7
El anciano Zhou hace de las suyas; su nieta le hace al juez Di una proposición deshonesta.
Al pasar por el pasillo que comunicaba con los apartamentos del mayor de los Zhou, al juez Di le llamó la atención que la puerta estaba abierta de par en par. Era la primera vez. «A fin de cuentas, puede que el anciano haya tenido algún percance», se dijo para justificar su indiscreción. La habitación estaba recubierta de figuras morbosas dibujadas en las paredes. El viejo, que poseía un don algo macabro para el dibujo, había imaginado siluetas de demonios provistos de enormes garras y espectros pálidos. Fuera de eso, no había alma viviente dentro del cuarto.
Como suele ocurrir cuando uno visita un lugar prohibido, vino a estorbarle la llegada importuna de la graciosa señorita Zhou.
- ¿Dónde está? -preguntó mirando a su alrededor-. ¿Y ahora dónde se ha metido?
- Me temo que su abuelo se ha ido sin pedir permiso -respondió el magistrado.
La noticia pareció contrariarla mucho. Con movimientos febriles, abrió dos o tres puertas, cosa que le sirvió nada más para llegar a la misma conclusión que el juez.
- ¡Menuda catástrofe! -dijo-. ¡Tengo que avisar a mis padres!
Desapareció por el pasillo gritando: «¡El viejo ha escapado!» La noticia enloqueció a los Zhou. «No están acostumbrados a las malas noticias», pensó el juez. Llegó al gran salón en el preciso instante que el pequeño de la familia recibía un sopapo de su padre.
- Hay que avisar a Song -dijo la señora Zhou.
- ¡Ni se te ocurra! -exclamó su marido.
Luego, recordando que el juez estaba presente, explicó:
- ¡Nuestro mayordomo adora a mi padre! Se preocuparía demasiado. Lo más probable es que mi querido progenitor esté dando un paseo por el parque. Lo único que hay que hacer es salir a buscarlo.
Salieron como un solo hombre a rastrear entre los arbustos. El juez Di se preguntó si temían hallar el cuerpo dentro de un charco, como el del vendedor de sedas o el del bonzo. ¿Podía el anciano haber sido víctima de esa sombra que acechaba a los paseantes solitarios para arrojarlos al agua? Pese a sus predicciones de altisonante patetismo, el anciano parecía de lo más inofensivo.
- Con su permiso -gritó-, yo buscaré por mi lado. A lo mejor está en la ciudad. Tengo alguna idea sobre el lugar al que puede haber ido.
- Sí, hágalo -respondió su anfitrión-. Es muy amable de su parte. Avísenos si lo encuentra. Enviaremos a alguien a recogerlo.
Los Zhou pasaban de la desesperación enloquecida a la despreocupación con una rapidez desconcertante.
Con una mirada de perro apaleado largamente ensayada, Hung Liang le dio entender a su señor que estaba cansado. De modo que llamó al jardinero para que lo sustituyera en la barca. El muchacho vio al magistrado tomar asiento en la banqueta del pasajero para hacerse llevar al templo igual que si señalara su dirección al conductor de un cochecillo chino.
En el santuario de la Felicidad Pública, el cuerpo del bonzo estaba expuesto entre dos grandes velones votivos, bajo el ojo de madera del Buda de sonrisa agrietada. Allí encontraron a tres viejas orando pero ni rastro del anciano indigno. Di aplicó entonces el plan B. Ordenó al jardinero que lo llevara al barrio de los sauces, lo que provocó que durante todo el camino el remero luciera una sonrisa cargada de sobreentendidos. El juez pretendía averiguar si el viejo Zhou había ido a visitar a Capullo de Rosa.
Encontró a la mujer-flor en casa.
- ¡Su Excelencia por fin se ha decidido! -exclamó abriéndole la puerta-. Tiene razón: hago precios especiales a los funcionarios.
El juez Di contestó que se sentiría honrado de contarse entre sus muchos admiradores, incluso sin descuentos en la tarifa, pero que no disponía de tiempo. Por ahora, la búsqueda de información explicaba su visita. Un simple vistazo bastó para comprender que había errado el camino. La dama afirmó no haber visto a su fiel galán. En cambio, pudo darle la dirección de su sempiterna enamorada, a la que el anciano Zhou visitaba en su casa todas las semanas, justo antes de pasar por el lupanar, pues ya se sabe que «los platos amargos siempre se comen antes que el postre».
El magistrado le dio las gracias y se apresuró a seguir camino antes de que le obligara a prometer que volvería pronto para gozar de un encuentro más íntimo con rebaja incluida. «Buena comerciante», pensó ocupando de nuevo su lugar en la barca, ante el pasmo del jardinero, que no comprendía cómo había terminado tan pronto su negociete.
En la dirección indicada, el juez tuvo la sorpresa de ser recibido por una monja de cabeza afeitada. Vestía la túnica y el pantalón gris oscuro típicos de los religiosos. Creyó que se había equivocado de casa y ya iba a pedir disculpas cuando preguntó si el anciano Zhou se encontraba en el lugar.
- Sí, claro que sí, está aquí -respondió la monja-. ¿Quién pregunta por él?
El juez se presentó especificando que había venido a petición de la familia, preocupada por recuperar a su querido anciano. La monja confesó que también ella se había sorprendido al verlo llegar. Sorprendida y halagada; sonrojándose levemente añadió que esa imprevista visita le había parecido una señal de que su vieja pasión reverdecía. De momento, descansaba en una de las habitaciones. Esa salida, que rompía con sus costumbres, le había dejado agotado, sobre todo porque había tenido que llevar la barca sin ayuda de nadie. Di comprendió que la fuga había sido muy dura, aunque él no hubiese probado el ejercicio en carne propia.
La monja era una prima lejana de los Zhou. En su juventud, estuvieron prometidos. Por desgracia, oscuras razones impidieron que la unión se consumara; él se había casado por su lado y ella se había quedado para vestir budas. Transcurridos algunos años de celibato, consideró más decente tomar los hábitos. Una mujer sola que ya no estaba en edad de contraer matrimonio, no siendo esposa, ni viuda, no tenía mejor opción que ésa para disfrutar de algún estatus social. Cuando el señor Zhou enviudó, se había acercado a ella. «Con la mayor decencia», se apresuró ella a especificar, aunque al juez ni le pasó por la mente la idea de que pudiera ser de otro modo. Conocía las costumbres y gustos del anciano en materia de salsas picantes y estaban muy lejos de cualquier afición a flirtear con monjas resecas, encerradas en sus reproches y en la nostalgia de delicias que nunca ocurrieron.
Al recoger a su viejo amigo, se había percatado de que estaba completamente extraviado. ¡El pobre hombre andaba buscando a su familia!
- ¿Buscaba a sus padres? -interpretó el juez Di. Muchas veces, cuando los ancianos pierden la cabeza, se sorprenden porque sus padres ya difuntos, e incluso sus abuelos, ya no estén en casa.
- No, no -le corrigió la monja-: llamaba a su hijo, a su nuera y a sus nietos, ¡como si llevase días sin verlos! Ya se puede imaginar mi consternación.
- Ha perdido el poco juicio que le quedaba -concluyó el juez-. Ha comido con ellos hoy mismo, ¡yo estaba presente!
- Qué tristeza -dijo la monja-. No hace mucho, aún gozaba de un gran sentido del humor. Era un hombre inteligente, chispeante, muy perspicaz, solía estar de lo más alegre. Voy a sentirme muy sola cuando ya no me reconozca.
- ¿Quién cotillea a mi espalda? -exclamó el viejo entrando en la habitación-. ¡Me dejan solo y se dedican a conspirar!
El juez Di se levantó y saludó con una reverencia. Convenía orientar al anciano para que regresara al castillo.
- No debe preocuparse, venerable señor Zhou -le dijo cogiéndole suavemente de la mano-. Le voy a llevar con su hijo y su nuera, que le están esperando impacientes.
El anciano apartó la mano como si la hubiese rozado una araña.
- ¡Asesino! -dijo-. ¡No crea que me cogerá por las buenas!
- ¡Vamos, Lipeng! -dijo la monja en tono indignado-. ¡Su Excelencia se ha molestado en venir hasta aquí para acompañarle de vuelta al castillo! ¡Muéstrele algo de respeto, se lo suplico!
- Ya sabía que tenía que haber ido a casa de Capullo de Rosa -dijo el anciano-. Ella no me habría entregado.
El rostro de la monja se descompuso.
- ¿Quién es Capullo de Rosa? ¡No, no me conteste! Prefiero no saberlo. ¡Márchese de una vez! ¡No se merece el afecto que le tengo!
- ¡Vieja idiota y mojigata! ¡Traidora! -gritó el viejo dirigiéndose hacia la puerta-¡Ya no se puede confiar en nadie!
El juez Di se dijo que el abuelo recuperaba el juicio en ciertos asuntos, aunque lo hubiera perdido del todo para otros.
- ¡Vamos! ¡A la tumba! -dijo el viejo polizonte instalándose en la barca-. Tendrá mi muerte sobre su conciencia.
El juez se despidió de la monja, estupefacta, e hizo una señal al jardinero para que empezara a remar sin demora. El señor Zhou no pronunció una palabra en todo el trayecto, encerrado en su mudo reproche.
- ¿Me permite que le haga una pregunta? -dijo el juez, sentado frente a él, cuando se acercaban al pórtico.
El viejo no respondió.
- ¿Por qué razón vive en esta pequeña ciudad de provincia cuando su inmensa fortuna le permitiría figurar entre las familias más importantes de la capital, relacionarse con personas del rango más elevado y colocar a sus hijos en la alta administración o en el ejército? La modestia deliberada de su linaje es tan insólita como inesperada.
El anciano esperó unos instantes antes de responder y lo hizo mirando al agua.
- Nuestra fortuna no es nuestra dicha, sino nuestra maldición. Usted no puede comprenderlo. Hemos cerrado un pacto. No somos libres. El dinero no es nada. Ese oro es lo que nos enterrará.
El juez enseñó su última carta.
- Sea como sea, esa estatua monumental de oro macizo… ¡es una fortuna!
Por lo visto, el anciano estaba al corriente pues ni pestañeó.
- Eso no es nada, ya se lo he dicho. ¿También usted quiere nuestro oro? ¡Pues cójalo todo y márchese! ¡Déjeme tranquilo! ¿Qué le hemos hecho nosotros? ¡Asesino! ¡Asesino!
Levantó el bastón para golpear al juez. El primer golpe quedó amortiguado por el gorro forrado. El juez detuvo el segundo apoderándose del bastón. El viejo Zhou se debatió con tanta rabia que la barca empezó a bambolearse de modo peligroso.
- ¡Cuidado! -exclamó el jardinero-. ¡Vamos a volcar!
La predicción no tardó en cumplirse. El irascible anciano, el joven remero y el juez se encontraron dentro del agua. La profundidad era escasa, estaban apenas en el lecho de la inundación, chapoteando, empapados hasta los huesos, con el agua por las rodillas. El monje y el mayordomo, que los contemplaban desde el pórtico, acudieron raudos en su ayuda. El abuelo se había calmado por ensalmo con el baño helado. Se apresuraron a entrar para cambiarse de ropas y reanimarse.
- ¡Por los doce kamis! ¿Qué ha ocurrido? -preguntó la señora Zhou al verlos entrar.
- ¡Enciende los braseros! -ordenó su marido a la vieja criada-. De verdad, padre, ¡no está usted en sus cabales! ¡Estábamos muy preocupados! ¡Llevamos una hora buscándole por todo el parque!
- ¡Vosotros no me dirijáis la palabra! ¡Asesinos! -escupió por última vez el anciano antes de dejarse llevar hasta el dormitorio por el mayordomo.
Sus hijos estaban aterrados ante la reacción. Se produjo un silencio antes de que el señor Zhou recordara que tenía lengua.
- Perdónele. Ya no sabe qué dice.
El juez respondió que se había dado cuenta. Después de haber recibido las gracias de rigor por traer de vuelta al fugado, se dirigió a sus apartamentos, donde Hung Liang le tenía preparadas prendas secas.
- De buena gana pediría que me calentasen algo con que darme un baño, si todo el mundo no estuviese ocupado.
- Perdone mi temeridad, noble juez -dijo el sargento Hung-, pero ¿Su Excelencia no debería reclamar que aceleren las reparaciones de nuestro junco y abreviar esta estancia sin objeto? El río está casi navegable y se nos espera en Pu-yang. Nuestra ausencia tendrá a todo el mundo inquieto.
- Mañana procuraremos enviar un mensaje para señalar dónde estamos. En cuanto a nuestra parada en este lugar, no creo que carezca de objeto. La divina providencia nos ha traído hasta aquí, cada día estoy más persuadido de ello.
El sargento Hung pensó que, con la edad, su señor se hacía fatalista.
Cuando el señor Zhou volvió a ver al juez, agradeció por segunda vez que hubiera traído a su padre.
- Hemos tomado enérgicas medidas para que no se vuelva a repetir este accidente -dijo mirando a su hijo, que tenía las mejillas de un rojo intenso.
Durante la cena, el ambiente fue espantoso. La señora Zhou lloriqueaba bajo sus mangas. Su marido bebía más que de costumbre, su hija se encerró en un mutismo lúgubre, y la vieja criada, enfadada por razones inexplicables, soltaba los platos a medio codo de la mesa, sobre la que aterrizaban salpicando a su alrededor.
«¡Y ahora interviene la criada! -se lamentó el juez-. A ver quién la convence para que se ocupe de mi baño.» Era una lástima estropear esa comida dulciamarga, que por una vez casi era apetitosa. El cocinero había olvidado ser repulsivo.
- Ahí tiene un soberbio ejemplo de caligrafía -dijo el juez, señalando al azar un poema que colgaba de la pared, sólo por animar la conversación.
- ¡Cójalo! -exclamó el dueño de la casa antes de vaciar la enésima copa de alcohol-. ¡Es suyo! ¡Por favor, háganos ese honor! ¡Está usted en su casa! ¡Todo lo que hay aquí es suyo!
- Mi amor, ¡te estás excediendo! -le dijo su esposa, tras unos segundos de estupefacción, apoyando la mano en el brazo de su marido.
Éste se soltó con brusquedad para servirse de beber. Los hijos le lanzaron miradas avergonzadas y luego hundieron la nariz dentro del cuenco, algo que se había convertido en costumbre.
- Tenga la bondad de disculpar a mi esposo -pidió la señora Zhou-. Los últimos acontecimientos recientes lo han trastornado y está muy cansado.
- Creo comprenderlo bien -dijo el juez con una sonrisa que tranquilizó a su anfitriona-, pero ¿puedo preguntarle qué acontecimientos concretamente han provocado este trastorno?
La señora Zhou se puso tiesa como si una rata hubiese cruzado corriendo por su hermoso mantel en medio de los comensales. Su marido vació la copa sin preocuparse ya de lo que se decía a su alrededor.
- Pues, pues… -balbuceó ella-. La desaparición de su padre… La crecida del río… Todo este conjunto de accidentes y calamidades…
El juez Di observó que no mencionaba ninguno de los asesinatos. Cabía pensar por ello que eso era lo que en realidad la tenía preocupada, más que la fuga de un anciano acostumbrado a hacerlo o una inundación que suponía una molestia para todo el mundo salvo para ellos.
- Ya veo -respondió en tono enigmático.
La señora Zhou parecía tan estupefacta como si un demonio de los infiernos se hubiese sentado a compartir la cena. Dos arrugas que expresaban severidad se marcaron en las comisuras de su boca, que ya sólo abrió para engullir pequeñas porciones de anguila que parecía costarle tragar.
De vuelta en su apartamento, el juez Di se concentró en las distintas piezas del puzzle. Una misma persona había acabado con la vida del vendedor de sedas y del bonzo, de eso no le cabía duda. Aunque en un caso había sido un golpe y en el otro el veneno, ambos tenían un punto en común: la intención de dejar creer que había sido un ahogamiento accidental. En ambos casos, los asesinatos habían sido factibles por la crecida de las aguas. El juez Di estuvo súbitamente convencido de que estaban íntimamente relacionados con la inundación. Los dos hombres no habían sido asesinados aprovechando la crecida, sino a causa de la crecida. Por qué razón y qué vínculo existía entre ambos, lo ignoraba todavía, pero habría dado la mano derecha apostando por que se trataba de un único y mismo asunto. Y nada permitía creer que el «el asesino de la crecida» se iba a quedar ahí. Mientras la ciudad de Zhouan-go siguiera inundada, habría muerte y violencia. En apariencia se trataba del lugar más tranquilo del mundo, pese a la desgracia. En realidad, una bestia feroz rondaba lista para enviar a quien le tocara los bigotes al más allá sin otra forma de proceso. ¿Qué tenían en común el vendedor de sedas y el monje? Uno vendía sus productos y el otro pedía dinero. Uno viajaba y el otro oraba. Pero ambos visitaban a los lugareños, entraban en sus casas. Sabían cosas, conocían detalles sobre la manera de ser de cada cual en su intimidad. Ambos tuvieron que dar con un secreto que les había resultado fatal. Ahora bien, el juez no conocía nada más secreto que el estilo de vida de los Zhou, en su castillo, su isla, en medio del lago, en el parque cerrado, detrás de los muros que resguardaban aún no sabía qué infamia digna de cometer un asesinato para protegerlo.
Confortablemente instalado en su cama, el juez Di se zambulló en una especie de novela breve, que había encontrado en la biblioteca de su anfitrión. Aunque no era demasiado aficionado a ese género menor de la literatura, pues consideraba que únicamente las historias reales y edificantes podían aspirar al estatuto de obra de arte, esta novelucha sin ambiciones era lo que necesitaba para distraerse. El ruido de arañazos en la puerta de la crujía lo distrajo de la lectura.
Al abrir descubrió a la señorita Zhou, con los ojos bajos como convenía a una doncella; pero ninguna doncella digna de tal nombre habría osado llamar a la puerta de un hombre a primeras horas de la noche. Ella alzó la cabeza con actitud mucho menos conforme con las buenas costumbres y pidió sin rodeos permiso para entrar.
- No tengo miedo -añadió ella al advertir cierta vacilación en el juez-. Sé que Su Excelencia es un hombre honesto y que mi virtud está tan segura aquí como en mi propia habitación.
Había en sus ojos un brillo demasiado intenso. El juez Di se dijo que más bien era él quien debía albergar algún temor, dada la naturaleza caprichosa de la damisela. Y, en cuanto a su virtud, sabiendo como sabía de qué era capaz en la intimidad de su habitación, ¡tenía derecho a preguntarse qué quedaría de ella en habitaciones ajenas!
Se apartó para dejarla pasar y lanzó una mirada al exterior para comprobar que nadie la seguía. Después de todo, el resto de la abominable familia muy bien podía estar agazapada entre las sombras impulsados por quién sabe qué idea perversa. Viniendo de ellos, ya nada le extrañaba.
La señorita Zhou suspiró como una chiquilla que tiene una tristeza. El juez, compasivo, le señaló una butaca. La muchacha pasó por alto el asiento y fue a sentarse ¡en la cama! Bien instalada entre dos almohadones, le explicó que acababa de pelearse con su hermano por culpa de su abuelo. El benjamín de los Zhou le echaba en cara a su hermana que hubiese anunciado a los cuatro vientos que el viejito se había escapado, por lo cual se había ganado una buena reprimenda y hasta dos sonoros cachetes, por más que les hubiese prometido, jurado y perjurado que esta vez no había hecho nada de nada. El magistrado creía al niño a pies juntillas. Era un muchacho inteligente y había comprendido que una broma más con el viejo y sería castigado sin piedad.
La señorita Zhou hizo el gesto de reprimir un sollozo, luego empezó a retorcer un pliegue de su túnica rosa como habría hecho una chiquilla intimidada. Eso era lo insoportable viniendo de ella: esa permanente vacilación entre la doncellita y la ramera. El juez no sabía en qué canción seguirla. Le recordaba a esas estatuillas de dos rostros cuya cabeza gira mostrando alternativamente la sonrisa de una bonita ingenua o la mueca de una bruja.
- Estoy harta de esta vida aburrida -confesó ella-. Mis padres no piensan ni por un segundo en casarme. Quieren conservarme con ellos y yo me aburro a más no poder.
Él se limitó a mirarla preguntándose qué espanto iba a salir de esa bonita boca. No tardó en averiguarlo.
- Si Su Excelencia quisiera llevarme consigo…
- ¿Y eso cuándo?
- Cuanto antes.
- Pero ¿adónde?
- A donde usted quiera. ¡Salgamos mañana mismo!
¡Un secuestro! El juez Di estuvo a punto de caerse de la silla.
- Dígame que bromea.
- Nunca pasará por esta casa un hombre de una educación comparable a la suya. Aquí sólo se crían campesinos… de lo más rústico.
- ¡Un secuestro! ¡Cómo se le ocurre!
Pero ella tenía respuesta para todo.
- Mi pudor no estaría en aprietos bajo la protección de un magistrado eminente.
«¡Oh! ¡Menuda descarada!», pensó él.
- Además… Si Su Excelencia considerara que mi reputación quedaba comprometida… bastaría con que me convirtiera en una de sus esposas. O incluso en una concubina. No soy difícil.
¡Desde luego que no lo era! ¡Convertirse en una esposa secundaria de un hombre con edad suficiente para ser su padre! Y peor aún: ¡ser una simple concubina! ¡Qué caída para una heredera de una dinastía como la suya, que podía aspirar a cualquier noble de la región!… ¡por lo menos!
El juez pensó que si le había hecho una proposición semejante al vendedor de sedas, y el jardinero había llegado a saberlo, ese podía haber sido el móvil del asesinato. ¿Era ella la amante del vendedor de sedas, en lugar de su madre? ¿O lo eran ambas a la vez? Cada una, especialmente la señora Zhou, se convertía entonces en sospechosa de asesinato. ¿Una mujer celosa habría podido tener fuerza suficiente para asestar al desdichado vendedor el golpe cuya huella había descubierto en la parte posterior de la cabeza? ¿Y arrastrarlo luego hasta la crecida? De ninguna manera. Pero alguien podía haberla ayudado.
Rechazó cortésmente los avances de la damisela. El secuestro de una virgen de la buena sociedad, siquiera para convertirla en su concubina oficial, era una falta gravísima de la que se resentiría su reputación de magistrado. Por falta semejante sería condenado a un destino como las regiones glaciales del norte o a una aldea de montaña donde se ven más yacks que personas sometidas a su administración.
- Escúcheme bien, creo que su proyecto peca de fantasioso -dijo en el tono de un viejo consejero cargado de sabiduría que reprende amablemente a una chiquilla de desbordante imaginación-. Sus padres harían una denuncia de inmediato y eso acabaría con mi reputación.
- No creo que mis padres hicieran nada de eso -respondió la muchacha con una seguridad que pareció fuera de lugar-. Créame. Nos dejarían en paz.
El juez Di lo dudaba. Además, tenía ya tres solícitas esposas y seis hijos que lo colmaban.
- Lástima -dijo la señorita Zhou poniéndose en pie-. Lo he intentado. Espero que no tengamos ni usted ni yo que lamentar su decisión.
El juez se preguntó qué sorda amenaza, qué predicción, ocultaban esas palabras inquietantes. Ella le lanzó una última mirada con sus hermosos ojos de cejas largas y curvadas antes de desaparecer como había venido. De modo que había en el castillo una sirena más peligrosa que la del lago…