8
El juez Di tiene una iluminación; la extraña conducta del mayordomo.
El juez Di volvió a tener un sueño. Se hallaba delante de un hermoso paisaje de colinas y bosques de hoja negra. Pero en lugar de hojas había unos ideogramas dibujados con tinta que colgaban de las ramas, que el viento agitaba suavemente. En lugar de susurrar, este curioso follaje emitía el sonido correspondiente a cada ideograma, provocando así una cacofonía sin pies ni cabeza. Los troncos eran a su vez rollos de papel atados con un cordón de seda. Luego el panorama se encogía como si el soñador hubiese retrocedido de espaldas. El juez vio entonces que todo ese decorado formaba parte de un libro abierto. Una mosca bailoteaba sobre sus páginas. Con ayuda de una lupa, descubrió la figura del señor Zhou, que saltaba de una colma a otra declamando con ridículo aplomo no sabía qué parlamento. Se despertó sudoroso.
«¡Vaya pesadilla!», se dijo enjugándose el sudor. Un segundo más tarde tuvo una iluminación. Un texto que había leído cuando cursaba estudios literarios acudía a su memoria. El amanecer iluminaba ya la casa con una luz lechosa. Se puso un traje de interior y se dirigió a la biblioteca. Los rollos de literatura se acumulaban ante sus ojos. Buscó el estante dedicado a teatro clásico. Después de picotear de una obra a otra durante una hora, lanzó un grito de victoria. ¡Lo tenía! El Kiao Gong Mei, la epopeya de un héroe a través de las montañas, una obra lírica y rebosante de imágenes, conocida por sus espléndidas descripciones de paisajes. El principal parlamento del héroe Pei Ming fu, eso era lo que recitaba el señor Zhou desde la llegada del juez, sin tomarse la molestia de explicar la procedencia. Ahí estaba la explicación a su tono enfático: ¡estaba declamando! Y no era, o no sólo, por efecto del alcohol. Dotado de una memoria notable, a este hombre le gustaba agasajar a su entorno con su erudición. ¡Sorprendente costumbre! Ese individuo zafio, que despreciaba de modo vergonzante la caligrafía de sus antepasados, conocía de memoria largos pasajes de una epopeya que sólo exquisitos letrados habían leído. Era decididamente una caja de sorpresas. Debía suponer que no había sido siempre un inveterado alcohólico. Esa botella viviente escondía un fondo de cultura insospechado.
El juez Di regresó a sus aposentos por la galería exterior, caminando a paso lento, inmersos en sus reflexiones literarias. Estas crujías eran una bendición para el paseante, pues permitían tomar el aire al abrigo del barro, por el lado del parque, por el lado de la playa o del lago sin salir de la casa. Habían pasado las horas sin darse cuenta, y el sol, o lo que de él asomaba entre las nubes, estaba ahora alto sobre el horizonte. Al llegar cerca del saloncillo situado en el extremo opuesto de la escalinata, oyó a alguien que vociferaba en tono imperioso, y reconoció la voz del mayordomo, muy distinta de su obsequiosidad habitual.
- ¡Me tienen ustedes poco contento, muy poco contento! -vociferaba el jefe de la servidumbre.
¿A quién podía estar riñendo de ese modo? ¿A la vieja criada?
- Sólo piensan en aprovecharse. ¡Qué vergüenza!
Sí, estaba riñendo a la criada.
- ¡Bueno! ¡Tan poco es tanto lo que le pido!
El juez Di creyó distinguir un punto de ironía en sus palabras.
- ¡Y quítese ese plantel de joyas! ¡Parece una ramera de lujo! ¡Qué vulgar es usted!
¿Así que la criada tenía una pasión secreta por la bisutería? Ese retrato no cuadraba. ¿Y había dicho «puta de lujo»? Una expresión que parecía caerle mejor a otra persona. ¿Podía estar dirigiéndose a la señora Zhou? ¡Ni a la criada de una bodega se la trataba de ese modo! Este Song le recordaba al magistrado a algunos proxenetas de los que había tenido que ocuparse en Han-yan. Solían tratar con desprecio parecido a sus chicas. Ese hombre parecía animado por una cólera fría y ácida. La señora Zhou, si estaba en la habitación, no respondía nada. A lo mejor estaba hablando solo. El juez Di ya había observado en algunos criados esa propensión a insultar a sus señores a sus espaldas, para desahogarse. Le habían contado casos de camaristas que la tomaban con la ropa de su señora, con su retrato o su espejo.
- ¿Cómo lo hace para mirarse a la cara? No vale usted nada. Ah, si no la protegiese la diosa… Puede dar las gracias, créame. ¡Retírese! ¡Me crispa los nervios!
Asomando un ojo por la ventana, el juez Di quedó sorprendido al ver a la señora de la casa abandonar la habitación, cabizbaja, con gesto compungido y preocupado. ¿Por qué una dama como ella permitía que su mayordomo la reprendiera en ese tono? ¿Eran amantes? La hipótesis de un arreglo de cuentas amoroso con el representante se concretaba. La señora Zhou podía haber tenido un desliz con uno y otro y ahora estaba presa de su deshonroso secreto. También podía haber matado a uno de sus pretendientes por si la amenazaba con un escándalo… El juez se prometió sonsacarla a la primera oportunidad. Al contrario de las costumbres muy extendidas en el reino de los Tang, el adulterio le repugnaba profundamente y constituía en su opinión una circunstancia agravante en caso de asesinato. Todas esas piezas encajaban bien: Zhou era un idiota que ignoraba los embrollos que se tramaban bajo su propio techo. El alcohol y la literatura eran el refugio en el que se encerraba para no ver lo que saltaba a la vista. Di lanzó un profundo suspiro y reanudó su camino. El caso no era tan complicado, a fin de cuentas. Nunca habría debido dedicarle tanto tiempo. Ya había tratado a demasiados de la misma clase. Esos enredos sexuales, esas fechorías, como el resto de inclinaciones perversas de la naturaleza humana, ya sólo le revolvían las tripas.
Sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron hasta la sala donde estaba la jaula de pájaros. La señorita Zhou, frente a los barrotes, examinaba con desconsuelo un pinzón muerto que sostenía en las manos.
- Otro -dijo sin levantar la vista.
- Cuánto lo lamento -respondió el juez Di preguntándose si se dirigía a él.
Pero la muchacha no mostró ninguna sorpresa cuando añadió:
- No sé qué más hacer. No me quieren. Han perdido las ganas de vivir. Yo creía que con el tiempo…, pero no. Se van a morir uno tras otro. ¡Mejor que se marchen enseguida!
Con paso resuelto, se dirigió a la ventana y la abrió de par en par. Luego hizo lo mismo con la puerta de la jaula. Como los pájaros no mostraban prisas por salir, la muchacha cogió un abanico y golpeó con él los barrotes para animarlos a abrir las alas. Asustados, nerviosos, cruzaron la puerta y, guiados por el soplo de aire fresco procedente del exterior, emprendieron vuelo hacia el cielo, sin un adiós a su libertadora. El juez Di los miró escapar. La señorita Zhou se cuidó de que no quedara ningún rezagado. Luego arrancó las finas articulaciones de la puerta enrejada.
- En esta cárcel ya nadie va a estar encerrado. Se acabó. Si quieren morir, que lo hagan en el bosque, en libertad. ¡Cuánto me gustaría estar en su lugar!
- Salvo que sus padres no estarían tan contentos -respondió el magistrado.
Por la expresión de la muchacha, adivinó que le daba lo mismo.
- Es una lástima -continuó él-. Los pájaros son un símbolo de armonía. Al soltarlos, usted renuncia a la búsqueda de la paz del hogar. Es un error.
Su padre entró en ese instante. Al ver la jaula desierta, lo único que dijo fue:
- ¡Toma! ¿Ya están todos muertos?
- No, padre -respondió la joven-. Los he liberado.
- Ah -dijo el señor Zhou-. Como prefieras, querida.
Y salió de la habitación. «Bien -pensó el invitado-, ahí vemos el resultado de una educación laxa. Entiendo mejor por qué esta exaltada hace lo que le viene en gana. ¡Su padre lo lamentará cuando ya sea demasiado tarde!» Regresó a sus habitaciones diciéndose que en lugar de las aves él también habría abandonado esa casa de locos tan mal llevada.
Encontró al sargento Hung haciendo un poco de limpieza.
- Si tuviera que fiarme de la servidumbre -gruñó-, ¡pronto caminaríamos sobre nuestros desperdicios! Esta casa es suntuosa, pero no hay quien se preocupe de la limpieza. Es un fastidio. Cuando la crecida haya pasado, habrá trabajo, ya se lo digo yo. ¡Y me alegraré de no estar para verlo!
El magistrado se limitó a sonreír y se sentó a una mesa para abrir un libro.
- ¿Se ha enterado ya de la noticia, noble juez? -continuó su criado, con ganas de charla-. Parece que unos ladrones y una horda de bandidos han sido vistos en los parajes. Según los rumores, atacan a los viajeros, sobre todo a los campesinos que escapan bordeando el río, aprovechando que la pobre gente intenta salvar sus bienes más preciados. ¿Qué hace el ejército? ¡Espero que intervenga antes de que esos bandidos estén cerca de aquí! En caso de apuro, creo que no serán nuestros campesinos los que les planten cara.
El juez Di abrió una puerta para contemplar el paisaje. Cuando el sargento Hung se acercó a él para recibir órdenes, el magistrado estaba observando con cierta perplejidad los pilares que sostenían la galería suspendida sobre el lago.
- ¿Su Excelencia también se ha fijado? -preguntó Hung Liang.
En su voz era perceptible una nota de angustia.
- Está subiendo, ¿verdad? -continuó el sargento-. ¿Cuánto puede subir sin que afecte al castillo?
Entre ellos y la superficie del agua había aún dos o tres codos. Los lotos, unidos al fondo por su largo tallo, empezaban a desaparecer, arrastrados por su ancla natural: se estaban ahogando. Parecían náufragos cuyas manos, los pétalos, lanzaban al cielo un adiós patético.
- Las flores nos abandonan -dijo el juez-. Las ranas estarán tristes esta noche. Su canto sonará melancólico.
- Como todo por aquí -comentó Hung Liang-. Supongo que Su Excelencia se habrá fijado en que todo, incluida la casa, parecen resentirse de esta molesta circunstancia, me refiero a la crecida. Es como si la naturaleza estuviese de duelo.
- Para ser más precisos -respondió el magistrado-, es la finca la que está en duelo. En el exterior vemos que la naturaleza lucha, resiste. Aquí se da por vencida… Como si esta propiedad estuviese ya muerta y se dejara arrastrar por la fuerza del agua que llega para barrer unos restos inertes… Como si la crecida fuese un intento de restaurar el orden inmutable de las cosas. Creo que este parque no era más que un paréntesis que ahora se está cerrando.
- Su Excelencia está en vena filosófica esta mañana.
- Es una respuesta a la preocupación -respondió el juez-. Hay quien se angustia, otros lloran. Yo digo estas tonterías. Me distraen la mente.
El sargento Hung guardó silencio. Lamentaba que su propia educación no le permitiera adoptar ese desapego. Habituado a lidiar con problemas concretos, con gusto habría escapado a la realidad de éste.
El magistrado tomó en compañía del señor de la casa el arroz del mediodía. La conversación giró en torno a la crecida de las aguas. Pero el señor Zhou estaba más preocupado por la afición de su hija a soltar unos pájaros de gran valor que por el río.
- Realmente, admiro su fuerza de carácter -dijo el magistrado, pensando que el alcohol le ayudaba-. Me gustaría conservar, como hace usted, la serena dignidad de nuestro maestro Confucio.
Su comensal sonrió.
- Ya le he dicho que no corremos ningún riesgo. Ya no queda mucho tiempo. Cada día que pasa nos acerca a la liberación. Explíqueselo, Song.
El mayordomo, ocupado en servir los platos, se dirigió al juez Di en un tono de gran deferencia, muy distinto del que había empleado con la dueña de la casa esa misma mañana.
- Su Excelencia puede estar tranquilo. Las aguas descenderán antes de la festividad de la perla, para que la ceremonia pueda celebrarse como todos los años. Siempre es así.
Hizo una inclinación y salió llevándose los cuencos vacíos.
- Que el cielo le oiga -dijo el juez Di vertiendo, por una vez, unas gotas de alcohol de arroz, cuyo perfume embriagador le cosquilleaba en la nariz hacía ya un buen rato.
Empleó su paseo digestivo en dar una vuelta por la isla sin dejar de mirar con preocupación las riberas. Los sauces hundían los pies en el agua. Ya no se podía acceder a las cubetas para peces. Nadie se había molestado en dejarlos flotar y se habían ahogado. Se acabó comer carpas hasta la próxima estación: les había costado tan poco nadar por encima de las redes como a los pájaros cruzar la ventana.
Al regresar a la finca, el paseante se cruzó con la anciana criada. Por su expresión extasiada, creyó que también había estado bebiendo. Habría jurado que la mujer, siempre hosca, acababa de contemplar la faz radiante de Buda, que se le había aparecido entre los fogones. Una expresión extática le iluminaba los rasgos, un poco de la luz divina le había quedado en la cara y ya no era la criada esmirriada, refunfuñona y amargada, sino una monja en la llamada de su vocación. Caminaba levitando, transfigurada.
- Bien -dijo-. Parece que acaba de recibir una buena noticia.
La criada cayó bruscamente de la nube. Una mueca de amargura regresó por costumbre a su boca y barrió al instante toda huella de la felicidad que hacía poco la iluminaba. La ninfa dichosa recuperó su postura de arpía y el juez volvía a tener delante a la persona bajita y poco amable de siempre.
- ¿Yo? -respondió ella-. Qué va. ¿Y qué buena noticia iba yo a recibir? ¿No soy una esclava aquí?
No estaba con ganas de charlar. Al verla de cerca, el juez Di la encontró profundamente marcada, arrugada, además de mal hablada. Pero tal vez no se volvería a presentar la ocasión de interrogarla. Le preguntó entonces desde cuándo servía en el castillo.
- Desde siempre -gruñó ella-. Soy una piedra entre las piedras.
A fuerza de insistir, consiguió averiguar que venía con la familia de la señora Zhou, a la que había criado. Como a menudo ocurría, el día de los esponsales ella acompañó a su señora a su nuevo hogar, para que la joven no se sintiera demasiado perdida. Los criados eran muchas veces el único vínculo que las casadas conservaban con su antigua existencia. El juez Di sugirió que el señor Zhou debía de estar muy enamorado de su mujer pues no había tomado nunca una esposa secundaria, ni siquiera una concubina. La criada no se mostró tan positiva.
- ¡Querrá decir que se deja mandar sin rechistar! Es un pánfilo. Debería dar un puñetazo encima de la mesa más a menudo, ¡no le haría mal a nadie!
El juez Di se quedó asombrado de su insolencia. Aquello era demasiado, había llegado al límite de su paciencia. Estaba demasiado imbuido de la noción de las diferencias sociales para permitir semejante desfachatez. Los Zhou eran unos imbéciles, en el fondo estaba de acuerdo con ella, pero pertenecían a las castas superiores, igual que él. Habría sido despreciarse a sí mismo permitir que una inferior los insultara en su presencia.
- ¿Cómo se atreve a hablar así de sus dignos señores? -se indignó.
- ¡Ah! ¡Mis «dignos» señores! -rió sarcástica-. ¡Ellos tienen la parte bonita, eso seguro!
- ¿Qué quiere decir?
- Ni más ni menos que lo que he dicho. Que tienen suerte. Dicho esto, yo también tendré un día mi golpe de suerte. ¡Y más que ellos!
Una idea pareció ocurrírsele a la criada en ese momento.
- A propósito, Su Señoría probablemente dispone de un buen barco.
El juez respondió que el que había usado para llegar seguía en el muelle, a la espera de poder emprender de nuevo viaje.
- Su Señoría sin duda tiene a bordo una plaza para una pobre criada que abulta poco.
Se sorprendió de que quisiera abandonar a sus señores, pues no parecía que sus labores en la casa fuesen agotadoras.
- Por desgracia -dijo ella-, todos los placeres se acaban. Tengo que empezar a pensar un poco en mí. Tengo otras propuestas, lejos de aquí, muy lejos. ¡Pero, chitón! Es un secreto entre usted y yo. Ni pío a nadie. Déjeme embarcar con usted, le estaré agradecida hasta el fin de mis días.
«Primero su joven ama, ¡es la segunda que quiere que me la lleve! -pensó-. ¿Qué mosca les ha picado para querer escapar de este paraíso?»
El juez condescendió en avisarla cuando el barco aparejara y prometió no decir «ni pío» a nadie. Le intrigaban esas repentinas prisas por dejar la casa en la que había servido durante tantos años. Era el tipo de decisión que nadie toma a la ligera, en un impulso. Parecía que la mujer escapaba de un edificio en llamas. ¡Si la epidemia hubiese llegado hasta aquí! Pero la finca de los Zhou parecía protegida de todo. La mujer correría muchos más riesgos bogando de puerto en puerto sobre un río desatado que quedándose aquí, por mucho que la mitad de la ciudad estuviese con un pie en la tumba. ¡Vaya, la locura de los Zhou se extendía hasta el último de sus criados! Se preguntó si también él iba a empezar a soltar frases incoherentes, a tomar decisiones estúpidas y a arrojar su vida por los aires. ¿Y si había en los alrededores alguna ciénaga que estuviese propagando unas fiebres desconocidas? El peligro era tan intangible como las razones que regían el comportamiento de estas personas. Se sentía desorientado.
La criada saludó con una inclinación y continuó su camino. No había recuperado el aire radiante aunque parecía que por detrás de su frente arrugada bailoteaban pensamientos muy placenteros.
Este estado de ánimo no duró mucho, sin embargo. La criada no apareció a la hora de cenar. Ante la preocupación de Di, el jardinero respondió que sufría un fuerte dolor de cabeza y le había pedido que la sustituyera. El juez pensó que más bien se había zafado de sus labores para dedicarse a actividades más agradables, considerando su humor de por la tarde.
Tuvo la confirmación después, por la noche. Estaba tomando el fresco en la ventana de un coqueto saloncito cuando distinguió a la vieja criada por uno de los senderos. Corría al trote ligero lanzando unos curiosos alaridos, como una rata que acaba de ver un gato. «Esta mujer es de lo más raro que hay», se dijo viéndola desaparecer detrás de los árboles, llevando un bolso de tela en la mano.