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Ulbricht y Adenauer: Alianzas inestables
Independientemente del resultado electoral, la era Adenauer ha terminado… Estados Unidos se equivocaría si decidiera perseguir las sombras del pasado e ignorar el liderazgo y el pensamiento político de la generación que ahora alcanza la mayoría de edad.
JOHN F.
KENNEDY refiriéndose al canciller de
la Alemania Federal, Konrad Adenauer, en Foreign
Affairs,
en octubre de 1957
Berlín Oeste está experimentando un boom de crecimiento. Los salarios de sus trabajadores y empleados han crecido más que los nuestros. Han sabido crear unas condiciones de vida más favorables… Sólo lo menciono porque debemos abordar la situación real y extraer consecuencias.
WALTER
ULBRICHT, secretario general del
Partido Socialista Unificado de la Alemania del Este, durante una
reunión del Politburó,
4 de enero de 1961
La historia recordará que Walter Ulbricht y Konrad Adenauer fueron los padres fundadores de las dos Alemanias enfrentadas, y dos hombres cuyas enormes diferencias, tanto personales como políticas, marcaron una época. Sin embargo, durante las primeras semanas de 1961, sus acciones se vieron definidas por un importante rasgo común: ambos líderes desconfiaban en gran medida de los hombres de quienes dependía su suerte, Nikita Jrushchov en el caso de Ulbricht y John F. Kennedy en el de Adenauer. En el año que empezaba, no había nada más importante para los dos líderes alemanes que saber lidiar con aquellos poderosos hombres y garantizar que éstos no adoptaran ninguna decisión que pudiera menoscabar lo que ambos consideraban sus legados.
A sus sesenta y siete años, Ulbricht era un adicto al trabajo, frío e introvertido, que evitaba las amistades, se había distanciado de los miembros de su familia y se dedicaba a aplicar su versión estricta y estalinista del socialismo con una atención implacable y una inquebrantable desconfianza en los demás. «No había sido un tipo demasiado apreciado en su juventud y eso no mejoró con los años», declaró Kurt Hager, amigo de toda la vida de Ulbricht y combatiente comunista que se convertiría en el principal ideólogo del partido. «Era incapaz de entender un chiste.»
De estatura pequeña y actitud rígida, Ulbricht consideraba a Jrushchov un hombre ideológicamente inconstante, intelectualmente inferior y personalmente débil. Y aunque Occidente planteaba numerosos peligros, nada amenazaba su Alemania del Este de forma tan inmediata como lo que él consideraba el vacilante compromiso de Jrushchov a la hora de velar por su existencia.
Para Ulbricht, la lección que había que extraer de la Segunda Guerra Mundial (que él había pasado fundamentalmente exiliado en Moscú) era que los alemanes se habían vuelto fascistas a la menor oportunidad. Ulbricht estaba decidido a no permitir que sus compatriotas volvieran a gozar de semejante libre albedrío, y por ello los obligaba a desenvolverse entre las inflexibles barreras protectoras de su sistema de represión, encauzado por una policía secreta mucho más sofisticada y extensa que la Gestapo de Hitler. Su objetivo vital había sido primero la creación y luego la salvación de su estado comunista de diecisiete millones de almas.
A sus ochenta y cinco años, Adenauer era un hombre excéntrico, astuto y metódico, con un humor seco, que había sobrevivido a todos los convulsos episodios de la Alemania del siglo anterior: el Reich Imperial, la primera unificación alemana, el caos de la República de Weimar, el Tercer Reich y ahora la división alemana de posguerra. Adenauer había visto como la mayoría de sus aliados políticos morían o desaparecían de la escena, y temía que Kennedy no gozara de la perspectiva histórica, la experiencia política y el carácter necesarios para plantar cara a los soviéticos tal como lo habían hecho sus predecesores, los presidentes Truman y Eisenhower.
Adenauer compartía con Ulbricht una desconfianza de naturaleza germánica, pero su solución había pasado por unir su país inextricablemente a EEUU y a Occidente a través de la OTAN y el Mercado Común Europeo. Tal como diría más tarde, «nuestra tarea consistía en lograr que se desvaneciera la desconfianza que levantábamos en todo Occidente. Debíamos intentar, paso a paso, dar nueva vida a la confianza en los alemanes. La condición previa para lograrlo… era una afirmación clara, constante y inquebrantable de nuestra identificación con Occidente» y con sus prácticas económicas y políticas.
Como primer y en aquel momento único canciller de la Alemania Federal libremente elegido, Adenauer había puesto su grano de arena para construir, a partir de las ruinas del hundimiento nazi, un estado vital, democrático y regido por el libre mercado en el que vivían sesenta millones de personas. Su objetivo era mantener esa estructura de país hasta que la Alemania Federal fuera lo bastante fuerte como para lograr la reunificación alemana según sus propias condiciones. De forma más inmediata, en septiembre iba a intentar obtener en las urnas su cuarto mandato con el vigor rejuvenecido de un político que se sentía reivindicado por la historia.
Tanto Ulbricht como Adenauer eran, al mismo tiempo, personajes principales y subordinados dependientes (capaces de influir en los acontecimientos y, al mismo tiempo, incapaces de evitar verse arrastrados por los mismos), tal como ilustran sus acciones durante los primeros días de 1961.
«GROSSES HAUS», CUARTEL GENERAL DEL PARTIDO
COMUNISTA CENTRAL EN BERLÍN ESTE
MIÉRCOLES, 4 DE ENERO DE 1961
Durante una sesión de emergencia del Politburó que él mismo dirigía, Walter Ulbricht se rascó la barba de chivo con un gesto de descontento que contradecía el optimista mensaje de Año Nuevo que había hecho público tan sólo tres días antes.
En esa ocasión, dirigiéndose a sus súbditos, había perorado sobre el triunfo del socialismo, había ensalzado el éxito de sus colectivizaciones agrícolas y se había jactado de haber impulsado el crecimiento de la Alemania del Este al tiempo que incrementaba su prestigio en el mundo. Sin embargo, la situación era demasiado grave como para arriesgarse a emplear esas mismas mentiras ante los demás líderes del partido, que estaban mejor informados que la población y a quienes necesitaba para enfrentarse a un oponente que contaba con unos recursos que parecían crecer hora tras hora.
«Berlín Oeste está experimentando un boom de crecimiento», lamentó Ulbricht. «Los salarios de sus trabajadores y empleados han crecido más que los nuestros. Han sabido crear unas condiciones de vida más favorables y han reconstruido ya la mayor parte de la ciudad, mientras que la reconstrucción en nuestra parte sigue estancada.» El resultado, dijo, era que Berlín Oeste estaba «absorbiendo» la población de Berlín Este y que los alemanes del Este con más talento se iban a estudiar a universidades de Berlín Oeste y a ver películas de Hollywood en sus cines.
Ulbricht nunca había hablado con tanta claridad ante sus camaradas acerca de la fortuna creciente de su enemigo y del deterioro de su propia posición. «Sólo lo menciono porque debemos abordar la situación real y extraer consecuencias», añadió y a continuación expuso sus planes para un año en el que tenía intención de detener el flujo de refugiados, levantar la economía de Berlín Este y proteger la Alemania del Este de los espías y propagandistas que llegaban desde Berlín Oeste.
A continuación, un orador tras otro, todos fueron mostrando su apoyo a Ulbricht y ofreciendo aún más motivos para la preocupación. Un secretario del partido del distrito de Magdeburgo explicó que había tenido que resolver la escasez de árboles de Navidad durante las vacaciones con una cosecha de emergencia. Sus ciudadanos achacaban la falta de zapatos y tejidos a la decisión del partido de redireccionar los escasos suministros disponibles a ciudades mayores y políticamente más sensibles como Karl-Marx-Stadt y Dresde. El miembro del Politburó Erich Honecker se quejó de que los atractivos de Occidente estaban privando al movimiento deportivo de la Alemania del Este, del que era responsable, de sus mejores atletas, lo que suponía una grave amenaza para sus ambiciones olímpicas. Bruno Leuschner, el jefe de planificación estatal y superviviente de un campo de concentración, dijo que la Alemania del Este tan sólo evitaría su derrumbe si lograba un crédito de mil millones de rublos de la URSS. En ese sentido, Leuschner informó que acababa de regresar de Moscú, donde tan sólo la documentación técnica necesaria para intentar obtener ese volumen de ayuda por parte de los soviéticos había bastado para llenar un avión militar bimotor de carga Ilyushin Il-14. El jefe del partido en Berlín Este y antiguo obrero metalúrgico, Paul Verner, dijo que no podía hacer nada para evitar la fuga constante de los trabajadores más cualificados de la ciudad.
Los miembros del gobierno de Ulbricht ilustraron la realidad de un país que se dirigía hacia la ruina inevitable. Mientras una cantidad tan notable de la población activa abandonase el país, se quejaron, no podían hacer gran cosa para revertir la tendencia. Además, su dependencia creciente de Berlín Oeste para conseguir proveedores no había hecho más que volverlos aún más vulnerables. Karl Heinrich Rau, el ministro a cargo del comercio entre la Alemania del Este y Occidente, advirtió a Ulbricht de que no podía aceptar la postura de Jrushchov, que insistía en esperar a reunirse con Kennedy para abordar unos problemas cada vez más acuciantes: era necesario actuar.
Con una franqueza nada habitual ante sus camaradas de partido, un exasperado Ulbricht condenó a Jrushchov por su «innecesaria tolerancia» con la situación en Berlín. Ulbricht era consciente de que la KGB recibiría un informe de lo que dijera ante su Politburó, pero ni siquiera eso lo empujó a suavizar sus palabras. La posibilidad de contrariar a Jrushchov era mucho menos importante para él que su terca inacción. Ulbricht recordó a sus colegas que él había sido el primero en declarar de forma abierta que toda la ciudad de Berlín debía ser considerada parte de la Alemania del Este, y que sólo más tarde Jrushchov se había mostrado de acuerdo con él.
Una vez más, dijo Ulbricht, iba a tener que tomar la delantera.
Occidente no sabría hasta muchos años más tarde (a raíz de la publicación de documentos secretos de la Alemania del Este y la URSS) el papel crucial de las acciones de Ulbricht durante los primeros días de 1961 a la hora de prefigurar los ulteriores acontecimientos. Dicho eso, su decisión de aumentar su presión sobre Jrushchov encajaba con una carrera política en la que había sabido sobreponerse una y otra vez a la oposición, tanto interna como soviética, para crear un estado más estalinista de lo que Stalin podría haber imaginado jamás.
Como su mentor Stalin, Ulbricht era un hombre excepcionalmente bajo, de apenas 1,65 metros de estatura, y como Stalin tenía una peculiaridad física que ayudó a definir su contrahecha personalidad. En el caso de Stalin se trataba de cicatrices de viruela, cojera y un brazo izquierdo tullido por culpa de una enfermedad de la infancia. El defecto de Ulbricht era su inconfundible voz de falsete, fruto de una infección de difteria sufrida a los dieciocho años. Cuando estaba tenso, el líder de la Alemania del Este hablaba en un agudísimo y a menudo indescifrable alemán con acento sajón ante el que quienes lo escuchaban no podían hacer más que esperar a que se calmara y bajara su tono de voz una o dos octavas. Sus peroratas antiimperialistas (que a menudo pronunciaba ataviado con americanas arrugadas y camisas con corbatas que no conjuntaban) lo habían convertido en objeto de escarnio durante la década de 1950, hasta el punto de que los chistes sobre él circulaban tanto entre los alemanes del Este (en sus momentos más etílicos) como entre los comediantes de cabaret del Berlín Oeste. Quizá a modo de respuesta, Ulbricht empezó a reducir sus discursos y a vestirse con trajes planchados y corbatas grises. Pero poco pudieron hacer esos cambios por alterar su imagen pública.
Al igual que Stalin, Ulbricht era un fanático de la organización que recordaba los nombres de todo el mundo y catalogaba de forma detallada sus lealtades y sus debilidades personales; aquella información podía resultar muy útil para manipular a los amigos y destruir a los enemigos. Ulbricht no poseía carisma, ni habilidades retóricas, dos defectos que le impedían gozar de popularidad pública, pero que compensaba con sus metódicas capacidades organizativas, cruciales a la hora de dirigir un sistema autoritario y de planificación centralizada. Aunque su Alemania del Este era mucho más limitada que el imperio soviético de Stalin, Ulbricht compartía la habilidad del dictador soviético a la hora de lograr y conservar el control a toda costa y obtener resultados impensables.
Ulbricht era también un fanático de la precisión y los hábitos. Empezaba cada día con diez minutos de calistenia y predicaba las virtudes del ejercicio regular entre sus compatriotas con eslóganes rimados. Las tardes de invierno, antes de salir a patinar por su lago privado con su mujer, Lotte, pedía a su personal que puliera la superficie para que ésta no presentara ni un rasguño. El hecho de que Ulbricht, a diferencia de Stalin, no ejecutara a sus enemigos, reales o imaginarios, no alteraba la determinación con la que había impuesto el sistema bolchevique en el tercio de la arruinada Alemania de posguerra ocupada por los soviéticos. No sólo lo había hecho, sino que para ello había desoído las órdenes de Stalin y otros altos cargos del Kremlin, que dudaban de que su estilo de comunismo pudiera arraigar entre los alemanes y que, por lo tanto, no osaban imponerlo.
Ulbricht no tenía tantos escrúpulos. Prácticamente desde el preciso instante en que la Alemania nazi se había derrumbado, la visión de futuro de Ulbricht había guiado la zona ocupada por los soviéticos. A las seis de la mañana del 30 de abril de 1945, unas horas antes de la muerte de Hitler, un autobús recogió al futuro líder de la Alemania del Este y a diez alemanes izquierdistas más (conocidos como la Ulbricht Gruppe) del hotel Lux, donde se habían exiliado numerosos líderes comunistas durante la guerra. Las instrucciones de Stalin para Ulbricht eran que ayudara a crear un gobierno provisional y que reconstruyera el Partido Comunista Alemán.
Wolfgang Leonhard, que a sus veintitrés años era el miembro más joven del grupo, observó que desde el momento en que habían aterrizado, «Ulbricht se comportó como un dictador» con los comunistas locales, a quienes no consideraba capacitados para dirigir la Alemania de posguerra. Ulbricht había huido de la Alemania nazi para luchar en la guerra civil española antes de exiliarse en Moscú, y no escondía su desdén por los comunistas alemanes que habían permanecido en el territorio del Tercer Reich, pero que no habían hecho casi nada por derrotar a Hitler, labor que en consecuencia había recaído en los extranjeros.
Ulbricht dejó ya entrever su estilo de liderazgo cuando recibió a un grupo de cien líderes comunistas de distrito en mayo de 1945 para darles las órdenes pertinentes. Algunos de ellos intentaron convencerlo de que la labor más urgente pasaba por cicatrizar las heridas sociales que habían dejado los incidentes generalizados de violaciones de mujeres alemanas por parte de soldados soviéticos. Algunos le pidieron a Ulbricht que diera permiso a los médicos para practicar abortos en dichos casos; otros exigieron una condena pública de los excesos del Ejército Ruso.
Ulbricht reaccionó de forma furiosa. «La gente que hoy tanto se indigna por estas cuestiones debería haberse indignado cuando Hitler empezó la guerra», dijo. «Para nosotros, cualquier concesión a esas emociones está simplemente fuera de lugar… No toleraré que este debate prosiga. Se aplaza la conferencia.»
Como sucedería a menudo en el futuro, los aspirantes a oponentes de Ulbricht guardaron silencio, asumiendo que sus decisiones contaban con la bendición de Stalin. La verdad, sin embargo, es que Ulbricht excedió las órdenes de Stalin desde buen principio. Un ejemplo de ello tuvo lugar en 1946, cuando el dictador soviético le pidió a Ulbricht que fusionara por completo el Partido Comunista Alemán, o KPD, con el menos doctrinario Partido Social Demócrata, o SPD, para crear un único Partido Socialista Unificado, o SED. Ulbricht, sin embargo, optó por purgar a las figuras clave del SPD y garantizar así su supremacía en un partido mucho más dogmático de lo que incluso Stalin pretendía.
En abril de 1952, Stalin le había dicho a Ulbricht: «Aunque actualmente se estén creando dos estados en Alemania, no creo que debas preconizar el socialismo en estos momentos». Stalin prefería una Alemania unida con todos sus recursos nacionales, que pudiera existir fuera del control militar estadounidense, al estado residual de Ulbricht dentro del bloque soviético. Pero Ulbricht tenía sus propios planes y abogó por la creación de una Alemania del Este estalinista diferenciada mediante la nacionalización del 80 por ciento de la industria y la exclusión de los llamados hijos de padres burgueses de la educación superior.
En julio de 1952, Stalin había aprobado ya los planes de Ulbricht de imponer un período draconiano de colectivizaciones forzadas y de más represión social. Las convicciones de Ulbricht no hicieron más que reforzarse con la muerte de Stalin, cuando sobrevivió a por lo menos dos intentos de arrebatarle el mando por parte de dos camaradas liberalizadores de partido. Ambos fracasaron, después de que la intervención militar soviética sofocara los levantamientos, primero en la Alemania del Este y posteriormente en Hungría, en 1953 y 1956, rebeliones ambas inspiradas por reformas a las que Ulbricht se había opuesto.
Del mismo modo que Ulbricht se había mostrado más decidido a crear una Alemania del Este estalinista que el propio Stalin, también ahora estaba más decidido que Jrushchov a proteger su creación. Dirigiéndose a su Politburó el 4 de enero de 1961, achacó sin rodeos el 60 por ciento de todas las huidas de refugiados a los defectos de la propia Alemania del Este. Asimismo, declaró que el partido debía resolver la escasez de viviendas, los bajos salarios y las pensiones inadecuadas, y que debía reducir la semana laboral de seis a cinco días antes de 1962. Se quejó de que el 75 por ciento de quienes huían del país tenían menos de veinticinco años, lo que demostraba que las escuelas de la Alemania del Este no preparaban debidamente a los jóvenes.
Sin embargo, la decisión más importante de aquella sesión de emergencia del Politburó fue la aprobación del plan de Ulbricht para la creación de un grupo de trabajo al mayor nivel que debía elaborar planes para «detener de forma radical» la sangría de refugiados. Ulbricht puso al cargo de la misión a sus tres lugartenientes más leales, eficientes e ingeniosos: el ministro de Seguridad Estatal Erich Honecker, el ministro del Interior Karl Maron, y Erich Mielke, el jefe de su poderosa policía secreta.
Tras hacer entrar en vereda a los cuadros comunistas dentro de su país, Ulbricht estaba preparado para centrar su atención en Jrushchov.
CANCILLERÍA FEDERAL, BONN
MARTES, 5 DE ENERO, 1961
Siguiendo la tradición, los huérfanos católicos y protestantes fueron los primeros en felicitar a Konrad Adenauer por su 85 aniversario. Poco después de las diez de la mañana, dos niños vestidos de enanitos y una niña disfrazada de Blancanieves entraron en la Sala del Gabinete, donde el primer y único canciller de la Alemania Federal iba a recibir a sus admiradores. Uno de los enanitos llevaba gorra roja, capa azul y pantalones rojos; el otro iba vestido con gorra azul, capa roja y pantalones azules. Ambos se escondían tras idénticas barbas blancas, mientras dos monjas los empujaban hacia delante para que felicitaran a uno de los grandes personajes alemanes de todos los tiempos, que estaba resfriado y no paraba de sonarse.
Los amigos del canciller estaban convencidos de que el disgusto de Adenauer ante la victoria de Kennedy había hecho empeorar su enfermedad, contraída antes de las elecciones, de un resfriado a una bronquitis, y más tarde a una neumonía de la que apenas había empezado a recuperarse. Aunque el canciller había elogiado la figura de Kennedy con falsa efusividad, en privado temía que los estadounidenses acabaran de elegir a un hombre con un carácter peligrosamente débil y sin las agallas necesarias. Su servicio de inteligencia, el Bundesnachrichtendienst, había proporcionado a Adenauer informes acerca de las infidelidades sexuales de Kennedy, una debilidad que los comunistas sabrían desde luego explotar. Sin embargo, la actitud personal indisciplinada de Kennedy era tan sólo una de las diversas razones por las que Adenauer había concluido que Kennedy, al que sacaba cuarenta y dos años, era «una mezcla entre un subalterno de la Marina y un boy scout católico», a un tiempo indisciplinado e ingenuo.
Adenauer sabía que, por su parte, Kennedy tampoco lo veía a él con muchos mejores ojos. El presidente entrante consideraba al canciller como una reliquia reaccionaria cuya considerable influencia en Washington había constreñido la flexibilidad estadounidense en las negociaciones con los soviéticos. Kennedy prefería que Adenauer fuera reemplazado en las inminentes elecciones por su oponente socialdemócrata, Billy Brandt, el atractivo y carismático alcalde de Berlín que, a sus cuarenta y siete años, se presentaba como el Kennedy alemán.
Adenauer se enfrentaba a cuatro retos en 1961: manejar a Kennedy, derrotar a Brandt, resistir a Jrushchov y combatir el hecho biológico innegable de su propia mortalidad. Sin embargo, el canciller sonrió encantado mientras la Blancanieves y los dos enanitos recitaban poemas aprendidos de memoria sobre los animales del bosque y lo mucho que los querían. Los niños le entregaron a Adenauer regalos hechos por ellos mismos y, tras sonarse una vez más con el pañuelo, éste los obsequió con bombones Sarotti, sus preferidos.
A continuación uno de los grandes hombres de la historia de Alemania fue fotografiado para los periódicos del día siguiente más tieso que un palo y con expresión extrañamente seria entre dos niños de mirada sagaz vestidos como los personajes de un cuento de los hermanos Grimm.
Llamémosle la banalidad del éxito.
El joven país de Adenauer era cada mes más fuerte. El crecimiento anual medio de los ingresos por cápita en la década anterior a 1961 había sido del 6,5 por ciento. El país había alcanzado la plena ocupación, empujado por un boom industrial que lo incluía todo, desde coches a herramientas. Además, se había convertido en el tercer exportador mundial. Ningún otro país desarrollado presentaba unos datos tan positivos.
A pesar de sus logros, Adenauer era un personaje inverosímil que presentaba contradicciones a veces cómicas. Era un hombre reservado con una tendencia a cantar canciones alemanas de taberna, un católico a la antigua usanza que, al igual que Churchill, echaba la siesta cada mediodía y un anticomunista furibundo que dirigía su democracia con celo autoritario. Adenauer ansiaba el poder, pero a menudo, cuando el estrés se volvía insoportable, se iba de vacaciones al lago Como, en Italia. Defendía la integración en Occidente con la misma intensidad con la que temía el abandono estadounidense. Amaba Alemania pero temía el nacionalismo alemán.
Dean Acheson, secretario de estado del presidente Truman, se refirió a su viejo amigo Adenauer como un hombre «severo e inescrutable» que, al mismo tiempo, apreciaba enormemente los cotilleos y las amistades masculinas, a las que se abría con cautela pero que cultivaba a lo largo de los años, independientemente de la posición de la persona en cuestión. «Se mueve despacio, gesticula con moderación, sonríe lacónicamente y cuando algo lo divierte prefiere las risas discretas a las carcajadas», dijo Acheson, que valoraba en particular el agudo ingenio con el que Adenauer fustigaba a los políticos que se negaban a aprender las lecciones de la historia. «Dios cometió un gran error al limitar la inteligencia del hombre pero no su estupidez», solía bromear Adenauer con Acheson.
La mañana de su cumpleaños, Adenauer se dirigió con paso presuroso a su Sala del Gabinete, donde iba a recibir a sus invitados. En 1917 el canciller había sufrido un accidente de coche tras el cual los médicos habían logrado reconstruir su rostro que, sin embargo, le daba un aspecto más tibetano que alemán. Tenía los pómulos altos y unos ojos azules, orientales, separados por el ancho puente de su irregular nariz. Había quien afirmaba que se parecía al indio de las monedas de un centavo de dólar.
Tras doce años en el poder, Adenauer había igualado ya la longevidad de Hitler al mando del país y había utilizado todo ese tiempo para deshacer muchos de los males que su predecesor había infligido a Alemania. Donde Hitler había excitado el nacionalismo, el racismo genocida y la guerra, Adenauer proyectaba una sensación de pertenencia serena y pacífica a Europa, y se había erigido ya como el custodio de Alemania dentro de la comunidad de las naciones civilizadas.
Sólo ocho años después de la caída del Tercer Reich, la revista Time había nombrado a Adenauer Hombre del Año 1953 y había definido su Alemania como «una potencia mundial, una vez más, […] el país más poderoso del continente junto con la Rusia soviética». Adenauer, por su parte, había sabido aprovechar la fama para lograr la incorporación de la Alemania Federal a la OTAN y para negociar diplomáticamente con Jrushchov en Moscú en 1955, lo que le había permitido llevar a sus democratacristianos a la victoria por mayoría absoluta en 1957.
Adenauer estaba convencido de que la división de Alemania y de Berlín era más la consecuencia de las tensiones entre el Este y el Oeste que su causa. Así pues, creía que la única forma segura de reunificar Alemania pasaba por reunificar Europa como parte de la comunidad occidental, algo que sólo podría conseguirse tras una distensión de fondo en las relaciones entre EEUU y la URSS. Por ello, a principios de marzo de 1952 Adenauer había rechazado la oferta de Stalin de reunificar Alemania, neutralizarla, desmilitarizarla, desnazificarla y librarla de las potencias ocupantes.
Los críticos con Adenauer aseguraban que aquélla había sido más la decisión de un político oportunista que de un líder visionario. Ciertamente, es probable que aquel católico renano hubiera perdido las primeras elecciones alemanas si los prusianos protestantes que dominaban la Alemania del Este hubieran participado en la votación. Dicho eso, las sospechas de Adenauer en relación con las intenciones de los rusos eran reales y constantes. Como él mismo diría más tarde, «el objetivo de los rusos era inequívoco. La Rusia soviética, lo mismo que la Rusia zarista, ansiaba conquistar o dominar nuevos territorios en Europa».
Desde el punto de vista de Adenauer, había sido la falta de determinación de los aliados al final de la guerra lo que había permitido a los soviéticos fagocitar una gran parte de la Alemania de preguerra e instalar sus gobiernos subordinados en toda la Europa del Este. Eso había dejado su Alemania Federal encajada «entre dos bloques de poder que perseguían ideales completamente contrapuestos; si no queríamos que nos aplastaran, teníamos que unirnos a uno o a otro». Para Adenauer, la neutralidad nunca había sido una opción y por ello había decidido unirse al bloque que compartía sus puntos de vista de libertad política y personal.
Durante los dos días que duró la celebración de su cumpleaños, que contó con una coreografía más propia de un monarca que de un líder democrático, Adenauer recibió a líderes y embajadores europeos, líderes judíos alemanes, jefes de partidos políticos, líderes sindicales, editores, industriales, grupos folclóricos ataviados con disfraces coloridos y también a su oponente político, Willy Brandt. El arzobispo de Colonia le ofreció su bendición. El ministro de Defensa Franz Josef Strauss encabezó la delegación de generales.
El tiempo se distribuyó como si fuera un bien escaso: los familiares gozaron de veinte minutos; los miembros del gabinete, de diez, y el resto de mortales, de cinco. Adenauer reaccionó con furia cuando la prensa de la Alemania Federal informó, basándose en filtraciones procedentes de su propio gobierno, que había sido la precaria salud del primer ministro lo que había obligado a prolongar las celebraciones de su 85 cumpleaños a lo largo de dos días, lo que le proporcionaba tiempo suficiente para recuperarse entre visita y visita. El verdadero motivo de aquella celebración tan larga, insistía Adenauer, era que sus responsables de protocolo eran incapaces de concentrar en un solo día a la multitud de personas que deseaban felicitar a der Alte, «el viejo», tal como lo llamaban cariñosamente sus compatriotas.
Pero la preocupación de Adenauer por Kennedy ensombreció la celebración. Pocas cosas diferenciaban tanto la administración Kennedy de las presidencias de Truman y Eisenhower como su actitud hacia Adenauer y su Alemania Federal.
Durante la campaña electoral, Kennedy había dicho de Adenauer: «El problema real es que él es demasiado mayor y yo soy demasiado joven para que podamos entendernos». Pero el problema de fondo iba mucho más allá del hecho de que Adenauer tuviera el doble de años que Kennedy más uno; sus diferencias de carácter y de educación hacían que no tuvieran demasiadas cosas en común, más allá del catolicismo.
Desde su nacimiento, Kennedy había llevado una vida de opulencia y privilegios, y de adulto se había rodeado de glamour y de mujeres hermosas. Era un hombre que buscaba impacientemente nuevas ideas y soluciones para los viejos problemas. Adenauer, en cambio, había crecido a finales del siglo XIX en el austero hogar de un severo funcionario estatal que había sobrevivido a la batalla de Königgrätz, la mayor confrontación militar en Europa hasta aquel momento, que había abierto la puerta a la unificación alemana. Adenauer valoraba el orden, la experiencia y la reflexión, y recelaba de la confianza de Kennedy en el instinto, el talento y el bombo publicitario.
El presidente Eisenhower consideraba a Adenauer uno de los grandes personajes de la historia del siglo XX, un hombre que había plantado cara al nacionalismo y a los instintos de neutralidad entre los alemanes. Según el parecer de Eisenhower, Adenauer había ayudado a prefigurar tanto la filosofía como los medios que habían permitido a Occidente detener el avance del comunismo soviético, argumentando que la superioridad militar occidental era un requisito previo para negociar con éxito con los soviéticos.
El Consejo de Seguridad Nacional de Eisenhower había resumido su admiración por Adenauer en un informe secreto que había entregado al equipo de transición de Kennedy. «El principal avance de Alemania en 1960 fue el aumento de su independencia y de la confianza en sí misma», afirmaba la Comisión de Coordinación de Operaciones del Consejo de Seguridad Nacional (CSN), que se encargaba de implementar la política exterior en todos los organismos estadounidenses. El informe afirmaba también que la Alemania Federal se había establecido como un estado nacional que sus habitantes ya no veían como una entidad temporal pendiente de unificación, sino como «el sucesor del Reich y el marco esencial de la Alemania reunificada del futuro».
El informe señalaba que el «gobierno de Adenauer, firmemente asentado» había logrado crear un país tan próspero que incluso los díscolos socialdemócratas habían tenido que abandonar su socialismo doctrinario y su tolerancia para con los soviéticos para poder disponer de opciones electorales. El grupo alababa la firme y sana economía de la Alemania Federal, su moneda fuerte, su capacidad exportadora y su mercado interno, factores que habían provocado una carencia de mano de obra a pesar del crecimiento de la población.
El embajador estadounidense en Bonn, Walter Dowling, se hacía también eco de aquel entusiasmo por Adenauer en su propio memorando de transición. «Su confianza en sí mismo, alimentada por la convicción de que su visión política se ha visto totalmente reivindicada por los acontecimientos de los últimos años, sigue intacta. A los ochenta y cinco años, aún identifica su ejercicio del poder político con el bienestar y el destino del pueblo alemán. Considera su victoria en las próximas elecciones como una condición indispensable para la seguridad y prosperidad del país.» En resumen: «Adenauer sigue ejerciendo toda su influencia y control en el centro de la vida política y sus instintos políticos siguen tan afilados como siempre».
Pero nada de eso logró cambiar la opinión de Kennedy, que éste había expresado por primera vez en Foreign Affairs, en otoño de 1957, y que aún circulaba y era leída con preocupación por las personas más próximas a Adenauer. El por aquel entonces joven senador por Massachussets se quejaba de que la administración de Eisenhower, como antes había hecho la de Truman, «se ha vinculado en exceso a un único gobierno y un único partido alemanes. Independientemente del resultado electoral, la era Adenauer ha terminado». Kennedy creía que la oposición socialista había demostrado ya su lealtad a Occidente y también que EEUU debía fomentar las transiciones democráticas en Europa. «Estados Unidos se equivocaría si decidiera perseguir las sombras del pasado e ignorar el liderazgo y el pensamiento político de la generación que ahora alcanza la mayoría de edad», había escrito Kennedy.
Pero el Consejo de Seguridad Nacional de Eisenhower presentaba a Adenauer no como una sombra del pasado, sino como un hombre cuya influencia no había hecho más que crecer a raíz del aumento de su mayoría parlamentaria tras las elecciones de 1957. Ante la deriva crecientemente nacionalista y antiestadounidense de la Francia de De Gaulle, el CSN consideraba a Adenauer un vínculo indispensable tanto para la integración europea como para la fluidez de las relaciones transatlánticas. Además, el ministro de Defensa de Adenauer, Franz Josef Strauss, había impulsado una concentración militar que había convertido a la Alemania Federal en el principal contingente militar de la OTAN en Europa, con 291.000 hombres, once divisiones y un moderno sistema armamentístico.
Sin embargo, el CSN advertía de tendencias que podían poner en peligro esas relaciones y de tensiones que podían agravarse si se erosionaban los vínculos personales entre los líderes de ambos países. Los ciudadanos de la Alemania Federal habían empezado a cansarse de la prolongada división del país, aseguraba el informe, y también a poner en tela de juicio el compromiso de Washington. El temor de la población era que el probable conflicto entre EEUU y la URSS pudiera dirimirse en su territorio y se saldara con la pérdida de vidas alemanas.
La victoria electoral de Kennedy había alimentado los temores de Adenauer de verse abandonado por EEUU, que no habían hecho más que crecer desde la muerte en mayo de 1959 de su amigo y firme partidario suyo en EEUU, John Foster Dulles, el secretario de estado de Eisenhower. Adenauer combatía las noches en vela con dosis cada vez mayores de somníferos y despreciaba a los brillantes y jóvenes asesores de Kennedy, a quienes algunos llamaban «New Frontiersmen» o «Prima donnas de Harvard», teóricos que «nunca habían desempeñado responsabilidades políticas».
Adenauer era dolorosamente consciente de las dudas de Kennedy sobre su persona. Ya en 1951, el por aquel entonces congresista Kennedy había realizado su primera visita a Alemania, tras la cual había afirmado que el líder socialdemócrata Kurt Schumacher, y no el canciller Adenauer, era «la principal figura política de Alemania». Schumacher, que había perdido por poco las primeras elecciones en la Alemania Federal dos años antes, habría aceptado sin lugar a dudas la oferta de unificación y neutralidad de Stalin, lo que hubiera impedido al país tanto profundizar en su integración en la Europa occidental como incorporarse a la OTAN. Acheson había descrito a Schumacher como un «hombre amargado y violento», determinado a debilitar los vínculos de Alemania con Occidente. Incluso tras su muerte en 1952, los socialdemócratas alemanes continuaron oponiéndose a la entrada de la Alemania Federal en la OTAN en 1955.
No era la primera vez que Kennedy no sabía interpretar la situación alemana. Mientras viajaba por Europa como estudiante, en 1937, cuatro años después del ascenso de Hitler al poder, había escrito en su diario: «Me he acostado pronto… La impresión general es que no se producirá otra guerra en el futuro inmediato y que Francia está demasiado bien preparada para Alemania. La estabilidad de la alianza entre Alemania e Italia también genera dudas».
El exitoso eslogan de campaña de Adenauer en 1957 era el mismo consejo que le había dado a Eisenhower en lo tocante a Berlín y los soviéticos: «No hagamos experimentos». La campaña de Kennedy, en cambio, se había basado en la necesidad de experimentar; el nuevo presidente estadounidense creía que los cambios de fondo en la sociedad soviética abrían la puerta a entablar negociaciones más fructíferas. «Debemos estar preparados para asumir riesgos que permitan un deshielo en la guerra fría», había declarado Kennedy en una ocasión, refiriéndose a una nueva aproximación a los rusos que permitiera poner fin a «esta fase gélida, beligerante, siempre al borde del enfrentamiento… de la larga guerra fría».
Adenauer consideraba que ese punto de vista era ingenuo, actitud que se había consolidado más aún tras su histórica visita a Moscú de 1955 para entablar relaciones diplomáticas y obtener la liberación de prisioneros de guerra alemanes. Adenauer tenía la esperanza de poder regresar a Alemania con 190.000 prisioneros de guerra y 130.000 presos civiles de los 750.000 que se creía que habían sido capturados, secuestrados y encarcelados en la URSS.
Adenauer no estaba ni mucho menos preparado para los insultos y las palizas verbales que recibió. Cuando los soviéticos informaron a su visitante alemán de que sólo quedaban 9.628 «criminales de guerra» alemanes en los gulags soviéticos, Adenauer quiso saber qué había pasado con el resto. «¿Que dónde están?» Jrushchov estalló: «¡Bajo tierra! ¡Bajo la fría tierra soviética!».
Adenauer quedó helado ante «un hombre que era, sin duda, astuto, sagaz, listo y muy espabilado, pero al mismo tiempo grosero y sin escrúpulos… En un momento dado pegó un puñetazo en la mesa, medio desquiciado. Al darme cuenta de que ése era el idioma que entendía, yo decidí enseñarle también mi puño».
Jrushchov le ganó la batalla a Adenauer, pues obtuvo su reconocimiento de facto de la Alemania del Este a cambio de un número tan reducido de prisioneros de guerra. Adenauer aceptó por primera vez la presencia de embajadores de las dos Alemanias en Moscú. El esfuerzo físico del viaje dejó a Adenauer aquejado de doble neumonía. La corresponsal de Die Zeit, la condesa Marion Dönhoff, escribió: «La libertad de 10.000 personas se ha comprado al precio de la servidumbre de diecisiete millones». El embajador estadounidense en Moscú, Charles Bohlen, escribió: «Intercambiaron prisioneros por la legalización de la división de Alemania».
Adenauer, que no había olvidado jamás aquel encuentro tan perturbador, temía que Kennedy saliera aún peor parado que él ante Jrushchov, aunque en este caso habría mucho más en juego. Por ese motivo, Adenauer apenas había ocultado sus preferencias por Nixon, al que, tras la derrota en las elecciones, mandó incluso un mensaje de condolencia en el que le decía: «Imagino perfectamente cómo se siente». En otras palabras, compartía el dolor de Nixon.
Sin embargo, y con motivo de su 85 cumpleaños, Adenauer decidió olvidarse por un rato de esas preocupaciones y regodearse con la adulación de sus admiradores.
La mañana empezó tal como Adenauer había previsto, con una misa pronunciada por su hijo Paul en el hospital de Santa Isabel, en Bonn, seguida por un desayuno con los médicos y las enfermeras. A continuación asistió a una misa católica en Rhöndorf, un hermoso pueblecito de casitas con pulcros jardines cerca de Bonn, al otro lado del río, donde Adenauer se había instalado para huir de los nazis en 1935. La justificación oficial para elegir Bonn como capital provisional de la Alemania Federal era evitar la sensación de permanencia que habría creado la elección de una ciudad más grande. Sin embargo, los alemanes eran conscientes de que aquella elección obedecía también al estilo de vida de Adenauer.
En Bonn las cosas eran como le gustaban a Adenauer: serenas y en su sitio. La Crisis de Berlín, situada a unos 650 kilómetros de distancia, era ciertamente real, pero Adenauer casi nunca visitaba la ciudad, cuyos encantos prusianos no encajaban con el carácter del renano. Adenauer afirmaba que Alemania, como la antigua Galia, era un país dividido en tres partes en función de las preferencias alcohólicas de sus habitantes. Él denominaba Prusia a la Alemania de los bebedores de aguardiente; Baviera a la de los bebedores de cerveza, y Renania a la de los bebedores de vino. De esos tres tipos de alemán, Adenauer consideraba que sólo los bebedores de vino eran lo bastante sobrios como para dirigir a los demás.
A través de la ventana del despacho del canciller se divisaban unos estériles árboles invernales y el brillo matutino del Rin. La sala estaba decorada de forma austera: un viejo reloj de pared, un retrato de un templo griego pintado por Winston Churchill (regalo personal del artista) y la escultura de una Madonna del siglo XIV, regalo de su gabinete por su 75 cumpleaños. Detrás de su escritorio, en un delicado jarrón de cristal colocado encima de la superficie reluciente de un lustroso bufet, había un ramo de rosas de un rosal que Adenauer cultivaba y cortaba personalmente: si no hubiera sido político, les contaba a sus amigos, le habría gustado ser jardinero.
Su celebración de cumpleaños obedeció a ese mismo sentido del orden, alterado tan sólo por la indulgencia que Adenauer dispensaba a sus veintiún nietos, que irrumpieron corriendo en la Sala del Gabinete mientras el presidente de la Alemania Federal, Heinrich Lübke, alababa la naturaleza irreversible de los logros del canciller. El ministro de Economía, Ludwig Erhard, declaró que, gracias a Adenauer, el pueblo alemán se había reincorporado a la comunidad de pueblos libres.
En total, Adenauer recibió a trescientos visitantes y ciento cincuenta regalos durante los dos días de celebración. Sin embargo, no hubo ninguna visita tan reveladora como la del alcalde de Berlín, Willy Brandt, que a los cuarenta y siete años era tanto el oponente como el opuesto de Adenauer. Nacido Herbert Frahm, hijo ilegítimo de un dependiente de comercio de Lübeck, había sido toda su vida un activista de izquierdas y, huyendo de la Gestapo, se había refugiado en Noruega, donde se había cambiado el nombre por motivos de seguridad. Tras la invasión alemana de Noruega, se había desplazado a Suecia, donde permanecería hasta el fin de la guerra.
El hecho de que Brandt acudiera a ofrecer sus respetos a Adenauer era una muestra clara del largo camino recorrido por los políticos de la Alemania Federal. Los socialdemócratas habían concluido ya que su posición de neutralidad y de proximidad con los soviéticos no iba a permitirles salir elegidos. Por ello, en la conferencia del partido celebrada en 1959 en Bad Godesberg, y de nuevo en noviembre de 1960, cuando eligieron a Brandt como líder, decidieron revisar su programa nacional y aceptar la pertenencia de la Alemania Federal a la OTAN.
El giro a la derecha del SPD quedó patente con su presencia durante el aniversario de Adenauer. Un año antes, el día de su cumpleaños, el servicio de prensa socialdemócrata lo había acusado de abuso de poder y de desempeñar el cargo más alto del país de forma cínica y autocrática, y un cargo intermedio del partido le había entregado unos claveles. Este año, en cambio, recibía la visita del propio Brandt, y el líder parlamentario del SPD, Carlo Schmid, le entregó personalmente 85 rosas de té rojas.
Pero Adenauer no se fiaba de la conversión de Brandt y sus socialistas. A Brandt, de hecho, lo consideraba un oponente particularmente peligroso debido a su carisma y sus considerables dotes para la política, y porque representaba a la facción más moderada del SPD y, por lo tanto, la que más opciones tenía de salir elegida. Por ello, Adenauer aplicó una de sus estrategias políticas básicas: presentar a su enemigo más peligroso como el más infame de los personajes y poner en tela de juicio sus orígenes y la autenticidad de su patriotismo. En una reunión con el consejo de su partido, Adenauer dijo: «Debemos pensar en qué se puede decir sobre el pasado de Brandt». En otra asamblea de partido, declaró: «Para aspirar a la cancillería hace falta carácter y un pasado limpio, que inspire confianza».
Cuando Brandt le preguntó a Adenauer a la cara si era realmente necesario recurrir a una competencia tan desleal, el canciller fingió inocencia. «Si tuviera algo contra usted, se lo diría», le dijo. Acto seguido continuó conspirando contra Brandt. Algunos se cuestionaban si, teniendo en cuenta su edad, Adenauer debía aspirar a otro mandato, aunque nada inflamaba tanto su energía juvenil como la necesidad de derrotar a los socialistas.
En una entrevista radiofónica de Año Nuevo, Adenauer planteó en términos nada ambiciosos lo que para él supondría un éxito en 1961. Cuando le preguntaron por sus ambiciones, respondió: «Yo diría que el año 1961 tendrá doce meses. Eso no lo puede discutir nadie. Ahora, nadie en el mundo sabe lo que puede pasar en esos doce meses… Gracias a Dios el año 1960 no nos trajo ninguna catástrofe. Nuestra intención es trabajar en 1961 con la misma diligencia que en el pasado. Espero que 1961 sea otro año sin catástrofes para nosotros».
He aquí, pues, el sueño de der Alte: un año sin catástrofes, que le ofreciera más tiempo para erosionar el bloque soviético a través de su política de fortaleza y de integración con Occidente. Adenauer estaba convencido de que Jrushchov iba a poner a prueba a Kennedy en 1961 y que el futuro de Alemania pendía de un hilo. Durante la reunión de su gabinete celebrada al término de su fiesta de cumpleaños, aseguró: «Deberemos mantener la sangre fría. Pero no podremos hacerlo solos, deberemos actuar unidos».
Al final de la larga celebración, la secretaria de Adenauer, Anneliese Poppinga, le comentó al canciller que debía de sentirse muy bien ante tamaña adulación.
Pero Adenauer hizo un gesto desdeñoso con la mano y dijo: «¿En serio cree que me siento bien? Cuando uno llega a mi edad está solo. Todas las personas que he conocido, todas las que me importaban, mis dos esposas, mis amigos, están muertas. No me queda nadie. Hoy es un día triste».
Mientras echaba un vistazo a los montones de felicitaciones escritas que le habían llegado, se refirió al estrés del año que empezaba: los viajes inminentes a París, Londres y Washington, y a la necesidad de tener a Brandt controlado y de velar por la libertad de Berlín. «Los viejos somos una carga», dijo. «Entiendo perfectamente a quienes hablan de mi edad y quieren librarse de mí. No se deje engañar por las atenciones que me han dispensado hoy. La mayoría no me conocen, ni saben lo sano que estoy; creen que porque tengo ochenta y cinco años debo de estar tambaleándome y chocheando.»
Entonces dejó los papeles, se levantó y le dijo a su secretaria en su impecable italiano: «La fortuna sta sempre all’altra riva». La buena suerte está siempre al otro lado del río.
Y, sin embargo, incluso en sus peores momentos, Adenauer sabía que su próspera República Federal Alemana, con el incontenible dinamismo de su economía y la libertad de sus habitantes, estaba ganando la lucha contra el comunismo. Independientemente de los peligros que Adenauer previera que pudiera provocar la inexperiencia del presidente Kennedy o el socialismo del alcalde Brandt, en ninguno de los dos casos se trataba de la amenaza existencial con la que se enfrentaba la Alemania del Este de Ulbricht: el éxodo de refugiados.