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El juez Di encuentra refugio en un lugar más acogedor y conoce a una familia de lo más curiosa.
Al final del camino, descubrieron el castillo, levantado sobre una isla que ocupaba en un buen tercio de su superficie. Alrededor de la misma se extendía un pequeño lago parcialmente recubierto de lotos rosas y blancos. La lluvia y el crepúsculo tras las nubes no permitían discernir si el lugar era tan magnífico como se lo habían descrito. Los recién llegados distinguieron de lejos los numerosos farolillos colgados por encima de la escalinata y a lo largo de toda la galería cubierta que bordeaba la fachada. Era, por lo que podían valorar, una vasta construcción en la misma planta, ligeramente sobrealzada, a la que se accedía, después de un armonioso puente arqueado, por un tramo de escalones entre dos estatuas que representaban a quimeras con una pata levantada como promesa de prosperidad.
Sin duda habían estado muy pendientes de su llegada, pues cuando se encontraron bastante cerca vieron que la familia Zhou los esperaban en fila en lo alto de la escalera. Los propietarios del castillo se inclinaron con una simpática simultaneidad mientras el señor del lugar daba a la bienvenida a un huésped tan poco deseado.
- Los manes de mis antepasados se sienten honrados de recibir a un personaje de su rango, noble juez -dijo el pater familias, un hombre de considerable estatura, rollizo, que lucía una barba negra tan larga que le llegaba hasta el ombligo-. Damos gracias al cielo que nos permite conocer a un hombre de tanto prestigio. Espero que nuestra miserable morada no parezca en exceso indigna de su ilustre persona.
El juez Di dejó que añadiera algunas protestas del mismo tenor antes de agradecer la espontaneidad con que le había brindado techo y albergue. El señor Zhou soltó algunas toses, incómodo, y pasó a presentarle al resto de los miembros de la familia: su esposa, una dama aún hermosa por lo que la luz de los farolillos permitía adivinar de sus encantos, una muchacha de edad suficiente para pensar en casarse, pero vestida por debajo de su edad, como solía ocurrir en esas viejas familias, y un chiquillo de expresión traviesa que inducía a suponer que regalaba algunos días difíciles a sus padres. Había, además, una vieja criada, un joven jardinero y hombre para todo, y un personaje de cráneo rasurado, al que presentaron como el cocinero, aunque debía de ser un antiguo monje, seguramente demasiado aficionado a los placeres de este mundo para ir a enterrarse en un monasterio.
- Su Excelencia tal vez se extrañe de nuestro sobrio tren de vida -dijo el señor Zhou-. Tenemos al resto de la servidumbre repartida por nuestras fincas en previsión de cualquier catástrofe, en estos tiempos difíciles, y para ahuyentar a posibles ladrones y otros bandidos. Aquí estamos tranquilos, nunca ocurre nada. Nuestro buen mayordomo, Song Lan, dirige la casa con perfecto tino y se ocupa de resolver todas nuestras necesidades. Es el eje de nuestro hogar.
El mayordomo se inclinó con una profunda reverencia.
- Vivimos con una sencillez propicia a la meditación -añadió el señor Zhou, que parecía con ganas de conversación.
- Su Excelencia estará impaciente por descansar de sus fatigas antes de compartir nuestra modesta mesa -le atajó su esposa con una sonrisa que traicionaba un asomo de exasperación.
El juez Di tuvo la impresión de que la palabrería de su marido la irritaba y que deseaba acabar con ese parloteo que era puro formulismo. Siguió a la vieja criada al interior de la casa después de prometer que se reuniría con ellos tan pronto hubiera tomado posesión de los aposentos.
El castillo había sido diseñado siguiendo la división habitual en pabellones separados por diversos patios interiores. Le condujeron a un ala lateral, que según vio estaba ligeramente sobrealzada encima del lago. Un conjunto de plantas dobladas por el viento rodeaban la galería, que corría alrededor de su apartamento. Éste consistía en varias estancias muy amplias y ricamente decoradas. Habían encendidos braseros y una cama de amplias proporciones y columnas labradas dominaba la habitación principal. El magistrado dio las gracias a la criada y se quedó a solas con el sargento Hung, que aireaba sus ropas.
- ¡Bueno! -exclamó el sargento-. ¡Deberíamos haber venido directamente aquí! ¡Menuda diferencia con el sórdido agujero del que acabamos de salir! Estos Zhou son estetas aficionados a la opulencia, si tenemos que fiarnos de la decoración. Aquí dentro hay más obras de arte que en ninguna de las residencias oficiales que Su Excelencia ha tenido la suerte de ocupar en los últimos diez años.
- Es verdad -respondió el juez-. El señor Zhou parece un ser insignificante, pero la casa no carece de esplendor. Lo más probable es que lo haya heredado de sus antepasados. Se necesitan vanas generaciones para reunir semejante colección de pinturas y de maderas preciosas. Son como el árbol cuyo tronco sólido termina en frágiles ramitas. Cuando las raíces son buenas, un árbol puede permitirse el lujo de dar algunas ramas débiles. El mayor lujo de los vástagos de las fortunas antiguas es no mostrarse a la altura de su herencia.
El juez Di se reprochó la contundencia de su juicio. Después de todo, ese Zhou había mostrado buena voluntad. La bienvenida podría haber sido glacial. Debía esperar a que pasara algo de tiempo para que le mostrara alguna de las cualidades que con toda seguridad debía de haber desarrollado, como todo hombre de letras cuya existencia había consistido en un mero dejarse llevar. El magistrado se acusaba del flagrante delito de apriorismo, digno de los patrones de pesca de la Garza Plateada.
No tardó en reunirse de nuevo con sus anfitriones. Cuando el joven jardinero llamó a la puerta de su apartamento para brindarse a guiarlo por el laberinto de pasillos, el juez Di notó que su estómago le recordaba que apenas había comido, tras perder el apetito al examinar al muerto flotante. Convenía ir a saborear la refinada cocina que podía esperarse de una casa de solera como ésta.
El señor Zhou lo recibió en el umbral del comedor.
- Espero que Su Excelencia haya quedado satisfecho con sus apartamentos -dijo con cortesía-. Si echara algo en falta, será un placer poder…
El juez Di alzó la mano para interrumpirlo.
- Estoy encantado de la cortesía con que han tenido a bien recibirme. Es un apartamento magnífico. Mi estadía aquí sólo puede ser dichosa…
Un frío silencio respondió a estas palabras.
- Bastará para acoger a Su Excelencia los dos o tres días que dure su alto en el viaje -respondió la señora Zhou en un tono cargado de insinuaciones-. Le supongo con prisa por reemprender camino. Un hombre de su dignidad tiene ocupaciones de las que no podrá escapar durante mucho tiempo.
Al juez Di no le pasó por alto la prisa que tenían por verlo marchar.
- Por desgracia -respondió-, no sé en qué momento el estado del río me permitirá continuar el viaje. Se me espera en Pu-yang, donde me llama un nuevo destino. Este imprevisto es una contrariedad.
- Una contrariedad, sin duda -respondieron a dúo los señores Zhou, como si ésa hubiese sido la mejor expresión de sus pensamientos de las dos últimas horas.
«No puede decirse que los habitantes de Zhouan-go sean muy aficionados a las distracciones imprevistas», se dijo el magistrado. Rara vez había visto a nadie tan apegado a su rutina diaria. Le parecía un monasterio taoísta alterado por la irrupción de una soldadesca que había llegado para requisar el santuario y establecer su guarnición. No recordaba que le hubiesen comentado que los nativos de la región fueran famosos por su falta de curiosidad.
- Por suerte -añadió-, la presencia providencial de un palacio tan espléndido como éste mitigará de sobras la pena que pudiera sentir al verme apartado de mis deberes.
Los Zhou se inclinaron con gratitud ante un cumplido que pareció no darles ni frío ni calor. La criada y el joven jardinero trajeron varios platos repartidos en dos bandejas lacadas.
- Perdone la modestia de estas viandas -dijo la señora Zhou-. Vivimos en cierta manera como eremitas, sobre todo en esta época del año. Espero que nos lo disculpe. Usted mismo debe de estar acostumbrado a respetar los preceptos de Buda, que recomienda abstenerse de comer hasta la saciedad.
El juez Di asintió con la cabeza dando por seguro que era una mera fórmula de cortesía. Cuando vio los tres raquíticos pescados flotando en una salsa de color pálido, comprendió el alcance realmente trágico de esas palabras. Pues no se trataba de austeridad como de penitencia. El arroz estaba demasiado hecho, la salsa era insípida y las verduras de pésima calidad. Mientras engullía lo que al paladar resultó tan triste como a la vista, creyó que se trataba de un plan deliberado para obligarle a echar de menos los fastos culinarios de la Garza Plateada. Pero los Zhou parecían disfrutar sinceramente y con apetito de esa cocina insulsa, que terminaron sin ascos y con una rapidez propia de personas acostumbradas a considerar el alimento una condición forzosa de la existencia, lo cual no dejaba de resultar algo insolente cuando se sentaba a la mesa a un invitado de rango tan elevado.
«Seguro que son miembros de una de esas sectas budistas que tanto daño están haciéndole a este país -se dijo el juez, removiendo la sopa con los palillos queriendo encontrar algo sólido-. Nunca se dirá bastante cuánto daño hacen todos esos predicadores itinerantes en las conciencias de los débiles.» Se acordó entonces del cocinero del cráneo rasurado: ahí tenía la explicación. El budismo más mojigato se había adueñado de los fogones. Ya procuraría que le trajeran algunos cuencos con comida de la posada, donde, al menos, ahora que conocían su condición, le servirían como al distinguido cliente que era. Confucio tampoco preconizaba los excesos, pero al menos no animaba a nadie a soportar privaciones voluntarias, que resultaban más ridículas que piadosas.
En cambio, el vino corría a raudales, sobre todo dentro del gaznate del señor Zhou. El juez Di se fijó en que llenaba la copa a un ritmo cada vez más rápido, pese a las miradas de censura que su esposa le dirigía. El bebedor se lanzó a pronunciar un apasionado discurso sobre el maravilloso paisaje de los alrededores, que dejó a su auditorio mareado, antes de que lo consiguiera el vino. «Ahí tenemos probablemente la razón por la que mi presencia resulta indeseable -se dijo Di-. Este Zhou es un borrachuzo al que el monje matahambres no ha logrado curar de su vicio, y su familia trata de esconderlo para no arruinar su reputación local, ya bien maltrecha.»
La señora Zhou dio algunos discretos golpes de abanico en el brazo de su marido, que interrumpió bruscamente sus poéticas descripciones geográficas, de modo que un silencio incómodo se impuso en el comedor. La cena de cuaresma había terminado hacía unos minutos, pero el juez Di dudaba si levantarse y despedirse tan pronto. La señora Zhou le sorprendió dando unas palmadas.
- Mis hijos van a hacer una demostración de sus habilidades musicales -anunció con la inspiración de una repentina buena idea.
El niño cogió una flauta mientras la niña agarraba un laúd.
- Han tomado clases con los mejores profesores -dijo orgullosamente la señora de la casa-. Estamos muy comprometidos con las artes, como todo en esta casa demuestra, ya lo habrá observado.
«¡Qué calamidad! -pensó el juez-. Si la música es tan buena como la cocina, me temo lo peor.» Los jóvenes de la casa empezaron a tocar una melopea que la muchacha realzó con su bonita voz. En contra de los peores auspicios del juez, tocaban perfectamente afinados. Todo resultaba de lo más encantador, salvo por un no sé qué vulgar que el juez no pudo identificar. Y de pronto recordó qué era: había oído esa misma cancioncilla en una plaza pública, en Han-yan. Los profesores de los que la señora Zhou había hablado no podían ser de tan gran nivel. La pobre mujer se había dejado estafar, pues nadie pagaba una fortuna a un preceptor para que enseñase a sus discípulos un repertorio de feria. Sin embargo, esas incongruencias aportaban a la escena un tono inusual, el primer detalle simpático de la velada. El magistrado, en cuanto terminó la canción, alabó de corazón a los artistas, para alegría de su anfitriona, que fingió sonrojarse con melindres de damisela.
Pero la expresión del rostro se crispó de repente. Los cuatro Zhou clavaron los ojos en la puerta con la misma expresión que los empleados de la posada cuando vieron aparecer el cadáver flotante. El juez volvió la cabeza en la dirección de la mirada. Un viejecito de barba cana estaba en el umbral, apoyado en un bastón. El señor Zhou se levantó y fue apresuradamente a recibirlo.
- Querido padre -dijo-. Qué bondadoso es honrándonos con su presencia esta noche.
El viejo tomó asiento frente al juez sin decir palabra.
- Permítame que le presente a mi padre, Zhou Lipeng -dijo el señor Zhou.- El señor Di es un eminente visitante que se ha dignado detenerse en nuestra casa a la espera de que cesen las lluvias -gritaba al oído del viejo, que no movió ni una ceja al oír la noticia.
- Todo el mundo tiene que morir un día -acabó respondiendo con voz vacilante.
Los Zhou se miraron confundidos. La señora Zhou se inclinó para explicarle al juez.
- Mi venerable suegro no está del todo en su sano juicio -explicó, aunque el invitado ya había llegado a esta conclusión sin su ayuda-. Es un anciano sin malicia, pero lo que dice no tiene ninguna lógica. No haga caso.
- Es un honor conocerle, señor Zhou -dijo el juez a gritos.
- La muerte es un final ineludible -respondió el viejo, cuyas preocupaciones del momento se decantaban resueltamente por lo morboso-. Pero el reposo eterno nos consuela de todo.
- Sin ninguna duda -gritó el juez Di, al tiempo que pensaba que la muerte del viejo supondría sobre todo un gran descanso para su familia-. Su padre es un hombre de enorme sabiduría -le dijo a su huésped según la cortesía exigía.
- ¡Sí! -respondió el señor Zhou con sonrisa de entusiasmo, tranquilizado al comprobar que la excéntrica personalidad del patriarca no había impresionado demasiado a su invitado-. Es eso, ¡un anciano sabio!
- De una sabiduría hermética, pero sin duda cargada de sentido común, tan valioso en los tiempos que corren -añadió el juez.
- Sólo se muere una vez -recitó el anciano, animado.
Como no había nada que añadir a la sentencia, el juez Di se despidió de la familia y se hizo acompañar a sus apartamentos.
Habían servido a Hung la cena en su habitación. No había recibido mejor trato que su señor.
- Bien -dijo el juez después de echar un vistazo a los relieves del pescado y verduras hervidas-. Por un instante creí que ese fastuoso ágape me lo habían reservado a mí, pero veo que es el régimen general de la casa. No hay cosa perfecta en este mundo.
- Por desgracia -dijo Hung con un suspiro-. Cada fruta tiene su hueso, y los más bellos atraen más gusanos que los demás.
Una idea rondaba al magistrado. El discurso del señor Zhou sobre las maravillas del paisaje local le recordaban extrañamente algo, pero no era capaz de decir qué.
- ¿Puedo saber qué proyectos tiene Su Excelencia respecto al caso del vendedor de sedas asesinado? -preguntó Hung.
El juez Di respondió que, en el presente estado de cosas, era imposible trasladar sus dudas a la administración local. La inundación y su tren de desolaciones debían tener ocupadas a todas las fuerzas disponibles. No iban a abrir una investigación sobre esos asuntos anexos, ni siquiera para detener al mayor asesino del mundo. El magistrado del distrito se reiría de ese supuesto crimen, sin pruebas ni testigos, que había tomado por víctima a un representante de comercio de los que cada semana desaparecían varios por los caminos del Imperio.
- Es una lástima -dijo Hung-, sobre todo porque nuestra estancia en este palacio nos aleja definitivamente de la posibilidad de investigar en persona.
El juez se quedó pensativo.
- No estoy yo tan seguro de eso -respondió al cabo de un rato-. ¿No te has fijado en el vestido que la bella señora Zhou llevaba esta noche?
Hung confesó que en lo único en que se había fijado era en que iba excesivamente maquillada, lo que delataba la angustia de la edad madura, y en la elegancia algo recargada de su vestido.
- La señora Zhou -especificó el juez- llevaba un vestido realmente bonito, y se veía a las claras que estaba cortado a medida y era nuevo, confeccionado en seda de primera calidad… con motivos de grandes camelias rosas. ¿Todo eso no te recuerda nada?
Hasta donde podía recordar, era el mismo tejido del que el vendedor llevaba algunas muestras en su equipaje.
- Mañana iremos a comprobar este punto en la posada de la Garza Plateada. Y además tendremos una excusa para comer como es debido.
- ¡Loada sea la clarividencia siempre despierta de Su Excelencia! -aprobó con fervor el sargento Hung.
El juez Di estuvo leyendo un buen rato, disfrutando del confort de su mullida cama de sibarita, antes de soplar la preciosa lamparilla de su mesa de noche. La primera noche en el castillo se anunciaba bajo los mejores auspicios. En la casa reinaba la calma, subrayada apenas por el croar de algunos sapos, el ligero chapoteo de una lluvia cada vez más fina y el susurro del viento en la vegetación lacustre.
De modo que con la mayor sorpresa, mezclada de fastidio, el magistrado se despertó una hora más tarde para descubrir enseguida que le era imposible pegar ojo. Su insomnio se reía de la decoración fastuosa y apacible pensada para favorecer el descanso.
No sabía si por efecto de esta vigilia forzosa, o era ésa su causa, se sentía confusamente nervioso. Casi con alivió oyó ruidos lejanos que turbaban ese silencio asfixiante. Incapaz de seguir aburriéndose más tiempo, se puso una capa encima de la ropa de noche y asomó la nariz por el pasillo fiándose del resplandor de la luna para alumbrarse.
Después de tropezar con varios de los infinitos muebles que atestaban la casa, regresó a su dormitorio a recoger una luz. Poco después, linterna en mano, salió a explorar el castillo dormido; parecía en ese momento el legendario eremita errante que buscaba la sabiduría a través de «la estupidez que ensombrece el mundo visible». «Hermosa parábola para un desdichado juez perdido en un universo de crimen y de vicio omnipresentes», pensó el insomne durante su paseo por los salones de gala. La comparación se le podía aplicar a él salvo por un detalle; que ignoraba qué andaba buscando y si había algo que encontrar.
Por lo demás, el castillo no estaba tan dormido como parecía. Varias veces le pareció que las puertas se cerraban a su paso. Creyó distinguir ruidos de pasos en el tejado. Se tomó la molestia de salir a la crujía, pero lo único que reconoció a ciencia cierta eran las siluetas de los acroterios de barro cocido que se recortaban contra el cielo nublado. Un olor a incienso cada vez más intenso le cosquilleó la nariz en su excursión por los pasillos. Un halo de luz y vagos murmullos le guiaron hasta una pequeña habitación que resultó ser la capilla. Un monje gordo y lustroso, hincado de rodillas ante un altar rebosante de estatuillas y de ofrendas, estaba absorto en una vibrante plegaria, en medio de una humareda. La más importante de las efigies sagradas era una estatua dorada de la diosa de cola de pez, fina y sonriente. La débil luz roja de los farolillos aportaba a la escena una iluminación crepuscular. El cocinero salmodiaba lo que el juez tomó al principio por fórmulas rituales. Aguzó el oído, y entonces distinguió la palabra que repetía: «Perdónanos, perdónanos, perdónanos nuestra gran temeridad», con el frenesí de un pecador que acabara de cometer un crimen irremisible. El juez se ratificó en su idea de que el monje era un iluminado capaz de obligar a la familia entera a cumplir unas penitencias que resultarían exageradamente severas incluso dentro de un monasterio.
Continuó a través de los pasillos su gira de reconocimiento nocturna y tuvo la certeza de estar oyendo unos pasos distintos de los suyos que atravesaban las distintas estancias, casi bajo su nariz. No era el único que andaba de ronda, y era evidente que su alter ego ponía empeño en no ser descubierto. El juez comprobó que la casa estaba mucho más viva de noche que durante el día.
Otro murmullo atrajo su atención hacia un ala alejada de la que él ocupaba. Eran los gruñidos del viejo Zhou, dentro de su habitación; en vano trataba el anciano de salir haciendo fuerza repetidamente contra el tirador de la puerta. Lo tenían encerrado bajo llave. «Puedo comprenderlo -pensó el juez-. Hay que mantener encerrados a algunos, o toda la gente de la casa se pasaría la noche de paseo por los pasillos. ¡En esta casa nadie duerme!»
De la galería cubierta llegó el ruido de una puerta. Volvió a salir, con curiosidad por averiguar en qué acababa el juego del escondite. Se filtraba luz de una de las habitaciones. A través del papel de la ventana, reconoció a la señorita Zhou sentada en la cama. No estaba sola: a su lado había un joven esbelto, y al juez no le costó reconocer al jardinero de la finca. Por lo que parecía, la muchacha consideraba aquella una hora adecuada para recibir visitas privadas. Y las familiaridades del jardinero, de las que la muchacha no se defendía, no dejaban dudas sobre la naturaleza de su relación.
«La señorita Zhou no se contenta con aprender a tocar el laúd -se dijo el juez-, también toma clases sobre el cultivo de rosas.» Se apartó pudorosamente de la ventana para no exagerar la indiscreción, aunque los ruidos que salían de la habitación eran muy elocuentes sobre el tema de la lección. Y la alumna parecía, además, tan adelantada como su profesor. De manera que el tallo de jade había encontrado su jarrón… Al oír lo que llegaba a sus oídos de la conversación, el juez Di pensó que había desposado a tres mujeres muy recatadas y que sus costumbres no tenían nada que ver con las de la alta sociedad. No estaba muy seguro de que ésa fuese la manera más correcta de educar a una doncella, pero después de todo no era asunto suyo.
«No cabe duda que la casa tiene un hermoso aspecto. Espero que el futuro esposo que le entreguen a esta damisela, tarea que auguro de lo más ardua, no sea muy puntilloso sobre la pureza de sus rosales.»
Volvió a la cama meditando sobre la degradación de costumbres en el Imperio de los Tang, un fenómeno que había llegado hasta las pequeñas ciudades de provincia.