Ulbricht y Kurt Wismach se las tienen
FÁBRICA DE CABLEADO DE OBERSPREE, BERLÍN
ESTE
JUEVES, 10 DE AGOSTO DE 1961
A pesar de que faltaban apenas 48 horas para el inicio de la operación, Walter Ulbricht asistió como estaba previsto a un encuentro con los obreros de la Fábrica de Cableado de Oberspree, al sur de Berlín Este. Unos 1.500 operarios se reunieron en una nave gigantesca, vestidos con monos y zapatos de madera que los protegían de las descargas eléctricas y del metal fundido. Algunos se subieron a los brazos de las grúas para ver mejor, otros treparon a lo alto de unos rollos de cable de cuatro metros.
Tras informar a los obreros de que acababa de regresar de Moscú, Ulbricht les dijo que «es fundamental que se firme sin demora un tratado de paz [entre la Alemania del Este] y nuestra gloriosa camarada y aliada, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas». En tono combativo, aseguró que «nadie puede detener el socialismo… Ni siquiera quienes han caído en las garras del tráfico de esclavos». Dijo que el flujo de refugiados (al que él llamaba «tráfico de carne y secuestro») tenía un coste anual para la Alemania del Este de dos millones y medio de marcos al año. «Todos los ciudadanos del estado estarán de acuerdo conmigo en que debemos poner fin a esas condiciones.»
Kurt Wismach, al que inicialmente Ulbricht tomó por un obrero más, hervía por dentro mientras escuchaba lo que consideraba una muestra más de la doble moral comunista. Imbuido por una falsa sensación de fuerza por encontrarse en una posición mucho más elevada que Ulbricht, pues estaba sentado en lo alto de un rollo de cable, empezó a aplaudir burlonamente y durante largo rato tras cada una de las frases de Ulbricht. Al parecer, nada podía detener las manos de Wismach, ni tampoco su voz, que gritaba en el silencio de la nave:
«Aunque sea el único que se atreva a decirlo: ¡Elecciones libres!», exclamó.
Ulbricht levantó la mirada hacia el obrero y contraatacó: «¡Alto ahí!», respondió bruscamente. «¡Vamos a aclarar este asunto ahora mismo!»
«¡Adelante, y ya veremos quién está en lo cierto!», replicó Wismach al líder al que millones temían.
Ulbricht le dirigió una mirada fulminante y, volviéndose hacia todos los que había sentados y de pie en la nave, a su alrededor, exclamó: «¿Elecciones libres? ¿Qué es lo que quiere elegir libremente?... ¡Eso es lo que le pregunta el pueblo!»
A esas alturas, Wismach hablaba ya con la valentía del hombre que es consciente de que ha llegado demasiado lejos para dar media vuelta: «¡Qué sabrá usted de lo que piensa realmente el pueblo!», chilló, al ver que la mayoría de sus colegas tenían las manos heladas en los costados; nadie salió a apoyarlo.
Ulbricht agitó las manos y respondió a gritos que habían sido las elecciones libres de los años veinte y treinta en Alemania lo que había aupado a Hitler al poder y había empujado al país a la Segunda Guerra Mundial. «Y ahora les pregunto: ¿desean volver a recorrer ese mismo camino?»
«Nein, nein», respondió a coro la minoría de leales al partido que había en la multitud. Con cada nueva refutación de Ulbricht y su exigencia de que los presentes lo apoyaran, el grupito fue envalentonándose y celebrando al líder comunista.
Los demás trabajadores que podrían haberse puesto de lado de Wismach (probablemente la mayoría) permanecieron en silencio, conscientes de que si actuaban de otra forma se exponían al castigo que sin duda iba a recibir su colega.
«¡El cacareador solitario se cree muy valiente!», gritó Ulbricht. «¡Que tenga la valentía de luchar contra el militarismo alemán!»
El grupito volvió a ovacionar fielmente a su líder.
«¡Quien defiende las elecciones libres defiende a los generales de Hitler!», añadió Ulbricht, rojo de furia.
La multitud aplaudió por última vez y Ulbricht abandonó la nave echando pestes.
Al día siguiente, los responsables de la disciplina del partido interrogaron a Wismach, al que, entre otras cosas, acusaron de formar parte de las organizaciones occidentales de tráfico de carne y espionaje. Wismach se vio obligado a escribir una declaración retractándose de su arrebato y tuvo que aceptar un recorte de paga y una degradación de rango que tan sólo podría revertir trabajando duro y mostrando «conciencia política».
Wismach abandonó Berlín Este como refugiado unos días más tarde con su mujer y su hijo. Sería una de las últimas personas que cruzara tan fácilmente la frontera.