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Viena: La amenaza de la guerra
EEUU no está dispuesto a normalizar la situación en el lugar más peligroso del mundo. La URSS quiere llevar a cabo una operación en este punto flaco para extirpar esta espina, esta úlcera.
El primer ministro JRUSHCHOV al presidente Kennedy,
Viena, 4 de junio de 1961
Nunca había conocido a un hombre así. Mencioné el hecho de que un enfrentamiento nuclear podía suponer la muerte de setenta millones de personas en diez minutos y me miró como diciendo: «¿Y qué?». Me llevé la impresión de que le importaba un pimiento si eso sucedía.
El presidente KENNEDY al periodista Hugh Sidey,
Time,
junio de 1961
EMBAJADA SOVIÉTICA, VIENA
10.15, DOMINGO, 4 DE JUNIO DE 1961
De pie ante la embajada soviética, Nikita Jrushchov iba de un lado a otro, como un boxeador ansioso por abandonar su rincón del cuadrilátero después de imponerse en los primeros asaltos. Una ancha sonrisa dejó a la vista la mella de su dentadura mientras extendía una mano menuda y rechoncha para saludar a Kennedy.
A pesar de todas las pretensiones obreras del estado soviético, la embajada de Moscú en Viena era desvergonzadamente imperial. Adquirida por la Rusia zarista a finales del siglo XIX, su fachada neo-renacentista daba paso a un grandioso vestíbulo de granito y mármol natural. «Le doy la bienvenida a este pequeño pedazo de territorio soviético», dijo Jrushchov, que a continuación le brindó a Kennedy un proverbio ruso cuyo sentido Kennedy no logró comprender: «A veces bebemos con vasos pequeños pero hablamos con grandes sentimientos».
Tras unos nueve minutos charlando sobre asuntos irrelevantes, Jrushchov acompañó a sus invitados estadounidenses por un pasillo con columnas que desembocaba en una amplia escalinata que conducía al segundo piso. Allí ocuparon los sillones dispuestos en una sala de conferencias cuadrada de 6 metros de largo y con las paredes pintadas de color rojo damasco.
La forma en que los dos hombres habían pasado la mañana previa a su segundo encuentro revelaba las diferencias existentes entre ambos. Los Kennedy, que eran católicos, habían escuchado a los Niños Cantores de Viena y habían asistido a una misa oficiada por el cardenal Franz König en la espectacular catedral gótica de San Esteban. Con los ojos anegados en lágrimas, la primera dama se había arrodillado para rezar. Al abandonar la catedral, los Kennedy se habían encontrado con una multitud que los aclamaba en la plaza de adoquines que había frente a la entrada. Más o menos al mismo tiempo, una multitud mucho menor y menos entusiasta contemplaba con curiosidad cómo el líder de la atea Unión Soviética depositaba una corona en el monumento de guerra soviético de la Schwarzenbergplatz que los locales conocían amargamente como el «monumento al violador anónimo».
En la sala de conferencias donde se reunieron las dos delegaciones las cortinas rojas a conjunto estaban corridas, de modo que ocultaban los altos ventanales de la embajada y creaban un ambiente de penumbra, a pesar de que en el exterior brillaba un sol espléndido. Kennedy empezó con el mismo tono distendido que había utilizado el día anterior y le preguntó al primer ministro soviético por su infancia. Jrushchov no tenía ningún interés en compartir sus orígenes campesinos con aquel hijo de la abundancia, por lo que respondió secamente que había nacido en un pueblo ruso cerca de Kursk, a menos de diez kilómetros de la frontera ucraniana.
Pasando rápidamente al presente, Jrushchov explicó que recientemente la Unión Soviética había encontrado cerca de Kursk unos importantes yacimientos de hierro; las primeras estimaciones hablaban de 30.000 millones de toneladas, aunque probablemente las reservas totales serían diez veces mayores. En comparación, le recordó a Kennedy, los depósitos de hierro mineral estadounidenses, tasados en 5.000 millones de toneladas, suponían apenas un pequeño porcentaje de aquel total. «Los depósitos soviéticos permitirán cubrir las necesidades mundiales durante muchos años», dijo.
Durante los primeros minutos del segundo día en Viena, Jrushchov había logrado ya transformar lo que apuntaba a una conversación personal sobre asuntos familiares en un alarde de la superioridad de recursos de su país. El líder soviético no le preguntó al presidente por su infancia, de la que ya sabía lo suficiente, sino que insistió con impaciencia en que se centraran en el objetivo del día: discutir sobre Berlín y su futuro.
En su edición matutina, el rotativo londinense Times citaba a un diplomático británico que había expresado su preocupación acerca de la Cumbre de Viena. «Sólo esperamos que el tipo logre salir de la cueva del oso sin quedar demasiado malherido», había declarado. Efectivamente, Jrushchov había iniciado el segundo día de negociaciones enseñando las garras. A pesar de los avances que las respectivas delegaciones habían logrado sobre el asunto de Laos durante la noche, el líder soviético no parecía estar por la labor de tomar dichos avances como ejemplo sobre la forma en que ambas partes podían reducir las tensiones.
Los secretarios de estado estadounidense y soviético y sus equipos habían logrado un acuerdo que permitiría que Laos se convirtiera en un país neutral. Se trataba de una concesión que podía tener consecuencias políticas para Jrushchov, que podía toparse con la oposición de China, el Vietnam del Norte y el Pathet Lao, el movimiento comunista de Laos. Sin embargo, en lugar de felicitarse por el acuerdo con Kennedy, Jrushchov lo acusó de «megalomanía y de delirios de grandeza» por haber insistido en que EEUU continuaría velando por sus compromisos en Asia.
Aparte de eso, Jrushchov se resistió a todos los intentos de Kennedy de orientar las conversaciones hacia la prohibición de las pruebas nucleares y rechazó la argumentación del presidente de que tan sólo una mejoría general de las relaciones podía abrir una puerta a una eventual solución en Berlín. Para Jrushchov, en primer lugar había que solucionar la situación en Berlín.
Insistiendo en la prohibición de las pruebas atómicas, Kennedy ofreció un proverbio chino: «Un viaje de mil kilómetros empieza con un paso».
«Parece conocer muy bien a los chinos», dijo Jrushchov.
«Es posible que los dos acabemos conociéndolos muy bien», respondió Kennedy.
Jrushchov sonrió. «Yo ya los conozco bastante bien», le soltó, en un resbalón poco corriente en el líder soviético, que había dejado entrever su frustración hacia Mao.
Sin embargo, los soviéticos iban a retocar la transcripción final que enviaron a Pekín, a la que añadieron una frase que en realidad Jrushchov nunca le dijo a Kennedy: «China es nuestra vecina, amiga y aliada».
El intercambio más importante de la cumbre empezó con una advertencia de Jrushchov. El líder soviético inició su declaración dejando claro que Moscú había esperado tanto como había podido para hallar una solución al problema de Berlín. Aseguró que la posición que se disponía a esbozar en lo relativo a Berlín «afectará las relaciones entre nuestros dos países en gran medida, sobre todo si EEUU es incapaz de comprender la posición soviética».
Entonces los asesores de ambos líderes se inclinaron hacia delante, conscientes de que habían llegado al momento de la verdad. «Han pasado dieciséis años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial», dijo Jrushchov. «La URSS perdió a veinte millones de personas en la guerra y gran parte de su territorio quedó devastado. Ahora Alemania, el país que provocó la Segunda Guerra Mundial, ha recuperado el poder militar y ha asumido un papel destacado dentro de la OTAN, algunos de cuyos altos cargos están ocupados por sus generales. Eso constituye una amenaza de una Tercera Guerra Mundial, que tendría consecuencias aún más devastadoras que la Segunda Guerra Mundial.»
Por ese motivo, le dijo a Kennedy, Moscú se negaba a tolerar más retrasos en la cuestión de Berlín, pues los únicos que saldrían ganando con ellos serían los militaristas de la Alemania Federal. Jrushchov aseguró que la unificación alemana no era una posibilidad práctica y que ni siquiera los alemanes la deseaban. Por ello, los soviéticos habían decidido actuar «a partir de los hechos tal como son, es decir, basándonos en la existencia de dos estados alemanes».
Jrushchov le dijo a Kennedy que sus preferencias pasaban por lograr un acuerdo personal con él sobre un tratado que pusiera fin a la guerra y alterase el estatus de Berlín. Sin embargo, si eso no era posible, actuaría en solitario y cancelaría todos los compromisos de posguerra contraídos por los soviéticos. En consecuencia, dijo, Berlín Oeste se convertiría en una «ciudad libre» donde las tropas estadounidenses podrían permanecer, pero coexistiendo con las tropas soviéticas. Entonces los soviéticos colaborarían con los estadounidenses para garantizar «lo que Occidente denomina la libertad de Berlín Oeste». Moscú también estaría «conforme» con la presencia de tropas neutrales o de garantes de la ONU.
Kennedy empezó su respuesta dando las gracias a Jrushchov «por expresar su punto de vista de forma tan franca». Hinchado de analgésicos y anfetaminas, y dentro de su estrecho corsé, Kennedy se dio cuenta de que Jrushchov acababa de lanzar lo que equivalía a otro ultimátum sobre Berlín; eso exigía una respuesta clara y directa. Kennedy se había estado preparando para ese momento y midió sus palabras cuidadosamente.
Señaló que los dos hombres no estaban ya discutiendo cuestiones menores como Laos, sino un tema mucho más crucial como Berlín. Aquella ciudad, aseguró Kennedy, era «de gran interés para EEUU. No debemos nuestra presencia en Berlín al consentimiento de nadie: llegamos hasta allí luchando». Y aunque las bajas estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial no fueran tan altas como las de la Unión Soviética, dijo Kennedy, «no estamos en Berlín porque lo hayamos acordado con la Alemania del Este, sino por derechos contractuales».
«Éste es un ámbito», siguió diciendo Kennedy, «en el que todos los presidentes estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial han actuado obedeciendo a tratados y otros derechos contractuales y donde cada presidente ha reafirmado su fidelidad hacia dichas obligaciones. Si fuéramos expulsados de esa zona, y si aceptáramos la pérdida de nuestros derechos, nadie podría confiar en los compromisos y juramentos contraídos por EEUU. La seguridad nacional de EEUU depende de ello, pues si aceptáramos la propuesta soviética, los compromisos con EEUU serían considerados un mero trozo de papel.»
Hasta aquel momento, en la Cumbre de Viena, las palabras se habían ido sucediendo sin mayores consecuencias. Sin embargo, de pronto los taquígrafos se inclinaron hacia delante y tomaron nota literalmente de los comentarios de sus líderes. Los dos hombres más poderosos del mundo estaban discutiendo cara a cara el asunto más complejo y explosivo que tenían entre manos.
Aquel momento iba a pasar a la historia.
«Europa occidental es vital para nuestra seguridad nacional y la hemos defendido ya en dos guerras», dijo Kennedy. «Abandonar Berlín Oeste significaría abandonar también Europa. Así pues, cuando hablamos de Berlín Oeste estamos hablando también de la Europa occidental.»
La novedad para los soviéticos era el énfasis repetido que Kennedy había puesto en el adjetivo «Oeste» al referirse a Berlín. Ningún presidente estadounidense había diferenciado tan claramente entre su compromiso ante todo Berlín y ante Berlín Oeste. En el que posiblemente era el momento más comprometido de su presidencia, Kennedy acababa de realizar una concesión unilateral. Le recordó a Jrushchov que, durante el primer día de conversaciones, el líder soviético había admitido que «actualmente la ratio de poder [militar] está equilibrada». Por ello, le resultaba «difícil comprender» cómo un país como la Unión Soviética, que había logrado tantos avances espaciales y económicos, podía sugerir que EEUU abandonara una posición de importancia vital donde ya estaba establecido. Dijo que EEUU nunca estaría dispuesto a renunciar a unos derechos «obtenidos en el marco de una guerra».
Jrushchov enrojeció, como si su cara fuera un termómetro que calculara el aumento de su temperatura interior. Interrumpió a Kennedy para decirle que por sus palabras interpretaba que el presidente no quería firmar un tratado de paz. A continuación dijo con sorna que la afirmación de Kennedy sobre la seguridad nacional de EEUU sonaba como si «EEUU quisiera plantarse en Moscú [con sus tropas] porque eso, naturalmente, también mejoraría su posición».
«EEUU no quiere plantarse en ninguna parte», respondió Kennedy. «No estamos diciendo que EEUU vaya a ir a Moscú, ni que la URSS vaya a ir a Nueva York. Lo que señalamos es que estamos en Berlín y que hemos estado allí durante quince años. Y sugerimos que seguiremos estando ahí.»
Regresando a un camino que ya había intentado emprender el día anterior sin éxito, Kennedy apuntó a una solución conciliatoria. Dijo que era consciente de que la situación en Berlín «no es satisfactoria». Dicho eso, añadió Kennedy, «las condiciones en la mayor parte del mundo no son satisfactorias» y no era el momento apropiado para intentar alterar el equilibrio de fuerzas, ni en Berlín ni, de forma más general, en el resto del mundo. «Si ese equilibrio cambia, la situación en el conjunto de la Europa occidental cambiaría también, y eso supondría un serio golpe para EEUU», dijo. «El señor Jrushchov no aceptaría una pérdida similar y tampoco nosotros podemos aceptarla.»
Hasta entonces Jrushchov había logrado mantener a raya su habitual ampulosidad, pero en aquel momento empezó a agitar los brazos, su semblante adquirió un tono carmesí y comenzó a elevar el tono de voz y a disparar sus palabras, que salían de su boca como si fuera una metralleta furiosa. «EEUU no está dispuesto a normalizar la situación en el lugar más peligroso del mundo», dijo. «La URSS quiere llevar a cabo una operación en este punto flaco para extirpar esta espina, esta úlcera, no para perjudicar los intereses de ninguna de las dos partes, sino para mayor satisfacción de todas las naciones del mundo.»
La Unión Soviética no tenía intención de modificar la situación en Berlín recurriendo a «intrigas o amenazas», sino «firmando un tratado de paz solemne. Pero ahora el presidente dice que eso supone un ataque directo a los intereses de EEUU. Se trata ciertamente de una afirmación difícil de comprender». Los soviéticos no pretendían modificar las fronteras existentes, dijo Jrushchov, sino formalizarlas para «frenar a quienes quieren otra guerra».
Jrushchov se refirió con sorna al deseo de Adenauer de revisar las fronteras alemanas y de recuperar el terreno perdido tras la Segunda Guerra Mundial. «Hitler dijo que Alemania necesitaba ampliar su Lebensraum en los Urales», declaró. «Los generales de Hitler, que lo ayudaron a diseñar y ejecutar sus planes, ocupan [ahora] altos cargos en la OTAN.»
Jrushchov dijo que la lógica según la cual EEUU necesitaba proteger sus intereses en Berlín «es incomprensible y la URSS no la aceptará». Le dijo al presidente que lo sentía, pero que «ningún poder en el mundo» impediría a Moscú firmar el tratado de paz que deseaba.
Jrushchov repitió de nuevo que habían pasado dieciséis años desde el fin de la guerra. ¿Cuánto tiempo quería Kennedy tener a Moscú en ascuas? ¿Dieciséis años más? ¿Treinta tal vez?
Jrushchov miró alrededor de la sala, a sus colegas y, describiendo un arco con el brazo, dijo que él había perdido a un hijo en la guerra, Gromyko había perdido a dos hermanos y Mikoyan había perdido también a un hijo. «No hay una sola familia en la URSS ni entre los líderes de la URSS que no perdiera por lo menos a un miembro de su familia en la guerra.» Admitió que las madres americanas lloraban a sus hijos lo mismo que las madres rusas, pero que mientras que EEUU contaba sus bajas en millares, la URSS los contaba en millones.
Finalmente declaró: «La URSS firmará un tratado de paz y la soberanía de la RDA será respetada. Cualquier violación de dicha soberanía será considerada por la URSS como un acto de agresión abierta» con todas sus consecuencias.
Jrushchov estaba amenazando con la guerra, tal como De Gaulle había previsto. La delegación americana esperó en silencio la respuesta de Kennedy.
El presidente preguntó con mucha calma si las rutas de acceso a Berlín permanecerían abiertas después de que los soviéticos hubieran accedido a firmar ese tratado de paz. Kennedy ya había decidido que aceptaría que los soviéticos firmaran un tratado con la Alemania del Este siempre que eso no alterase los derechos occidentales sobre Berlín Oeste, ni impidiera el acceso de los aliados a la ciudad.
Pero Jrushchov dijo que, efectivamente, el nuevo tratado alteraría la libertad de acceso.
Para Kennedy, aquello suponía cruzar el límite de lo aceptable.
«En ese caso, nos encontramos ante una situación mucho más grave, las consecuencias de la cual nadie puede prever», dijo Kennedy. A continuación dejó claro que no había ido a Viena tan sólo «para que nos nieguen la presencia en Berlín Oeste y el acceso a la ciudad». Dijo que había albergado la esperanza de que las relaciones entre EEUU y la Unión Soviética pudieran mejorar en la Cumbre de Viena, pero que a la hora de la verdad estaban empeorando. Kennedy dijo que si Moscú quería transferir sus derechos sobre Berlín a la Alemania del Este era asunto suyo, pero que el presidente no iba a permitir que Moscú cediera también los derechos americanos.
Jrushchov empezó a sondear la posición estadounidense y preguntó si aún sería posible llegar a un acuerdo provisional en la línea de lo que Eisenhower había discutido con él, una solución que permitiera proteger el prestigio de ambos países. EEUU y la URSS podían pactar un límite de seis meses para que las dos Alemanias negociaran un acuerdo de reunificación. Sin embargo, si dicho acuerdo no llegaba (y Jrushchov estaba convencido de que iba a ser así) «cualquiera de las partes tendrá libertad para firmar un tratado de paz».
Jrushchov dijo que aunque EEUU discrepara de la propuesta soviética, debía comprender que «la URSS no puede esperar más» y que antes de fin de año iba a tomar las medidas necesarias para dejar el acceso a Berlín Oeste bajo control de la Alemania del Este. Jrushchov basó su derecho a actuar en un análisis estadístico del precio que los dos bandos habían tenido que pagar para derrotar a los alemanes: los más de veinte millones de bajas soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial comparadas con las 143.000 bajas del Ejército de EEUU.
Kennedy dijo que eran precisamente esas bajas las que lo motivaban a evitar una nueva guerra.
Repitiendo aquella expresión que tanto detestaba, el líder soviético le recordó a Kennedy su preocupación porque los soviéticos pudieran cometer un «error de cálculo». En aquel momento, añadió Jrushchov, tenía la sensación de que eran los estadounidenses quienes corrían el riesgo de incurrir en un error de cálculo. «Si EEUU quiere empezar una guerra por Berlín, adelante», dijo. «Es lo que el Pentágono desea desde hace tiempo. Sin embargo, Adenauer y Macmillan saben perfectamente lo que significa una guerra. ¡Si algún loco desea una guerra, deberían ponerle una camisa de fuerza!»
El equipo de Kennedy estaba aturdido de nuevo. Jrushchov había empleado la palabra «guerra» en tres ocasiones. Se trataba de algo inaudito en unas conversaciones diplomáticas a cualquier nivel.
Como para zanjar el asunto, Jrushchov aseguró que la URSS firmaría un tratado de paz antes del final de año que alteraría los derechos occidentales en Berlín para siempre, pero que confiaba en que el sentido común y la paz prevalecerían.
El líder soviético aún no había respondido a lo que representaba una propuesta por parte de Kennedy, de modo que el presidente lo intentó de nuevo. Kennedy señaló que no consideraría la firma de un tratado de paz como un acto beligerante en sí mismo si Jrushchov no se inmiscuía en Berlín Oeste. «Sin embargo, un tratado de paz que nos niegue unos derechos que nos corresponden por contrato es un acto beligerante», dijo. «Como es un acto beligerante pretender ceder nuestros derechos a la Alemania del Este.»
Lo que Kennedy estaba diciendo era cada vez más claro: haga lo que quiera con lo que es suyo, pero no toque lo nuestro. Si EEUU daba su brazo a torcer en Berlín Oeste, el «mundo no lo consideraría un país serio». En cambio, Kennedy estaba sugiriendo que, como Berlín Este era territorio soviético, la URSS podía hacer allí lo que le placiera.
En su momento Jrushchov no supo identificar lo que terminaría siendo la base para el acuerdo que Kennedy estaba proponiendo; así, el líder soviético respondió que la URSS «nunca, bajo ningún concepto, aceptaría los derechos de EEUU en Berlín Oeste después de la firma de un tratado de paz».
A continuación arremetió contra lo que consideraba un trato injusto de la Unión Soviética por parte de Estados Unidos. Jrushchov dijo que EEUU había privado a la URSS de las correspondientes reparaciones de guerra, derechos e intereses en la Alemania Federal. No sólo eso, dijo, sino que EEUU utilizaba un doble rasero al negarse a negociar un tratado de paz con la Alemania del Este que pusiera fin a la guerra cuando, de hecho, ya había firmado dicho tratado con los japoneses en 1951 sin consultar a Moscú durante la preparación del documento. El viceministro de Asuntos Exteriores Andrei Gromyko había dirigido la delegación soviética que, durante la conferencia, había intentado paralizar el tratado y luego se había negado a firmarlo, a la par que había reprochado a EEUU que no hubiera invitado a los chinos y de estar fomentando un Japón militarista y antisoviético.
Kennedy respondió que el propio Jrushchov había declarado públicamente que él habría firmado el tratado con Japón si hubiera ostentado el poder en aquella época.
Para Jrushchov, sin embargo, la cuestión no era lo que él habría hecho, sino que EEUU ni siquiera había intentado llegar a un acuerdo con la Unión Soviética. Jrushchov afirmó que Kennedy enfocaba el asunto de Berlín con una mentalidad similar, de «yo hago lo que quiero».
Jrushchov aseguró haberse hartado ya de esa actitud estadounidense: Moscú firmaría su tratado con la Alemania del Este, dijo, y el precio sería alto si EEUU violaba la soberanía de la Alemania del Este en lo tocante al acceso a Berlín.
Kennedy respondió que lo que él quería no era un conflicto por Berlín, sino un arreglo general de las relaciones entre la Alemania del Este y la Alemania Federal y entre EEUU y la URSS que permitiera con el tiempo hallar una solución al problema alemán en su conjunto. El presidente estadounidense insistió en que no deseaba «hacer nada que pudiera dañar los vínculos de la Unión Soviética con la Europa del Este», asegurándole una vez más a Jrushchov (como ya hiciera el día anterior) que no haría nada por alterar el equilibrio de poder en Europa.
Kennedy comentó que el líder soviético lo había tildado de «jovencito» y el presidente sugirió que Jrushchov estaba intentando aprovecharse de su relativa falta de experiencia. Sin embargo, dijo Kennedy, él no había «asumido el cargo para aceptar acuerdos completamente adversos a los intereses estadounidenses». Jrushchov repitió que la única alternativa a la acción unilateral sería la firma de un acuerdo provisional que ofreciera a las dos Alemanias un margen para negociar, tras el cual se extinguirían todos los derechos aliados. Eso permitiría «dar la apariencia de que la responsabilidad sobre el problema se había trasladado a los alemanes». Sin embargo, como las dos Alemanias no lograrían pactar la unificación, Jrushchov estaba seguro de que el resultado terminaría siendo el mismo.
Con un dominio del dramatismo del momento digno de un actor, Jrushchov le entregó a Kennedy un documento, un memorando sobre la cuestión de Berlín, que tenía como objetivo otorgarle fuerza oficial a su ultimátum. Nadie de su equipo había preparado a Kennedy para una iniciativa por escrito del Kremlin. Bolshakov ni siquiera había insinuado ese movimiento. Jrushchov dijo que su equipo había preparado aquel documento para que los estadounidenses pudieran estudiar la propuesta soviética y «tal vez reconsiderarla más adelante, si así lo desean».
Con aquella audaz decisión, Jrushchov se arriesgaba a un enfrentamiento directo con Kennedy por Berlín. Había actuado así en parte porque Kennedy, con su insistencia en el mantenimiento del status quo, ni siquiera había mostrado la voluntad de Eisenhower por negociar la cuestión. En cuanto a Jrushchov, si aquélla era ya una situación difícil de sostener con Eisenhower y antes del incidente del U-2, ahora se había vuelto intolerable.
La mañana había pasado volando.
Mientras Jrushchov y Kennedy se retiraban para celebrar una tensa comida, sus esposas se dedicaban a visitar la ciudad. Delante del Palacio Pallavicini, en la soleada Josefplatz, una multitud de millares de curiosos recibieron a las dos mujeres, que se dirigían a comer. Un leve murmullo dio la bienvenida a la primera dama soviética, seguido de un estallido de ovaciones para Jackie. Dos periodistas americanos sintieron lástima por el desinterés que la multitud mostraba hacia Nina, de modo que mientras los vieneses gritaban «¡Jack-ie! ¡Jack-ie!», ellos respondieron con cánticos de «¡Ni-na! ¡Ni-na!» aunque no lograron que se les uniera nadie.
El corresponsal de la agencia Reuters, Adam Kellett-Long, al que habían enviado desde Berlín para cubrir la cumbre, reaccionó con horror cuando oyó como los fotógrafos le gritaban a Jackie que sacara pecho para que sus fotografías resultaran más seductoras. «¡Y les hizo caso!», recordaría más tarde. «Se comportaba como si fuera Marilyn Monroe o una estrella de cine. Desde luego estaba en su salsa.»
Desde la ventana del primer piso del restaurante, las dos mujeres contemplaron la multitud. Jackie parecía una ilustración salida de una revista de moda, con su traje azul marino, gorra negra, collar de perlas de tres vueltas y guantes blancos. La prensa soviética no dijo nada sobre lo que llevaba Nina, pero el New York Times publicó que tenía el aspecto del ama de casa para la que se publicaban las revistas de moda de Jackie. Pero nada de eso inquietó a Nina Petrovna, que declaró que Jackie tenía una conversación inteligente y que «parecía una obra de arte». Ante la multitud reunida, y enmarcadas por la ventana del restaurante, Nina levantó la mano enguantada de Jackie, un gesto cálido que contrastaba con el ambiente gélido en el que se desarrolló la comida entre sus maridos.
Los dos hombres conversaron sobre fabricación de armas y políticas armamentísticas. Jrushchov dijo que había estudiado el mensaje del presidente al congreso del mes de mayo, en el que había anunciado un fuerte incremento en la partida de defensa. El líder soviético dijo ser consciente de que EEUU no podía desarmarse, pues estaba controlado por monopolistas, pero advirtió de que la proliferación armamentística en EEUU iba a obligarlo a incrementar también las dimensiones de las fuerzas armadas soviéticas.
En ese contexto, Jrushchov volvió a la conversación que habían iniciado durante la comida del día anterior, y durante la que se había mostrado abierto a considerar una posible colaboración de ambos países en un proyecto lunar. El líder soviético lamentó que dicha cooperación sería imposible si no existía antes un plan de desarme; Jrushchov ni siquiera estaba dispuesto a dejar aquella minúscula puerta abierta a la cooperación.
Kennedy dijo que a lo mejor podrían coordinar el timing de sus proyectos espaciales.
Jrushchov se encogió de hombros sin mucho convencimiento y dijo que eso tal vez sería posible. Entonces levantó la copa de champán dulce soviético hacia Kennedy.
«El amor natural es mejor que el amor a través de intermediarios», bromeó, y dijo que era positivo que los dos hombres hubieran hablado directamente cara a cara.
Insistió en que quería que el presidente comprendiera que el nuevo ultimátum soviético sobre Berlín «no iría dirigido contra EEUU o sus aliados». Comparó lo que Moscú se proponía llevar a cabo con una operación quirúrgica, que era dolorosa para el paciente pero necesaria para su supervivencia; a continuación se hizo un lío con las metáforas y aseguró que Moscú «quiere cruzar ese puente y lo cruzará».
Jrushchov admitió que las relaciones entre EEUU y la URSS sufrirían «grandes tensiones», aunque estaba seguro de que «el sol volverá a salir y brillará con fuerza. EEUU no quiere Berlín y la Unión Soviética tampoco… La única parte realmente interesada en Berlín es Adenauer. Adenauer es un hombre inteligente pero es viejo. La Unión Soviética no puede permitir que un viejo moribundo cierre el paso a la juventud vigorosa».
En uno de sus brindis por Kennedy, Jrushchov admitió haber puesto al presidente en una situación difícil, ya que los aliados iban a cuestionar sus decisiones en lo tocante a Berlín. Sin embargo, inmediatamente le quitó hierro a la influencia y los intereses de los aliados y aseguró que Luxemburgo no iba a causarle ningún problema a Kennedy, del mismo modo que los aliados de la Unión Soviética (a los que no nombró explícitamente) tampoco «asustarían a nadie».
Jrushchov alzó su copa y observó que, como hombre religioso, Kennedy seguramente diría que «Dios nos ayude en este empeño»; Jrushchov aseguró que él prefería brindar por el sentido común.
El brindis de Kennedy se centró en las obligaciones de los dos hombres en el contexto de una era nuclear en la que los efectos de cualquier conflicto «pasarán de una generación a otra». Asimismo, señaló que cada parte «debe reconocer los intereses y las responsabilidades de la otra parte».
El regalo que Kennedy le había llevado al líder soviético estaba encima de la mesa entre ambos hombres; se trataba de un modelo del buque de la marina estadounidense Constitution, cuyos cañones, observó Kennedy, tenían un alcance de apenas un kilómetro. En la era nuclear, sin embargo, los cañones eran intercontinentales y la devastación sería mucho más terrible; Kennedy dijo que los líderes no podían permitir que eso ocurriera.
Kennedy se refirió al escenario de aquellas conversaciones, la neutral Viena, y declaró que esperaba que no se marcharían de un lugar que simbolizaba tan claramente la posibilidad de encontrar soluciones equitativas habiendo puesto en peligro la seguridad y prestigio de ambas partes. «Pero ese objetivo sólo se podrá conseguir si las dos partes actúan con prudencia y saben ceñirse a su territorio», aseguró.
Ahí estaba de nuevo: la solución de Kennedy a la Crisis de Berlín. Una vez más, estaba sugiriendo que los soviéticos hicieran lo que quisieran en su área de influencia. Se trataba de un argumento negociador que había formulado de diversas formas en numerosas ocasiones durante el día; ahora había decidido emplearlo incluso en su brindis final.
Para quitarle algo de hierro a esa última afirmación, Kennedy recordó que le había preguntado a Jrushchov qué cargo tenía cuando tenía cuarenta y cuatro años, la edad actual del presidente estadounidense. El líder del Kremlin había contestado que dirigía la Comisión de Planificación de Moscú. Kennedy bromeó diciendo que a él le gustaría ser el jefe de la Comisión de Planificación de Boston a los sesenta y siete años.
«A lo mejor el señor presidente querría convertirse en el jefe de la comisión de planificación del mundo entero», le espetó Jrushchov.
No, respondió el presidente. Sólo de Boston.
Ante la perspectiva de tener que poner fin a aquellos dos días de conversaciones de forma tan poco satisfactoria, Kennedy insistió en intentar lograr un resultado más positivo y le sugirió a Jrushchov que por la tarde celebraran otra reunión a solas con sus intérpretes.
«No puedo marcharme sin antes intentarlo una vez más», le dijo Kennedy a O’Donnell.
Su equipo lo advirtió de que aquello supondría alterar sus planes de marcha, pero Kennedy respondió airado que en aquel momento no había nada en el mundo más importante que intentar arreglar las cosas con Jrushchov. «¡No, no nos iremos a la hora prevista! ¡No pienso irme sin saber más!» Durante toda su vida, Kennedy había confiado en su encanto y en su personalidad para superar sus obstáculos, pero dichas armas no le habían permitido atravesar el campo de fuerza de Jrushchov.
Kennedy abrió su último y breve intercambio reconociendo la importancia de Berlín. Sin embargo, dijo, esperaba que Jrushchov, por el bien de la relación entre sus respectivos países, «no lo colocara en una situación tan comprometida para nuestros intereses nacionales». Subrayó una vez más «la diferencia entre un tratado de paz y los derechos de acceso a Berlín». Esperaba que las relaciones se desarrollaran de tal forma que se pudiera evitar una confrontación directa entre EEUU y la URSS.
Sin embargo, y consciente de que ya tenía a Kennedy medio grogui, Jrushchov decidió ejercer aún más presión. Si EEUU insistía en sus derechos y violaba así las fronteras de la Alemania del Este tras la firma del tratado de paz, declaró Jrushchov, «responderemos a la fuerza con fuerza. EEUU debe prepararse para ello y la URSS hará lo mismo».
Antes de marcharse de Viena, Kennedy quería comprender claramente qué opciones le dejaban los soviéticos. Con el acuerdo provisional sugerido por Jrushchov, ¿las fuerzas militares estadounidenses podrían permanecer en Berlín y tener libre acceso a la ciudad?, preguntó Kennedy.
Sí, durante seis meses, respondió Jrushchov.
¿Y a continuación deberían retirarse?, quiso saber Kennedy.
Jrushchov respondió que así era.
El presidente Kennedy dijo que, o bien Jrushchov no creía que EEUU hablaba en serio, o la situación era tan «insatisfactoria» para él que se sentía en la necesidad de adoptar «una acción tan drástica». Kennedy dijo que se entrevistaría con el primer ministro británico Macmillan en Londres de camino a casa y que le tendría que comunicar que se hallaba ante la desafortunada disyuntiva de tener que aceptar un hecho consumado soviético en Berlín o resignarse a una confrontación. Kennedy dijo que tenía la impresión de que Jrushchov le ofrecía tan sólo dos alternativas: conflicto o capitulación.
Jrushchov sugirió que, para que Kennedy pudiera salvar las apariencias, las tropas estadounidenses y soviéticas podían permanecer en Berlín, no como fuerzas de ocupación, sino sujetas al control de la Alemania del Este y bajo el paraguas de las Naciones Unidas. «Yo deseo la paz», dijo Jrushchov. «Si usted quiere la guerra es su problema. No es la URSS quien amenaza con una guerra, sino Estados Unidos.»
La prórroga solicitada por Kennedy en la reunión no iba nada bien. «Es usted, no yo, quien quiere forzar un cambio», protestó el presidente, evitando el uso provocativo que Jrushchov daba a la palabra «guerra».
Eran como dos chiquillos con porras nucleares que se peleaban para decidir cuál de los dos estaba intentando provocar una pelea con el otro.
«En cualquier caso», dijo Jrushchov, «la URSS no tendrá más remedio que aceptar el reto. Debemos responder y responderemos. Las calamidades de la guerra se repartirán a partes iguales… Depende de EEUU decidir si habrá guerra o paz.» Kennedy, le dijo, podía contárselo a Macmillan, De Gaulle y Adenauer.
Jrushchov dijo que su decisión sobre Berlín era «irrevocable» y «firme»: un tratado de paz con Alemania del Este en diciembre con todas sus consecuencias sobre el control aliado de Berlín Oeste, o un acuerdo provisional que tendría el mismo resultado.
«En ese caso va a ser un invierno muy frío», dijo Kennedy.
A pesar de la fuerza de aquella frase final de Kennedy, se equivocó incluso en eso: sus problemas estallarían mucho antes.
BERLÍN
TARDE DEL DOMINGO 4 DE JUNIO DE 1961
Mientras Jrushchov y Kennedy discutían airadamente la posibilidad de una guerra por Berlín, los berlineses salieron en tropel para disfrutar del primer fin de semana seco y soleado tras un mes de lluvias. Montaron en sus coches y motocicletas, en el tren elevado y en el metro, y se dirigieron hacia los numerosos parques y lagos de la ciudad para nadar, navegar, jugar y disfrutar del sol.
Los periódicos de Berlín hablaban de un «hermoso clima de cumbre» y parecían coincidir en que lo más probable era que la reunión entre los dos líderes que debían decidir su destino ayudara a reducir las tensiones. Los berlineses de ambos lados de la ciudad llenaron los cines de Berlín Oeste para ver los últimos estrenos: Espartaco, con sus cuatro Oscars; Ben-Hur, con Charlton Heston, y The Marriage-Go-Round, con James Mason y Susan Hayward. Los anuncios de los cines recordaban a los berlineses del Este que sus devaluados marcos del Este recibirían un tipo de cambio de uno a uno al comprar una entrada: la mayor ganga de la ciudad.
En el Berlín Este, Ulbricht se enfrentaba como podía a la escasez de pan mientras celebraba el Día de la Juventud con su gente y las organizaciones juveniles comunistas. Ante las pocas noticias disponibles acerca de la Cumbre de Viena, los periódicos iban llenos de fotografías y artículos sobre las salidas conjuntas de las dos primeras damas por la capital austriaca.
Durante el fin de semana de la Cumbre de Viena se registró el menor flujo de refugiados de los últimos años, pues los alemanes del Este confiaban en que las conversaciones trajeran un cambio a mejor.
Cuando le preguntaron qué esperaba de las conversaciones, Ulbricht declaró que ya se vería. Por su parte, el alcalde Willy Brandt les dijo a sus conciudadanos: «Nuestra causa está en buenas manos con el presidente Kennedy. […] Debemos esperar que se aclaren algunos de los malentendidos que podrían haber desencadenado nuevos peligros y amenazas».
VIENA
TARDE DEL DOMINGO 4 DE JUNIO DE 1961
Tras amenazarlo con una guerra, Jrushchov esbozó una sonrisa de oreja a oreja mientras se despedía de un atribulado Kennedy en las escalinatas de la embajada soviética. Los fotógrafos inmortalizaron el contraste en sus estados de ánimo para los periódicos del día siguiente.
Jrushchov era consciente de que había ganado, si bien aún no era capaz de calcular las consecuencias de dicha victoria. Más tarde recordaría que Kennedy «parecía no sólo angustiado, sino profundamente disgustado… Al verlo, no pude evitar sentir lástima y también un cierto disgusto. No había sido mi intención contrariarlo. Me habría gustado mucho que nos hubiéramos podido despedir de otro modo, pero no podía hacer nada por ayudarlo… Sin embargo, como ser humano, lamentaba su decepción…».
«La política es cruel», concluyó Jrushchov.
El líder soviético imaginaba qué dirían los partidarios de la línea dura dentro del gobierno estadounidense cuando se enteraran de los pobres resultados obtenidos por Kennedy. «Siempre hemos dicho que los bolcheviques no entienden el lenguaje de la negociación», suponía Jrushchov que dirían. «Lo único que entienden es la política de la fuerza. Lo han engañado, le han tomado el pelo. Le han pegado una paliza y ha regresado humillado y con las manos vacías.»
Tras despedirse de Kennedy en el aeropuerto, el ministro de Asuntos Exteriores austriaco Bruno Kreisky se entrevistó con Jrushchov. «El presidente estaba triste en el aeropuerto», dijo Kreisky. «Parecía disgustado y le había cambiado la cara. Es evidente que la reunión no ha ido nada bien para él.»
Jrushchov dijo que también se había percatado de la amargura de Kennedy y le aseguró a Kreisky que el problema de Kennedy era que «aún no ha comprendido el realineamiento de fuerzas y actúa guiado por la política de sus predecesores, en particular en lo tocante a la cuestión alemana. No está preparado para eliminar el peligro para el mundo que se cierne sobre Berlín. Las conversaciones han sido útiles en el sentido de que nos han permitido expresar lo que pensamos y conocernos mutuamente. Pero eso es todo, y con eso no basta».
Jrushchov, que aún tenía los dos días de reuniones frescos en la mente, le relató a Kreisky muchas de sus conversaciones con Kennedy, consciente de que Kreisky informaría de su victoria a otros líderes de la izquierda europea, incluido el alcalde de Berlín, Willy Brandt.
En contraste con Kennedy, Jrushchov se marchó de Viena con la misma calma con la que había llegado. Mientras el líder soviético participaba en una cena organizada en su nombre por el gobierno austriaco, Kennedy se lamía las heridas de camino a Londres.
Kennedy fue totalmente honesto sobre su pobre actuación.
Mientras abandonaba la embajada soviética acompañado por el secretario Rusk en su limusina negra, con las banderas presidenciales y americanas ondeando, Kennedy golpeó la puerta con la mano abierta. Rusk se mostró particularmente estupefacto por el hecho de que Jrushchov hubiera empleado la palabra «guerra» durante su cáustica conversación, un término que los diplomáticos evitaban a toda costa y reemplazaban por sinónimos menos alarmantes.
A pesar de todos los informes que el presidente había leído antes de la cumbre, Rusk tenía la sensación de que Kennedy no estaba preparado para la brutalidad intimidatoria de Jrushchov. El alcance del fracaso presidencial en Viena no sería tan fácil de medir como el fiasco de Bahía Cochinos; no habría una costa llena de cadáveres de combatientes exiliados que habían arriesgado sus vidas con la esperanza de que Kennedy y Estados Unidos no los abandonaran. Y, no obstante, las consecuencias en este caso podían ser aún más devastadoras. Tras ver confirmadas sus sospechas sobre la debilidad de Kennedy, era posible que Jrushchov incurriera precisamente en el tipo de «error de cálculo» que podía desencadenar una guerra nuclear.
Kennedy se llevaría consigo a Londres, donde debía reunirse con el primer ministro Macmillan, el memorando que detallaba las demandas soviéticas para una solución de la cuestión alemana en seis meses. «Por las buenas o por las malas.» Si los soviéticos lo hacían público, y Kennedy estaba seguro que así sería, sus críticos lo acusarían de haber acudido a Viena sin percatarse de lo evidente: que se estaba metiendo en una trampa en lo tocante a Berlín.
Kennedy quería desfogarse, pero ¿cómo debía presentar el resultado de la reunión ante un séquito de periodistas que se habían convertido en una extensión de sí mismo? ¿Debía darle la vuelta y convertirlo en un intercambio amable, tal como le había aconsejado que hiciera a Bohlen, su experto en cuestiones soviéticas?
No. Kennedy decidió dejar en Viena a su secretario de prensa, Pierre Salinger, para que informara a los primeros espadas de la industria periodística del «sombrío» resultado de la cumbre. Antes de marcharse, sin embargo, el presidente se reuniría en privado en una sala de la residencia del embajador con el periodista del New York Times, James «Scotty» Reston. Kennedy le dijo a O’Donnell que quería transmitir a los americanos «la gravedad de la situación, y el New York Times es el mejor medio para ello. Presentaré la situación ante Scotty con toda su crudeza».
Pero Kennedy aún no estaba convencido de que Jrushchov fuera a cumplir su amenaza sobre Berlín. A lo mejor De Gaulle estaba en lo cierto cuando lo había advertido de que Jrushchov le soltaría sus bravatas y sus faroles, pero que continuaría postergando cualquier intervención en Berlín, como había hecho hasta entonces. «Alguien que hable como Jrushchov lo ha hecho hoy y se lo crea tiene que estar loco, y estoy convencido de que Jrushchov no lo está», le dijo Kennedy a O’Donnell, aunque en realidad no las tenía todas consigo.
A sus cincuenta y dos años, el escocés Reston había ganado ya dos premios Pulitzer y era tal vez el periodista más influyente y más leído en Washington. Vestido con su habitual traje de tweed y corbatín, se dedicó a mascar su pipa de brezo mientras Kennedy le exponía la situación, tras acordar que el periodista no citaría al presidente ni mencionaría su reunión privada.
Kenendy, que llevaba un sombrero calado, se hundió en el sofá, preparado para la que iba a ser una de las conversaciones más francas entre un periodista y un presidente de EEUU.
Lograr una exclusiva de Kennedy tras la Cumbre de Viena, cuando había 1.500 periodistas más intentando acceder al presidente, suponía un golpe considerable para Reston en la nueva era de la televisión, que tanto despreciaba. El encuentro resultaría aún más valioso por lo que Kennedy le confesaría en aquella sala sombría, tras las cortinas corridas con el objetivo de ocultar la reunión del resto de periodistas.
«¿Qué tal ha ido?», preguntó Reston.
«Ha sido la peor experiencia de mi vida», dijo Kennedy. «Me ha destrozado.»
Reston anotó en su libreta: «Nada de las tonterías de costumbre. Cuando un hombre quiere decir la verdad, sus ojos adoptan un aire especial».
A continuación, hundido en el sofá junto a Reston, Kennedy confesó que Jrushchov lo había atacado con violencia para reprocharle el imperialismo estadounidense, y que se había puesto particularmente agresivo en lo tocante a Berlín. «Tengo dos problemas», le dijo a Reston. «En primer lugar, averiguar por qué lo hizo y, en particular, por qué lo hizo de forma tan hostil, y en segundo, decidir qué podemos hacer al respecto.»
Reston concluyó acertadamente en su artículo para el New York Times, en el que respetó cautelosamente la confidencialidad de su reunión con Kennedy, que el presidente «quedó asombrado por la rigidez y la dureza del líder soviético». Calificó la reunión de cáustica y aseguró que Kennedy se había marchado de Viena sintiéndose pesimista sobre las diversas cuestiones que había sobre la mesa; en particular, el presidente «definitivamente tenía la impresión de que la cuestión alemana iba a ser un asunto peliagudo».
Kennedy le aseguró a Reston que, a raíz del episodio de Bahía Cochinos, Jrushchov «creía que podría manejar a su antojo a alguien tan joven e inexperto como para haberse metido en un semejante atolladero. Y que el hecho de que me hubiera metido en ese lío y no lograra resolverlo demostraba una falta de agallas por mi parte. De modo que me ha pegado una paliza. […] Estoy metido en un buen lío».
Kennedy ofreció un rápido análisis de los problemas de la situación y de la forma de abordarlos. «Si cree que no tengo experiencia ni agallas, no podremos hacer nada hasta lograr hacerlo cambiar de idea. Así pues, debemos actuar.» Le dijo a Reston que, entre otras cosas, incrementaría el presupuesto militar y enviaría otra división a Alemania.
Durante el vuelo a Londres, Kennedy llamó a O’Donnell a su cabina; deseaba desahogarse un poco más, pero sin que lo oyeran Rusk, Bohlen y el resto de personas que iban en el Air Force One. La depresión había ensombrecido hasta tal punto el estado de ánimo de los acompañantes del presidente que el enlace de Kennedy en las Fuerzas Aéreas, Godfrey McHugh, comparó aquel vuelo con «un viaje en el avión del equipo perdedor tras las series mundiales de béisbol. Nadie hablaba demasiado».
Kennedy había iniciado su presidencia decidido a posponer el asunto de Berlín. Y, de repente, aquel asunto amenazaba con estallarle en las narices. Lo aterrorizaba la posibilidad de que conservar algunos de los derechos de los aliados y de la Alemania Federal en Berlín Oeste pudiera desencadenar una guerra nuclear.
«Todas las guerras son fruto de la estupidez», le dijo Kennedy a O’Donnell. «Dios sabe que no soy un aislacionista, pero me parece particularmente estúpido arriesgar la vida de un millón de estadounidenses por una disputa sobre los derechos de acceso a una Autobahn de la zona soviética de Alemania, o porque los alemanes quieren una Alemania reunificada. Si voy a amenazar a Rusia con una guerra nuclear, será por algo mayor y más importante que esto. Antes de poner a Jrushchov contra la pared y obligarlo a tomar una decisión definitiva, tiene que estar en juego la libertad de toda la Europa occidental.»
Quienes más decepcionados estaban eran aquellos que habían trabajado duro para informar a Kennedy antes de la cumbre, y en particular los miembros del personal del embajador Thompson, que habían visto como el presidente desoía la mayoría de sus consejos. Kempton Jenkins, uno de los miembros del equipo de Thompson, diría más tarde que Kennedy había perdido una «oportunidad de oro para mostrarse encantador, dejar que Jackie sedujera a Jrushchov y al final decirle: “Mire, se lo diré claramente: ponga un solo dedo sobre Berlín y les destruiremos”».
Aquéllos sí eran términos que Jrushchov habría comprendido. La superioridad nuclear de EEUU era tan grande que Kennedy no tenía por qué dejar que nadie lo intimidase de la forma en que lo había hecho Jrushchov en Viena. Más tarde, examinando detalladamente las transcripciones de las reuniones, Jenkins lamentó que Kennedy «ni en un momento» hubiera transmitido un mensaje de dureza a Jrushchov: «Todo lo que dijo fue: “Debemos encontrar una salida. ¿Qué podemos hacer para ganarnos su confianza? No queremos que recele de nuestras motivaciones. No somos agresivos”». Con ello, el presidente no había hecho más que confirmar la impresión de Jrushchov de que iba a resultarle fácil superarlo tácticamente, de modo que a partir de aquel momento Jrushchov actuaría de forma aún más agresiva, convencido de que no iba a tener que pagar ningún precio por ello.
Los predecesores de Kennedy habían defendido Berlín Oeste a capa y espada, en parte con la esperanza de poder arrebatarles a los comunistas el control de la Alemania del Este, pero también para apoyar al gobierno de la Alemania Federal cuando afirmaba que la ciudad iba a ser la futura capital de la Alemania reunificada. Kennedy no creía en nada de todo eso y quería evitar un fracaso en Berlín tan sólo porque consideraba que una retirada pudiera empujar la Alemania Federal a volverse contra EEUU y la Gran Bretaña, y provocar una ruptura en el seno de la OTAN.
Hablando con O’Donnell de camino a Londres, Kennedy mostró una sorprendente simpatía por la posición de Jrushchov en Berlín. Era consciente de que el problema soviético era económico y que el capitalismo triunfal de Berlín Oeste estaba arrebatando a la Alemania del Este sus mejores talentos.
«No podemos culpar a Jrushchov por ello», le dijo a O’Donnell.
Aunque Jrushchov acababa de pegarle una paliza, Kennedy dirigió su veneno hacia Adenauer y los alemanes, que continuamente lo acusaban de no ser lo bastante duro con los soviéticos. No iba a provocar una guerra por Berlín, aunque los acuerdos de posguerra lo obligaran precisamente a eso. «No fuimos nosotros quienes provocamos la desunión en Alemania», le dijo a O’Donnell. «En realidad no es responsabilidad nuestra que las cuatro potencias ocuparan Berlín, un error en el que ni nosotros ni los rusos deberíamos haber incurrido. Pero ahora la Alemania Federal quiere que expulsemos a los rusos de la Alemania del Este.»
«Como si no gastáramos ya suficiente dinero defendiendo la Europa occidental», se quejó Kennedy, «y en particular la Alemania Federal, mientras ese país se convierte en la potencia con el mayor crecimiento industrial del mundo. ¡Si creen que vamos a iniciar una guerra por Berlín, a menos que sea en un movimiento desesperado por salvar la OTAN, lo llevan claro!»
Mientras su avión descendía sobre Londres, el presidente le dijo a O’Donnell que dudaba que Jrushchov, «por mucho que grite», fuera a cumplir su amenaza. Sin embargo, Kennedy también iba a guardarse de provocar a los soviéticos y obligarlos a responder a una súbita acción militar estadounidense. «Si vamos a iniciar una guerra nuclear», dijo, «tendremos que arreglar las cosas para que quien la inicie sea el presidente de Estados Unidos, y no un sargento de un convoy de camiones en un paso fronterizo de la Alemania del Este al que le dé por ponerse a disparar.»
LONDRES
MAÑANA DEL LUNES 5 DE JUNIO DE 1961
El primer ministro británico Macmillan percibió inmediatamente el tormento de Kennedy, tanto el lacerante dolor físico que le atravesaba la espalda como la angustia psicológica que le había provocado su reunión con Jrushchov.
Mientras hablaban, varios altos cargos estadounidenses se desplegaron por toda Europa en modo gestión de crisis para informar a los aliados clave de lo que equivalía a un nuevo ultimátum soviético. Rusk fue a París, donde visitó a De Gaulle y la OTAN. Los funcionarios del Departamento de Estado Foy Kohler y Martin Hillenbrand volaron a Bonn para reunirse con Adenauer.
El primer ministro británico canceló la reunión formal matutina planeada con el presidente («con el Ministerio de Asuntos Exteriores y todo eso») y lo invitó a su residencia privada en la Admiralty House, ya que el 10 de Downing Street estaba cerrado por obras. Pasaron casi tres horas juntos, desde las 10.30 hasta las 13.25, una hora más de lo previsto, durante las que Macmillan se limitó básicamente a escuchar a Kennedy mientras le ofrecía sándwiches y whisky. A continuación se reunieron con el secretario de Exteriores lord Home hasta las 15.00. Sus conversaciones de aquel día sirvieron para que Kennedy forjara con Macmillan la relación más cercana que tendría con un líder extranjero. Al presidente estadounidense le gustaban el humor mordaz y la inteligencia profunda del viejo inglés, además de la despreocupación que mostraba ante los asuntos más serios.
«Por primera vez en su vida», recordaría Macmillan más tarde refiriéndose a la Cumbre de Viena, «Kennedy se había topado con un hombre inmune a sus encantos.» El primer ministro británico se llevó la impresión de que el presidente estaba «algo aturdido, aunque tal vez sería más preciso decir “desconcertado”… Parecía impresionado y estupefacto». Macmillan se percató de que Kennedy se había visto superado por la crueldad y la brutalidad de Jrushchov, una experiencia similar a entrevistarse por primera vez con Napoleón «en la cúspide de su poder» o como cuando Neville Chamberlain había intentado «mantener una conversación con herr Hitler».
Macmillan le dijo a Kennedy que Occidente simplemente tenía que «dejarles claro a los rusos que ellos podían firmar tantos tratados con la RDA como quisieran, pero que Occidente haría valer sus derechos y que responderían a cualquier ataque contra esos derechos con todas sus fuerzas».
Kennedy dijo que era precisamente esa amenaza la que había detenido a los rusos hasta entonces, pero que por desgracia Jrushchov percibía que la posición occidental había quedado debilitada tras los recientes acontecimientos en Laos y en «otras partes» (un eufemismo para referirse a Cuba). Al fin y al cabo, incluso en 1949, cuando Occidente aún ostentaba el monopolio nuclear, no habían logrado romper el bloqueo a Berlín Oeste y los rusos sabían que en el momento presente gozaban de una posición bastante mejor que hacía doce años, dijo Kennedy.
Lord Home temía que Jrushchov se viera obligado a actuar sobre Berlín debido a las dificultades con los refugiados de la Alemania del Este y otros problemas similares con otras repúblicas satélite. Jrushchov «puede sentir que debe actuar para encontrar la forma de frenar esa situación», dijo. En cuanto el memorando de Jrushchov sobre Berlín se hiciera público, dijo lord Home, Occidente se encontraría en una situación incómoda, «ya que a primera vista parece bastante razonable».
Kennedy pidió a los británicos que lo ayudaran a redactar un discurso que pronunciaría al día siguiente en Washington. Éste debía recoger los puntos de vista de Jrushchov, reafirmar el compromiso occidental con Berlín Oeste e insistir en el derecho de los berlineses a elegir libremente su futuro. Lo cierto, dijo Macmillan, era que «pasara lo que pasara en el resto del mundo, Occidente está ganando en Berlín. Dice muy poco a favor del sistema soviético que tantas personas quieran abandonar el paraíso comunista».
Kennedy y Macmillan accedieron a incrementar la presencia militar y reforzar otros planes de contingencia en Berlín sobre la base de lo que Occidente debía hacer (1) si los rusos firmaban un tratado de paz con la Alemania del Este; (2) si los suministros civiles se veían interrumpidos después de la firma de dicho tratado, y/o (3) si se producía también una interrupción en los suministros militares occidentales. Home quería que Kennedy ofreciera contrapropuestas al memorando soviético, pero el presidente estadounidense se negó a hacerlo, pues una propuesta sobre Berlín podía interpretarse como otra «señal de debilidad».
En el vuelo de regreso a EEUU, Kennedy estaba sentado en pantalón corto, rodeado de sus principales asesores. Sus ojos, rojos y húmedos, revelaban todo su cansancio. La espalda le dolía muchísimo, aunque ni siquiera Kennedy sabría hasta qué punto sus dolencias y los diversos mejunjes que tomaba para combatir el dolor habían afectado negativamente a su rendimiento en Viena. El presidente meneó la cabeza, clavó la mirada en la punta de los pies, y en un momento dado se abrazó las piernas y murmuró algo sobre la actitud inflexible de Jrushchov y los peligros que ésta entrañaba.
Kennedy le dijo a su secretaria Evelyn Lincoln que quería descansar un poco y prepararse para el difícil día que lo esperaba en Washington, por lo que le pidió que guardara los documentos secretos que había estado leyendo. Mientras lo hacía, Lincoln encontró un papel en el que Kennedy había escrito dos líneas:
Sé que Dios existe y también que se avecina una tormenta;
Si Él tiene un lugar para mí, creo que estoy preparado.
Lincoln no comprendió el sentido de la nota, pero ésta la preocupó. No tenía forma de saber que Kennedy había copiado de memoria una cita parcial de Abraham Lincoln extraída de una conversación entre el ex presidente y un educador de Illinois en la primavera de 1860, en la que el primero expresaba su determinación de abolir la esclavitud. La nota, pues, no era una invitación a la muerte (como interpretó la secretaria del presidente), sino más bien un reconocimiento de la propia vocación.
Bobby se reunió con su hermano a la llegada de éste. El presidente tenía las mejillas surcadas por las lágrimas causadas por una combinación del estrés y las decisiones que debía tomar. Bobby recordaría más tarde que «nunca había visto a mi hermano llorar por algo así. Estaba en mi dormitorio con él, cuando me miró y me dijo: “Bobby, si se llega a un intercambio nuclear, lo que nos pase a nosotros no importa. Hemos tenido una buena vida, somos adultos. Nos lo hemos buscado nosotros. Pero cuando pienso en las mujeres y niños que morirían en una guerra nuclear, no lo soporto”».
El periodista Stewart Alsop, viejo amigo del presidente, había visto a Kennedy en Londres cuando éste había visitado la catedral de Westminster para el bautizo del hijo recién nacido de Stanisław Radziwill, cuya tercera esposa era la hermana menor de Jacqueline Kennedy, Lee Bouvier. Fue un gran acontecimiento al que asistieron el primer ministro y toda la familia Kennedy. El presidente se llevó a Alsop a un rincón y durante quince minutos le estuvo contando todo lo que había tenido que pasar. «Tuve la sensación de que lo sucedido lo había impactado considerablemente y que apenas había empezado a procesarlo.»
Alsop consideraba que el episodio de Bahía Cochinos había sido el momento que había «curado a Kennedy de sus ilusiones acerca de la certeza de su éxito» tras una vida en la que había experimentado muy pocos fracasos. Sin embargo, Alsop consideraba que la Cumbre de Viena había supuesto un golpe aún mayor, pues había bastante diferencia entre la lección extraída en Cuba, en el sentido de que era posible fracasar en algo de importancia, y la perspectiva de otro fracaso que podía provocar una guerra nuclear.
Kennedy llevaba cuatro meses y dieciséis días en el cargo, pero Alsop consideraba que no se había convertido en el comandante en jefe hasta Viena, pues había sido allí donde había comprendido la naturaleza brutal de su enemigo y la realidad de que Berlín iba a ser su campo de batalla.
«A partir de aquel momento se convirtió en presidente en el sentido pleno de la palabra», aseguró Alsop.
BERLÍN ESTE
MIÉRCOLES, 7 DE JUNIO DE 1961
El líder de la Alemania del Este, Walter Ulbricht, apenas podía creer su buena suerte al recibir los primeros informes de las conversaciones en Viena de manos de Mijaíl Pervujin, el embajador soviético en la Alemania del Este. Aún se mostró más satisfecho cuando recibió más detalles de los altos funcionarios de la Alta Comisión Soviética en Karlhorst, con quienes habló por la tarde, como hacía casi a diario.
Los ejercicios militares de los últimos tres días y tres noches (que habían reunido a su Ejército Popular Nacional con sus homólogos soviéticos) habían demostrado que Ulbricht estaba militarmente preparado para plantar cara a Occidente cuando finalmente Jrushchov decidiera pasar a la acción en Berlín. Los soldados de Ulbricht habían impresionado al ministro de Defensa soviético Rodión Malinovski y a Andrei Grechko, comandante de las fuerzas del Pacto de Varsovia, que consideraron aquellos ejercicios lo bastante importantes como para supervisarlos personalmente. Los soldados de la Alemania del Este se habían mostrado mucho más disciplinados de lo que habían previsto los mandamases soviéticos.
Al final de una de sus habituales jornadas laborales de doce horas, Ulbricht mostró su satisfacción mientras su chófer lo acompañaba a su nueva casa en Wandlitz, unos treinta kilómetros al noreste de Berlín, junto a un espeso bosque. Hacía meses, años tal vez, que Ulbricht no se sentía tan optimista como aquel día, mientras su coche pasaba ante los cuidados jardines y los chalets del barrio de Pankow.
Pervujin le había proporcionado una copia del memorando soviético que Jrushchov le había entregado a Kennedy en Viena. El documento contenía, acuñadas en el lenguaje oficial de Jrushchov, muchas de las ideas del propio Ulbricht sobre el futuro de Berlín, que éste había repetido hasta la saciedad en las numerosas cartas que había enviado a lo largo de los meses al líder soviético. Pervujin le reveló a Ulbricht que Moscú iba a publicar el documento al cabo de dos días.
Ulbricht confiaba que en esta ocasión Jrushchov no pudiera eludir su propio ultimátum sobre Berlín. Jrushchov también estaba adoptando una postura más dura respecto a Alemania en otros sentidos. El ministro de Asuntos Exteriores Gromyko había presentado una airada protesta ante las embajadas británica, francesa y estadounidense en Moscú por la decisión del canciller Adenauer de convocar por primera vez un plenario del Bundesrat, la cámara alta del parlamento de la Alemania Federal, en Berlín Oeste el 16 de junio. El embajador ruso calificaba aquella decisión de «una nueva provocación» a los estados socialistas.
Después de tanto tiempo insistiéndole a Jrushchov, aquel día Ulbricht le escribió una carta que rebosaba gratitud. «Queremos agradecer al Presidium [del Partido Comunista] y particularmente a usted, querido amigo», decía la carta, «los esfuerzos que está realizando para la firma de un tratado de paz y la resolución del asunto de Berlín Oeste.»
Ulbricht escribió que no sólo coincidía con los términos del ultimátum, sino que también celebraba el papel de Jrushchov durante la cumbre y su cargo al frente del Partido Comunista, el gobierno soviético y el bloque socialista.
«Ha logrado un gran éxito político», escribió.
Sin embargo, Ulbricht era consciente de que lo conseguido se debía en gran medida a sus presiones y no tenía intención de cambiar de táctica justo en aquel momento. Así, dedicó gran parte de la carta a quejarse de las ansias «revanchistas» de la Alemania Federal, que amenazaban a ambos líderes. El ministro de Economía de la Alemania Federal había amenazado con romper las relaciones comerciales con la Alemania del Este si se firmaba el tratado de paz. Aquella decisión habría tenido un coste enorme para la Alemania del Este, que se habría visto tratada como «un país extranjero que debía abonar sus compras diarias en la Alemania Federal en una moneda extranjera» que no poseía.
Ulbricht le dijo a Jrushchov que Adenauer y otros altos cargos de la Alemania Federal estaban ejerciendo presiones en diversos países neutrales para que redujeran los derechos de los consulados y las oficinas comerciales de la Alemania del Este. Adenauer también estaba intentando impedir que la Alemania del Este pudiera participar en los siguientes Juegos Olímpicos.
Pero lo que más le importaba a Ulbricht era evitar futuras demoras ahora que Jrushchov parecía haberse centrado en la cuestión de Berlín. «El camarada Pervujin nos ha informado de que le resultaría útil llevar a cabo consultas con los primeros secretarios [de los Partidos Comunistas del bloque soviético] lo antes posible.» Ulbricht añadió que, a tal efecto, se había tomado la libertad de reunir a los líderes de Polonia, Hungría, Rumanía y Bulgaria el 20 y el 21 de julio para «discutir los preparativos de un tratado de paz».
Ulbricht quería que todo el bloque socialista cerrara filas a su alrededor. «El objetivo de dicha reunión», le indicó a Jrushchov, «pasa por alcanzar un acuerdo sobre los preparativos políticos, diplomáticos, económicos y de organización necesarios, y también sobre las medidas de coordinación y agitación de la radio y la prensa.»
MOSCÚ
MIÉRCOLES, 7 DE JUNIO DE 1961
A su regreso a Moscú desde Viena, Jrushchov ordenó imprimir múltiples copias de las actas de la cumbre y distribuirlas entre amigos y aliados. Quería que la habilidad con la que había manejado a Kennedy llegara a oídos de un gran número de personas, en particular de sus críticos tanto en el interior como en el exterior. Ordenó marcar las copias como «Top Secret», pero las repartió entre un número de destinatarios superior a lo habitual para ese tipo de documentos. Una copia llegó a Castro, en Cuba, aunque dicho país aún no era considerado un miembro del bloque socialista. Entre los dieciocho países que también recibieron el documento había naciones no comunistas como Egipto, Irak, Brasil, Camboya o México. Un alto cargo soviético iba a encargarse de informar también al líder yugoslavo Josip Broz Tito.
Jrushchov actuaba como el campeón que desea rememorar la final de la victoria con el resto del mundo. Así, entroncando con la dureza mostrada en Viena, decidió adoptar una actitud más severa y dictatorial en los asuntos internos, y achacó el descontento civil, la vagancia, la criminalidad y el desempleo crecientes en la URSS a un exceso de liberalización, adoptando un discurso muy similar al de sus críticos neoestalinistas. También revertió algunas reformas del sistema judicial asociadas con su proceso de desestalinización.
«¡En menudos liberales os habéis convertido!», le espetó al fiscal general Roman Rudenko al tiempo que criticó una legislación que era demasiado laxa con los ladrones, a los que en su opinión habría que fusilar.
«Abrónqueme tanto como quiera», respondió Rudenko, «pero si la ley no contempla la pena de muerte, no podemos aplicarla.»
«Los campesinos tienen un dicho: “Líbrate de las malas semillas”», dijo Jrushchov. «Stalin adoptó la postura correcta en estos asuntos. Fue demasiado lejos, pero nunca tuvo piedad con los criminales. Nuestra lucha contra nuestros enemigos debe ser implacable y precisa.»
Jrushchov impulsó cambios orientados a incrementar el uso de la pena capital, aumentó el tamaño de las unidades policiales dentro de la KGB y revirtió muchas de las tendencias liberalizadoras que él mismo había introducido.
Mientras Kennedy volvía a casa, preocupado por qué iba a contarles a sus conciudadanos, Jrushchov se encontraba en la embajada indonesia celebrando el sesenta cumpleaños de su líder, Sukarno, que se encontraba de visita en Moscú.
La banda de música interpretó melodías de baile en el jardín de la embajada, mientras varios líderes del partido, entre ellos el presidente Leonid Brézhnev y el primer viceministro Anastas Mikoyan, participaban a instancias de Jrushchov en una danza tradicional; diplomáticos y rusos famosos llevaban el ritmo dando palmas. Entre quienes bailaban estaba el príncipe Souvanna Phouma de Laos.
El mismísimo Sukarno sacó a la esposa de Jrushchov, Nina, a la pista de baile. Todo el mundo parecía contagiado por la euforia de Jrushchov tras la cumbre de Viena. En una ocasión, el líder soviético cogió una batuta y dirigió la orquesta, y se pasó toda la noche contando chistes. Sukarno dijo que iba a exigir nuevos créditos soviéticos a cambio de permitir que Jrushchov dirigiera la orquesta; el líder soviético abrió el abrigo y volvió los bolsillos del revés para mostrar que estaban vacíos.
«Fijaos, me lo ha robado todo», dijo ante las carcajadas de la multitud.
Al ver a Mikoyan moverse con elegancia al ritmo de la música, Jrushchov bromeó diciendo que su número dos había conservado el cargo porque el Comité Central lo había declarado un gran bailarín. Nadie había visto a Jrushchov tan eufórico desde antes de la revuelta de 1956 en Hungría y el golpe frustrado contra su persona en 1957.
Cuando Sukarno dijo que quería besar a una chica hermosa, la esposa de Jrushchov examinó la multitud hasta encontrar a una reacia candidata, cuyo marido se mostró inicialmente poco dispuesto a ceder a su esposa.
«Oh, vamos», dijo Nina. «Sólo tienes que besarlo una vez, no dos.»
Así pues, la chica le dio un beso al líder indonesio.
Sin embargo, el recuerdo más indeleble de la velada se produjo cuando Sukarno sacó a Jrushchov a la pista de baile para un paso a dos. Bailaron un rato cogidos de la mano hasta que Jrushchov, eufórico, regaló a los presentes unos pasos en solitario. Más tarde, Jrushchov admitiría que bailaba como «una vaca sobre hielo», con pasos pesados, vacilantes e inseguros.
Aquel día, sin embargo, Jrushchov se puso en cuclillas y bailó al estilo cosaco. El pesado líder soviético hizo gala de una ligereza inaudita.