CAPÍTULO III

   En el informa de Gustavo sobre el primer decomiso, no aparecen los detalles. Las palabras eran escuetas y planas. Tuve que esforzarme para poder comprender qué pasó en esa ocasión y sólo lo puedo imaginar así:

  Gustavo González miraba preocupado la autopista en ambos sentidos. Esperaba un camión de carga que contenía kilos de cocaína. A su espalda un restaurante en medio de la soledad de la carretera y dos patrullas federales estacionadas a su lado. Los cuatro policías platicando con indiferencia cansados de la espera.

   El día anterior Gustavo recibió una llamada anónima, según escribió en el informe, donde le explicaban que un cargamento de latas de conservas, conteniendo drogas, pasaría a las tres de la tarde por el kilómetro veinticuatro de la carretera nacional, precisamente frente al único restaurante en esa parte del camino.

   Gustavo consideró la llamada como una broma frente a sus compañeros, pero era su obligación asegurarse de que lo fuera. Llamó a un amigo federal para que lo apoyara. Como siempre, al principio se negaron, pero logró convencerlos de enviar dos patrullas y cuatro elementos. El retén fue colocado desde el medio día.

   Para las tres de la tarde ya se encontraban intranquilos, sus miradas buscaban en la distancia cualquier característica en los camiones que les permitiera sospechar. Ya habían inspeccionado a cuatro vehículos pero fue inútil. Pasaron tres horas y los federales mostraban señales de cansancio y de molestia por el calor. González suspiró con alivio al ver aparecer el primer camión parecido a la descripción dada de forma anónima.

  —Ése es el bueno — dijo González a los federales.

  Los cinco se acercaron a la carretera e hicieron señales a la unidad para que se detuvo, arrastrándose pesadamente por la cuneta el vehículo se detuvo. Indiferentes se aproximaron todos a la cabina.

   —Policía Federal. Revisaremos su cargamento para asegurarnos de que todo esté en regla — dijo uno de los federales.

   El chofer bajó contrariado llevando algunos documentos y dijo saludando a todos con mucha familiaridad:

   — ¿Cómo están, compañeros? El comandante Barrón me encargó que se comunicaran con él si tuviera algún problema.

   González ignoró el comentario y pidió los papeles del cargamento. Uno de los federales se dirigió a la patrulla para hablar por radio.

   —Inspeccionemos la caja del camión— aclaró González.

   —No, mejor esperamos al comandante Barrón para no tener dificultades— sugirió uno de los federales apartándose del camión.

   —Déjense de tonterías. Abran la caja de una vez.

   — Espere, Jefe. Los sellos no los puede romper, tendría que mostrarme algún orden judicial con autorización— dijo el Chofer preocupado.

    —No chingues cabrón, ahora para buscar drogas tengo que pedirte permiso.

   El chofer, moreno y alto, protestó de forma pausada ante los federales, pero González rompió el candado. Al abrir la puerta de la carga quedaron al descubierto cientos de cajas de cartón acomodadas en orden, las cuales contenían latas de conservas con chile jalapeño.

   Él revisó la caja del camión, se aseguró de que no hubiera doble fondo, ni señales de drogas escondidas en alguna parte de la caja, pero no había nada. Lo único que faltaba era la carga. Rompió la caja más cercana y sacó una lata de conservas de un litro.

   Buscó por unos momento algo con que abrirla, y al final bajó del camión y estrelló la lata con fuerza contra la suelo. Ésta se deformó y dejó escapar algo de líquido y algunos pedazos de verduras. La revisó un momento y volvió a azotarla hasta que, por la deformación, pudo separar un poco la cubierta y ver su contenido. Dentro, entre los chiles jalapeños, encontró un paquete gris envuelto en plástico que supuso contenía drogas.

    —Te acaba de cargar la chingada— dijo González al chofer en actitud de triunfo.

   Con una navaja continuó abriendo la lata hasta poder sacar el paquete. Un polvo blanco se deslizó de una pequeña cortadura en el bulto.

  —Mejor hablen con el comandante para que se eviten problemas— dijo el Chofer ya asustado.

   De mala gana, los federales, esposaron al chofer y lo condujeron hasta un pasillo. Según anotó en el informe en ese momento empezaron a ocurrir irregularidades. La primera fue la llegada de federales y ministeriales que nada tenían que hacer allí. Al principio revisaron el camión con ansiedad disimulada, buscando dinero o algo que llevarse de botín. Cuando se cansaron de hurgar, miraron con desconfianza al chofer, lo interrogaron en secreto pero de nada sirvió.

   Después la reunión se trasformó en fiesta de cóctel. Hubo pláticas, risas y un ambiente relajado.

   Según el informe, se le acercó un jefe de grupo de los ministeriales, González no lo conocía, ni pudo averiguar quién era. Fingió ser amigo de toda la vida, con gran sonrisa y voz suave.

    —Mira, tengo instrucciones de los altos mandos de dejar pasar el cargamento. No preguntes quién o por qué— dijo el ministerial mirándolo a los ojos con firmeza—. Si el camión continúa su camino ahora no pasará nada. Nadie se enterará y todo quedará entre nosotros.

  —Claro que no— protestó González enojado—. Es una carga importante y lo entregaré al agente del ministerio público federal.

—Te darán una buen dinero si dejas pasar la carga—dijo el tipo olvidando su gesto severo para portarse amigable—. Con una buena cantidad de dinero podrás vivir bien… Déjate las tonterías como principios y honradez, a los pobres sólo nos estorban… Deja ir el cargamento y todo estará bien.

  —El cargamento será entregado al ministerio público y se acabó.

  —Sólo tendrás problemas si detienes el cargamento.

   Al parecer la discusión terminó en un pleito, porque tuvieron que intervenir varios hombres para apartarlos. González fue llevado a una patrulla federal donde trataron de calmarlo.

   En medio del escándalo la patrulla donde se encontraba detenido el chofer del camión desapareció. González quiso interrogarlo.

    — ¿Dónde está el chofer? — preguntó a gritos.

   Nadie supo contestar, simplemente ya no estaba. A pesar de que revisó todas las patrullas y recorrió el área no lo encontró. González anotó en el informe que uno de los muchos policías que llegaron al lugar ayudó a escapar al chofer, pero a nadie podía acusar y de todos sospechaba.

   Permaneció cerca del camión hasta que se lo llevaron a las instalaciones de la Procuraduría Federal.

   Al llegar ya esperaban al camión algunos reporteros y jefes de mando medio. Policías especializados con perros dieron un espectáculo para la prensa revisando el vehículo.

   González fue felicitado por los federales y contestó algunas preguntas a los reporteros, pero su nombre no apareció en los periódicos.

   Para la media noche todas las latas de conservas estaban abiertas y encontraron paquetes de cocaína puro, con un peso aproximado de doscientos kilos. Que, según los papeles encontrados en la cabina, iban dirigidos hacia una ciudad fronteriza.

—o0o—

— ¿Cómo estás, Vallarta? — pregunté al joven amigo de González por teléfono—. Te llamo para saber si tiene alguna información nueva.

   Esa mañana dejé que el tiempo pasara sin levantarme de la cama. Había despertado tarde y no tenía ánimo para moverme. Al medio día tomé un baño y a la una llamé a Vallarta.

   —Lo de siempre—contestó el joven—. Pero tengo un detalla que quizá no tenga importancia, Gustavo actuaba extraño desde hace meses.

   Lo único que había en el refrigerador para desayunar eran dos cervezas y bebí una mientras hablaba por teléfono. Aprovechaba las pausas en la plática para dar un trago. Pero ese último silencio fue demasiado largo.

   — ¿Qué piensas que andaba mal?

   —No me malentiendas— dijo Vallarta vacilante—. González tenía a todo el mundo en su contra y lo acusaban de corrupción, entiendo que estuviera decepcionado. Un día me dejó de hablar y se aisló de los compañeros. Pensé que se trataba de un malentendido y esperé que él mismo olvidara el asunto… Pero era algo más, tenía la mirada triste, y se enojaba por momentos. Me imaginé que había problemas, busqué a Celina para platicar y aunque ella lo había notado también no sabía el motivo… Un día lo encontré en un bar, lo invité a tomarnos unas cervezas, esperaba que ya bebido contara los problemas que tenía, pero su plática fue desordenada. Deba la impresión de no querer hablar de esos temas, sólo comentó que pronto moriría. Supuse que los narcos lo tenían amenazado desde el principio.

  — ¿Por qué los narcos querían matarlo desde hace meses?

   —No lo sé. Él no lo dijo. Pero tenía esa seguridad.

   Di un largo trago a la cerveza. Mientras consideraba que tal vez los problemas que terminaron con la vida de mi amigo iniciaron antes de los captura de drogas.

   — ¿Cuándo empezó a alejarse de los demás?

   —Cómo hace seis meses.

   La cerveza se acabó y mejor terminé la llamada.

   Escuché las detonaciones en la calle, algunos gritos débiles de mujer, enseguida los silbidos de las balas y el sonido de cristales al romperse. Las balas golpearon el techo y cayeron por allí, en la sala.

   Sabía que era otro intento de intimidación, pero no sentí enojo ni miedo. Aunque la sorpresa hizo que me estremeciera, no quise dejar el sillón, sería arriesgarme mucho asomarme a la ventana dañada después de los disparos en la calle.

   Decidí preocuparme hasta que escuchara ruidos tras la puerta, la señal indiscutible de un ataque directo. Pero no escuché nada a lo largo de los minutos, y la concentración y el temor se fueron disipando por los pensamientos.

   ¿Qué será la muerte? No tengo una completa seguridad de tener fe, pero quiero creer.   Timbró el teléfono. Era una amenaza más.

   —Sigue chingando y te partimos la madre.

   — ¿Y qué esperas?

   Colgó de inmediato, me sentí furioso.

   Minutos después salí a buscar un viejo amigo de González, fueron compañeros en la judicial en los ochenta y le dio los primeros consejos para sobrevivir en la procuraduría cuando todavía era un novato. El viejo amigo creía en la tortura para encontrar culpables y tenía cierta fama de buen investigador entre sus compañeros. Pero también fue corrupto.

   Ahora era un tendero, que ya jubilado desperdiciaba su mirada de águila acomodando mercancía en los estantes de su pequeña tienda de abarrotes.

   —En mis tiempos le puse en la madre a los terroristas y narcotraficantes, y resolví asesinatos muy complejos… Y hoy la pensión apenas alcanza para mantenerme— dijo el viejo Torres acomodando latas con cansancio—. Cuántas veces estuve a punto de que me mataran por las limosnas que me daban de sueldo, fueron demasiado. Y ahora resulta que gano más en mi tiendita que con la pensión.

   Decidí buscar a Torres por la tarde. En dos ocasiones acompañé a mi amigo a visitar la tiendita.

   —Torres es bueno para las deducciones—se justificaba González, cuando le pregunté por qué visitar a un viejo amargado—. Siempre tiene buenas ideas.

   Al entrar tuve que presentarme como amigo de González para deshacerme de su mirada de desconfianza. Me aproximé despacio y dudando en lo que debería decir.

   — ¿Sabe que González murió? Fue asesinado anteayer.

   Por su gesto de sorpresa comprendí que no estaba enterado. Se sentó con dificultades en la banca donde estaba parado, quizá afectado por la pena o fuera el cansancio por los años.

   — ¿Gustavo González? —preguntó endureciendo la mirada.

   —Creo que fue traicionado por sus amigos.

   —Era buen elemento y buena persona. ¿Sabes por qué lo mataron?

   —Estaba deteniendo drogas del Cártel del Norte y le tendieron una trampa.

   Torres, con movimientos lentos, dejó la mercancía y se dirigió al mostrador. Me pidió que le explicara los detalles más importantes. Al terminar dijo con señales de fastidio.

   —Los pinches narcos están peleándose usando a los policías. De esa manera sólo ellos ganan… ¿Qué más sabes?

   Durante veinte minutos le expliqué lo ocurrido. Según me escuchaba su gesto de enojo aumentaba o disminuía y algunas frases de desaprobación se le escaparon. Cuando acabé, meditó un momento con resignación y dijo:

   —No era cualquier cargamento, doscientos kilos, entre Estados Unidos hubiera valido millones. La droga debió estar protegida por sus propios compañeros. Los narcos condenaron a González a muerte desde el principio. Tal vez los propios traidores quisieron “arreglar” el asunto a su manera… ¿Tienes el nombre del ministerial que trató de persuadirlo de que dejara pasar el camión?

   —No. Nadie quiere saber su nombre.

   — ¿Sabes qué significa eso? — preguntó Torres con mirada fría—. Que los Jefes de varias corporaciones deben estar incluidos en la nómina de los narcos… Son unos cabrones.

   —Tengo que encontrar al Jefe del Cártel del Norte de esta área— dije esperando que Torres tuviera alguna idea útil.

   —En esta ciudad sólo existe un jefe de ese Cártel. Pero cambian muy rápido, o los matan o los meten a la cárcel. Los mismos policías traidores lo deben saber. Pero actúa con mucha calma, no permitas que tus emociones interfieran, puedes cometer errores… Una mente tranquila hace mejor su trabajo.

   — ¿Por qué el soplón eligió a González?

   —Siempre. Era uno de los pocos policías que no recibía sobornos, no tenía compromisos, podía actuar contra cualquiera. Podía detener el cargamento que le diera la gana, sin importar quién lo protegiera. Es fácil suponer que trataría de imponer la ley… Mira, el informante debe ser un policía o ex policía, relacionado con los Delta… Pero no quería problemas… Esto lo digo porque es obvio que conocía a González y sabía cómo iba a reaccionar.

   — ¿Cómo encontrar al soplón?

   —Él mismo te buscará, lo reconocerás porque sonreirá mucho cuando trate de matarte… No puedes confiar en nadie y en estos momentos los dos jodidos cárteles te deben tener en la mira.

   Mientras conducía de regreso a casa recordé uno de los problemas que afrontó González por ser honrado. No sólo con sus compañeros, sino también con los jueces. Recuerdo una llamada que hizo muy molesto:

  —Me tienen hasta la madre— comentó al teléfono—. Voy a renunciar… Los voy a mandar a la chingada. ¿Qué necesidad tengo de aguantar estas pendejadas?... Me enteré que un delegado y varios diputados dicen que la corporación se encontraba muy corrompida. Exigieron al secretario de seguridad que se deshiciera de los elementos malos… ¿Y qué crees qué hicieron esos pendejos? Les preguntaron a los distintos Jefes de departamento, los cuales están vendidos… Y los jodidos Jefes ¿qué crees que hicieron? Acusaron de corrupción a los elementos buenos, protegiendo a los que les daban dinero por corrupción. Mi jefe de grupo aprovechó la ocasión para ver si se deshacían de mí.

   Nos reunimos en un restaurante esa misma tarde, ahí explicó mejor lo que estaba pasando.

   —Me gusta el trabajo—dijo ya sentado en una mesa apartada. Vestía como siempre; con un pantalón elegante, camisa y su pistola al cinto—. Pero las estupideces no las puedo aguantar. Los políticos quieren resolver los problemas dando órdenes y usando presión, así no resolverán nada. Lo mejor es involucrarse, preguntar, ver con sus propios ojos de dónde salen los problemas. ¿Cuándo van a acabar con la corrupción si los policías tienen sueldos bajos?

   — ¿Han presentado cargos contra ti?

   —Sí. Yo y otros compañeros ya estamos fichados por corrupción. No tienen pruebas, pero el juez está actuando mal. Pueden condenar a muchos compañeros a prisión para proteger a los malos elementos.

   — ¿Te amenazaron?—pregunté confundido.

   —Claro. Me dijeron que si renunciaba no presentarían cargos y tendría derecho a media pensión.

   La plática acabó ahí, pero siguió un escándalo periodístico donde se anunciaba que cerca de doscientos elementos de la ministerial fueron acusados por corrupción. De inmediato las autoridades pidieron pruebas antidoping para los acusados, todos salen limpios.

   —Atraparon a un grupo de compañeros con mercancía robada— comentó por teléfono González un mes después—. Ninguno de ellos había sido acusado de corrupción, al parecer van a investigar mejor el asunto y olvidarán los cargos a los compañeros acusados injustamente.

   Pasó una temporada larga sin saber de mi amigo.

   —Dos jueces y tres comandantes fueron destituidos— dijo González a los tres meses, cuando nos encontramos por casualidad en un restaurante—. Todo quedó arreglado. Los compañeros ladrones acusaron a otros y así fueron cayendo uno a uno, hasta llegar a los comandantes y a los jueces.

   Se dio una reorganización en la ministerial, veinte elementos fueron dados de baja. Pero los cambios eran sólo aparentes. Por comentarios posteriores de Gustavo comprendí que nada había cambiado dentro de la institución.

—o0o—

La ciudad parecía un caos a medida que la tarde declinaba. El movimiento de las personas saliendo de su trabajo saturaba las calles y llenaba el panorama de una actividad frenética. Decidí visitar la fábrica donde mataron a mi amigo, ver si el lugar donde todo pasó podía darme una sensación nueva.

   Cuando llegué a la antigua construcción una débil llovizna apareció. Salté el portón y a tientas llegué hasta el área del tiroteo. Encendí la linterna y busqué los signos de esa tragedia.

   La lluvia se volvió intensa y las últimas evidencias de lo sucedido eran lavadas, el agua se llevó la sangre, borraba los círculos blancos y limpiaba de espíritus malignos de los tanques de almacenamiento.

   Dejé a la lluvia llevarse todo. Aquí sólo quedarían recuerdos lejanos. Pensé que desde el momento que Gustavo vio el patio estuvo seguro que era una trampa. Las razones de su muerte: drogas, armas, dinero, mujer, lo que fuera, no era suficiente motivo para dejarse atrapar en una trampa estúpida. Lo imaginé sonriente cuando llegó al final del patio, cuando estuvo seguro que iba a morir. No, nadie lo engañó, llegó hasta este lugar por sí mismo para encontrar la muerte. Pero… ¿Por qué?

—o0o—

Era cerca de media noche cuando llegué a casa. Esperaba dormir, pero una duda no me dejaba tranquilo, seguía conmigo y el subconsciente decía que era importante.

   Pensé que preocuparía a Celina, pero podía tener respuestas a esa duda. La llamé:

   — ¿Cómo estás?

   — ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

   —Sí, estoy bien. Te llamo para saber cómo están ustedes. ¿Ha pasado algo raro?

   —No, nada. Todos estamos bien.

   — Quiero saber si Gustavo llegó ese día a casa.

   —Sí, había llegado temprano, terminó de cenar y veía televisión. Timbró el teléfono y se levantó apresurado a contestar, diría que estaba esperando la llamada. Hablaron un momento, quedaron de acuerdo, pero se escuchaba tranquilo, no estaba alterado. Traté de convencerlo de no salir, pero él insistió, decía que era necesario… Algo había en su actitud, como resignación. Estoy seguro de que él presentía lo que iba a pasar. Antes de marcharse abrazó a sus hijos y me besó. Me pareció extraño, pero en sus ojos había una gran paz… Cuando me enteré de su muerte sentí también su misma paz interna, me sentí culpable después, por no saber por qué me había sentido en paz con su muerte.

   —Dicen que Gustavo cambió de actitud, que parecía apartado y triste.

   —Sí... Hablaba poco con nosotros y se quejaba de dolores de cabeza. Le pregunté muchas veces qué tenía, pero nunca respondió con claridad. Sé que los dolores de cabeza eran frecuentes porque tomaba muchos analgésicos, pero no reconoció nada. Pensé que era por su trabajo y de eso no platicaba.

   Siguió un momento de silencio. Por los leves sonidos de su boca en el teléfono, sabía que deseaba decir algo importante pero no se atrevió.

  — ¿Dónde encontraron su auto? — pregunté esperando romper el silencio.

   —Estaba en el estacionamiento de la Ministerial. Allí lo encontraron. Ya lo revisaron, pero no hallaron nada—, enseguida hizo una pausa, que por el teléfono la sentí como preocupada. —Ulises, no quiero que te arriesgues. Cuando murió mi esposo estaba muy alterada y dije muchas cosas sin pensar… Deja a Dios hacer justicia.

  —Gustavo actuó bien. Trató de cumplir con la ley. Sus compañeros lo abandonaron por dinero y eso me parece una canallada. Seguiré adelante a cualquier precio.

   —Pero no tiene caso. Nada cambiará los hechos. Mi esposo está muerto y nada lo revivirá.

   —Si dejamos que los cabrones se salgan con la suya el sacrificio de Gustavo no servirá de nada. Les tenemos que enseñar que todo se paga, tarde o temprano.

  —Así hablaba mi esposo y ya ves cómo acabó. Tú cuídate. No quiero justicia para él, prefiero vivir en paz y ver crecer a mis hijos.

   No recuerdo el resto de la plática. En mi memoria sólo quedó grabado un gran golpe de ira cuando mi cerebro, inconscientemente, acomodaba las piezas para tener un panorama de lo ocurrido antes de la muerte de González. Ahora, con la aparición del auto en el estacionamiento de la policía ministerial, comprendí que tenía evidencias de la traición. Imaginé que esa llamada fue de sus propios compañeros que lo citaban en la oficina, ahí dejó su auto y abordó el carro de los traidores que lo llevaron a la trampa.

   Guardé silencio mientras pensaba, Celina finalizó la llamada al comprender que yo no estaba concentrado en la plática.

   La noche fue intranquila.

  Sentí el timbre del teléfono como más desesperante a esa hora de la noche. Contesté con dudas, podría ser una nueva amenaza.

   —Hola, Arena. ¿Dónde has estado? Te he llamado toda la tarde—, reconocía la voz de Manuel Vallarta, y lo sentí alcoholizado.

   — ¿Cómo andas Manuel? ¿Dónde estás?

   —En un bar en el centro—aclaró y la música de trasfondo lo confirmaba—. Estoy bien encabronado. Los peritos revisaron los casquillos y las balas encontradas en el lugar donde asesinaron a Gustavo. Algunas son calibre treinta y ocho. Cómo las que usan los ministeriales.

— ¿Estás seguro?

   —Lo están comentando los compañeros. Pero nadie está seguro.