CUATRO

Oxford

LO más sorprendente de la familia Burton es que se mantuviera unida hasta que Richard cumplió diecinueve años. Sin embargo, en 1840, como escribió Burton, “estaba madura para la ruptura”. “Nuestro padre, como buen irlandés, se sentía totalmente feliz mientras fuera el único hombre de la casa, pero la presencia de los machos más jóvenes le molestaba. Su carácter se agrió para siempre. Ya no podía utilizar el látigo, pero podía ser muy desagradable con la lengua”. Como no eran estudiantes propiamente dichos, los muchachos estaban siempre en casa, y “no éramos unos moradores agradables”.

El último invierno que pasaron juntos lo hicieron en Pisa, donde Burton fue a la universidad durante algún tiempo. Allí él y Edward se hicieron amigos de un grupo de estudiantes de medicina italianos y pronto empezaron a experimentar con el opio y el alcohol, yendo de juerga por la ciudad. Una pelea atrajo a la policía local. “Yo tenía las piernas más fuertes, así que escapé”, escribió Burton, pero Edward acabó en la cárcel. Cuando el padre, con el semblante petrificado, fue a rescatar a su hijo, encontró al joven compartiendo alegremente el contenido de su petaca de ginebra de Jamaica. Al parecer, Joseph Burton finalmente reconoció que había llegado el momento de abdicar de su papel de educador, y anunció que ésta era la gota que colmaba el vaso y que los jóvenes debían estudiar en Inglaterra. Richard suplicó ir a la universidad en Toulouse, pero su padre se mostró inflexible. Richard iría a Oxford y Edward a Cambridge, y ambos estudiarían para clérigos.

En otoño los jóvenes partieron hacia el “helado y doloroso Norte", dirigiendo sus “anhelantes ojos hacia el encantador país que estábamos destinados a no volver a ver durante otros diez años"[42]. Una vez en Inglaterra, esa antigua antipatía regresó con una violencia multiplicada. “Todo nos parecía pequeño, mísero y feo", escribió Burton. “El rostro de las mujeres era la única excepción a una fealdad generalizada… Los pequeños jardines parecía que hubiesen sido vendidos por pulgadas… Y dominaba una especie de desesperado orden y limpieza que nos hacía recordar la vieja historia del estoico que escupió en la cara del amo de la casa porque ése era el lugar más sucio de la estancia". Tan sólo los enormes y elegantes edificios de Oxford le reconciliaron con la idea de quedarse, aunque las pequeñas casas, que parecían hechas de cartón y que se agolpaban a su alrededor, le recordaban los “nidos de ‘golondrinas’ construidos sobre el muro de un palacio".

Instalado en el Trinity College, inmediatamente adquirió reputación de irreverente y rebelde. Se negaba a ser “sentimental, tierno y estético" con la universidad, y decía que los birretes y las togas le parecían absurdos, que las habitaciones de los estudiantes eran perreras, que el queso era cera de abejas y la carne digna de un caníbal. Como había llegado luciendo un impresionante bigote, “la envidia de todos los chicos", contrastaba con todas esas caras recién afeitadas, que le hacían sentirse rodeado de párvulos. Cuando, tan sólo una hora después de llegar, un chico de los cursos superiores se burló de él, Richard le retó a un duelo. Este gesto, que hubiese resultado apropiado en Heidelberg o Bonn, fue totalmente incomprendido en Oxford. Cuando se lo explicaron, salió del trance con cierta tristeza, convencido, tal y como dijo, de que había caído entre tenderos.

Lo cierto es que llevar un bigote así iba en contra de las reglas de la universidad, pero Burton se negó a afeitárselo hasta que recibiera la oportuna orden de los rectores universitarios. Esta fue la primera de varias fanfarronadas por las que, al final, pagó un alto precio. Sin embargo, su rebeldía iba ahora dirigida hacia los profesores en lugar de hacia sus compañeros, y pocos de ellos, Iras conocer su prestigio como luchador y espadachín, se atrevieron a retarle. Por esa época medía alrededor de un metro noventa, de inmensos hombros y enorme cabeza, su estructura facial ya mostraba parte de la ferocidad que años después se haría indeleble. Según dijo uno de sus conocidos, “Burton era, sin duda alguna, un temible luchador". Sus amigos le llamaban Rufián Dick, no porque se comportara como un rufián, más bien era un “halago gracioso", en referencia a dos famosos púgiles de la época, que usaban los motes de “Viejo" y “Joven Rufián" haciendo referencia a su estilo al boxear.[43]

Burton aprendió rápidamente en Oxford aquello que había sido incapaz de percibir cuando tenía nueve años: que los jóvenes ingleses “empiezan siendo manteados y luego acaban manteando a otros”. Una vez asumido esto con buen humor, fue aceptado y se hizo popular, adquiriendo una respetada reputación por su aguante con la bebida y su ingenio para gastar bromas. Para tumbar a los chicos galeses era capaz de mantenerse en pie bebiendo hasta altas horas de la noche; metía en la escuela objetos prohibidos y disparaba a los cuervos que volaban alrededor de los maestros mientras jugaban a los bolos. Una noche bajó por una cuerda hasta el jardín del director de Balioll, arrancó las flores más delicadas y luego plantó en su lugar “grandes y llamativas caléndulas”, escribiendo con deleite que “la expresión del viejo caballero, cuando las vio a la mañana siguiente, me divertirá hasta la eternidad”.

Su fama de persona ingeniosa y animada enseguida le valió numerosas invitaciones a cenar en la ciudad, especialmente en casa del duque de Brunswick, donde conoció a los más célebres académicos de Oxford, Thomas Arnold, Henry Newman y Benjamin Jowett. Tan sólo le impresionó Newman, pero salió de Oxford sintiendo un gran respeto por la calidad de los conocimientos clásicos de sus profesores y la disciplina que exigían a sus estudiantes.

También en Oxford hizo las primeras amistades que perdurarían a lo largo de su vida, entre ellas el maestro de esgrima Archibald Maclaren y su tutor, el reverendo Thomas Short, quien trató sus infracciones disciplinarias con indulgencia. Su mejor amigo era Alfred Bates Richards, un estudiante alto, corpulento y musculoso que podía vencer a Burton boxeando pero que nunca consiguió dominarle ni con el florete ni con el sable. Posteriormente, cuando era editor del Morning Advertiser, Richards escribió una descripción de Burton que ilustra bien su personalidad. De sus días en Oxford, dijo, “Estoy seguro de que aunque Burton era brillante, bastante salvaje y muy popular, nadie supo predecir su futura grandeza, ni sabía del tesoro que teníamos entre nosotros”[44].

Burton rara vez mostraba abiertamente su genialidad y prefería, como señaló Francis Galton, “disfrazarse, por decirlo de alguna manera, de lobo para dar la impresión de que era peor de lo que en realidad era”[45]. Aparentemente su única ambición era ganar fama de salvaje y excéntrico —resultado, en parte, del placer que su madre sentía en secreto por las locuras, y de la corrosiva petulancia de su padre que él interpretó como desprecio y que pagó, a su vez, con la misma moneda—. Además, como nunca había estado de forma oficial en una escuela, y no tenía experiencia alguna en compararse académicamente con sus compañeros, tenía la convicción, pero no la demostración, de su superioridad. Tan sólo estaba seguro de que le habían educado mal, y en esto estaban de acuerdo con él los poco perspicaces profesores de Oxford.

Desde el principio, el padre de Richard insistió en que consiguiera una beca. La solicitó y no se le concedió pero, por uno de esos avatares del destino que golpearon a Burton tan frecuentemente durante su vida, el rechazo no se debió a sus defectos sino a la superioridad de sus conocimientos y su talento, porque fue en griego y en latín, que para entonces dominaba a la perfección, en lo que no consiguió satisfacer a los rectores. Burton no sólo era capaz de leer y de traducir griego antiguo, sino que también hablaba griego moderno, aprendido de los mercaderes de esa nacionalidad durante su estancia en Marsella y no pudo resistirse a demostrarlo durante el examen. “El diablo entró en mí”, dijo, “y me hizo hablar en griego con acento romaico, como hacían y todavía hacen en Atenas”; pero los examinadores, en lugar de sentirse impresionados por sus habilidades lingüísticas, lo consideraron un grave error de pronunciación.

Entonces pasó a conversar en “latín romano… el verdadero latín”, y no en el anacrónico latín inglesado que se enseñaba solamente en Gran Bretaña y que tan sólo comprendían los ingleses —residuo de una vieja distinción entre protestantes y católicos— y los rectores se rieron de él. DuPré le debería haber enseñado qué esperar de la universidad, pero aparentemente no lo había hecho, o quizás Burton no había tomado en consideración sus consejos. También puede que hubiese demostrado de forma poco delicada su desprecio por el latín inglesado durante el examen. La verdadera pronunciación del latín romano acabaría siendo adoptada en las escuelas británicas, pero en ese momento Burton no consiguió la beca, que le fue concedida a un estudiante inferior que, como cuenta con desprecio Burton, “convirtió un coro de Esquilo en un vulgar verso malo”. Fue el primero de varios rivales que Burton tuvo durante su vida y que se llevaron la gloria que él merecía. Este fracaso generó un sentimiento de ira que tuvo calladas pero destructivas consecuencias.

Desconsolado y decepcionado, decidió no intentar siquiera conseguir la apreciada “primera clase”. “No me interesaba comenzar mi vida con un fracaso", escribió como explicación. Es significativo que Burton nunca volviera a competir con hombres mediocres y poco conocedores de las disciplinas clásicas, centrándose en lo exótico. Había fallado a su padre, que había “puesto su corazón” en la beca; pero también le había derrotado y, cuando Burton dijo que “el diablo entró en mí y me hizo hablaren griego romaico”, reconocía subrepticiamente la fuerza de su deseo de fracasar. Con todo, lo cierto es que sentía un inmenso respeto por Oxford como también puede que lo sintiera por su padre y la derrota le corroía.

Tampoco le ayudaba mirar a su alrededor y ver a los hijos de los nobles que se distinguían del resto por llevar una borla dorada en sus birretes— recibir honores académicos de manera automática. “Con unos papeles llenos de tachones, que impedirían a cualquier persona normal pasar un examen”, escribió, “los de las borlas doradas conseguían la primera clase, e incluso se afirmaba que muchos de ellos obtenían la licenciatura sólo con entregar sus cuadernos”. Oxford, concluía, “con notables excepciones, era un estercolero de pelotas y de fracasados” y se mostraba de acuerdo con una definición contemporánea: “un lugar para fabricar caballeros bastante ignorantes”.

Aunque había sido derrotado en un campo para el que estaba dotado de un excepcional talento, Burton no abandonó el estudio de las lenguas sino que se concentró en una exótica, el árabe. En Oxford no había clases de árabe para los no graduados y cuando se puso en contacto con el catedrático que podría haberle ayudado, éste le dijo que “el deber de un profesor era enseñar a una clase y no a un individuo”. Entonces, más decidido que nunca, y habiéndosele negado su derecho a aprender, Burton empezó a enseñarse a sí mismo. Un amable arabista español, don Pascual de Gayangos, a quien había conocido en una cena, al darse cuenta de que el joven escribía las letras árabes de izquierda a derecha, riendo le señaló su error y le enseñó cómo copiar el alfabeto.

Una nueva lengua significaba algo especial para Burton: era tanto un reto a su ambición como una cura para las heridas de su amor propio. También debía tener esa fantasía común a todos los que fracasan en la escuela, el sueño de superar algún día a los profesores en su propio terreno. Los académicos se habían burlado de él, y algún día él sería el más grande de todos. Los honores en latín y griego se los dejaba a los formidables Jowett y Newman[46], pero él destacaría en el exótico árabe, como había destacado cuando era niño en los dialectos bernés y provenzal. En cualquier caso, de esta crisis de amor propio nacería un arabista cuyo nombre reinaría algún día sobre los demás como traductor y difusor de la literatura de Oriente.

Además de su rechazo hacia los profesores, Burton también había desarrollado un rotundo desprecio por sus métodos de enseñanza. Su filología, dijo, era ridícula y eran incapaces de utilizar la capacidad del hombre para razonar. Despreciando con razón los cientos de técnicas existentes para transcribir el árabe a los caracteres latinos, desarrolló su propia técnica para aprender idiomas tal y como hace un niño, escribió, como si fuera un trabajo de memorización. Esta técnica, que debió comenzar de forma inconsciente mientras aprendía idiomas en el sur de Europa, llegó a perfeccionarla tanto, en Oxford y posteriormente en la India, que Burton era capaz de aprender un nuevo idioma en tan sólo dos meses.

 

Me procuré una sencilla gramática y un vocabulario, marqué las formas y palabras que sabía que eran absolutamente necesarias, y las aprendí de memoria llevándolas en el bolsillo y mirándolas en los momentos libres que tenía en el transcurso del día. Nunca trabajaba en ello más de un cuarto de hora cada vez porque, después de eso, el cerebro pierde su frescura. Tras aprender unas trescientas palabras, algo que se hace fácilmente en una semana, me proponía un trabajo práctico bastante simple (uno de los Evangelios es lo más accesible) y subrayaba cada palabra que quería recordar, para así leer cada una de ellas al menos una vez al día. Cuando terminé el volumen, elaboré cuidadosamente el resumen gramatical y luego elegí otro libro cuyo tema me interesara. Ya me había iniciado en ese idioma y progresaba rápidamente. Si me topaba con algún sonido nuevo como el Ghatyn árabe, entrenaba mi lengua repitiéndolo miles de veces al día. Cuando leía lo hacía siempre en voz alta para que el oído ayudase a la memoria. Me encantaban los caracteres más difíciles, los chinos y los cuneiformes, porque sentía que quedaban impresos con más tuerza en el ojo que las eternas letras latinas… siempre que conversaba con alguien en el idioma que estaba aprendiendo me tomaba la molestia de repetir sus palabras en mi cabeza cuando las habían pronunciado para aprender los trucos de pronunciación y énfasis.

 

Burton reconocía abiertamente la diferencia entre “aprender” un idioma y dominarlo. También señalaba que solía olvidar el idioma aprendido más recientemente al atacar uno nuevo. Desde luego tardó más de dos meses en iniciarse al árabe que aprendió en Oxford, pero cuando se reunió con sus padres en Alemania para las vacaciones tenía algo positivo que ofrecerles, no sólo su fracaso en la beca. En Heidelberg confesó que se sentía deprimido por su trayectoria en Oxford y les pidió permiso para entrar en el ejército, “y, si eso fallara, emigrar a Canadá o Australia”. También Edward, cansado de ser discípulo de un sombrío clérigo, "juró que prefería ser un ‘particular’ que profesor de Cambridge”.

Pero su padre, escribió Burton, se mostró inflexible, "listaba siempre pensando en la beca”. Así que Richard regresó a Oxford. "Fui allí de mala gana. Como mi padre se había negado a que dejara la universidad, decidí hacerlo yo mismo”. Tres hermanos amigos suyos, hijos de un coronel del ejército de la India, planeaban entrar en el ejército de Bombay y le pidieron que se uniera a ellos. La Compañía Británica de la India estaba extendiendo su dominio sobre el nordeste de ese país, hacia la región de Sind. Había oportunidad de luchar y alcanzar la gloria, y Burton decidió que debía llegar allí a cualquier precio.

Planeó deliberadamente ser sancionado en Oxford, no expulsado, y tuvo muy en cuenta la diferencia entre ambas situaciones. “La primera puede ocurrir como consecuencia de la más mínima irregularidad, la segunda implica una conducta no caballerosa”. Daba grandes y opulentas fiestas con licor, y hacía circular caricaturas, parodias, epigramas y epitafios de los jefes de los alojamientos, pero no ocurrió nada. Finalmente, desafiando abiertamente una orden de la facultad que prohibía que los no graduados asistieran a las carreras de obstáculos, convenció a varios jóvenes para que le acompañaran a bordo de un carruaje y “en lugar de asistir a una aburrida conferencia en el despacho del tutor, se fueron a corretear por el campo a una velocidad de doce millas por hora”.

Al día siguiente Burton se presentó ante los dignatarios de la universidad, protestando porque estaban siendo tratados como niños. “La confianza engendra confianza”, dijo, e insistió en que asistir a una carrera no significaba una falta de moralidad sino una prueba de madurez. Fue, sin duda, un discurso elegante y elocuente, pero los rectores consideraron que “cometer un delito y declararlo una acción virtuosa” era una arrogancia que no podían perdonar. Los demás culpables fueron suspendidos, a Burton le expulsaron.

Los jóvenes alquilaron un coche de caballos para abandonar la universidad con estilo, cargaron en él su equipaje y se despidieron ordenándole al conductor que pasara al galope sobre los lechos de flores, mientras Burton hacía sonar a todo volumen una trompeta de hojalata y mandaba besos a las dependientas de las tiendas. Al ver una salida tan alegre por High Street hasta Queen’s Highway en dirección a Londres, pocos podrían haber adivinado que Burton estaba furioso. “En mi desesperación”, se sinceró en sus memorias, "sentía profundamente la verdad de la estrofa:

 

‘Te abandono, Oxford, y bien que te desprecio.

Tú santa, tú pecadora, académica, pedante y engreída”.

 

Al encontrarse con sus tías en Londres, no fue capaz de decir la verdad y se inventó la historia de que le habían concedido unas vacaciones por haber conseguido “un doble primer puesto con los honores más altos”. Al principio, creyéndole, lo celebraron con una cena que, al final, sólo sirvió para añadir algo de ira a su decepción, multiplicando de esta forma el sentimiento de culpa de Richard, que valoraba la buena voluntad de sus parientes. El fiel Edward que, para entonces, se había matriculado en Cambridge, siguió rápidamente el ejemplo de su hermano, aunque de forma menos sofisticada.

Ocho años más tarde, en 1850, después de pasar por una grave crisis personal en la India, Richard Burton regresó a Oxford, enfrentándose de nuevo, a los veintinueve años de edad, a la agonizante decisión de qué hacer con su vida. “Como el hijo pródigo”, escribió, “regresé al Alma Mater con la meditada resolución de terminar mis estudios y conseguir la licenciatura. Pero la idea se me ocurrió demasiado tarde. Me había entregado a los estudios orientales y había empezado a escribir libros”. A esto Isabel Burton añadió una nota a pie de página. La escribió con su característica sencillez pero, al relacionar Oxford con el padre de Burton, consiguió, algo raro en ella, ser profunda, aunque de forma accidental: “Cuántas veces le he oído arrepentirse de no haberlo hecho, y puedo testificar que, en lo más profundo de su corazón, él amaba Oxford, pero no podía obedecer a su padre y vivir el destino para el que estaba mejor preparado y obligado a cumplir”.