DIECIOCHO

LOS PRIMEROS SIETE MESES

HE elegido a un hombre muy especial; le he pedido a Dios una misión muy difícil: entregarme en cuerpo y alma a ese hombre.

Isabel Burton, en su libro de oraciones, 1861.

 

Durante la ausencia de Richard, Isabel se había estado entrenando de manera sistemática para una vida salvaje y dura. Había pasado todo el verano en una granja aprendiendo a cocinar, limpiar, cuidar las gallinas y los caballos, e incluso a ordeñar las vacas. De vuelta en Londres había suplicado a su amigo, el doctor George Bird, que le enseñara esgrima. “¿Por qué?”, le había preguntado atónito. “Para defender a Richard cuando nos ataquen en territorios salvajes”, contestó ella.

Al enterarse de su llegada a Londres, Isabel volvió corriendo del campo, donde había estado pasando las vacaciones de Navidad en el castillo de sir Clifford y lady Constable, en Yorkshire. Como más tarde escribió Isabel, la cuestión de su matrimonio se resolvió entonces con mucha rapidez:

 

En cuanto nos vimos y hablamos un poco, él dijo, “he esperado cinco años.

Los tres primeros fueron inevitables… pero estos dos últimos, no. Los injustos prejuicios de tu madre están arruinando nuestra vida, y ahora te toca a ti decidir si no has cumplido ya con tu deber malgastando dos de los mejores años de tu vida por respeto a ella. Si vuelves a dejar que me marche, no regresare jamás, porque sabré que no posees la fuerza de carácter que debe tener mi esposa. Debes tomar una decisión y elegir entre tu madre y yo. Si me eliges a mí, cásate conmigo, y me quedaré; si no, regresaré a la India y a otras expediciones y no volveré más. ¿Tienes ya tu respuesta?

Yo dije, “Sí. Me casaré contigo dentro de tres semanas, y olvídate de quien diga no” [325].

 

 

 

El padre de Isabel dio su aprobación, al igual que sus hermanos, sin duda porque todos eran conscientes de que Isabel era ya una solterona de veintinueve años. No obstante, la señora Arundell, de forma desagradable, dijo que nunca asistiría a la ceremonia ni daría su permiso para que sus hijas asistieran a ella. Posteriormente, Burton escribiría con amargura sobre “el abominable egoísmo y crueldad de la madre inglesa, que desanima los deseos femeninos de su hija para mantenerla en casa para su propia comodidad” [326].

Como tenía miedo de que la impresión precipitara un ataque de parálisis en su madre, Isabel decidió casarse con Richard en una ceremonia casi secreta e informar a sus padres en “el momento adecuado”. Se preparó para el matrimonio orando y meditando, confiando a su libro de oraciones sentimientos que seguramente Richard hubiese encontrado alarmantes: “He elegido a un hombre muy especial; le he pedido a Dios una misión muy difícil: entregarme en cuerpo y alma a ese hombre”. Para asegurar su éxito, elaboró un sorprendente manual: “Reglas para guiarme como esposa”. Contenía diecinueve reglas y algunas de ellas sugerían que su vanidad no era tan ciega como su madre temía. “Permite que encuentre en una esposa lo que él y muchos otros hombres sólo esperan encontrar en una amante”, escribió. “Debes estar siempre a la altura del momento, para que no se canse de ti… Esconde sus defectos a todo el mundo… No permitas que nadie hable irrespetuosamente de él delante tuya… Nunca le contestes cuando encuentre algún fallo en ti; y no le reproches nada cuando se equivoque, especialmente cuando te lo cuente… Nunca le pidas que no haga algo… No le molestes con tus charlas sobre religión… cultiva tu propia salud, tu ánimo y tus nervios para contrarrestar su naturaleza melancólica… no dejes que las cosas se paralicen; no hay nada que pueda aburrirle tanto como el estancamiento” [327].

A las nueve de la mañana del 22 de enero de 1861, un carruaje paró fuera de la casa de los Arundell en Londres. “Bajé y el corazón me palpitaba con fuerza”, escribió Isabel, “después de haberme arrodillado en mi habitación, y de haber orado y pedido con fervor que me bendijesen. Si lo hacían, lo consideraría una señal celestial. Estaba tan nerviosa que casi no podía tenerme en pie. Cuando entré, mi madre me besó y me dijo, ‘Adiós, hija, que Dios te bendiga”. Fui a la cama de mi padre, me arrodillé y dije adiós. “Que Dios te bendiga, querida”, dijo, y sacó la mano de la cama y la puso sobre mi cabeza. Estaba demasiado emocionada para hablar, y por mis mejillas cayeron una o dos lágrimas. Recuerdo que, cuando me marchaba, besé la puerta”[328].

En lugar de visitar a unos amigos en el campo, como había dicho a sus padres, fue a casa del doctor George Bird y de su hermana Alice —que habían prometido “poner un manto de respetabilidad sobre el matrimonio”—, se cambió y se puso un vestido de color tostado, una capa de encaje negro y un sombrero blanco, y fue con ellos a la iglesia católica bávara de Warwick Street. “Richard me estaba esperando en la puerta”, escribió, “y, cuando entramos, tomó un poco de agua bendita y se santiguó haciendo una señal de la cruz muy grande”. Richard vestía de manera informal, con un tosco abrigo de caza, nos cuenta su sobrina, “y con un puro en la boca, una forma de esconder sus nervios” [329]. Había ocho personas en la boda, incluyendo al registrador-imprescindible en matrimonios mixtos-y el sacerdote, el doctor Heame, vicario general, que ofició la ceremonia.

Después, durante el desayuno nupcial, cuando Burton estaba contando la pelea en Berbera que le había dejado la cicatriz en la mejilla, el doctor Bird torpemente intentó que mordiera el anzuelo: “Bien, Burton, cuénteme, ¿cómo se siente uno cuando mata a un hombre?”

“Oh, ¡muy feliz, doctor!”, contestó arrastrando las palabras. “¿Cómo se siente usted?”

Isabel sólo pudo mantener el secreto de su boda durante dos semanas. Dos de sus tías informaron a sus padres que se la había visto entrando en “un alojamiento de solteros”. La señora Arundell, desesperada, escribió a su marido, que estaba de visita en el campo, sobre “una terrible desgracia ocurrida en la familia”. Henry Arundell, cansado de la mentira, envió un telegrama, “se ha casado con Dick Burton, y demos gracias a Dios por ello”. Luego le envió la elegante carta que Burton le había enviado el día de la boda:

 

Querido padre:

 

He cometido un asalto al casarme con su hija Isabel en la capilla de Warwick Street y ante el registrador. Ella está escribiendo los detalles a su madre.

A mí sólo me queda decir que no tengo vínculos ni responsabilidades de ningún tipo, que el matrimonio fue perfectamente legal y “respetable”. No quiero el dinero de Isabel; puedo trabajar, y de mí depende que el tiempo no les traiga a ustedes motivo de reproche.

 

Sinceramente suyo,

Richard F. Burton

 

Isabel escribió que su madre finalmente cedió, “recibió a Richard mostrándose agradable” y le pidió perdón por “haberse precipitado y opuesto a algo que ahora sabía que era la voluntad del Señor… No pasó mucho tiempo antes de que le quisiera tanto como a sus propios hijos”[330]. Georgiana Stisted creía que no era así. La señora Arundell “nunca perdonó a su yerno”, escribió. "Una de las última veces que la vi exclamó, en respuesta a algún comentario de su hija, 'Dick no es pariente mío” [331].

Id matrimonio causó tanta consternación a la posesiva hermana de Burton y sus hijas como a la señora Arundell. Georgiana —que nunca se casó— al escribir la apasionada biografía de su tío parecía inmersa en un pozo de desesperación sin fondo. “Mirando en retrospectiva ese matrimonio”, escribió, "está claro que Burton cometió una imprudencia tan grave como enviar a Speke a explorar solo el Victoria Nyanza”. Atacaba la “terrible falta de tacto y de juicio” de Isabel, su “débil educación de convento”, “cerebro excitable” y "deficiencia en las facultades de raciocinio”. A Georgiana su catolicismo le resultaba especialmente insoportable, porque siempre estaba hablando de ello. “Aunque era romanista, no tenía por qué haberse puesto del lado más extremo o con los jesuítas, ni haber permitido que su mente se hundiera en las profundidades de una superstición casi increíble para alguien que era la esposa de Burton. A menudo el parecía tan triste y cansado cuando oía por veinteava vez cómo una imagen de plomo había caído del bolsillo de Isabel mientras cabalgaba y luego, milagrosamente, había regresado con su desesperada dueña”. Georgiana escribió a la señora Lynn Linton, sobre la "vanidosa y beata esposa” de Richard, diciendo que “cualquier posibilidad que tuviera Dick Burton de hacer fortuna en la vida desapareció cuando se casó con Isabel Arundell” [332].

No obstante, al principio, ambas familias escondieron discretamente su enfado y felicitaron a la pareja. No fueron, sin embargo, los esnobs parientes de cualquiera de las dos familias los que consideraron el matrimonio un triunfo, sino los mejores amigos de Burton. Monckton Milnes dio una fiesta con Isabel como “novia de la velada” e invitó a lord Palmerston, el primer ministro. Monckton Milnes, como decía Henry Adams, era “la persona más ingeniosa de Londres, un fabricante de hombres… de muchos hombres. Una palabra suya llegaba muy lejos, una invitación a sus desayunos, aún más. Detrás de su máscara de Falstaff de su risa de Sileno, escondía una amplia, elevada y dotada inteligencia que nadie cuestionaba… iba a todas partes, conocía a todo el mundo, hablaba de cualquier cosa y hasta los ministros le escuchaban…Era un lector voraz, un crítico cruel, un experto en arte pero, sobre todo, era de profesión hombre de mundo y le encantaban los contactos —y quizás los choques— con la sociedad”.

La fiesta de Milnes, como la describió Isabel con una dulce sensación de triunfo, “zanjó el asunto de nuestra posición. Lord Palmerston me ofreció su brazo y nos presentó a Richard y a mí a todas las personas que no conocíamos, mis parientes se agolpaban a nuestro alrededor. Se me permitió apuntarme a un club, y lady Russell me presentó en la Corte ‘por mi matrimonio”. Así comenzó la gira de los Burton por las fiestas de las grandes casas de Londres. Afortunadamente, Lake Regions of Africa, que se había vendido poco al principio, estaba empezando a comprarse por doquier. A las ventas le ayudaron también muchas críticas favorables. Todo esto contribuyó a que Isabel describiera los primeros siete meses de matrimonio como de “felicidad ininterrumpida”[333].

 

 

 

Isabel fue al matrimonio con tres deseos en mente respecto a Richard: hacerle poderoso, respetable y católico. Confesó en su diario: “Algunos entienden la ambición como títulos, riqueza y posesiones; yo la entiendo como fama, nombre y poder”[334]; y el poder era imposible sin posición. Burton había visto como sus 16.000 libras de herencia habían menguado a 4.000, resultado de sus expediciones y de una inversión desafortunada. Ahora pretendía conseguir un puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores y esperaba que le enviaran a Damasco, pero todo lo que consiguió gracias a sus presiones y a las de los amigos de Isabel fue el consulado de Fernando Po, una isla española plagada de enfermedades en la costa de África occidental, y utilizada por la armada británica como base para acabar con el tráfico de esclavos. En una carta dirigida a Milnes el 20 de marzo de 1861, Burton describió la oferta como una “migaja gubernamental”, que aceptaría con la esperanza de conseguir algún día una “hogaza gubernamental” [335].

Esperando conservar su pensión del ejército de la India, Burton solicitó que se le permitiera continuar con su media paga. No había contado con sus enemigos en el Ministerio de la India, que recordaban bien su crítico memorando de 1848, desaprobaban su pelea con Rigby y ahora estaban furiosos porque Burton acababa de publicar unas cartas que hacían que varios de ellos parecieran unos estúpidos. Y es que en su viaje hacia África en diciembre de 1856, Burton intuyó que podrían surgir problemas en Jedda y solicitó urgentemente que se aumentara la fuerza naval británica en el mar Rojo para proteger a los súbditos británicos de la zona, así como para detener la trata de esclavos. En lugar de enviar la carta a sus superiores en Bombay se la había enviado a la Royal Geographical Society, y en consecuencia fue reprendido oficialmente por su “falta de discreción y del debido respeto a las autoridades” de las que era subordinado. Veinte meses después, prácticamente todos los cristianos de Jedda fueron masacrados, entre ellos el cónsul británico.

En su Lake Regions of Central Africa, Burton publicó tanto su carta de advertencia como la de reprimenda que había recibido en respuesta, y algunos artículos de prensa sobre la masacre. El Ministerio de la India se tomaba ahora la revancha tachándole de la lista hindú. De esta manera, Isabel conoció por vez primera lo que vería una y otra vez a partir de entonces, el alto precio que su marido tendría que pagar por su desprecio de las formas y por su ansiedad por publicar cualquier polémica diferencia con la administración. Varios biógrafos de Burton han defendido que fue el viejo estudio sobre los burdeles de Karachi el que le costó su paga y su pensión, pero dejan a un lado su costumbre de enfrentarse a sus superiores. Ese hábito no favorecía una carrera dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde la discreción, o más bien el servilismo, era la clave para ascender.

Hacer de Burton una persona respetable era una empresa todavía más difícil que hacerle poderoso. Aquí sospechamos que Isabel, con su animosa e infantil capacidad para el autoengaño y la fantasía, no tenía ni idea de que se había propuesto un trabajo tan duro como el de Sísifo. Ella sabía que él pertenecía a tres clubes, al serio Garrick, al bohemio Arundel Club y al Beefsteak, que atraía a periodistas como George Augustus Sala del Illustrated London News, sir Francis Bumard de Punch, Edmund Yates de World, William Russell de The Times y Cario Pellegrini, que hizo malvadas caricaturas para Vanity Fair, incluyendo una de Burton. Posteriormente Burton organizaría el Cannibal Club, una rama realmente enloquecida de la Royal (¡eographical Society. Todos eran clubes prestigiosos y, en cierta medida, tolerantes con la excentricidad.

Sin embargo, la compañía que más frecuentó Burton durante estos primeros siete meses de matrimonio fue la de Monckton Milnes. Le visitaba frecuentemente en su casa de Londres y en “Fryston”, su mansión campestre, donde iba encantado. Le regaló a Milnes su pasaporte a la Meca y le dedicó The City of the Saints. Milnes, que tenía doce años más que Burton, le correspondió con su afecto y su hospitalidad —escribió con admiración sobre The City of The Saints en la Edinburgh Review— y le introdujo en su círculo más íntimo de amigos.

Monckton Milnes había hecho de Fryston una Meca inglesa para poetas, hombres de ingenio y excéntricos, así como para políticos y periodistas. Recibía a los artistas y literatos que habían sido excluidos por lady Palmerston —Thomas Carlyle, Algemon Swinbume, William Thackeray, Coventry Patmore, Aubrey de Vere— y les permitía usar a su voluntad una de las mayores bibliotecas privadas del mundo, que contenía colecciones de poesía, ficción, biografía, memorias y crítica literaria en cuatro idiomas. En Fryston, Isabel escribió, “conocimos a todo aquel que merecía la pena conocer por su rango, por estar de moda, por su belleza e ingenio y sobre todo por ser la gente con más talento del mundo… Recuerdo a Vambéry contándonos cuentos húngaros, y a Richard sentado con las piernas cruzadas sobre un cojín, recitando y leyendo “Ornar el Khayyam” alternando el persa con el inglés, y cantando la llamada a la oración ‘Allahhu akbar”[336]. A Milnes le encantaba reunir compañeros de cena completamente distintos, como Burton y el arzobispo de York. Carlyle le describió como el “Presidente Perpetuo de la Sociedad Amalgama del Cielo y el Infierno”.

Posiblemente Isabel no sabía que la biblioteca de Milnes contenía también la mayor colección de literatura erótica de Inglaterra, que incluía numerosas obras sobre flagelación y castigos corporales en las escuelas. No sólo poseía las obras completas del Marqués de Sade, sino también muchos de sus manuscritos. Gran parte del material pornográfico se lo proporcionaba Fred Hankey desde París, y otra venía de contrabando en las valijas diplomáticas. No queda claro si Hankey introdujo a Milnes en algo más que los libros eróticos, y su biógrafo, James Pope-Henessy, no se atreve a especular sobre el tema, limitándose a escribir que Milnes era incapaz de sentir “un amor apasionado”, que también era “incapaz de hacer verdadero mal”, y que “tenía inclinación a turbios estados de ánimo ocasionales”, en una ocasión escribió en su diario, ‘hay momentos en que siento que nada es real salvo el mal, que nada es verdadero salvo el dolor” [337]. En su matrimonio parecía disfrutar de comodidad, estabilidad y cariño. Tuvo tres hijos y, aparentemente, su esposa irradiaba una inocencia feliz y unas “irresistibles ganas de vivir”. Solamente sus amigos más íntimos sabían que padecía jaquecas y crisis de melancolía.

Monckton Milnes conservó las cartas que le mandó Burton a lo largo de los años y por esta colección, que ahora se conserva en el Trinity College de Cambridge, nos enteramos de que Burton formó parte, con cierta frecuencia, de un pequeño grupo de hombres que encontraban excitación en prácticas que hubieran horrorizado a Isabel. Hemos visto ya que Burton conoció a Fred Hankey, por sugerencia de Milnes, en el verano de 1859. La curiosidad de Burton sobre el sadismo continuó durante muchos años. “Recuérdame con amor a… Bellamy y Hankey”, escribió a Milnes desde Fernando Po el 26 de abril de 1862, “… ¿Cuándo nos volveremos a ver? ¿Se sabe algo de Hankey?”, preguntaba el 29 de marzo de 1863, “¿hay noticias de Fred Hankey?” en 1871 y, finalmente, en 1873, escribió, “A Fred Hankey le deben haber quemado ya”. Burton incluso dedicó el octavo tomo de Las mil y una noches a la memoria de Fred Hankey. Escribió:

 

Mi querido Fred.

Si existe algo como la “continuación”, verás estas líneas en la lejana tierra de los espíritus y descubrirás que tu viejo amigo no te ha olvidado ni a ti ni a Annie.

 

Cuando Edmond y Jules de Goncourt visitaron a Hankey en la primavera de 1862, le describieron como un hombre de unos treinta años, delgado, alto, de piel cetrina y un toque lánguido y afeminado, y dijeron que parecía “el joven cura que demacrado y en éxtasis atiende a un obispo en un cuadro viejo… exquisitamente educado…que destaca por tener una forma de ser especialmente dulce y gentil. Pero la dulzura desapareció cuando les enseñó un volumen todavía sin encuadernar y les dijo que la piel de las tapas era humana, “un peau de jeune filie” que aún se estaba curtiendo, un largo proceso que duraría seis meses. “No era una piel interesante”, dijo, porque no se la habían arrancado a una persona viva, y también añadió alegremente que tenía un amigo, el doctor Barth, que le había prometido traerle “un peau comme ça… pendant la vie[338].

Estaba claro que “doctor Barth” era el nombre falso de Richard Burton, que le había prometido a Hankey traerle una piel procedente de los sacrificios humanos anuales que se hacían en el reino africano de Dahomey, lugar que planeaba visitar en 1863. Sin embargo, más tarde, como veremos, aunque vio suficientes cadáveres como para acabar asqueado, evitó cumplir su promesa, escribiendo a Monckton Milnes el 24 de marzo de 1864, “pobre Hankey, me apetecía tanto conseguirle una piel humana… y he fracasado” [339].

Gran parte de este asunto era una bravata de Burton, a quien le encantaba escandalizar, surgida de su interés por coleccionar cada espécimen concebible de comportamiento humano para sus escritos. No hay prueba de que Burton tuviese una relación continuada con las prácticas sadomasoquistas. Encontraba repulsivas las obras de Sade. “No quiero tener nada que ver con… Justine”, escribió cuando un amigo le sugirió que tradujera la obra. “El francés del doctor Sade ya es lo suficientemente monstruoso, y algunas de sus páginas me ahogan, ¿puedes imaginar qué clase de inmundicia resultaría en el crudo inglés?” [340]. Sin embargo, tenía más que un interés de bibliófilo por la flagelación, y durante toda su vida sintió un intenso interés por la mutilación, en especial por la castración masculina y femenina. Thomas Wright nos cuenta que, en círculos especiales de Londres, se había difundido la historia de que a Burton lo habían sorprendido en un harén turco durante la guerra de Crimea, “y tan sólo se le había permitido escapar tras sufrir la indescriptible pena habitual”. “Como ésta historia realmente molestaba a Burton”, continuaba diciendo, “consideramos que es nuestro deber decir que existen pruebas documentales concluyentes que demuestran que, entrara o no en un harén, evidentemente no sufrió ninguna operación” [341].

De todos los amigos que presentó Monckton Milnes a los Burton durante esos meses, ninguno estaba más encantado con Richard que Algemon Charles Swinbume. El joven poeta de veinticuatro años, cuyo talento empezaba a ser reconocido, se hubiese sentido atraído por Burton en cualquier caso. Le fascinaba Oriente Próximo, compartía con Burton su desprecio por las religiones europeas, y su erudición casi alcanzaba la de Richard. Además quedó impresionado por la vitalidad de Burton y por su aura satánica. Henry Adams, que también fue invitado a algunos de los famosos desayunos de Milnes en abril de 1861, describió en Education a Swinbume como un ser pequeño y volátil con un áspero pelo rojo —“un pájaro tropical, de alta cresta y pico largo, movimientos rápidos, con vivas expresiones de humor, muy poco parecido a cualquier ruiseñor o alondra inglesa. Uno apenas podría calificarle de guacamayo encamado rodeado de búhos y, sin embargo, con él no servía ninguna comparación normal… La idea de que se ha conocido a un verdadero genio se posa lentamente en una mente reservada, pero al final ésta acaba entrando”. Burton, que se consideraba un poeta incipiente, se sintió halagado por la admiración de Swinbume y, sin duda, fue inmediatamente sensible a su naturaleza afeminada. Isabel debió adivinar desde el primer momento, como lo hacen la mayoría de mujeres, que él sentía un absoluto desinterés por el sexo femenino, pero no podía saber algo de lo que Burton se enteró en seguida, que Swinbume estaba obsesionado con la flagelación, Como muchos otros escolares británicos, Swinbume había descubierto en Eton, donde los maestros preparaban la sala de flagelación con esencias, que ser azotado podía ser sexualmente excitante. “Esto es lo que yo llamo un auténtico tormento delicado”, escribió. “Una vez, antes de darme una paliza de la que me quedaron marcas durante un mes… me dejó bañarme el rostro con eau-de-Cologne… era un tutor hermoso” [342]. Según sir Edmund Gosse, amigo de Swinbume y su biógrafo, leer las obras de Sade en 1861 en casa de Monckton Milnes estimuló la obsesión que el joven poeta tenía por la flagelación. Swinbume incluso llegó a decir que algún día se erigirían estatuas en honor a Sade en todas las ciudades del mundo, y a sus pies se ofrecerían sacrificios. Fue ese mismo verano cuando empezó a frecuentar un establecimiento en St. John’s Wood donde dos mujeres “accedían a castigar a los caballeros por grandes sumas de dinero” [343].

Los amigos y biógrafos de Swinbume culpan a Milnes de haber iniciado al poeta en la obra de Sade y a Burton de haberle iniciado en el brandy. Sin embargo, durante ese crítico verano de 1861, Burton vio a Swinbume sólo en dos ocasiones, la primera durante un desayuno para hombres el 5 de junio, y luego durante tres o cuatro días de agosto con Isabel en Fryston. Es absurdo culparle a él del alcoholismo crónico de Swinbume que duró quince años y casi le destruyó. Ese verano, no obstante, fue el comienzo de una larga amistad. Cada vez que Burton regresaba a Inglaterra, buscaba invariablemente a Swinbume, y sus juergas y borracheras se hicieron célebres. En una ocasión, Luke Ionides pasó una velada con ellos que terminó con Burton cogiendo con un solo brazo en volandas al menudo poeta y llevándole pataleando escaleras abajo. Swinbume, demasiado atontado por el alcohol para encontrar los escalones del carruaje, se quejó que éstos se estaban “haciendo más y más altos cada año”[344].

A medida que la amistad se iba haciendo más profunda, al menos en una ocasión, hubo algo más que bebida. El 11 de julio de 1865, justo después de que los Burton se marcharan a Santos, Brasil, para que Burton ocupara el puesto de cónsul, Swinbume escribió a Milnes:

 

Cuando mi tentación y mi público favorito se ha ido a Santos, espero ser un buen chico otra vez, después de un “latigazo tan bueno” como sólo Rodin puede administrar. Los puristas del rugby (me han dicho) acusan a Eton de organizar bacanales durante los meses de junio y julio, puede que quizás los viejos hábitos escolares vuelvan a nosotros sin darnos cuenta… para ser apropiadamente expiados con el viejo castigo escolar. Eso lo recuerdo y lo reconozco. El capitán era demasiado para mí; y puede que yo haya agitado el tirso ante su rostro. Pero después de esto tengo la intención de ser bueno…[345]

 

Cecil Y. Lang, editor de las cartas de Swinbume, escribe, “durante más o menos década y media, Swinbume fue un alcohólico crónico. También era masoquista. (Si era o no abiertamente homosexual, como mantiene la tradición oral, no lo sé)” [346]. En el verano de 1861, Isabel tampoco lo sabía. Su biografía y cartas, así como las cartas de Burton, indican que hasta la muerte de Richard —cuando se pelearon ella y Swinbume— la relación entre el poeta y la esposa de Burton fue superficialmente cordial. No obstante, en una ocasión ella se quejó a Monckton Milnes de que Swinbume bebía en exceso. Milnes escribió una carta al poeta regañándole y éste le contestó:

 

Con respecto a todo aquello que hayas podido pescar (cómo no lo iba a decir) de la señora Burton en descrédito de mi “templanza, sobriedad y castidad”, como dice el catecismo —¿cómo puede ella, que cree en la excelencia de “Richard”, no creer en las virtudes de cualquier otro hombre?— En moi vous voyez les Malheurs de la Vertu; en lui les Prospérités du Vice. En efecto, no a todos sus subordinados se les da tenir tête à Burton[347]

 

Lo más probable es que, en el verano de 1861, Isabel intuyera que sus verdaderos rivales por el afecto de su marido no era mujeres, sino hombres. Aproximadamente tres años después leería en uno de los libros de Richard sobre África oriental un párrafo que debió resultarle inquietante. Para describir a los nativos de Abeokuta, Burton escribió:

 

La figura masculina es aquí, como en todo el mundo, notablemente superior, igual que ocurre entre los animales inferiores, a la de la hembra. Esta última es un sistema de líneas blandas, curvadas y redondeadas, elegante pero insignificante. La primera la supera en variedad de formas y en fortaleza.

En estas tierras donde casi todas las figuras van medio desnudas, la enorme diferencia entre los sexos capta desde el primer momento tu atención. Por cada figura femenina notable hay un montón de figuras masculinas estupendas y, también en ese caso, como ocurre en todas partes, será tan inferior como lo es la Venus de Medici en comparación con el Apolo Belvedere.[348]

 

El biógrafo de Isabel, W. H. Wilkins, escribió que el matrimonio "estailizó” a Burton, que le “proporcionó alguien por quien trabajar y alguien a quien amar, y que hizo mucho más que cualquier otra cosa por disipar los rumores que corrían en su contra” [349]. Parece que a Burton le satisfacía el fervor protector de Isabel y que se esforzaba por corresponder. No se le daban bien los halagos, y ella atesoró durante toda su vida los pocos ejemplos de sus elogios. Uno que recordaba con especial satisfacción era el de cuando, vestida elegantemente, estaba a punto de bajar a la primera fiesta que daban en su salón. Richard la miró detenidamente y luego dijo a su madre, ""La jeune filie n ’a rien à craindre[350].

Isabel escribió que la personalidad de Richard “se abría conmigo en la intimidad de nuestra vida doméstica”, y que se convertía “en otro hombreen el momento en que entraba en la habitación otra persona”. Poco después de casarse fueron a visitar a la familia de Isabel en Worthing, y Burton se marchó a pasar el día con su primo, Samuel Burton, a Brighton. En el viaje de vuelta en tren, Burton se quedó dormido y cuando despertó, se había pasado veinte millas de su parada. En lugar de esperar hasta la mañana siguiente, se limitó a preguntar dónde estaba, comprobó su brújula de bolsillo y comenzó a caminar por el campo, llegando hasta donde estaba Isabel, histérica a consecuencia del retraso, a la una de la madrugada. Esos recuerdos hicieron que ella escribiera, “fue un largo oasis de siete meses en mi vida, y habrá merecido la pena vivir aunque no vuelva a tener otro igual”[351].

 

Durante esos siete meses, Burton también aprendió algo sobre la naturaleza de sus rivales, siendo el principal de ellos la Iglesia católica. En seguida quedó patente que la determinación de Isabel de apoderarse del alma de Richard se convertiría en una especie de partida de ajedrez silenciosa y no declarada que continuaría durante los treinta años de su vida en común. De vez en cuando Burton le hacía alguna concesión —como llevar colgada del cuello la medalla de la virgen, darle dinero para que se oficiaran misas tras la muerte de uno de sus hermanos, llorar calladamente en una misa nocturna, y hablar afectuosamente de un sacerdote católico de la India. Eso hacía que aumentaran las esperanzas de Isabel de conseguir una victoria definitiva. A ella le hubiera gustado convencemos de que él trataba con gentileza su fervor religioso y que no se oponía a que construyera un altar privado en cada una de sus casas. En realidad, Burton no hizo esfuerzo alguno en sus libros por moderar las expresiones de desprecio hacia la Iglesia y es dudoso que evitara ese tipo de comentarios en sus conversaciones privadas. Escribió a Monekton Milnes sobre la “monstruosa farsa" de los misioneros en África y, en 1863, elogió públicamente El origen de las especies de Darwin, que en esos momentos estaba causando consternación en Inglaterra, como “el mejor y más sabio libro de esta época, o quizás de todas" [352]. Pero son los comentarios personales que hacía en sus cartas a Milnes los que nos hacen descubrir la especial mezcla de ironía y de diversión que caracterizaba su actitud hacia la fe de su esposa. Al describir unas vacaciones que pasó con Isabel en Madeira en 1862, dice: “Mi mujer está demasiado frenética corriendo a iglesias, capillas, conventos y cualquier otro lugar de abominaciones idólatras como para hacer cualquier otra cosa… el único peligro que corre es que la quemen por santa" [353].

De recién casados le molestó enormemente que Isabel se confesara. Eso puso a prueba su sentido de la rivalidad y decidió descubrir por él mismo los pensamientos más íntimos de su esposa. Frustrado por las defensas de una mujer que había sido educada desde la infancia para encubrir lo que sentía, recurrió a la hipnosis. La propia Isabel lo cuenta:

 

Richard era un gran hipnotizador. Siempre prefirió para esto a las mujeres, y especialmente a las rubias de ojos azules. No hace falta que diga que empezó conmigo nada más casamos, pero a mí no me gustaba y solía resistirme. Sin embargo, una vez tuvo el control absoluto sobre mí, no necesitaba de pases hipnóticos ni contacto, sólo tenía que decir: “Duerme”, y yo lo hacía. Solía hacerlo a distancia, pero con mayor dificultad si había agua entre nosotros y, si intentaba hipnotizar a otra persona y yo estaba en las cercanías, lo absorbía y a ellos no les pasaba nada… Solía hipnotizarme siempre que quería, pero nunca permitió a otra persona, ni yo tampoco, que me hipnotizara. Cuando estaba hipnotizada, me decía: “Habla”, y yo le decía todo lo que sabía, aunque le suplicaba que me prohibiera contarle secretos de otras personas y, como asunto de honor, lo hacía, pero los míos solían fluir libremente. Nunca se aprovechó de las cosas de las que se había enterado de esa manera, y solía decir riendo a otras personas, “es la única forma de conseguir que una mujer te diga la verdad”.

 

Burton quería conocer todos los secretos de Isabel y especialmente sus sentimientos sexuales; y puede que ella aceptara gustosamente la hipnosis como forma de comunicar esos sentimientos sin sentir vergüenza. Pero como el juego era unilateral y provocaba resentimientos por parte de ella, lo más probable es que no sirviera para una mejor comunicación entre ambos. Wilfrid Blunt escribió que Burton solía alardear de la dominación hipnótica que tenía sobre su esposa. “Le he escuchado decir que, a muchos cientos de millas de distancia, podía hacer con ella cualquier cosa que quisiera, con la misma facilidad que si estuviese en la misma habitación” [354].

En una ocasión en que John Russell, lord Amberley, invitó a los Burton a su casa, la hermana de lady Amberley, Blanche Stanley, le suplicó a Richard que la hiciera entrar en trance. Al principio se negó, alegando que su esposa se enfadaba si hipnotizaba a otras mujeres, pero finalmente accedió con la condición de que no le dijera nada a ella. Como era de esperar, Isabel se enteró. Lord Amberley escribió en su diario:

 

“La Sra. Burton estaba indignada (como era natural)… Esta mañana nos enteramos de que anoche, después de que nos fuéramos a la cama, hubo una terrible discusión entre Burton y su esposa. Ella dijo que a partir de ahora hipnotizara a mujeres no tan agradables. Él se enfadó y dijo que era una tontería, y entonces dijo que si a algún hombre se le ocurría hipnotizarla, los mataría a los dos, una amenaza que, me temo, es muy capaz de cumplir”[355].

 

Al parecer, para entonces, la hipnosis había alcanzado el significado, tanto para Richard como para Isabel, de seducción.

 

Desde el principio del cortejo, Burton sabía que tenía dos rivales poderosos, la madre de Isabel y la Iglesia católica, y era consciente de la interacción entre ambas. Lo cierto es que él estaba tan decidido a apartarla de la iglesia, como ella lo estaba a salvar su alma. Desde el primer día de matrimonio, le exigió mucho intelectualmente, debía leer, aprender, copiar y corregir sus difíciles y, con frecuencia, hirientes manuscritos, además de llevar las cuentas de sus negocios. Isabel ha sido tachada de boba por varios escritores incapaces de apreciar su rápida inteligencia, su gusto por la aventura, su capacidad de adaptación e incluso su talento como escritora.

Sin embargo, a lo largo de su matrimonio, su vínculo con la Iglesia no sólo no disminuyó, sino que creció. Esa era una fortificación que él asedió con desesperación y quizás con envidia, porque él no poseía unos cimentos tan sólidos en su propia vida. La Iglesia era el refugio de Isabel contra los abandonos y la crueldad de Richard, un cable de hierro que él no podía cortar y que la unía con su pasado; y uno sospecha que los altares que ella montaba en sus casas simbolizaban no sólo el estrecho vínculo que la unía con sus padres y con Dios, sino también su incapacidad para entregarse del todo a su marido.

Hay pocos biógrafos que se hayan atrevido a especular con este aspecto de su matrimonio. Su amiga Ouida escribió, “a ojos de las mujeres tenía un tallo imperdonable: amaba a su esposa”. En la poesía de Burton encontramos pruebas de que fue al matrimonio con tantas esperanzas como ella de encontrar satisfacción y cariño, y también hay indicios de que existía ternura entre ellos. En seguida se pusieron motes el uno al otro; ella le llamaba Jeremy, y él la llamaba Zoo o Zookins, o Puss, como su familia. Es difícil no creer que Isabel escribía con la rica experiencia que le proporcionaba la intimidad marital cuando decía, “siempre he creído que un hombre tiene una personalidad con su mujer, otra con su familia, otra con la familia de ella, y una cuarta para su amante o amourette… si tiene una, y así hasta el infinito. Pero creo que la esposa, si son felices y se quieren, consigue la perla de todas las ostras”.

No obstante, después de los primeros siete meses de matrimonio, Richard se marchó para ocupar el consulado en Fernando Po y se negó rotundamente a permitir que su esposa le acompañase siquiera a Madeira o a las Islas Canarias, destinos turísticos populares entre los europeos. No regresó durante dieciocho meses, y lo hizo sólo porque Isabel había implorado infinidad de veces al Ministerio que le concedieran un generoso permiso. Aunque Richard nunca se cansó de afirmar que Fernando Po era un agujero pestilente con un terrible índice de mortalidad, lo cierto es que en toda la costa occidental de África residían muchas mujeres blancas, esposas de comerciantes y misioneros.

“Me asombra la insensatez y la brutalidad de los maridos civilizados”, escribió irónicamente, “que, deseando enviudar, envenenan, degüellan o aplastan el cráneo a sus medias naranjas. Lo mismo se puede conseguir limpia y discretamente, e incluso respetablemente, con unos cuantos meses de aire africano en Zanzíbar o en Fernando Po”, a pesar de que cuando se casó había escrito en The Times que Zanzíbar era un lugar saludable, “donde los europeos habían conseguido vivir durante muchos años”[356]. El índice de mortandad en Fernando Po era escalofriante −78 de los 250 soldados españoles de la guarnición habían muerto a consecuencia de una epidemia de fiebre amarilla en marzo de 1862— y a Burton le causaba bastante ansiedad preservar su vida y la de su esposa. Aun así, la larga y poco clara naturaleza de su primera separación resulta algo sospechosa. Sugiere que “la felicidad ininterrumpida” de los primeros meses de matrimonio fue un tanto ficticia para ambos. Esos meses bien pudieron destapar cierto fracaso sexual y despertar, al menos en Burton, fantasías de separación y de muerte.

En The City of the Saints, escrito durante este periodo, Burton se refirió fugazmente a la “frigidez constitucional” de ciertas mujeres británicas y, al comparar desfavorablemente a las esposas blancas con las indias, utilizó la metáfora, “porcelana, cuando lo que se necesita es cerámica”. Poco después de marcharse a Fernando Po escribió a Monckton Milnes, “mi esposa se está preocupando tanto que enfermará, lo que aumenta el placer de mi marcha” [357] Lo cierto es que la despedida fue triste. Isabel nos cuenta que su marido le permitió subir a bordo con la condición de que “no llorara y no avergonzara u masculinidad”. “Fui abajo, saqué sus cosas, le arreglé el camarote y vigilé que se colocara su equipaje correctamente. Toda mi vida estaba en ese adiós sin darme cuenta, me encontré en el remolcador que se alejaba rápidamente del barco. Vi que se secaba el rostro con un pañuelo blanco”.

El propio Burton reconoció su nostalgia. “Una aflicción sentimental… y todo ha acabado”, escribió. “Desgraciadamente no soy uno de esos tipos independientes que pueden decir, ‘Ce n ’est le premier pas qui coûte”. La primera puesta de sol a bordo, que describió como “el momento más triste para el viajero veterano”, le trajo a la mente el lamento del poeta persa Saadi:

 

Así con la suave marea del atardecer anhela el corazón

al que la extensa campiña y las aguas separan

de todas las escenas queridas a las que el alma

recurre cuando el imán busca su polo.

 

Tras atracar en Fernando Po, “la mismísima abominación de la desolación”, escribió que se sentía “especialmente suicida”[358].

En el mejor poema de Burton, Kasidah, que fue escrito en parte durante esta época, se pueden ver pruebas de su tormento e indicios de su repulsa hacia las mujeres “dóciles” [359]:

 

Apenas hemos aprendido a empuñar el sable antes de que la

muñeca

se envare y enfríe:

Apenas hemos aprendido a dominar la pluma cuando el

pensamiento

y la imaginación se desvanecen de frío:

Apenas hemos encontrado el camino del amor, a hundir el

mí, a

olvidar el yo,

cuando una triste sospecha nos agarra el corazón, cuando

hombre

el hombre empieza a morir…

 

Sorbe de los labios de la doncella el rocío; arrastra la lozanía

de la frente de la virgen.

 

Así es esta felicidad corpórea por la que lucha el Hacedor a

través de lo hecho para que se conozca.

 

Lo he probado todo, lo encuentro todo tan igual, tan dócil, tan

temeroso, tan seco.

Mi garganta se despierta con el pensamiento; converso

conmigo mismo y lloro:

 

Mejor la miríada de penas y dolores que hacen al hombre

verdadero ante la hombría;

Que ésta sea la regla que guíe la vida; que éstas sean las leyes

para ti y para mí:

 

Con la ignorancia luchar una guerra eterna, para conocerte a

ti

mismo intentarlo siempre,la ignorancia de tu ignorancia es tu

más feroz enemigo, tu veneno más mortal.

 

Como hemos visto, Burton admitía que tenía “manía” por los descubrimientos. Los había buscado con y sin disfraz, y ahora los buscaba en el matrimonio, pero no había logrado saciarse y partía, una vez más, para añadir nuevas esencias a su jardín secreto, todavía hambriento de nuevas sensaciones y cada vez más desesperado porque, el conocimiento, en el mejor de los casos, sólo podía ser un pobre sustituto de las insatisfacciones del amor.