9

La pelea del juez Di con unos zapatos obliga a la señora Zhou a hacer una dolorosa confesión.

«Cuando la criada me traiga el té y el arroz del desayuno -se dijo el juez-, aprovecharé para preguntarle qué era eso que parecía entristecerla tanto anoche.» Pero no fue la anciana sirvienta quien llamó a su puerta, sino el jardinero. El muchacho le dio los buenos días y luego dejó encima de una mesa la bandeja que contenía su primera comida del día. «Lástima -pensó el juez-. Pero la partida sólo se ha aplazado.»

Mientras daba un sorbo al té, un ruidoso alboroto atrajo su atención. Se llamaban a gritos a través de la casa y oía ruido de pasos apresurados por los pasillos, estruendo de puertas abiertas y cerradas de golpe sin ninguna consideración hacia su descanso.

- ¡Hung Liang! ¡Sal y averigua qué ocurre! -ordenó llamando al tabique.

El criado apareció poco después, a medio vestir y despeinado. Anunció que hacía horas que nadie había visto a la criada. Había desaparecido. Sus señores estaban preocupados debido a la crecida: puede que hubiera caído al agua.

- ¡Ah, no! -exclamó el juez-. ¡No me creo que todo el pueblo haya decidido divertirse saltando al río! ¡A este paso, pronto veremos más cuerpos que ramas flotando en el río! ¡Es la chifladura de moda!

Se abrigó con una capa y salió a ver en qué paraba el asunto. Encontró a los Zhou muy nerviosos. Por primera vez, la siempre impávida familia se había sacudido de encima la apatía. Todos parecían hondamente preocupados.

- La servidumbre de batalla es una fuente continua de preocupaciones -se permitió comentar el mayordomo con una falta de compasión que consternó al juez.

Además, Di estaba en las mejores condiciones para saber que la criada sólo tenía ganas de una cosa: abandonar a sus señores a los que odiaba desde el fondo de su corazón. La envidia, esa funesta serpiente, le devoraba el alma. Estaba seguro de que la buena mujer había preparado sus bultos sin esperar al barco.

- Si no regresa -dijo el juez-, tendrán ustedes libertad para buscarle una sustituía entre las jovencitas de la aldea.

Estaba dispuesto a sugerirles a alguna de las bonitas candidatas que tenía en mente. La idea sorprendió a los Zhou como si les hubiese propuesto que sustituyeran al abuelo por el primer vagabundo que llamara a la puerta.

- ¿Cómo se le ocurre? -exclamó la señora Zhou.

- ¡Eso es impensable! -remachó su esposo-. ¡Hay que encontrarla como sea!

Se lanzaron a una búsqueda desenfrenada, como si su supervivencia dependiera de ello. El invitado los contempló recorrer la casa con curiosidad de entomólogo.

Había algo irracional, descontrolado, en ese enloquecimiento que disgustaba profundamente a su espíritu confuciano y también, por decirlo de una vez, a su idea del decoro. Que se inquietaran por el abuelo, de acuerdo; pero tanta preocupación por una vieja apergaminada era exagerar el paternalismo. La atmósfera opresiva de la mañana empezaba a hacer mella también en él: se sentía nervioso. Mejor salir a refrescar las ideas a orillas del lago.

La hospitalaria fronda ofrecía un contraste de tranquilidad y sosiego al frenesí del castillo. Mientras caminaba por la ribera, un curioso detalle atrajo su mirada: dos pequeñas manchas de color gris eran visibles a cierta distancia. Al haber desaparecido los lotos, esas manchas eran lo único que flotaba. ¿Y qué podía ser? Pese al viento, estaban quietas, sin acercarse ni alejarse, como dos minúsculas boyas en medio del agua.

Regresó a la casa.

- ¿Sabes dónde podemos encontrar una embarcación para ir al lago? -preguntó a su criado.

- ¿Su Excelencia desea hacer ejercicio? ¿Cree que es el mejor momento? He prometido a los honorables Zhou ayudarles a buscar a la desaparecida…

- Son lo bastante locos para correr detrás de esa buena mujer. Busquemos una barca.

Hung Liang había visto dos cerca de las cubetas para peces, y allá fueron.

- ¿Su Excelencia desea que reme? -preguntó sin demasiadas esperanzas, mientras su amo se instalaba cómodamente en la proa.

- ¡Apresúrate, vamos! -se limitó a responderle-. ¡Vayamos por ahí!

Hung cogió los remos dando un suspiro y puso rumbo al punto que su amo señalaba con un dedo impaciente. Pronto tuvieron las dos manchas a la vista. Cuando el sargento hubo sudado suficiente, se encontraron bastante cerca para verificar que se trataba de un par de zapatos que flotaban del revés.

«¡Tanto remar para pescar un par de zapatos viejos!», se lamentó para sus adentros el remero.

- ¡Más cerca! -ordenó el pasajero.

- Enseguida, noble juez -respondió el sargento resoplando como un buey.

El juez agarró uno de los zapatos entre dos dedos. Para su gran sorpresa, el zapato se defendió y siguió obstinadamente en el agua sin acompañar su mano. Se diría que estaba anclado en el cieno como los lotos. Irritado, el juez Di lo agarró con fuerza con ambas manos. Se llevó la sorpresa de sacar del agua tres pulgadas de carne pálida que parecían un tobillo helado.

- ¿Qué es este horror? -gimoteó el sargento.

El juez permaneció unos segundos caviloso antes de responder.

- Creo que hemos encontrado a nuestra criada. ¿No llevaba un pantalón gris? Ya tengo el zapato de esta mujer y creo que el cuerpo está debajo.

El calzado quedó en su mano, dejando un pie desnudo, blanco y helado, a ras de la superficie.

- ¡Qué abominación! -oyó gañir a su espalda.

- Los Zhou se van a llevar una decepción -admitió el juez-. ¿Crees que contratarán a la criadita de la posada, la del lunar en la mejilla izquierda?

El sargento tuvo que inclinarse a un lado de la barca para permitir que su señor izara el cuerpo, que pesaba tanto como una camella preñada. Después de batallar con el fango durante varios minutos, por fin logró subirla y tenderla en el fondo de la embarcación. Hung volvió a coger los remos y el juez inició el examen. El abrigo de la muerta estaba anudado en una especie de gran fardo, y los brazos seguían dentro de las mangas. Ese improvisado paquete parecía contener una gruesa piedra, lo cual explicaba la curiosa postura de la difunta. El cuerpo, arrastrado por ese peso, se había clavado en el fango, nariz por delante, como una carpa hurgando en el suelo.

El juez deshizo el nudo. No era una piedra lo que había servido para lastrar el cuerpo de la criada. El sargento Hung dejó de remar en el acto. Un brillo atraía su mirada de manera casi hipnótica… pues como lastre habían utilizado ¡una decena de lingotes de oro! La miserable criada había partido para su último viaje llevando en su capa más oro del que había visto en su vida, más de lo que habría visto trabajando durante tres siglos.

«¡Válgame el cielo! -pensó el juez-, hay más pepitas que guijarros en esta finca! ¡Tantas que ya las tiran al lago!»

Parecía un asesinato ritual. Era como si el cadáver y el tesoro hubieran formado una sola ofrenda dedicada a la diosa. Esta última había rehusado la ofrenda y había devuelto el regalo.

Una vez cerca de la orilla, el sargento Hung fue el primero en descender. Mojándose el pantalón, arrastró la barca a terreno seco dañándose en la espalda, se dejó caer en el barro y luego alargó la mano a su señor para ayudarlo a llegar a tierra firme.

- No avisemos a nadie -recomendó el juez contemplando el cuerpo de la infortunada y su tesoro fúnebre-. Me gustaría examinarla sin estorbos antes de que esos histéricos vengan a importunarme.

Pero, por desgracia, los «histéricos» habían previsto la mala noticia y habían apostado al pequeño Zhou detrás de un sauce para que espiara.

- Creo que los planes de Su Excelencia no se van a cumplir -dijo Hung Liang señalando con un índice manchado de barro el árbol.

El niño echó a correr hacia el castillo dando gritos: «¡Está muerta! ¡Está muerta!»

- Ya la hemos pifiado -dijo el sargento mientras su señor cerraba los puños enfadado.

- Escondamos al menos el fardo -dijo-. Escóndelo debajo de la banqueta. Quiero guardar este indicio de reserva, al menos.

El resto de la parentela llegó de inmediato, como si no hubiesen esperado otra cosa. Los Zhou parecían más afectados por este suceso que por todo lo acaecido en los últimos ocho días. Fue como si un rayo se abatiera sobre la familia. La señora Zhou se lanzó sobre el cuerpo llorando. Su marido quedó paralizado de espanto. El chiquillo sollozaba. La joven Zhou sostenía a su madre por los hombros, en actitud de pesar. Pero tenía los ojos secos. Parecía estar haciéndose algunos reproches.

Al poco, aparecieron los criados. Después de unos segundos de estupefacción, el jardinero y el monje se ocuparon de extraer el cuerpo de la barca, bajo la mirada atónita del mayordomo. Se la llevaron al castillo, seguidos por la señora de la casa, deshecha en lágrimas.

- ¿Qué es esto? -preguntó una voz.

Todas las miradas se volvieron hacia el señor Zhou, que contemplaba el pequeño barco. Su hijo, de pie en su interior, sostenía en su mano un objeto oblongo, amarillo y brillante. Los Zhou regresaron a la orilla como autómatas, mientras los porteadores se detenían en medio del sendero, cargados con el fardo. La familia rodeó la embarcación para contemplar deslumbrados el tesoro que contenía. El niño sacó uno por uno los lingotes que Hung había escondido torpemente debajo de la banqueta. El juez Di lanzó al sargento una mirada furiosa.

- ¡Por los poderes celestes! -exclamó el señor Zhou-. ¡Eso es una pequeña fortuna!

El magistrado creyó al principio que su sorpresa era falsa, para salvar las apariencias. Pero ninguno de los cuatro prestaba la menor atención al magistrado, obnubilados por el pequeño montón de metal dorado.

- ¡No es una pequeña fortuna, sino una gran fortuna! -le corrigió su hija.

- ¿Qué significa esto? -murmuró el mayordomo.

- Por Buda… -susurró el monje.

- ¿Son de verdad? -preguntó el chiquillo.

- ¡Ya lo creo! -contestó el jardinero rascando en la superficie con la uña-. ¡De cada uno se puede sacar unas cien monedas!

Se pasaban de mano en mano los lingotes sin parecer comprender la procedencia del maná. De pronto, la señora Zhou estalló en una carcajada incontrolable que dejó a todos helados. Su marido la miró como si se hubiese vuelto loca.

- Permítanme. Tengo algunas nociones de medicina -dijo el magistrado.

Apartó a Zhou y a su hija y atizó una rotunda bofetada a la mujer. La señora del castillo vaciló, durante un momento no supo qué hacer y luego estalló en sollozos en brazos de su esposo.

- Ya lo ve, mucho mejor -concluyó el médico aficionado-. Vuelve a tener reacciones normales. Y, ahora, si les parece bien, me gustaría que recogieran el cuerpo en lugar de dejarlo yacer al pie de un árbol. Lo depositarán en una habitación encima de una mesa de buenas dimensiones. En cuanto al oro, supongo que le pertenece, ¿no, señor Zhou?

Esta observación pareció sorprender al interesado.

- Euh… Sí… -balbuceó-. Imagino que lo habrá cogido de mis cofres. Nunca lo habría creído de ella. ¡Una ladrona! ¡Bajo mi propio techo! ¡No sabe uno de quién fiarse!

Su esposa tuvo un nuevo acceso de llanto. Terminada la charla, el juez Di se puso al frente de la pequeña tropa, que se encaminó hacia el castillo.

Una vez a cubierto, quiso saber más de la difunta. Le dijeron que se llamaba Jazmín Temprano.

- Un curioso nombre para una criada. No le aplaudo el gusto. ¿Y Jazmín Temprano llegó a trabajar en algún «palacio de flores»?

Le aseguraron en tono ofendido que en su vida había trabajado en lugar semejante. Sus padres eran aficionados a la poesía bucólica, y eso era todo.

- ¿Le quedaba algún familiar?

Los Zhou respondieron con cierto malestar que ya no le quedaba nadie. El juez reflexionó unos segundos, luego examinó el cuerpo pensando en voz alta.

- ¿Cómo ha muerto esta desgraciada? Por lo tiesa que estaba, creo que hay que excluir el accidente.

- A lo mejor quiso cruzar el lago en barca, cayó al agua y su tesoro la arrastró hacia el fondo -sugirió la señorita Zhou con voz casi impasible.

Admitiendo que la criada hubiese pretendido llevarse el tesoro en barca, el juez no creía que hubiera elegido empaquetarlo en su capa: habría resultado más sencillo dejarlo en el fondo de un hatillo, que sería fácil de transportar al extremo de un palo. Además, ¿por qué habría renunciado a su idea previa de esperar que él la embarcara en su propio junco? ¿Qué tenía que hacer al otro lado del lago?

- No -concluyó-: yo diría que queda bien establecido que se trata de un asesinato. Queda por saber cómo se cometió…

La señora Zhou redobló sus alaridos mientras el juez levantaba la cabeza de la criada, apartaba sus prendas, le abría los párpados y la boca. El señor Zhou observaba sus gestos con preocupación.

- ¿Cómo piensa proceder? -preguntó.

- Bien… Para empezar, podríamos buscar rastros de envenenamiento… Lo mejor sería abrirla en dos -concluyó imitando el gesto de un pescadero vaciando una carpa.

- ¡Abrirla en dos! -repitió su anfitrión horrorizado-. ¿Es necesario?

- Sí. ¿Puedo pedirle que me traigan su mejor cuchillo? Largo y afilado preferiblemente: así entrará mejor.

Incluso el sargento Hung retrocedió un paso con espanto. La señora Zhou se arrojó a los pies del magistrado para suplicarle que no profanara el cadáver. El juez permaneció extrañamente inflexible: no esperaba otra reacción.

- Querida señora -respondió-, la justicia tiene que actuar. ¿Por qué motivo debería dispensar al cadáver de una criada sin descendencia? Vacilamos cuando los parientes de la víctima se oponen a la autopsia, pero en este caso…

Era costumbre sagrada respetar a los muertos. Para proceder a un examen invasivo, el juez debía garantizar a los parientes más próximos que la detención del asesino dependía de este ultraje, e incluso ponía su responsabilidad, y a veces hasta su cabeza, en la balanza.

La señora Zhou empezó a temblar febrilmente. El juez dio por seguro que iba a vaciar el estómago encima de la alfombra.

- ¡Es mi madre! -exclamó la mujer ocultando la cara entre las manos-. ¡No toque a mi madre! ¡Tenga piedad! ¡Basta de mentiras! ¡No puedo más de mentiras!

El juez fingió sentirse sorprendido. Desde hacía un momento, las exageradas manifestaciones de la dama le habían llevado a una deducción de esa naturaleza. La suplicante casi se desmayó cuando le flaquearon las piernas. Se la llevaron jadeante. Su marido permaneció delante de su invitado, la mirada perdida en el vacío, como un niño cogido en falta.

- ¿Me ocultan algo? -preguntó el magistrado como si nada.

Con gran incomodidad, el señor Zhou explicó lo que él llamó «un gran secreto de familia que su esposa había tenido la honestidad de confesarle después de contraer matrimonio, si bien es verdad que era algo tarde para ese tipo de confidencia». La primera esposa del señor Kien, padre de la señora Zhou, nunca pudo concebir hijos. Para colmar el vacío, crió como hija propia a la que su criada tuvo de su señor, y finalmente la adoptó cuando la niña era aún apenas una criatura de pecho. Nadie supo nunca nada salvo los interesados, pues una revelación de ese calibre habría comprometido las oportunidades de la bienamada criatura de hacer un día un buen matrimonio. Pero la señora Zhou, «de naturaleza recta e íntegra», hizo hincapié su marido, apenas pudo mantener su secreto unos días y le confesó su verdadero origen, en el lecho, poco después de la noche de bodas. Ella había reconocido en su esposo «la grandeza de alma necesaria para aceptar la verdad». No se había engañado. Él mismo propuso que la mujer viviese con ellos en la misma casa, y su unión fue desde ese momento tan tranquila como el lago.

Había en este relato edificante un no sé qué de excesivamente perfecto para que resultara creíble. El señor Zhou mostraba más talento cuando recitaba epopeyas clásicas. Bien es cierto que casos como los que acababa de explicar eran incluso habituales, pero eran muchos más los hijos que habrían preferido ver a sus verdaderos padres cortados en pedazos antes que confesar su bastardía. La señora Zhou manifestaba una piedad filial tan intensa como tardía hacia una mujer a la que había estado tratando como una inferior apenas la noche antes.

El señor Zhou le suplicó a su vez, para concluir, que no aumentara su enorme tristeza ensañándose con los restos de la desdichada. El juez accedió a esta petición y lo hizo con tanta más gracia porque en ningún momento había tenido la intención de practicar semejante carnicería. Su anfitrión le dio las gracias muy emocionado y se apresuró a reunirse con su desconsolada esposa para reconfortarla.

Reanudando con más formalidad el examen del cuerpo, el juez empezó a buscar una prueba de envenenamiento, como en el asesinato del bonzo, o contusiones, como en el del vendedor de sedas. No encontró nada. En cambio, al abrir la camisa de la víctima, descubrió en su cuello arrugado unas interesantes marcas oscuras, restos de hematomas producidos durante su muerte. Había tenido ocasión de ver ese tipo de marcas en casos de mujeres asesinadas. Y éstas se veían con más nitidez porque el lago donde había estado sumergida había descolorido el cuerpo.

- Le adivino en la mirada que Su Excelencia ha encontrado algo -dijo el sargento esperando que eso les permitiera salir pronto de la improvisada morgue-. ¿Se ha ahogado?

- Ha sido estrangulada. Con gran violencia. He prometido no abrirla, pero estoy seguro de que la laringe está aplastada, y probablemente también la columna vertebral. No ha sido el ahogamiento lo que ha acabado con su vida, pues ha muerto muy rápidamente. Las manos furiosas de su agresor le han triturado el cuello. Y eso ha ocurrido muy cerca de aquí, que es tanto como decir bajo nuestros propios ojos.

- ¡Bajo nuestros propios ojos! -repitió el sargento espantado.

- Sí. Pocas veces he estado tan cerca de un asesino campando por sus fueros.

- ¡Y yo también! -remachó su criado con voz ahogada.

El juez Di estaba fascinado. El asesino, por primera vez en su vida, vivía bajo su mismo techo; se cruzaba con él cada día, hablaba con él, y, sin embargo, no tenía la menor idea de quién podía ser. Habitualmente sucedía lo contrario: el sospechoso vivía en la ciudad, estaba claramente identificado desde el inicio de la investigación, a menudo era alguien allegado a la víctima, y el trabajo consistía en demostrar su fechoría para que se le pudiera condenar.

- Cuando pienso que su verdugo vive entre nosotros -dijo a media voz.

Al oírlo, Hung Liang estuvo en un tris de caer redondo encima de la alfombra.