Rodríguez.
—Por respeto a González, continuaré hasta que sienta que todo está claro.
—o0o—
Los dos matones del Cartel del Norte miraron a través del gran ventanal de un pequeño restaurante hacia la calle. Pudieron ver la entrada al antro, donde la tarde anterior, mataron a tres distribuidores de drogas. El mesero señaló la entrada y volvió a aclarar:
—Fueron ellos mismos.
Los matones se miraron sorprendidos. El mesero trató de tomar el billete de quinientos pesos ofrecido por los clientes a cambio de información, pero uno de los narcos lo cubrió con su mano.
— ¿Quiénes mataron a los dueños del antro de aquí enfrente?— volvió a preguntar el narco más viejo.
—Los mismos ministeriales. Uno de ellos mató a los tres tipos por la espalda y se quedó a esperar a los demás policías, él otro se llevó una maleta. Al poco rato llegaron el mismo asesino y otros dos policías, vino a preguntar qué había visto. Me sacaron de onda y les dije que no vi nada, para evitar problemas.
Los narcos eran dos tipos de mirada fría, como esos ojos que parecían ver a través de la gente, con prepotencia indiferente, como si pudieran matar a cualquiera. Ambos, en su tiempo fueron judiciales y, puesto que trabajaban para vivir, pensaron que sería bueno trabajar para los que mejor paguen. Eran rudos, tenían que ser fuertes y la violencia era tan parte de ellos como sus miradas.
Uno era mayor de cuarenta años, parecía ser tranquilo. El otro tenía cerca de treinta años y se veía más activo, más violento.
Por órdenes de Félix investigaban la muerte de los dueños del antro donde les habían robado el dinero. Llegaron al lugar en horas de la tarde y pasearon su mirada tranquila por los negocios vecinos. Descubrieron un pequeño restaurante que tenía buena vista de la entrada al bar. Cruzaron algunas palabras y se dirigieron al único mesero que se encontraba atento a lo que pasaba en la calle.
El mesero no esperaba el billete de quinientos pesos, ni las preguntas que le hicieron los matones. Insistieron en la pregunta:
—Explícate mejor.
—Sí, uno de los ministeriales y un empleado del antro llamado Carlos, llegaron y les dispararon por la espalda a los tres hombres que salieron del antro. Después Carlos tomó una maleta y se fue, mientras el ministerial se quedó allí esperando a sus compañeros.
— ¿Quién es el ministerial?
—o0o—
Luis Talavar fijó, una vez más, su mirada indiferente en el espejo retrovisor de su auto. “Todo está bien” dijo para si e hizo aparecer su mejor sonrisa. “Todo está bien”, volvió a pronunciar entre dientes, esperando controlar un poco sus temores. Estaba nervioso, la llamada de Félix, el jefe del Cártel del Norte, exigiéndole reunirse de inmediato lo asustó. Sabía que los narcos estaban intranquilos por la detención de drogas y ahora, con la pérdida del dinero, deberían estar furiosos. “Son pendejos” volvió a hablar entre dientes mientras se dirigía a la casa de seguridad. Trataría de calmarlos, de restarle importancia a la situación: “Un robo menor. A algún idiota se le hizo fácil”, aclararía llegado el momento. Además si la situación se sale de control pediría un poco de tiempo y entregaría el dinero fingiendo que lo encontró por ahí. Ya todo estaba planeado, no podía fallar.
La casa de seguridad era elegante por fuera, aunque por dentro estaba abandonada, con pocos muebles y muchos hombres armados. Luis sintió un ambiente extraño entre los presentes, a pocos conocía, pero ninguno lo quiso mirar a los ojos. Aunque respondían de forma apagada a las bromas que el ministerial hacía con su practicada sonrisa.
Ya en varias ocasiones había entrado en la oficina improvisada que Félix tenía en el segundo piso, pero esta vez la escalera se la hizo larga. Allí estaba el jefe del Cártel del Norte. Era un tipo regordete y de manos grandes, pero su aspecto no reflejaba el monstruo asesino que era. Estaba disfrazado con camisa de seda y grandes joyas, sus ojos eran fríos, indiferentes, distantes; nada ni nadie tenían importancia ante él. Pero su mirada tranquila sólo podía justificarse por su manera de pensar, él no se consideraba responsable de los crímenes que había cometido, era la misma sociedad que lo había guiado por la vida que ahora tenía. Félix se sentía libre de toda culpa.
Frente al jefe se encontraban sentados dos tipos. Uno de ellos era mayor de cuarenta años, con actitud de líder, él otro era un joven que parecía violento. En cuanto entró Luis los matones se alejan del escritorio y en el bar de la oficina se sirven unas bebidas. En ningún momento miraron al ministerial.
— ¿Dónde está mi dinero? — preguntó Félix con su mirada de cocodrilo y voz tranquila.
—No lo sé. Investigamos a un joven llamado Carlos, trabajó en el antro unos dos años. Él mató a los dueños y se robó el dinero. Según los testigos tenía un socio que todavía no hemos podido localizar.
A pesar del temor, el tono del ministerial era tranquilo y su voz clara, bien ensayada.
—Nosotros también investigamos. Sabemos que tú mataste a mis amigos y queremos el dinero de vuelta.
— ¿Quién se lo dijo? Están tratando de incriminarme.
Luis se sintió atrapado. Estaba seguro que no lo matarían por ser ministerial, aunque pensó en la tortura y tuvo miedo, pero tenía que mantenerse firme en su engaño.
—No te hagas pendejo. Hablaron con testigos y te reconocieron a ti.
Por sorpresa, los dos tipos tomaron a Luis de los hombros y se dio un forcejeo. El ministerial trató de sacar su arma pero los golpes del joven lo privaron de la conciencia.
—o0o—
Esperaba a Celina en un bar en el centro, nos citamos a las cinco de la tarde. Estaba confundido. Por una parte sentía deseos de poseerla de nuevo, por otra, el recuerdo de mi amigo me hacía sentir culpable, como si lo traicionara.
Recordaba las pocas veces que vi a Celina con mi amigo. Nada indicaba que ella hubiera estado enamorada de mí. Las miradas siempre fueron de amistad, los escasos roces de nuestros cuerpos fueron accidentales y los momentos en que estábamos solos las pláticas fueron inofensivas. No, el amor entre ambos no existía, aunque en el fondo deseaba que así fuera, que algo secreto y mordaz existiera entre nosotros.
Cuando por fin llegó se veía radiante y ansiosa, con un vestido de tela ligera que delineaba bien su cuerpo. Saludó con un beso apasionado y susurró al oído:
—Vámonos. Quiero estar contigo.
—Espera, comamos algo.
Ella me tomó del brazo y a jalones discretos me obligó a ponerme en pie, apenado pude dejar algún dinero sobre la barra.
En el auto sostuvimos una plática vaga. Yo trataba de afrontar nuestra situación, pero Celina la evadía con bromas simples, casi infantiles.
—Quiero ver tu cuarto—contestó cuando pregunté a dónde iríamos.
—Estoy en un cuartucho. No te sentirás cómoda.
Media hora después nos encontramos en mi cama, sin poder controlar los instintos. Cuando todo acabó, cuando la pasión ya no existía, sólo quedaban las razones para no estar juntos.
— ¿Qué sientes por mí? —, sentí como un deber hacer esa pregunta.
—Estoy enamorada de ti. Creo que desde hace años.
Ambos estábamos desnudos en la cama, abrazados. Ella se recostó en mi pecho y mis manos buscaron tocar su cuerpo.
—Antes no lo parecías. No recuerdo nada que lo demostrara.
— ¿No recuerdas o no quieres recordar?... Sabía que no dirías nada directo y menos me faltarías al respeto. Pero en muchas ocasiones sentí tu mirada, esos roces que parecían accidentales y lo nerviosos que nos poníamos cuando nos quedábamos solos. Gustavo se puso celoso una vez, pero nada dijo… Te admiraba y también disfrutaba siendo un poco coqueta contigo y verte nervioso. Pero como tú, yo tampoco podía decir nada.
— ¿Qué pasará después, cuándo todo esto acabe?
—No lo sé. Prefiero no pensar, sólo espero que todos salgamos bien. ¿Qué pasará mañana? lo que la vida quiera.
— ¿Y si no fuera real? ¿Si lo que estamos viviendo es un espejismo provocado por nuestra situación?
Ella no contestó, pasó el tiempo en una ternura diferente, como rezando porque los sentimientos fueran reales.
Era media noche cuando dejé a Celina en su casa. No pude regresar a la pensión, estaba demasiado melancólico para afrontar una cama vacía. Conduje a la colonia elegante donde se perdieron los narcos de la camioneta blanca días atrás. Casi conducía por instinto, mi mente estaba con Celina, de hecho el camino y los primeros recorridos por la colonia no los recuerdos.
La colonia tenía poca actividad a esa hora de la noche, sólo casas apagadas y tranquilidad.
Al tomar conciencia de lo que hacía, mi mirada sólo se concentró en las casas que tenían autos blancos. No era muchas. De pronto apareció en una casa un vehículo muy parecido al que buscaba. Pasé frente a la casa en dos ocasiones, y aunque no podía estar seguro, era la mayor posibilidad que tenía. Anoté la dirección y me estacioné para vigilarla.
Cerca de las dos de la madrugada la camioneta blanca salió de la casa. Llevaba escoltas, una camioneta suburba negra. Los seguí de cerca. Los primeros minutos estuve detrás de ellos con prudencia. Entraron en calles secundarias del centro de la ciudad.
Llegaron hasta una joyería de lujo. De la camioneta surgió un hombre joven, también un tipo robusto y mayor al cual identifiqué como Félix. El negocio estaba cerrado, pero llamaron a una pequeña puerta lateral. Al abrirla surgieron líneas difusas de luz que pusieron al descubierto las figuras. Aunque nunca estuve seguro, me pareció ver a Alicia sonriendo y a un Rodríguez orgulloso salir del negocio.
Los tipos entraron y la camioneta negra continuó avanzando. Sin una verdadera razón seguí la camioneta.
En este momento el recorrido fue largo, daba la impresión de buscar un lugar apartado y solitario. Entraron en una serie de caminos vecinales. Hasta que se estacionaron al lado de un terreno baldío, cerca de una serie de colonias humildes. Bajaron dos matones, sus miradas buscaron en todas direcciones a algún posible testigo, pero me detuve unos doscientos metros atrás y no me vieron. La distancia y las penumbras no permitieron reconocer detalles, pero en cuanto sacaron un bulto de la parte trasera de la camioneta, comprendí que era un cuerpo humano. Lo arrastraron entre las hierbas y lo dejaron allí. Subieron de nuevo a la camioneta y se marcharon rápido.
Me escondí dentro del auto cuando pasaron de regreso. Pensé en revisar el bulto pero pensé: “Ya después sabría de quién se trataba”. Los seguí de regreso a la joyería. Los de la camioneta blanca los esperaban y de inmediato salieron a la gran avenida. El vehículo negra bajó la velocidad mientras que la blanca se alejaba. Al tratar de rebasarlos sentí los primeros disparos como golpes en la carrocería, después escuché silbidos agudos, detonaciones y los cristales de las ventanas se hicieron pedazos. Aceleré a fondo y salté a los carriles contrarios mientras las balas seguían golpeando el auto. No lograron herirme y pude salir de la autopista. Trataron de seguirme pero pude perderlos en el centro de la ciudad. En ese momento estuve seguro de haber encontrado a Félix.
—o0o—
— ¿Qué le ocurrió a tu auto? — preguntó García con preocupación fingida cuando espió a través de la ventana.
—Fueron las termitas.
—Sí, termitas que usan armas automáticas de nueve milímetros… ¿Te siguieron?
—No pudieron, escapé en el centro.
—De todos modos estaciona el auto en otro lugar. No quiero problemas aquí.
Ya en su oficina me entregó una cerveza. Y de nuevo apareció ese silencio reflexivo, mezclado con mi adrenalina y los recuerdos de García. Nos sentamos en el sofá. Esperaba hablar sobre lo ocurrido, sobre mis temores, pero el viejo judicial sabía que era mejor platicar acerca de otros temas y dijo:
—Estaba buena la mujer. ¿Quién era?
—La esposa de un amigo ministerial: González. Acaba de ser asesinado.
—Lo conocía, era buena persona… Con que consolando viuditas. Eso es de buenos samaritanos… Un poco chaparrita, pero está bien.
García se acordó de muchas mujeres, de las amantes que tuvo durante su vida, y una frase aparecía de vez en cuando en su plática: “En mis tiempos las hacía gozar”.
Mas mi mente no estaba para tonterías:
— ¿En quién puedo confiar en esta guerra de narcos?
—Mira, todo el ambiente judicial está corrompido. Los jóvenes pueden ser los más confiables, aunque no todos. Los viejos ya están resentidos y la mayoría amañados. No los corrompe el dinero sino el cansancio, ese desánimo producido por el hecho de que no reconocen nuestros esfuerzos. Con el tiempo cualquiera se cansa de ser bueno y se mete a la corrupción… Además, todos tenemos una reputación, nos guste o no, y es eso lo importante. Fíjate en los jóvenes, algunos no están maleados.
De inmediato pensé en Vallarta.
—o0o—
A las cinco de la mañana una brisa fresca recorría los pastos de un terreno baldío, cercano a una serie de colonias humildes. Para un habitante de esas colonias, levantarse temprano era parte de sus actividades para dirigirse a su trabajo en bicicleta. Siempre aprovechaba el panorama a su alrededor para relajarse y alejar los problemas de su casa. Pero en aquel amanecer algo extraño había en la carretera, entre el pasto.
Se acercó despacio, en cuanto estuvo seguro que era un cadáver se apresuró a revisarlo, a quitarle todos los objetos de valor. Sacó un reloj, la cartera, un anillo y, lo que consideró más valioso, la placa de agente ministerial. Subió a su bicicleta y se alejó rápido. Media hora después avisó a las autoridades por medio de una llamada anónima.
Los primeros ministeriales que llegaron al lugar creyeron reconocer el cuerpo y avisaron que la víctima podría ser uno de ellos. El área se llenó de patrullas en cuestión de minutos. Los ministeriales se acercaron con preocupación para revisar el cadáver, con la esperanza de que fuera sólo un jodido muerto más y no otro compañero caído. Pero un nombre empezó a surgir entre ellos: Talavar.
Vargas y Rodríguez fueron de los últimos en llegar. Sólo Vargas bajó del auto, prácticamente corrió a ver a su amigo. El miedo se reflejó en su rostro al comprender que fue torturado, las señales claras en su cuerpo mostraron que fue golpeado y tal vez cosas peores. Estaba seguro de que había confesado el robo, los narcos ahora los estaban buscando a ellos.
Cuando los compañeros vieron la cara de preocupación de Vargas supusieron que sufría por su amigo muerto. Nadie podía imaginarse el temor que apareció en su alma de golpe. El precio a pagar por traicionar a los narcos era muy alto y ahora ni él ni nadie de sus familiares estarían a salvo.
— ¿Quién crees que lo mató? — preguntó un compañero, comisionado para indagar el caso.
—No tengo ni idea.
— ¿Qué investigaba?
— Sobre el asesinato de González.
Ni siquiera se detuvo para continuar con el interrogatorio. Siguió caminando ante la mirada comprensiva de sus compañeros.
Rodríguez lo esperaba en el auto. Estaba dormido en la casa de Alicia cuando recibió la llamada para avisarle sobre la muerte de Talavar. Todo lo imaginó de inmediato, buscó a Vargas para ponerse de acuerdo con él. Sólo tuvo que ver la mirada desencajada de su compañero cuando se acercaba para entender lo malo de la situación.
—Es Talavar. Los del cártel no se tragaron la pendejada del robo— dijo Vargas en cuanto subió al auto.
—Sabía que el robo a los narcos era una estupidez, pero nunca me imaginé que se atrevieran a matar a uno de nosotros— protestó Rodríguez también asustado.
—Lo torturaron, lo más seguro es que hablara. Los del Cártel ahora saben que nosotros tenemos el dinero. ¿Qué haremos?
—Yo me largo a la chingada. Me llevaré el dinero que pueda y me perderé. De lo contrario nos van a matar a nosotros también.
— ¿Y si devolvemos el dinero?
—Nos matarán de todas formas.
Rodríguez encendió el auto y salió a toda velocidad del lugar. Momentos antes se sentía seguro. Ahora en su mente la imagen de sus hijos llegaba para sembrar el temor. Sabían que no tenían otra posibilidad que huir e iniciar otra vida en algún lugar, y que Dios cuidara a sus familias.
—o0o—
García sacó cervezas del refrigerador hasta que la embriaguez lo venció y se quedó dormido en el sofá.
Lo dejé y llegué hasta mi cama tambaleándome. Estaba acostado cuando el celular me despertó. Era Celina con actitud preocupada.
—Llamó Vallarta, se encontraba muy enojado, quería hablar contigo pero no le quise dar el número. Quería decirte que mataron a Talavar. Dice que fueron los narcos y están preocupados.
— ¿Tienes su número?
— ¿Qué está pasando? ¿Por qué otro muerto?
—No lo sé, pero lo averiguaré en cuanto pueda.
Celina dio el número y marqué con rapidez. Quería enterarme de los detalles de la muerte de mi principal sospechoso.
— ¿Dónde estás? — pregunté en cuanto el joven ministerial contestó.
— Talavar apareció muerto. Estoy revisando el lugar donde encontraron el cadáver, buscando pistas.
— ¿Qué paso? ¿Por qué lo mataron?
—Nadie lo sabe, pero presenta signos de tortura y recibió un tiro de gracia… Pensamos que fueron los narcos.
— ¿Dónde apareció?
La respuesta no la esperaba. Era el mismo lugar donde horas antes vi a los narcos de la camioneta negra arrojar un cuerpo a la orilla del camino. Ahora sabía que era Talavar ese bulto informe que distinguí de lejos.
Con desesperación, quizás por el alcohol, expliqué lo que sabía y finalicé con la dirección de la casa de donde salió la camioneta blanca y la camioneta negra y de como arrojaron un bulto en ese mismo lugar.
—Las camionetas salieron del número 108 de la calle Ámsterdam de la colonia Ángeles.
—o0o—
—Hola, soy yo, Alicia. ¿Qué estás haciendo?
—Tratando de levantarme.
El celular timbró a las siete de la mañana, aunque su voz era clara su tono se escuchaba triste.
—Me siento sola, ven a mi casa.