La situación de Jerusalén empeoraba 1cada día, pues los rebeldes se excitaban aún más a causa de las desgracias y el hambre hacia presa también en ellos después de haberlo hecho en el pueblo[1]. El 2número de cadáveres que se amontonaban a lo largo de la ciudad presentaba una horrible visión y desprendía un olor pestilente que impedía las incursiones de los combatientes. Pues, en efecto, era preciso que ellos, que avanzaban por un campo de batalla lleno de innumerables muertos, pisotearan sus cuerpos. Sin embargo, pasaban por encima de ellos sin 3miedo, sin compadecerse y sin tener como un mal augurio para sí mismos el ultraje hecho a los muertos. Con sus ma4nos llenas de sangre de compatriotas salían a luchar contra gente extranjera y, según me parece, echaban en cara a Dios su lentitud en castigar a sus enemigos, pues ahora la guerra no cobraba fuerza por la expectativa de una victoria, sino por la desesperación de salvarse. Por su parte los romanos, 5que habían soportado muchos esfuerzos en la recogida de materiales para la construcción, levantaron los terraplenes en veintiún días. Como ya he dicho[2], talaron todo el territorio que rodea la ciudad en una extensión de noventa estadios. 6La visión de esta zona era digna de lástima, ya que los terrenos que antes estaban embellecidos con árboles y jardines se hallaban ahora abandonados y sin vegetación en nin7gún sitio. Ningún extranjero que hubiera visto la Judea de antaño y los hermosísimos arrabales de la ciudad, al contemplar entonces su desolación, podría estar sin lamentarse y sin llorar por el cambio tan grande que en ella se había 8producido. La guerra había acabado con todas las señales de la belleza de antes y, si uno de los que conocía el lugar regresara de pronto, no lo reconocería, sino que buscaría la ciudad, a pesar de estar al lado de ella.
9La conclusión de los terraplenes hizo que, tanto entre los 10judíos como entre los romanos, surgiera el miedo. Los primeros suponían que la ciudad sería conquistada, en el caso de que no consiguieran prender de nuevo fuego a los terraplenes, mientras que los segundos sabían que nunca la to11marían, si les destruían sus obras. Pues no había madera y los soldados ya no tenían fuerza, a causa de las fatigas, y les 12faltaban ánimos, debido a las continuas desgracias. Las desdichas de la ciudad afectaban más a la situación anímica de los romanos que a la de sus propios habitantes, pues se enfrentaban a combatientes que en medio de tan grandes reve13ses no se habían debilitado. Mientras tanto, ellos perdían poco a poco sus esperanzas al ver que sus terraplenes caían ante los ataques del enemigo, que sus máquinas no podían con la solidez de la muralla y que los combates cuerpo a cuerpo cedían ante la audacia de sus adversarios. Pero lo más importante de todo era comprobar que los judíos conservaban una fortaleza de espíritu por encima de tantas mi14serias, de la sedición, del hambre y de la guerra. Los romanos creían que los ataques de estos hombres serían invencibles y que no podrían dominar el coraje que ellos conservaban en las desgracias. ¿Qué no podrían soportar los judíos, si el Destino[3] les favoreciera, cuando ahora en un momento adverso se llenaban de valor? En consecuencia, fortificaron aún más la vigilancia de los terraplenes.
Los hombres de Juan reforzaron la 15seguridad por el lado de la torre Antonia, en vista de lo que pudiera ocurrir en caso de que se destruyese la muralla, y antes de que los enemigos acercaran los arietes atacaron las obras. Sin embargo no consiguieron su propó16sito, sino que salieron con antorchas y, sin llegar a los terraplenes, se volvieron tras haber enfriado bastante sus esperanzas. En primer lugar, el plan no parecía estar concertado, 17pues salían en grupos, a intervalos, titubeando por el miedo que sentían, y, por decirlo en una palabra, no de una manera propia de judíos[4]. Carecían de las características propias de su nación, a saber, la audacia, el ímpetu, el atacar a la vez y el no retirarse ante la derrota. Salieron con menos ardor que el 18habitual y encontraron a los romanos formados en orden de batalla y con más fuerza que de costumbre. Cerraban por 19todos los lados el paso a los terraplenes con sus cuerpos y armaduras, de tal forma que no dejaban por ningún sitio espacio por el que prenderles fuego. Además, cada uno de ellos tenía su espíritu decidido a no moverse de su puesto hasta morir. Efectivamente, aparte de perder todas sus espe20ranzas, en el caso de que volvieran a quemar sus obras, se apoderó de los soldados una terrible vergüenza por el hecho de que la astucia triunfara totalmente sobre el valor, la desesperación sobre las armas, el número sobre la destreza y 21judíos sobre romanos. Al mismo tiempo colaboraban con estos últimos las máquinas lanzadoras[5] que alcanzaban a los judíos, cuando se acercaban a los terraplenes. Así, el que caía se convertía en un obstáculo para el que venía detrás y el peligro de seguir adelante debilitó aún más sus fuerzas. 22Algunos de los que huían del interior de la línea de los disparos, antes de entrar en combate, se retiraban asustados por la disciplina y las densas filas de los enemigos, mientras que otros lo hacían heridos por las lanzas[6]. Al final, se dieron la vuelta sin hacer nada, acusándose unos a otros de cobardía. El ataque tuvo lugar en el novilunio del mes de Panemo[7].
23Cuando los judíos se retiraron, los romanos acercaron las helépolis[8], a pesar de que desde la Antonia les arrojaban piedras, fuego, hierro y todo tipo de objetos que la necesidad proporcionaba a los ene24migos. En efecto, aunque los judíos tenían mucha confianza en la muralla y menospreciaban las máquinas, sin embargo 25intentaban que los romanos no las acercaran. Estos últimos, como creían que los hebreos se esforzaban por impedir el ataque a la Antonia a causa de la debilidad del muro y como tenían la esperanza de que sus cimientos estarían ya resenti26dos, aumentaron sus esfuerzos. Los golpes contra el muro no cesaban, sino que los romanos, que no paraban de recibir proyectiles y no cedían a ninguno de los peligros que les venían desde arriba, mantenían activas las helépolis. Sin 27embargo, como estaban en desventaja y eran golpeados por las piedras, otros soldados se cubrieron sus cuerpos con los escudos[9] y socavaron los cimientos de la muralla con sus manos y con palancas. De esta forma, con grandes esfuerzos, removieron cuatro bloques de piedra. La noche hizo 28que unos y otros se tomaran un respiro. Sin embargo, entonces se vino abajo de repente el muro, abatido por los arietes, al ceder una mina por el lugar donde Juan había abierto una galería para hacer frente a los primeros terraplenes del adversario[10].
Este suceso produjo en los ánimos de los dos bandos 29reacciones inesperadas. Los judíos, que lógicamente debe30rían haberse amedrentado, aumentaron su valor porque la Antonia aún continuaba en pie, además de porque el muro no había caído de forma inesperada y habían tomado precauciones para ello. Por su parte la correspondiente alegría 31de los romanos por este derrumbamiento desapareció al ver otro muro que los secuaces de Juan habían levantado detrás de aquél en el interior. No obstante, el ataque contra este se32gundo muro parecía más sencillo que el precedente, pues resultaba más fácil de escalar gracias a los escombros; además creían que éste era mucho más endeble que el de la torre Antonia y que podría ser destruido con rapidez al tratarse de una construcción provisional. A pesar de ello nadie se atrevió a subir por él, pues la muerte era segura para los que se arriesgaran a ello los primeros.
33Tito, que pensaba que el coraje de los combatientes se enardecía más con esperanzas y discursos, y que las arengas y promesas hacían muchas veces olvidar los peligros y, en ocasiones, hasta despreciar la muerte, reunió por este motivo a los más valientes de 34sus hombres y les puso a prueba con estas palabras: «Compañeros de lucha, aconsejar realizar hazañas que no comporten peligro no es glorioso para los que son exhortados y supone una señal de cobardía para el autor de la arenga. 35Creo que es necesario animar a entrar en acción sólo en el caso de empresas arriesgadas, ya que conviene que los otros 36actos los haga cada uno por su cuenta. En consecuencia, yo mismo os confieso que es difícil la escalada del muro. Sin embargo, también os digo que para los que aspiran al valor es muy conveniente luchar contra las dificultades, que es bello morir con gloria y que no quedará sin recompensa la nobleza de los que afronten el riesgo los primeros. A conti37nuación voy a detallaros estos puntos. En primer lugar, la fortaleza de los judíos y su tenacidad, que tal vez haría de38sistir a otros, ha de ser para vosotros un estímulo. Sería una vergüenza que los romanos, mis soldados, que durante la paz han sido instruidos para la guerra y que están acostumbrados a vencer en el combate[11], friesen inferiores a los hebreos en fuerza física y espíritu. Además esto ocurre cuando la consecución del triunfo está cerca y Dios colabora con 39nosotros[12]. Nuestros reveses proceden de la desesperación de los judíos, mientras que sus sufrimientos aumentan con nuestro valor y con la participación de la divinidad. La sedi40ción, el hambre, el asedio y los muros que se vienen abajo sin la acción de las máquinas. ¿Qué son, si no indicios de la cólera divina contra ellos y de la correspondiente ayuda para nosotros? Realmente no sería propio de romanos no sólo el 41ser vencidos por individuos inferiores, sino también el traicionar la alianza divina. Cómo no va a ser una vergüenza 42que los judíos, que no tienen ningún reparo en ser dominados, porque ya conocen la esclavitud[13], desprecien la muerte para no tener que padecer más esa servidumbre y hagan muchas veces incursiones contra nosotros, no por la esperanza de obtener el triunfo, sino para demostrar su valentía. Y que en cambio, vosotros, que sois dueños de casi toda la 43 tierra y del mar, y para quienes es también un oprobio no vencer, no os arriesguéis ni una sola vez a atacar a los enemigos, sino que, con armas tan poderosas, esperéis sentados 44sin hacer nada el hambre y el golpe de la Fortuna[14], cuando podíais obtener el triunfo total con un pequeño riesgo[15]. Si 45subimos a la torre Antonia, nos apoderaremos de la ciudad, pues, aunque surgiera algún combate contra los de dentro, algo que no creo que ocurra, el estar en la cima de la colina y el dejar sin aliento a los enemigos nos aseguran una victoria total en poco tiempo. Yo, por mi parte, dejo a un lado el 46elogio de la muerte en la guerra y la inmortalidad de los que caen por el furor bélico[16], y desearía que los que piensan de otra forma murieran de enfermedad en tiempo de paz, ya que su alma está condenada a permanecer en la tumba junto 47con su cuerpo. ¿Qué hombre valiente no sabe que las almas que han sido separadas de la carne por el hierro en la lucha son acogidas por el éter, el más puro de los elementos, que las coloca entre los astros, y que se convierten para la poste48ridad en genios buenos y héroes bienhechores?[17]. Mientras que las almas que se consumen a la vez que sus cuerpos enfermos, aunque no tengan manchas ni impurezas, la noche subterránea acaba con ellas y un profundo olvido las recibe, de modo que así consiguen a la vez la desaparición de su 49vida, de su cuerpo y también de su recuerdo. Si el Destino ha fijado para el ser humano una muerte irremediable y el hierro es mejor verdugo para ella que cualquier enfermedad, ¿cómo no va a ser una cobardía negar al bien común lo que 50debemos pagar por necesidad? He dicho estas palabras como si las personas que intentaran esta hazaña no pudieran salvarse; sin embargo, a los hombres valientes les es factible 51librarse incluso de los peores peligros. En primer lugar, es fácil subir por la brecha abierta en el muro, y, en segundo lugar, todo lo que acaban de construir[18] es sencillo de demoler. Vosotros, que sois más numerosos, animaos a entrar en acción, sed acicate y ayuda los unos para los otros, y así vuestra tenacidad rápidamente quebrantará el valor de los enemigos. Quizá alcancéis la victoria sin derramamiento de 52sangre nada más empezar. Lógicamente los judíos intentarán impedir que escaléis, pero ya no podrán resistirlo, si forzáis una entrada, sin que ellos os vean, aunque seáis pocos los que lleguéis. Me avergonzaría si a aquel que escalara el 53primero no le convirtiera yo en una persona envidiable por las recompensas que le voy a dar: el que sobreviva será el jefe de sus iguales y los que mueran recibirán las más dichosas recompensas».
Cuando Tito terminó su discurso, to54da la multitud se llenó de miedo por la magnitud del peligro, menos uno de los soldados de las cohortes, llamado Sabino y natural de Siria, un hombre de reconocida superioridad en fuerza y coraje. Al verlo[19] uno no cree55ría, por su aspecto externo, que ni siquiera era un soldado comente. Su piel era negra, enjuto, de poca carne, pero en un cuerpo menudo y muy pequeño para tanta fuerza se albergaba un alma heroica. Este personaje fue el primero que 56se levantó y dijo: «César, me entrego a ti con decisión. Yo soy 57el primero que va a escalar la muralla. Pido que tu Fortuna acompañe mi fuerza y mi resolución[20], y, si no consigo mi propósito, ten bien presente que no caeré en contra de mis expectativas, sino que deliberadamente he optado por morir 58por ti». Tras decir estas palabras levantó su escudo con la mano izquierda por encima de la cabeza, con la derecha sacó su espada y salió corriendo hacia la muralla cuando era 59exactamente la sexta hora del día[21]. Le siguieron otros once, los únicos que estaban decididos a imitar su valentía. Sabino iba muy por delante de todos impulsado por un cierto arrojo 60sobrenatural. Desde el muro los centinelas les lanzaban flechas, por todos los sitios les rodeaban con innumerables disparos y hacían rodar inmensas piedras, que arrastraron a al61gunos de los once hombres. Por su parte Sabino, en medio de los tiros y cubierto por las flechas, no cesó en su ímpetu 62hasta llegar arriba y poner en fuga a los enemigos. Los judíos, asustados ante la fuerza y arrojo de Sabino, y como creían que eran muchos más los que subían con él, se retira63ron. En este momento es donde se podría acusar a la Fortuna de ser envidiosa con la virtud y de oponerse siempre a 64renombradas hazañas[22]. Pues este hombre, nada más conseguir su propósito, se resbaló, se golpeó con una piedra y cayó de bruces sobre ella con un inmenso estrépito. Los judíos se dieron la vuelta y, al ver que estaba solo y tirado en el 65suelo, le atacaron por todas partes. Tras apoyarse sobre una rodilla y cubrirse con un escudo, empezó por defenderse y 66herir a los que se le acercaban. Luego, a causa de los numerosos golpes, dejó caer su brazo derecho y al final, antes de entregar su espíritu, las flechas le cubrieron por todas partes. Este hombre, que por su valor era digno de una suerte mejor, pereció de acuerdo con la hazaña emprendida. Del resto 67de los hombres que iban con él, tres murieron a pedradas, cuando ya estaban en lo alto, y los otros ocho fueron empujados cuesta abajo y llevados heridos al campamento. Estos acontecimientos tuvieron lugar el tercer día del mes de Panemo[23].
Dos días después, veinte de los guar68dianes que vigilaban los terraplenes se agruparon. Se atrajeron también al portaestandarte de la quinta legión[24], así como a dos soldados de las cohortes de caballería y a un trompeta, y en la hora nona de la noche[25] se acercan en silencio a la Antonia a través de los escombros. Mataron a los primeros centinelas que se encontraron dormidos, se apoderaron de la muralla y ordenaron tocar la trompeta. Al oírlo, los demás guardianes se despertaron de repente y 69escaparon antes de ver cuántos eran los soldados que habían subido, pues el miedo y la trompeta les habían hecho imaginar que había escalado el muro una gran cantidad de enemigos. Cuando César oyó la señal, rápidamente hizo armar a 70sus soldados y fue el primero en llegar arriba con sus oficiales y con un grupo de soldados escogidos. Los judíos se 71refugiaron en el Templo y los romanos penetraron en él por la galería que Juan había abierto contra los terraplenes del 72adversario[26]. Los rebeldes de los dos bandos, de Juan y de Simón, de forma separada, cerraban el paso a los romanos sin dejar en ningún momento de hacer demostración de una 73gran fuerza y ardor. Pues tenían la idea de que la entrada de los romanos en el santuario significaba el final de la conquista, mientras que para éstos era el principio del triunfo. 74Se libró un duro combate junto a la entrada del Templo: los romanos intentaban a la fuerza tomar el lugar, mientras que 75 los judíos los rechazaban hacia la Antonia. Ni las flechas ni las lanzas tenían utilidad para unos y otros, sino que combatían cuerpo a cuerpo con sus espadas en la mano. En la batalla no era posible percibir[27] en qué bando se luchaba, ya que los hombres estaban mezclados y desordenados, a causa del poco espacio que tenían[28], y los gritos no se po76dían entender debido al alboroto. En los dos campos la matanza fue muy grande. Los combatientes destrozaban con 77sus pisadas los cuerpos y las armas de los caídos. En cualquiera de los puntos donde se inclinaba el oleaje de la refriega, siempre se escuchaban los gritos de ánimo de los vencedores y los lamentos de los vencidos. No había sitio para huir ni para perseguir, sino que se producían avances y retrocesos con casi el mismo desorden que había entre sus 78filas. Los que se hallaban en los primeros puestos no tenían otro remedio que morir o matar, pues no había escapatoria. Los que iban detrás, en uno y otro bando, empujaban a la fuerza a sus propios compañeros hacia adelante, sin dejarles espacio para combatir. Sin embargo, el arrojo judío se im79puso sobre la experiencia romana y los efectivos de estos últimos empezaron a ceder por todas partes, pues llevaban luchando desde la hora nona de la noche hasta la séptima del día[29]. Los judíos, como una piña, dieron pasto a su va 80lentía ante el peligro de la conquista de la ciudad que les amenazaba, mientras que los romanos se encontraban sólo con una parte de sus tropas, ya que las legiones aún no habían llegado a lo alto, a pesar de que los combatientes tenían puestas sus esperanzas en ellas. Por tanto, les pareció de momento suficiente haber conquistado la Antonia.
Un cierto Juliano, centurión de Biti81nia, hombre famoso, el mejor de todos los que yo vi[30] en aquella guerra por su destreza en el empleo de las armas, su fuerza física y la tenacidad de su espíritu, se dio 82cuenta de que los romanos ya retrocedían y que se defendían con dificultad. Estaba con Tito en la torre Antonia y desde allí dio un salto y él sólo hizo que los judíos, aunque ya eran los vencedores, retrocedieran hasta el ángulo[31] del Templo interior. Toda la multitud huyó en grupo, pues creían que aquella fuerza y audacia no eran propias de un ser humano. Juliano iba de un lado para otro en medio de 83los judíos, que se habían dispersado, y mataba a cuantos se encontraba. Nada pareció más admirable a César ni más te84rrible para los enemigos que ver aquel espectáculo. No obstante, también[32] Juliano fue perseguido por el Destino, al que 85no puede escapar ningún mortal. Como todos los demás soldados, llevaba unas sandalias provistas de numerosos y agudos clavos[33]; resbaló al correr por el pavimento del Templo[34] y cayó de espaldas con un inmenso estrépito de su armadura. Esto hizo que los que habían huido se dieran la 86vuelta. Un grito estalló entre los romanos de la Antonia, que temían por este hombre. Los judíos le rodearon en tropel y 87le atacaron por todas partes con lanzas y espadas. Él hizo frente muchas veces al hierro con su escudo y en numerosas ocasiones, cuando intentaba levantarse, era empujado de nuevo por la multitud. Sin embargo, aún tirado en el suelo, 88hirió con su espada a muchos adversarios. Juliano tardó en morir, porque el casco y la coraza le protegían sus partes vitales contra los ataques y porque tenía el cuello encogido. Finalmente, destrozados los demás miembros de su cuerpo y 89sin que nadie se atreviera a ayudarle, pereció. Un terrible pesar se apoderó de César por un hombre tan valeroso que había muerto ante la vista de tanta gente. El lugar en que se hallaba fue un obstáculo para que el propio César le ayudara, a pesar de que quería hacerlo, mientras el miedo se lo 90impidió a los que podían haberle socorrido. En consecuencia, Juliano fue degollado no sin dificultad, tras luchar durante largo tiempo con la muerte y sin dejar ilesos a muchos de los que le atacaron. Obtuvo una destacadísima gloria no sólo ante los romanos y ante César, sino también ante sus ene91migos. Los judíos cogieron su cadáver, volvieron a empujar a los romanos hasta la torre Antonia y allí los encerraron. En este combate lucharon de forma destacada entre los ju92dios un tal Alexas y Gifteo[35], de las tropas de Juan, Malaquías, Judas, el hijo de Mertón, y Jacobo[36], hijo de Sosas, jefe de los idumeos, de los efectivos de Simón, y del grupo de los zelotes, dos hermanos, Simón y Judas, hijos de Ari.
Tito ordenó a los soldados que esta93ban con él acabar con los cimientos de la Antonia y abrir asi una entrada fácil para todo el ejército. Mientras, él mismo man94dó llamar a Josefo, pues se había enterado de que en aquel día, el diecisiete del mes de Panemo[37], por falta de hombres, no se había podido ofrecer a Dios el llamado sacrificio perpetuo[38] y que por ello el pueblo estaba muy disgustado. Tito le 95mandó de nuevo decir a Juan lo mismo de antes[39], a saber, que si se había apoderado de él un funesto deseo de luchar, se le permitía salir fuera a combatir con cuanta gente quisiera, sin arrastrar en su propia caída a la ciudad y al Templo. Que dejara de mancillar el lugar sagrado y de ofender a Dios. Tito le permitía celebrar los sacrificios, que habían sido in96terrumpidos, con los judíos que él eligiera. Josefo, para que le pudieran entender no sólo Juan, sino también los demás, 97les comunicó en hebreo[40] las palabras del César. Les hizo innumerables ruegos para que respetasen su patria, para que alejasen del Templo el fuego, que ya ardía, y dirigieran a 98Dios sacrificios de expiación[41]. El pueblo reaccionó con desesperación y silencio a estas arengas, si bien el tirano[42], tras llenar a Josefo de insultos y maldiciones, acabó por añadir que nunca tendría miedo a la conquista de la ciudad, 99porque ésta pertenecía a Dios[43]. En respuesta a esta afirmación Josefo dijo a gritos: «¡En verdad tú has conservado pura la ciudad para Dios y su santuario permanece sin mancha! ¡Tampoco has cometido ninguna impiedad contra Aquél, a quien esperas tener de aliado, sino que aún recibe los sacri100ficios acostumbrados! ¡Maldito!, si alguien te quita el alimento diario, le consideras un enemigo, en cambio, tú, que has arrebatado a Dios su culto perpetuo, ¿esperas tenerle como aliado en la guerra? ¿Echas la culpa de tus pecados a 101los romanos, que hasta ahora se preocupan de nuestras leyes e intentan reestablecer para Dios los sacrificios que tú has interrumpido?[44]. ¿Quién no va a lamentarse y a llorar por el 102inesperado cambio que se ha producido en Jerusalén, si los extranjeros y los enemigos enderezan tu impiedad, mientras que tú, un judío que has sido educado en nuestras leyes, te comportas con ellas mucho peor que aquéllos? Sin embar103go, Juan, no es algo vergonzoso arrepentirse de los crímenes en el último momento. Constituye un hermoso ejemplo para ti, si quieres salvar a tu patria, el caso del rey judío Jeconías. Antaño, cuando, por culpa del propio monarca, venía contra 104él el ejército babilonio, salió de la ciudad voluntariamente, antes de que se apoderara de ella, y se ofreció con su familia de buen grado a la esclavitud, para así no entregar a los enemigos estos santos lugares y no ver arder la casa de Dios[45]. Por ello las leyendas sagradas de todos los judíos 105celebran a este rey y su recuerdo inmortal, siempre vivo en su discurrir a través de los siglos, se transmite a la posteridad. Es un hermoso ejemplo, Juan, aunque de él se derive 106algún peligro. Yo te garantizo el perdón de los romanos. Recuerda que te lo aconsejo yo, que soy de tu misma na107ción, y que te lo prometo yo, que soy un judío, pues es necesario tener en cuenta quién es el consejero y de dónde procede. ¡Que nunca viva yo como prisionero de guerra en una situación tal que reniegue de mi origen o me olvide de mi 108patria![46]. De nuevo te enojas conmigo y me insultas a gritos. Reproches aún mayores merezco yo, que, en contra del Destino, te exhorto y me esfuerzo por salvar a los que ya 109han sido condenados por Dios[47]. ¿Quién no conoce los escritos de los antiguos profetas y el oráculo sobre esta desgraciada ciudad que ahora está a punto de cumplirse? Vaticinaron su conquista en el preciso momento en que alguien 110iniciase la matanza de sus compatriotas[48]. ¿Y no está ahora la ciudad y todo el Templo repletos de vuestros cadáveres? Dios, el propio Dios, es el que trae, junto con los romanos, el fuego purificador[49] y arrasa una ciudad llena de tantos crímenes».
111Josefo decía estas palabras con gemidos y lágrimas, y los sollozos entre112cortaban su voz. Los romanos también se apiadaron de sus sufrimientos y se admiraron de su fortaleza. En cambio, los partidarios de Juan se enardecieron aún más contra los roma113nos, pues deseaban coger a Josefo. El discurso conmovió a muchos notables judíos. Algunos, por miedo a los guardias de los rebeldes, permanecieron en sus puestos, aunque estaban seguros de su propia ruina y de la ciudad. Había, en cambio, otros que esperaron el momento de escapar sin peligro y se refugiaron en el bando romano. Entre estos últi114mos estaban los sumos sacerdotes Josefo y Jesús, algunos hijos de sumos sacerdotes, como los tres hijos de Ismael[50], el que había sido decapitado en Cirene, cuatro de Matías y uno de otro Matías, que huyó tras morir su padre, al que había matado Simón, el hijo de Giora, junto con sus tres vástagos, según he dicho antes[51]. Muchos otros judíos notables se pasaron al enemigo con los sumos sacerdotes. César los 115recibió con magnanimidad y, además, como sabía que no les sería grato vivir con costumbres extranjeras, los envió a Gofna y les aconsejó permanecer de momento allí, pues les devolvería sus posesiones cuando tuviera tiempo después de la guerra. Ellos se marcharon contentos y totalmente segu116ros a la aldea que les habían asignado. Como no se les volvió a ver, los rebeldes hicieron correr de nuevo el rumor de que los desertores habían sido degollados por los romanos[52], para así claramente meter miedo a los demás e impedir que huyeran. La estratagema resultó bien durante un 117tiempo, como ya había ocurrido antes[53], pues el temor consiguió que nadie desertara.
Pero más adelante, cuando Tito hizo volver de nuevo a 118los de Gofna y les ordenó rodear con Josefo las murallas para así ser vistos por el pueblo, un gran número de judíos se pasó 119entonces a los romanos. Los que se habían cambiado de bando se concentraron delante de los romanos y pidieron con llantos y lágrimas a los sediciosos que, en primer lugar, recibieran en toda la ciudad a los romanos y salvaran así de 120nuevo su patria. Si no, que al menos abandonaran totalmente el Templo y preservaran para ellos el santuario, pues los enemigos no se atreverían a prender fuego a los Santos Lugares, 121a no ser en caso de extrema necesidad. Los rebeldes se mostraron aún más hostiles ante estas propuestas: a los desertores les dieron en respuesta numerosos gritos injuriosos y dispusieron en las puertas sagradas las oxibelas[54], las catapultas y las máquinas lanzadoras de piedras[55], de modo que el Templo en sus alrededores daba el aspecto de un cementerio a causa de la cantidad de cadáveres que había y el propio santuario 122parecía una fortaleza. Los rebeldes entraban corriendo en el interior del recinto sagrado e impenetrable[56] con sus armas y con las manos aún calientes por la matanza de compatriotas[57]. Llegaron a tal punto de crueldad que la indignación que lógicamente habrían sentido los judíos, si los romanos hubieran cometido tales ultrajes contra ellos, la sentían ahora los propios romanos contra los judíos por cometer sacrilegios contra 123su propia religión. No había ningún soldado que no mirara el Templo con temor respetuoso y veneración, y que no pidiera a los bandidos que se arrepintieran antes de que sus desgracias hieran irreparables.
Tito, muy disgustado por la situación, 124volvió a hacer los siguientes reproches a los hombres de Juan: «Malvados, ¿no habéis colocado vosotros esta balaustrada delante de los recintos sagrados? ¿No ha125béis intercalado allí pilares con inscripciones en griego y en nuestra lengua para prohibir que nadie cruzara el parapeto?[58]. ¿No os autorizamos nosotros a ejecutar a los que lo atravesa126ran, aunque fueran romanos los que lo hicieran? ¿Por qué ahora, criminales, pisoteáis en el Templo incluso a los cadáveres? ¿Por qué mancilláis el santuario con sangre extranjera y de vuestros compatriotas? Pongo por testigos a los dioses de 127mi patria y a aquella deidad que alguna vez haya cuidado de este lugar, pues creo que ahora no le ayuda ninguna, también pongo por testigo a mi ejército, a los judíos que están conmigo y a vosotros mismos de que yo no os obligo a profanar estos lugares. Si buscáis otro campo de batalla[59], ningún ro128mano se acercará a los recintos sagrados ni los ultrajará, y yo os conservaré el Templo, aunque no queráis».
Josefo tradujo estas palabras de César 129y los bandidos y el tirano[60] las recibieron con desprecio, ya que pensaban que estas arengas se habían producido no por benevolencia, sino por miedo. Cuando Tito 130vio que aquellos hombres no tenían piedad de sí mismos ni consideración para con su Templo, emprendió de nuevo, muy a pesar suyo, las actividades bélicas. No era posible 131llevar todas sus tropas contra ellos, dada la estrechez del lugar. Eligió de cada una de las centurias treinta de los mejores soldados, asignó mil a cada tribuno, puso al frente de ellos como general a Cereal[61] y le encomendó atacar a los 132centinelas sobre la hora nona de la noche[62]. Él mismo estaba armado y preparado para bajar con sus tropas a luchar, pero sus amigos se lo impidieron por la magnitud del riesgo 133y por las palabras de sus oficiales. Le habían dicho que sería más útil si se quedaba en la torre Antonia y dirigía la lucha de sus hombres, en lugar de bajar y exponerse el primero al peligro, pues todos, al ser observados por César, serían bue134nos luchadores. Tito fue convencido por estas razones y les confesó que él se quedaba detrás con la única intención de juzgar su valor y no dejar sin recompensa a ningún valiente ni sin castigo a ningún cobarde. Él sería espectador y testigo 135de todo, y tendría la autoridad para castigar y premiar. Los envió a la lucha a la hora establecida, mientras él se subió a un punto elevado de la Antonia, desde donde había una buena visión, y esperó el desarrollo de los acontecimientos[63].
136Sin embargo, los hombres enviados por Tito no encontraron dormidos a los guardias, como habían esperado, sino que inmediatamente tuvieron que combatir con ellos cuerpo a cuerpo, pues se les abalanzaron dando gritos. Los demás, ante el clamor de los centinelas, salieron corriendo en gru137pos desde el interior. Los romanos resistieron los ataques de los primeros, pero los que venían detrás cayeron contra sus propias tropas y muchos tomaron a sus compañeros como 138enemigos. El confuso griterío que se produjo en ambas partes no permitía reconocer a nadie por la voz, y la noche impedía distinguirse por la vista. Además, a unos no les dejaba ver el furor y a otros el miedo. Por ello golpeaban sin distinción al que se les pusiera delante. No obstante, el hecho de 139no reconocerse no perjudicaba tanto a los romanos, que se cubrían con sus escudos y que luchaban en unidades ordenadas, pues cada uno de ellos recordaba la contraseña. Los 140judíos, en cambio, siempre se hallaban dispersos, atacaban y se retiraban al azar, y muchas veces se confundían unos a otros por enemigos, ya que, a causa de la oscuridad, creían que era un romano el que les acometía, cuando alguno de los suyos retrocedía. Fueron más los judíos heridos por sus 141propios compañeros que por los enemigos, hasta que al llegar el día se podía ver ya el desenlace de la batalla. Entonces, los dos bandos, distribuidos en unidades, dispararon y se defendieron en buen orden. Ni unos ni otros cedían ni se 142fatigaban, sino que los romanos, como César les vigilaba, rivalizaban entre sí de forma individual y en grupo, y cada uno de ellos creía que ese día seria el comienzo de su éxito, si luchaba con valentía. A los judíos, por su parte, les agu143zaba su valor tanto el miedo que sentían por ellos mismos y el Templo como el tirano[64] que les vigilaba, que a unos les animaba y a otros les golpeaba y amenazaba. Durante la 144mayor parte del tiempo el combate se mantenía estacionario, sin embargo enseguida y de forma rápida la suerte cambiaba, puesto que ninguno de los dos bandos tenía espacio para huir o para atacar. En todo momento, de acuerdo con lo que 145allí ocurría, salían clamores diversos desde la torre Antonia: los romanos, cuando vencían los suyos, les gritaban que tuvieran coraje, mientras que les pedían que resistieran, cuando retrocedían. El espectáculo era como ver una guerra en 146un teatro[65], pues nada de lo que ocurría en el combate les pasaba desapercibido a Tito ni a ninguno de los que estaban 147con él. Finalmente, tras haber empezado a la hora nona de la noche, se separaron después de la quinta del día[66] en el mismo lugar en el que habían iniciado la refriega, sin que uno ni otro hubiera hecho retroceder claramente al adversario, sino que dejaron la victoria indecisa en medio de ellos. 148Muchos romanos pelearon con distinción; entre los judíos destacaron Judas, el hijo de Mareoto, y Simón, el hijo de Oseas, del bando de Simón; entre los idumeos, Jacobo y Simón, éste era hijo de Acátela[67], mientras que Jacobo lo era de Sosas; de los hombres de Juan, Gefteo y Alexas; y de los Zelotes, Simón, el hijo de Ari.
149Entretanto el resto del ejército romano había demolido en siete días los cimientos de la Antonia, de modo que así 150había abierto un ancho acceso al Templo. Las legiones se acercaron al primer recinto y empezaron a levantar los terraplenes, uno enfrente del ángulo noroeste interior del Templo, otro hacia la exedra norte[68], que estaba entre las 151dos puertas. También construyeron otros dos, uno hacia el pórtico occidental del Templo exterior y el otro, por fuera, frente al pórtico norte. Los romanos llevaron adelante estas obras con muchos esfuerzos y problemas, porque traían la madera desde una distancia de cien estadios[69].
En varias ocasiones los romanos su152frieron emboscadas, ya que debido a la superioridad de su fuerza se hallaban menos precavidos, mientras que tenían como enemigos a judíos que habían aumentado su audacia por la falta de esperanzas en salvarse. Algunos de los 153soldados de caballería, siempre que salían a recoger madera o forraje, soltaban y quitaban las bridas durante este tiempo a los caballos para que pastaran. Los judíos aparecían entonces en tropel y les arrebataban los animales. Al suceder 154esto con frecuencia, César pensó, lo que realmente así era, que tales pillajes se debían a la despreocupación de sus hombres más que a la valentía de los judíos, y decidió tomar medidas más duras para que los demás pusieran más cuidado en la vigilancia de sus caballos. Ordenó someter a pena de muerte 155a uno de los soldados que había perdido su animal y con este amedrentamiento salvó los caballos de los otros. En efecto, ya nunca más los dejaban pastar, sino que los llevaban a hacer sus tareas, como si estuvieran unidos a ellos por naturaleza. A pesar de todo esto, los romanos seguían sus 156ataques contra el Templo y levantaban los terraplenes.
Al día siguiente de la entrada de las legiones muchos de 157los rebeldes, que ya no podían rapiñar nada y a los que el hambre acuciaba, se reunieron y atacaron a los centinelas romanos del monte de los Olivos[70] alrededor de la undécima hora del día[71]. Pensaban que podrían abrirse paso fácilmente, primero porque los encontrarían desprevenidos y, segundo, porque estarían descansando. Sin embargo, los 158romanos presintieron su llegada, se agruparon enseguida desde los puestos de vigilancia próximos y frenaron sus intentos de 159asaltar y de atravesar la fortificación. Se produjo un violento combate y en los dos bandos se realizaron muchas nobles hazañas: los romanos se sirvieron de su experiencia en la guerra, además de la fuerza, y los judíos de un ímpetu inmoderado y 160de un furor sin límites. A los primeros les dirigía el honor y a los segundos la necesidad. Pues a los romanos les parecía una vergüenza dejar escapar a los judíos, que estaban atrapados como por una red, mientras que estos últimos tenían como única esperanza de salvación franquear el muro a la fuerza.
161Uno de los jinetes de las cohortes, llamado Pedanio, cuando los judíos se habían dado ya la vuelta y eran empujados en masa hacia el interior del barranco, con furia galopó de lado con su caballo y cogió y levantó por el tobillo a uno de los enemigos que huía, un joven que, además de tener un cuerpo fuerte, iba recubierto totalmente 162por una armadura. Se inclinaba con el caballo, mientras iba montado en él, con el mismo grado de fuerza que demostró tener en su mano y en todo el cuerpo, además de con su ex163periencia hípica. Pedanio llevó al prisionero a César, como si se hubiera apoderado de un objeto preciado. Tito se admiró de la resistencia del que había sido el autor de esta captura y ordenó castigar al cautivo por haber atacado el muro. Él, mientras, estaba ocupado en el ataque al Templo y se daba prisa en la construcción de los terraplenes.
164Entretanto los judíos, que siempre habían sido perjudicados en los combates, como la guerra poco a poco iba hacia su final y penetraba ya en el Templo, cortaron los miembros infectados, igual que se hace con un cuerpo con gangrena, antes de que se extendiera la enfermedad. Quemaron el pórtico del lado noroeste, por la parte que se 165comunicaba con la Antonia, y luego demolieron en él una extensión de veinte codos, de modo que así empezaron a incendiar con sus propias manos el santuario[72]. Dos días des166pués, el día veinticuatro del mes antes mencionado[73], los romanos prendieron fuego por debajo al pórtico contiguo a éste. Después de que la llama se extendió hasta unos quince codos, los judíos a su vez derribaron su techumbre y, sin abandonar en ningún momento estas tareas, cortaron su conexión con la torre Antonia[74]. Por ello, aunque les era posi167ble impedir que los romanos quemaran los pórticos, ellos no hicieron nada ante la propagación de las llamas, sino que calcularon el beneficio que les podía acarrear la extensión del fuego. Por oda parte, no cesaban las escaramuzas en torno 168al Templo, sino que la guerra se desarrollaba sin cesar entre pequeños grupos que salían a enfrentarse unos contra otros.
En aquellos días un judío, un hombre 169de baja estatura, de aspecto miserable, sin ninguna distinción ni por su origen ni por ninguna otra cualidad, llamado Jonatán, se acercó a la tumba del sumo sacerdote Juan[75], lleno de soberbia profirió contra los romanos numerosos insultos y de170safio al mejor de ellos a batirse cara a cara con él. La mayoría de los soldados que estaban alineados enfrente no le prestó atención. Había algunos que, lógicamente, tenían miedo, mientras que de otros se apoderó la idea razonable 171de no pelear con un hombre que quería morir. Pues los que han perdido toda esperanza de salvación tienen un ardor excesivo y no respetan ni a Dios[76]. Además, no es propio de un valiente, sino de un temerario, enfrentarse a gente de quien no se deriva una importante victoria y por quien re172sulta peligroso y vergonzoso ser derrotado. Durante un largo espacio de tiempo ningún romano salió contra él y una y otra vez el judío les tachó de cobardes, ya que era un individuo muy fanfarrón y soberbio. Uno de los romanos, llamado Pudente, del ala de caballería, harto de sus insultos y de su 173insolencia, y quizá también irreflexivamente enardecido por su baja estatura, se lanzó contra él. Estuvo airoso en la refriega, pero fue traicionado por la Fortuna, pues se resbaló[77] 174y Jonatán se precipitó sobre él y lo mató. Luego se subió encima del cadáver y agitó la espada llena de sangre con la mano derecha y el escudo con la izquierda. Profería numerosos gritos de guerra contra el ejército, se mofaba del caído 175y se reía de los romanos que le observaban. Hasta que al final un centurión, Prisco, disparó su arco y le atravesó con una flecha, mientras bailaba y decía necedades. Ante este 176hecho se produjo a la vez, aunque por razones distintas, un griterío entre judíos y romanos. Jonatán retorciéndose por el dolor se desplomó sobre el cuerpo de su enemigo y así demostró que en la guerra la venganza rápidamente se apodera del que ha obtenido un éxito inmerecido.
Los rebeldes del Templo, que no pa177raban de repeler abiertamente todos los soldados de los terraplenes, el veintisiete del mes antes mencionado[78] prepararon la siguiente estratagema. En el 178pórtico oeste llenaron con leña seca, betún y pez el espacio comprendido entre las vigas y el artesonado que está debajo de ellas, y luego se retiraron como si estuvieran muy cansados. Ante ello muchos soldados de forma irreflexiva, em179pujados por su arrojo, persiguieron a los que se retiraban y saltaron sobre el pórtico, tras tender sus escaleras. En cambio, los más prudentes, que sospechaban de la inexplicada huida de los judíos, permanecieron quietos. El pórtico esta180ba, entonces, lleno de los romanos que habían subido, y en ese momento los judíos le prendieron ñiego por todas partes. De repente las llamas se propagaron por uno y otro lado; un tremendo espanto se adueñó de los romanos que estaban fuera de peligro y una desesperación hizo mella en los que se hallaban presos en él. Rodeados por el fuego, unos se 181tiraron cuesta abajo hacia la ciudad[79] y otros contra los enemigos. Muchos, esperanzados con salvarse, saltaron hacia donde estaban los suyos y se rompieron sus miembros. Sin embargo, el fuego se dio más prisa que los intentos de la mayoría de ellos y algunos se suicidaron con sus armas antes de que les alcanzaran las llamas. Enseguida el fuego se 182extendió por la mayor parte de la zona y rodeó también a aquellos que se hallaban expuestos a otro tipo de muerte. César, aunque estaba irritado con los que morían, pues habían subido al pórtico sin que él se lo ordenara, sin embargo 183se apiadó de estos hombres. Como nadie les podía ayudar, al menos los que perecían se consolaban con ver el sufrimiento de aquel por quien entregaban su alma. Pues se le veía claramente gritar, saltar de un lado para otro y pedir a los que estaban con él que ayudaran en todo lo que pudieran 184a aquellos soldados. Todos morían con buen ánimo y se llevaban con ellos las palabras y la actitud de Tito, como si 185éstas fueran un glorioso entierro. Algunos huyeron hacia el muro del pórtico, que era ancho, y así se libraron del fuego. Fueron entonces rodeados por los judíos, resistieron durante bastante tiempo, a pesar de las muchas heridas que recibieron, y al final todos cayeron.
186El último de ellos fue un joven, de nombre Longo, que dio gloria a todo este desastre y demostró ser el mejor de todos y cada uno de los que murieron dignos de ser 187recordados. Los judíos, admirados de su valentía, como no podían matarle de otra forma, le invitaron a bajar con ellos con la promesa de llegar a un acuerdo. Su hermano Cornelio, por la otra parte, le aconsejaba que no deshonrara a su propia gloria y al ejército romano. Se dejó convencer por él y ante la mirada de los dos 188bandos blandió y se clavó su propia espada. Uno de los que habían quedado rodeados por el fuego, un tal Artorio, se salvó con una astucia. Llamó en voz alta a Lucio, uno de los soldados que compartía con él la tienda, y le dijo: «Te dejo a ti como heredero de mis bienes, si me coges, cuando me 189tire». El camarada corrió con presteza a hacerlo y Artorio, al caer encima de él, se salvó, mientras que Lucio murió instantáneamente al recibir el golpe y ser aplastado por el peso contra el pétreo pavimento[80]. De momento esta calamidad 190produjo desaliento entre los romanos, aunque les fue útil para luego no volver a hacer nada sin que se lo ordenaran y estar más precavidos ante los engaños judíos, dado que con estas tretas en muchas ocasiones se veían perjudicados por la ignorancia de los lugares y de las costumbres de esta gente. Ardió el pórtico[81] hasta la torre, que Juan había le191vantado[82] en su lucha contra Simón por encima de las puertas que llevaban al Xisto[83]. El resto lo demolieron los judíos después de la matanza de los que a él subieron. Al 192día siguiente los romanos incendiaron también todo el pórtico norte hasta el pórtico del este, que se unían ambos en ángulo sobre el llamado barranco Cedrón, cuya profundidad en este lugar era terrible.' Esto es lo que ocurría entonces en torno al Templo.
Cayó un gran número de los que en la 193ciudad estaban siendo víctimas del hambre; las desgracias que pasaron son indescriptibles. En efecto, en cada casa, si aparecía 194aunque fuera una sombra de comida, surgía una lucha y los que tanto se querían llegaban a las manos y se quitaban unos a otros las míseras provisiones que tenían para vivir. Ni siquiera se fiaban de que los muertos 195no tuvieran ningún alimento, sino que los bandidos registraban incluso a los que estaban falleciendo, por si alguno fingía que se moría, mientras se guardaba algo de comida entre los pliegues de su ropa. Estos individuos, con la boca abierta 196por el hambre, igual que perros rabiosos, iban dando tumbos de un sitio para otro. Cuando pasaban por delante, se daban contra las puertas, como borrachos, y, al no poder hacer otra cosa, entraban dos o tres veces en las mismas casas en una 197hora[84]. La necesidad les hacía llevar de todo a sus dientes; recogían y se conformaban con comer lo que ni siquiera se daba a los más inmundos y mostrencos animales. Al final no se abstuvieron ni de cinturones ni de sandalias, sino que 198arrancaron la piel de sus escudos y la masticaron. Algunos también llegaron a comer pequeñas porciones de heno viejo y ciertos individuos vendían una mínima cantidad de estas 199migajas por cuatro dracmas áticos[85]. ¿Qué necesidad hay de hablar de la desvergüenza del hambre que lleva a comer productos no comestibles? Pues voy a exponer un hecho como nunca se ha visto entre los griegos ni entre los bárba200ros[86], algo que es terrible de contar e increíble de oír[87]. Yo, por mi parte, para no parecer ante la posteridad que me invento historias, con gusto omitiría contar esta desgracia, si no tuviera innumerables testigos entre la gente de mi propia época[88]. Además, haría un flaco favor a mi patria, si renunciara a relatar las desgracias que padeció.
Una mujer de las que habitaban al otro lado del Jordán, 201llamada María, hija de Eleazar, de la aldea de Betezuba, nombre que significa «Casa del Hisopo»[89], ilustre por nacimiento y por sus riquezas, se refugió en Jerusalén con el resto de la población y allí sufrió el asedio. Los tiranos quitaron a 202esta mujer los bienes que ella había traído desde la Perea y había introducido en la ciudad, y los esbirros de aquéllos, en sus incursiones diarias, le arrebataron el resto de los objetos preciados que le quedaban y algo de alimento que se había procurado. Una tremenda indignación se apoderó de la po203bre mujer, y con insultos y maldiciones provocaba muchas veces contra sí misma a los ladrones. Pero como ninguno de 204ellos ni por cólera ni por piedad la mataba, y ella estaba cansada de buscar algo de comer para los demás y era imposible hallarlo ya en ningún sitio, y como el hambre se iba adueñando de sus vísceras y de su médula y su furor ardía más que el hambre, entonces tomó por consejera a la ira, además de a la necesidad, y cometió un acto contrario a la naturaleza. Cogió a su hijo, que aún era un niño de pecho, y 205dijo: «Desgraciada criatura, ¿para qué te mantengo vivo en medio de la guerra, del hambre y de la sedición? Si vivimos 206para entonces, los romanos nos esclavizarán, pero el hambre llega antes que la esclavitud y los rebeldes son peor que lo uno y lo otro. Vamos, sé tú mi alimento, tu espíritu 207vengador[90] para los sediciosos y una leyenda para la humanidad, 208la única que faltaba entre las desgracias judías»[91]. Mientras decía esto mató a su hijo, luego lo asó, se comió la mitad y 209el resto lo guardó escondido. Enseguida los rebeldes se presentaron ante ella y, al percibir el abominable olor de la carne, la amenazaron con degollarla inmediatamente, si no les daba la comida que había preparado. Entonces ella dijo que les había guardado una parte y descubrió lo que quedaba de 210su hijo. Al punto se llenaron de espanto y estupor, y al verlo se quedaron atónitos. La mujer añadió: «Éste es mi hijo y 211ésta es mi obra, comedlo, pues yo también lo he comido. No seáis más blandos que una mujer ni más clementes que una madre. Si tenéis escrúpulos religiosos y no queréis mi víctima, dejad que yo, que ya he comido vuestra parte, acabe 212también con el resto». A continuación los sediciosos se marcharon temblando (ésta fue la única ocasión en que fueron cobardes) y dejaron, no sin pesar, este alimento a la madre. Rápidamente por la ciudad entera se extendió la noticia del crimen. Todos se estremecían al poner delante de sus ojos esta atrocidad, como si ellos mismos se hubieran atre213vido a cometerla. Los hambrientos se apresuraban a morir y consideraban felices a aquellos que habían perecido antes de oír o ver desgracias tan grandes.
214En poco tiempo los romanos se enteraron también de aquella matanza. Unos no se la creían, otros se compadecían de ella y la mayoría se llenó de un odio ma215yor contra nuestra nación. César se defendió también de estos hechos ante Dios, pues decía que él por su parte había ofrecido a los judíos la paz, una autonomía y una amnistía de todos los delitos que habían cometido. Sin embargo, ellos habían preferido la sedición a la con216cordia, la guerra a la paz, el hambre en lugar de la abundancia y la prosperidad, y con sus propias manos habían empezado a prender fuego al Templo, que los romanos les habían respetado[92]. Por ello los judíos merecen este tipo de alimento. En consecuencia, Tito borrará el crimen de devorar 217niños con la destrucción de la patria donde este hecho ha tenido lugar y no dejará que en el mundo habitado vea el sol una ciudad en la que las madres se alimentan de esta forma. Sin embargo, esta comida convenía más a los padres que a 218las madres, pues aquéllos se mantienen en la lucha después de tamañas desgracias. Mientras decía estas palabras pensa219ba también en la desesperación de los judíos, ya que los que habían sufrido todas las desdichas no podrían recobrar ya la razón, cuando era natural que hubieran cambiado de actitud para no padecerlas.
Tras concluir ya las dos legiones los 220terraplenes[93], el día ocho del mes de Loos[94], Tito ordenó llevar los arietes contra la exedra oeste[95] del Templo exterior. Con 221anterioridad la más potente de todas las helépolis[96] había golpeado durante seis días sin parar el muro, sin conseguir nada, pues la magnitud y el ajuste de las piedras soportaban la fuerza de ésta y de las otras máquinas 222de guerra. Otros legionarios minaban los cimientos[97] de la puerta norte y, después de muchos esfuerzos, hicieron rodar las piedras de fuera, aunque las piedras de dentro resistieron y la puerta permaneció incólume, hasta que, desesperados de hacer tentativas con máquinas y palancas, tendieron sus es223caleras contra los pórticos. Los judíos no se apresuraron a impedírselo, sino que, una vez arriba, cayeron en masa sobre ellos y les presentaron batalla: a unos los empujaron y los tiraron de cabeza, a otros los mataron, mientras venían contra 224ellos. A muchos, que se bajaban de las escaleras, los hirieron con las espadas antes de que tuvieran tiempo de cubrirse con sus escudos. Asimismo, desde arriba inclinaron y volcaron al225gunas escaleras llenas de soldados. Los judíos tuvieron también muchas pérdidas. Los romanos que habían subido con los estandartes lucharon para defenderlos, pues para ellos era 226terrible y vergonzoso el que se los quitaran. Finalmente los judíos se apoderaron también de los estandartes y mataron a los que habían subido. Los demás, llenos de miedo por la des227gracia que les había acaecido a los muertos, se retiraron. Entre los romanos no hubo nadie que no muriera sin haber realizado alguna proeza y entre los rebeldes se distinguieron por su valor los que ya lo habían hecho en los combates anteriores, y también Eleazar, sobrino del tirano Simón.
228Tito, al ver que su respeto por un Templo extranjero producía daños y muerte para sus soldados, ordenó prender fue229go a las puertas. Entonces acudieron ante él los desertores Anano[98], el de Emaús, el más criminal de los guardias de Simón, y Arquelao, el hijo de Magadato[99], con la esperanza de obtener su perdón, puesto que habían hecho defección cuando los judíos aún eran vencedores. Tito acusó a estos hombres de urdir una estratagema 230y, enterado de todas las demás crueldades que habían cometido contra sus compatriotas, se dispuso a ejecutar a los dos. Dijo que ellos se entregaban forzados por la necesidad, no por elección propia, y que no merecían salvarse los que abandonaban su patria, cuando ésta ya estaba en llamas por su culpa. Sin embargo, la promesa que les había hecho pre231valeció sobre su indignación y dejó libre a estos individuos, aunque no tuvo con ellos las mismas consideraciones que con los demás. Los soldados habían acercado el fuego ya 232hasta las puertas[100]. La plata[101], al derretirse, rápidamente llevó la llama hasta la madera, desde donde se extendió en masa y alcanzó a los pórticos. Cuando los judíos se vieron 233rodeados por el fuego, sus ánimos junto con sus cuerpos se vinieron abajo. Se quedaron tan abatidos que ninguno se dispuso a defenderse ni a apagarlo, sino que lo contemplaron pasmados. No obstante, desmoralizados por lo que se 234destruía no se preocuparon por lo que aún les quedaba, sino que, como si el Templo fuera ya pasto de las llamas, agudizaron su furor contra los romanos. Aquel día y la noche si 235guiente el fuego se hizo dueño de la situación, pues los romanos no pudieron incendiar todos los pórticos a la vez, sino por partes.
236Al día siguiente[102] Tito ordenó a un destacamento del ejército apagar el fuego y dejar el camino expedito en las puertas para que sus legiones pudieran subir con más facilidad. Él mismo, mientras, con237vocó a sus oficiales. Se reunieron seis de los que ocupaban los puestos más elevados, Tiberio Alejandro[103], prefecto de todos los campamentos[104], Sexto Cereal, comandante de la quinta legión, Larcio Lépido, comandante de la décima, y 238Tito Frigio, comandante de la decimoquinta legión. Además estaban Frontón Heterio[105], prefecto de las dos legiones de Alejandría[106], y Marco Antonio Juliano[107], procurador de Judea; detrás de ellos vinieron también a la reunión los procuradores y tribunos. Entonces Tito les pidió su opinión so239bre la situación del Templo. Unos opinaban que había que hacer uso de la ley de la guerra, ya que los judíos no dejarían de sublevarse mientras se mantuviera el Templo, lugar donde venían a reunirse desde todos los lugares[108]. Otros 240aconsejaban conservar el santuario, si los judíos lo abandonaban y nadie resistía en él con sus armas, mientras que, si subían allí a combatir, habría entonces que prenderle fuego. Pues, efectivamente, en este caso ya no sería un Templo, sino una fortaleza, y la impiedad no sería de los romanos, sino de los judíos por obligarles a realizar esta acción. Pero Tito 241dijo que, aunque los judíos subieran al Templo para combatir, él no tomaría venganza de esta gente en objetos inanimados ni prendería fuego a una obra tan maravillosa, dado que ello iría en perjuicio de los romanos y de la misma forma el Templo, si permanecía en pie, sería ornamento de su Imperio[109]. Frontón, Alejandro y Cereal se animaron con 242estas palabras y apoyaron su decisión. Tito disolvió enton243ces la reunión, ordenó a los oficiales que dejaran descansar al resto de sus tropas, para que en la batalla tuvieran más tuerza, mientras que encomendó a los soldados escogidos de las cohortes abrir un camino a través de los escombros y apagar el fuego.
244Durante aquel día la fatiga y el abatimiento pusieron freno a los ímpetus judíos. En la jomada siguiente[110], tras reunir sus fuerzas y cobrar nuevos ánimos, en torno a la segunda hora[111] atacaron por la puerta 245este a los guardias que estaban en el Templo exterior[112]. Los romanos resistieron con fuerza el ataque, se cubrieron con sus escudos por delante, como un muro, y cerraron sus filas, aunque era evidente que no podrían resistir por mucho tiempo, ya que los asaltantes les superaban en número y en 246furor. César quiso evitar la derrota en esta batalla, pues la observaba desde la Antonia, y acudió en su defensa con ji247netes escogidos. Los judíos no resistieron su embestida, sino que la mayoría de ellos, ante la caída de las primeras líneas, 248retrocedieron. Pero, cuando los romanos se daban la vuelta en retirada, los judíos se volvían y les atacaban, y de nuevo estos últimos huían cuando aquéllos otra vez les hostigaban. Hasta que alrededor de la quinta hora del día[113] los hebreos, vencidos, fueron encerrados en el Templo interior.
249Tito se retiró a la Antonia con la decisión de atacar con todo su ejército al día siguiente, al amanecer, y asaltar el santua250rio por todos los lados. Hace tiempo que Dios lo había condenado al fuego y había llegado, en la sucesión de los siglos, el día fijado por el Destino[114], el diez del mes de Loos, fecha en la que también en otro tiempo había sido quemado por obra del rey babilonio[115]. Las llamas tuvieron su origen y su causa en los pro251pios judíos[116]. Cuando Tito se replegó, los rebeldes descansaron un poco y atacaron de nuevo a los romanos. Se produjo un enfrentamiento entre los centinelas del Lugar Santo y los que estaban apagando el fuego del Templo interior, que repelieron a los judíos y los persiguieron hasta el santuario. Entonces uno de los soldados, sin esperar ninguna 252orden y sin miedo por la envergadura de la hazaña, impulsado por un cierto ímpetu divino, cogió un tizón encendido y, levantado en alto por uno de sus compañeros, lo arrojó por una ventana dorada, que por el lado norte permitía entrar a las estancias que había alrededor del Templo[117]. Cuando el fuego prendió, se alzó entre los judíos un grito 253acorde al desastre y corrieron en masa a apagarlo, sin preocuparse ya por su vida y sin escatimar fuerzas, dado que se estaba desmoronando el lugar que ellos antes habían custodiado.
254Un cierto individuo fue corriendo a dar esta noticia a Tito. Éste, que se encontraba en la tienda descansando de la lucha, dio un salto y, según estaba, se apresuró a ir al san255tuario para detener el fuego. Detrás le seguían todos los generales, acompañados por sus legiones en estado de excitación. Se produjo griterío y barullo al ponerse en movimiento, 256sin ningún orden, un ejército tan grande. César indicaba con su voz y con su mano derecha a los combatientes que apagaran el fuego, pero ellos, con sus oídos aturdidos por un mido aún mayor, no oyeron sus palabras ni prestaron atención a las señales de su mano, pues unos estaban distraídos 257por la lucha y otros por su propia cólera. Ni los consejos ni las amenazas frenaron el ímpetu de las legiones que se dirigían hacia allí, sino que el furor era el que capitaneaba a todos. Muchos murieron, pisoteados entre sí, al apelotonarse en las entradas; otros muchos cayeron entre las minas de los pórticos, que aún estaban calientes y desprendían humo, y 258así sufrieron la misma suerte que los vencidos. Cuando los soldados estuvieron cerca del Templo, hacían como si ni siquiera oyeran las órdenes de César y animaban a los que 259iban delante a arrojar el fuego al interior. Por su parte, los sediciosos ya no podían prestar ninguna ayuda, ya que la muerte y la defección se habían extendido por todos los lugares. Gente débil y sin armas, en su mayor parte del pueblo, fue degollada allí donde se la encontraba. Una gran cantidad de cadáveres se amontonaba en torno al altar, por los banzos del Templo corría mucha sangre y los cuerpos de los muertos caían rodando desde arriba.
260César, como fue incapaz de contener el empuje de sus soldados, que estaban llenos de entusiasmo, y el fuego se iba extendiendo, se dirigió con sus oficiales al interior, donde contempló el Sancta Sancionan del Templo y los objetos que en él había, que superaban en mucho la fama que sobre ellos existía entre los extranjeros y no eran inferiores al orgullo y a la opinión que de ellos tenían los propios judíos[118]. Dado que las llamas no habían alcanzado aún al interior, si261no que asolaban las estancias[119] que rodeaban el santuario, Tito pensó, lo que realmente era verdad, que aún podía salvarse esta obra y salió fuera. Él mismo intentó convencer a 262los soldados para que apagaran el fuego y ordenó a Liberalio, centurión de sus lanceros, obligar a golpes a los que desobedecieran. Sin embargo, su furor, su odio contra los ju263díos y un fierísimo ímpetu guerrero estuvieron por encima del respeto a César y del miedo a la persona que les castigaba. A muchos de los legionarios les movía la esperanza de 264obtener un botín, pues, al ver que los exteriores estaban hechos de oro[120], tenían la idea de que el interior estaría lleno de riquezas. Uno de los que había accedido al interior, cuan265do César salió fuera para contener a los soldados, se apresuró a echar en la oscuridad[121] una tea ardiendo a los goznes de la puerta. Entonces la llama brilló inmediatamente en el 266interior. Los generales se retiraron junto con Tito y nadie impidió a los soldados de fuera continuar con el fuego. De esta forma, contra la voluntad de César, el Templo fue incendiado.
Se podría lamentar uno intensamente de la destrucción de 267la obra más admirable de todas las que se han visto y oído, por su estructura, por su grandeza, por la magnificencia de cada una de sus partes y por la fama de sus Lugares Santos, sin embargo se podría consolar aún más con la idea de que el Destino es inevitable tanto por los edificios y los lugares, 268como por los seres vivos. Hay que admirarse en esta circunstancia de la exactitud de coincidencia temporal. Como he dicho[122], la destrucción se ha cumplido el mismo mes y día en que antes había sido incendiado el Templo por los 269babilonios. Desde su primera construcción, que llevó a cabo el rey Salomón, hasta la ruina de hoy, en el segundo año del principado de Vespasiano, han pasado mil ciento treinta 270años, siete meses y quince días. Y desde su reconstrucción posterior, hecha por Ageo[123] en el segundo año del reinado de Ciro, hasta la conquista de Vespasiano tenemos seiscientos treinta y nueve años y cuarenta y cinco días[124].
271Mientras ardía el Templo, tuvo lugar por parte de los romanos el saqueo de todo lo que se encontraban y una incontable matanza de todo aquel con quien se topaban, pues no hubo compasión por la edad ni respeto por la dignidad, sino que fueron degollados, sin distinción, niños, ancianos, laicos y sacerdotes. La guerra arrastraba a todo tipo de gente, tanto a los que suplicaban como a los que luchaban. Las llamas, que se extendían con 272intensidad, producían un fragor que se unía con los gemidos de los que caían. Debido a la altura de la colina y a la magnitud de la construcción que ardía, uno podría pensar que era toda la ciudad la que era pasto del fuego. Nadie podría imaginar nada más grande ni más terrible que el clamor de entonces. Se trataba del grito de guerra de las legiones roma273nas en su avance, de los lamentos de los rebeldes rodeados por el fuego y por las armas, de la huida del pueblo, que acorralado arriba se lanzaba lleno de espanto contra los enemigos[125], y de los alaridos ante sus propias desdichas. A 274los gritos de los que se hallaban en la colina se les unía el de la población de una y otra parte de la ciudad. Muchos debilitados y enmudecidos por el hambre, cuando vieron el fuego del Templo, tuvieron de nuevo fuerza para gemir y lamentarse. La Perea y las montañas de los alrededores producían un eco que hacía aún más intenso el griterío[126]. Sin embar275go, los sufrimientos eran más espantosos que el barullo. Se podría haber pensado que la colina del Templo hervía desde sus raíces, pues el fuego la cubría por todas partes, y que la sangre era aún más abundante que las llamas y los muertos más que sus ejecutores. Pues en ningún sitio se veía tierra 276sin cadáveres, sino que los soldados pasaban por encima de montones de muertos en su persecución de los fugitivos. La 277multitud de los bandidos rechazó a los romanos y a duras penas pudo abrirse paso hasta el Templo exterior y de allí a la ciudad, mientras que el resto del pueblo huyó al pórtico 278exterior. Al principio algunos de los sacerdotes arrancaron y tiraron contra las romanos los picas del Templo[127] y sus ba279ses, que estaban hechas de plomo. Luego, como no consiguieron nada y el fuego venía sobre ellos, se retiraron al 280muro, de ocho codos de ancho, y permanecieron allí. Dos de los individuos más eminentes entre ellos, que tenían la posibilidad de salvarse, si se entregaban a los romanos, o de esperar la misma suerte que los demás, se arrojaron a las llamas y murieron quemados junto con el Templo, Meiro, hijo de Belgas, y José, hijo de Daleo.
281Los romanos, al ver que era inútil salvar los edificios del entorno del Templo, cuando éste estaba ardiendo, los quemaron todos, así como las ruinas de los pórticos y las puertas, salvo dos, la del este y la del sur, que luego también 282destruyeron. Prendieron fuego asimismo a las cámaras del tesoro, en las que había una inmensa cantidad de riquezas, numerosas vestimentas y otros objetos preciosos, por decirlo en una palabra, todos los bienes de los judíos estaban guardados allí, ya que a este lugar habían llevado los ricos 283las fortunas de sus casas[128]. Los soldados llegaron al pórtico que quedaba del Templo exterior. En él se habían refugiado mujeres, niños y una masa de seis mil personas de todo tipo 284de gente del pueblo. Antes de que César tomase alguna decisión sobre ellos o diese alguna orden a sus oficiales al respecto, los soldados, arrastrados por su furor, hicieron arder el pórtico por debajo. De esta forma sucedió que perecieron tanto los judíos que se arrojaron para librarse de las llamas, como los que ardieron en ellas. No se salvó ninguno de ellos. El culpable de su destrucción fue un falso profeta que 285aquel día había proclamado públicamente a la gente de la ciudad que Dios les mandaba subir al Templo para recibir allí las señales de su salvación. En aquel momento muchos 286profetas habían sido sobornados por parte de los tiranos para que instaran al pueblo a esperar la ayuda de Dios, pues así serían menos las deserciones y aumentarían las esperanzas de individuos que habían superado ya el miedo y las precauciones[129]. Porque, en efecto, un hombre enseguida se 287deja convencer en las adversidades. Cuando un falso profeta le promete el final de sus desdichas, entonces el que las sufre se entrega todo él a la esperanza[130].
En aquel entonces engañaron al pue288blo personajes embusteros y que falsamente decían hablar en nombre de Dios. No prestaron atención ni creyeron en las señales evidentes que anunciaban la futura destrucción[131], sino que no entendían las advertencias de Dios, como si hubiera caído un rayo sobre ellos y carecieran de ojos y de espíritu. Fue entonces cuando sobre la ciudad 289apareció un astro, muy parecido a una espada, y un cometa que permaneció allí durante un año. Esto también había te290nido lugar antes de la revuelta y de que se iniciaran las actividades bélicas, cuando, reunido el pueblo para la fiesta de los Ácimos, el día ocho del mes de Jántico[132], en la hora nona de la noche[133] brilló durante media hora una luz en el altar y en el Templo con tanta intensidad que parecía un día 291claro. Para los no entendidos esto era una buena señal, mientras que los escribas sagrados[134] lo interpretaron de acuerdo con los acontecimientos inmediatamente posterio292res. Por otra parte, en la misma fiesta, una vaca, que era lle293vada al sacrificio, parió un cordero en medio del Templo. A la sexta hora de la noche[135] se abrió ella sola la puerta oriental del Templo exterior[136], que era de bronce y tan pesada que por la tarde a duras penas podían cerrarla veinte hombres[137] y que además estaba reforzada con cerrojos de hierro y con estacas clavadas profundamente en el suelo del umbral, que estaba hecho totalmente de un solo bloque de piedra. Los guardianes del Templo fueron corriendo a co294municárselo a su comandante[138], que subió y apenas tuvo fuerzas para cerrarla. De nuevo a los ignorantes esta señal 295les pareció muy favorable, pues para ellos era Dios el que les había abierto la puerta de los bienes. Sin embargo, los entendidos pensaron que la seguridad del Templo se había venido abajo por sí misma y que la puerta se abría como un regalo para los enemigos, y así entre ellos interpretaron la señal como un indicio evidente de destrucción. Después 296de la fiesta, no muchos días más tarde, el veintiuno del mes de Artemisio[139], se vio una aparición sobrenatural mayor de lo que se podría creer. Creo que lo que voy a na297rrar parecería una fábula, si no lo contaran los que lo han visto con sus ojos y no estuvieran en consonancia con estas señales las desgracias que acaecieron después. Antes 298de la puesta de sol se vieron por los aires de todo el país carros y escuadrones de soldados armados que coman por las nubes y rodeaban las ciudades. Además, en la fiesta 299llamada de Pentecostés[140] los sacerdotes entraron por la noche en el Templo interior, como tienen por costumbre para celebrar el culto, y dijeron haber sentido en primer lugar una sacudida y un ruido, y luego la voz de una muchedumbre que decía: «Marchémonos de aquí»[141].
300Pero más terrible aún que esto fue lo siguiente: un tal Jesús, hijo de Ananías, un campesino de clase humilde, cuatro años antes de la guerra[142], cuando la ciudad se hallaba en una paz y prosperidad importante, vino a la fiesta, en la que todos acostumbran a levantar tiendas en honor de Dios[143], y de pronto se puso a 301gritar en el Templo: «Voz de Oriente, voz de Occidente, voz de los cuatro vientos, voz que va contra Jerusalén y contra el Templo, voz contra los recién casados y contra las recién casadas, voz contra todo el pueblo»[144]. Iba por todas las ca302lles vociferando estas palabras de día y de noche. Algunos ciudadanos notables se irritaron ante estos malos augurios, apresaron a Jesús y le dieron en castigo muchos golpes. Pero él, sin decir nada en su propio favor y sin hacer ninguna petición en privado a los que le atormentaban, seguía dando 303los mismos gritos que antes. Las autoridades judías, al pensar que la actuación de este hombre tenía un origen sobrenatural, lo que realmente así era, lo condujeron ante el gobernador romano. Allí, despellejado a latigazos hasta los 304huesos, no hizo ninguna súplica ni lloró, sino que a cada golpe respondía con la voz más luctuosa que podía: «¡Ay de ti Jerusalén!». Cuando Albino, que era el gobernador[145], le 305preguntó quién era, de dónde venía y por qué gritaba aquellas palabras, el individuo no dio ningún tipo de respuesta, sino que no dejó de emitir su lamento sobre la ciudad, hasta que Albino juzgó que estaba loco y lo dejó libre. Antes de 306llegar el momento de la guerra Jesús no se acercó a ninguno de los ciudadanos ni se le vio hablar con nadie, sino que cada día, como si practicara una oración, emitía su queja: «¡Ay de ti Jerusalén!». No maldecía a los que le golpeaban 307diariamente ni bendecía a los que le daban de comer: a todos les daba en respuesta el funesto presagio. Gritaba en es308pecial durante las fiestas. Después de repetir esto durante siete años y cinco meses, no perdió su voz ni se cansó. Finalmente, cuando la ciudad fue sitiada, vio el cumplimiento de su augurio y cesó en sus lamentos. Pues, cuando se ha309llaba haciendo un recorrido por la muralla, gritó con una voz penetrante: «¡Ay de ti, de nuevo, ciudad, pueblo y Templo!». Y para acabar añadió: «¡Ay también de mí!», en el momento en que una piedra, lanzada por una balista[146], le golpeó y al punto lo mató. Así entregó su alma, mientras aún emitía aquellos presagios.
Si uno reflexiona sobre estos hechos, se dará cuenta de 310que Dios se preocupa de los hombres y de que él anuncia a su raza de todas las formas posibles los medios de salvación, y que, sin embargo, ellos perecen por su demencia y 311por la elección personal de sus propias desgracias. Después de la destrucción de la torre Antonia, los judíos hicieron cuadrado el Templo[147], aunque en sus Escrituras constaba que la ciudad y el Templo serían conquistados cuando el 312Templo tuviera forma cuadrada[148]. Pero lo que más les impulsó a hacer la guerra fue un oráculo ambiguo, contenido también en sus libros sagrados, según el cual en aquella 313época un personaje de su país regiría el mundo[149]. Ellos creían que se trataba de alguien de su raza y muchos sabios se equivocaron en su interpretación, ya que el oráculo se refería al principado de Vespasiano, que había sido proclama314do emperador en Judea[150]. Por otra parte, a los hombres no 315les es posible evitar al Destino, ni aunque lo prevean. Algunos de los signos los interpretaron a su gusto y a otros no les hicieron caso, hasta que con la conquista de su patria y con su propia destrucción se dieron cuenta de su insensatez.
Tras haber huido los sediciosos a la 316ciudad y estar ardiendo el propio santuario y todos los edificios de alrededor, los romanos llevaron sus estandartes al Templo, los colocaron frente a la puerta oriental y allí mismo hicieron sacrificios en su honor[151] y proclamaron emperador a Tito con grandes vítores[152]. Todos 317los soldados se apoderaron de tanto botín que en Siria el oro, al peso, se vendía a la mitad de su precio anterior[153]. En318tre los sacerdotes que se mantenían en su puesto en lo alto de la muralla[154] un joven sediento confesó la sed que tenía y pidió a los guardias romanos que le dieran garantías de seguridad. Ellos se apiadaron de su edad y de su estado de ne319cesidad, le dieron su palabra y él bajó a beber. Llenó de agua un recipiente que había traído consigo y se marchó a refugiarse arriba con los suyos. Ninguno de los centinelas 320pudo cogerle, sino que maldijeron su falta de palabra. Pero aquel joven dijo que no había transgredido ningún acuerdo, puesto que él no había pactado quedarse con ellos, sino solamente bajar y coger agua. Como él había cumplido ambas 321condiciones, creía haber sido fiel a la palabra dada. Los romanos, que habían sido objeto del engaño, se admiraron de su astucia, sobre todo por la edad del joven. Al quinto día los sacerdotes, hambrientos, bajaron y, conducidos por 322los guardias ante Tito, le pidieron conservar la vida. Sin embargo, el emperador les respondió que ya había pasado el momento del perdón para ellos, que habían desaparecido todas aquellas razones por las que él les podría haber salvado y que convenía que los sacerdotes fueran aniquilados junto con el Templo. Por ello ordenó castigar a aquellos hombres.
323Los secuaces de los tiranos, como la guerra les dominaba por todas partes y, rodeados por el muro[155], no tenían ninguna posibilidad de huir, pidieron parlamentar 324con Tito. Éste se colocó en la zona occidental del Templo exterior, porque prefería salvar la ciudad a causa de su natural espíritu humanitario[156] y porque sus amigos así se lo aconsejaban, ya que creían que los bandidos ha325bían suavizado su actitud. Allí sobre el Xisto estaban las puertas y un puente[157] que unía la Ciudad Alta con el Templo. Este puente estaba en medio de los tiranos y de 326César. A uno y otro lado la multitud se agolpaba en masa: los judíos de Simón y Juan se hallaban encendidos por la esperanza del perdón, mientras que los romanos estaban expectantes ante la respuesta de César a sus peticiones.
Tito ordenó a sus soldados que con327tuvieran su indignación y que no dispararan, trajo junto a sí un intérprete y, como muestra de que él era el vencedor, tomó la palabra en primer lugar[158]: «Judíos, ya 328os habréis saciado de los males de vuestra patria, vosotros que no habéis tenido en cuenta nuestra fuerza ni vuestra debilidad, sino que con un ímpetu irreflexivo y demente habéis perdido vuestro pueblo, vuestra ciudad y vuestro Templo, y en justicia os vais a perder a vosotros mismos. En primer 329lugar, desde que Pompeyo os conquistó por la fuerza no habéis dejado de rebelaros y luego declarasteis abiertamente la guerra contra los romanos. ¿Tal vez confiabais en la supe330rioridad numérica de vuestros hombres? Sin embargo, una mínima parte del ejército romano ha sido suficiente para acabar con vosotros. ¿Quizá teníais fe en los aliados?[159]. ¿Qué nación ajena a nuestro Imperio preferiría a los judíos antes que a los romanos? ¿Se trataba, entonces, de vuestra 331fuerza corporal? Sabéis que los germanos son esclavos nuestros. ¿Tal vez la solidez de vuestras murallas? Pero ¿qué obstáculo mayor puede haber que la muralla del océano? Los britanos, que estaban rodeados por él, se postran ante las armas romanas. ¿Es posible que sea la fortaleza de vuestro 332espíritu y la astucia de vuestros generales? Sin embargo, sabéis que también fueron sometidos los cartagineses. Fue enton333ces el carácter humanitario de los romanos lo que os incitó a ir contra los romanos, que desde el primer momento os dejamos habitar esta tierra y hemos nombrado reyes de vuestra 334raza[160]. Hemos respetado las leyes de vuestra patria, y os hemos permitido vivir como quisierais, no sólo en vuestro propio 335país, sino también en el de los demás[161]. Y lo más importante de todo es que os permitimos cobrar tributos y recibir ofrendas para Dios[162]. A los que os traían tales presentes no les castigamos ni les pusimos impedimentos, para que así vosotros frierais más ricos y os prepararais con nuestro dine336ro para atacamos. Luego, habéis disfrutado de tales bienes y habéis dirigido vuestra abundancia contra los que os la han procurado y, como serpientes salvajes, habéis lanzado el 337veneno contra los que os trataban con bondad. Y bien, despreciasteis la indolencia de Nerón y, como ocurre con las roturas y los desgarros, permanecisteis quietos con el mal durante un tiempo y luego salisteis de esta grave enfermedad con una actitud aún peor y dirigisteis vuestros inmode338rados deseos hacia desvergonzadas esperanzas[163]. Llegó mi padre a vuestra región, no para castigaros por lo que habíais 339hecho contra Cestio[164], sino para daros una advertencia. Si hubiera venido para destruir a vuestro pueblo, necesariamente tendría que haberse dirigido a vuestras raíces y haber arrasado inmediatamente esta ciudad, sin embargo devastó Galilea y las zonas de alrededor para así daros tiempo para el arrepentimiento[165]. No obstante, su benignidad os pareció 340debilidad y con nuestra mansedumbre alimentasteis vuestra audacia. Cuando murió Nerón, actuasteis como suele obrar 341la gente más malvada. Os llenasteis de valor con nuestras luchas internas y, mientras mi padre y yo nos retiramos a Egipto[166], aprovechasteis la ocasión para preparar la guerra. No os avergonzasteis de levantaros contra los que habían sido proclamados emperadores, cuyo carácter humanitario ya conocíais, cuando eran generales. Después de que el Im342perio vino a parar a nuestras manos y de que todos los pueblos que estaban dentro de él alcanzaron la paz y las naciones extranjeras presentaron sus embajadas de felicitación, de nuevo los judíos se pusieron en guerra. Vosotros envías343teis legados a los hebreos del otro lado del Éufrates[167] para que se sublevaran contra nosotros y habéis construido nuevas murallas. Las sediciones, las luchas internas entre los tiranos y la guerra civil es lo único que conviene a gente tan criminal como vosotros. Yo vine contra la ciudad con las 344órdenes duras, que, muy a pesar suyo, me había dado mi padre. Me alegré, cuando oí que el pueblo deseaba la paz. Antes de empezar la guerra os exhorté a que depusierais las 345armas, incluso después de luchar durante mucho tiempo os perdoné, ofrecí garantías de seguridad a los desertores y mantuve mi palabra con los que se refugiaron entre nosotros; me compadecí de muchos prisioneros, me opuse a los que querían torturarlos, en contra de mi voluntad llevé las máquinas contra vuestras murallas, refrené a los soldados siempre que se disponían a mataros y en cada victoria os in346vité a hacer la paz, como si yo fuera el vencido. Cuando estuve cerca del Templo me olvidé de nuevo voluntariamente de las leyes de la guerra y os exhorté a que respetaseis vuestros Lugares Sagrados y que salvarais el Templo para vosotros mismos. Os di garantías para que salierais con seguridad[168], os prometí conservar la vida y, si queríais, os ofrecí la posibilidad de luchar en otro lugar. Pero vosotros habéis despreciado todo esto y habéis incendiado el santuario con vuestras 347propias manos[169]. ¿Y ahora, miserables, me invitáis a hablar con vosotros? ¿Es para salvar algo similar a lo que ya habéis perdido? ¿Después de la destrucción del Templo, qué tipo de 348salvación os merecéis? Y ahora aún estáis armados y ni en esta situación extrema actuáis como suplicantes. ¿En qué con349fiáis, desgraciados? ¿No está muerto vuestro pueblo y ha perecido el Templo, no está la ciudad en mi poder y vuestras vidas en mis manos? ¿Tal vez creéis que el resistiros a morir 350dará renombre a vuestra valentía? Yo no rivalizaré con vuestra locura. A los que arrojen sus armas y se entreguen les concederé seguir viviendo y, como un señor que es bueno en su casa, yo castigaré a las personas que no tienen remedio y a las demás las conservaré conmigo».
351A estas palabras los judíos respondieron que no podían aceptar sus promesas, porque habían jurado no hacerlo nunca. Pidieron salir del recinto amurallado con sus mujeres e hijos para retirarse al desierto y dejarle a él la ciudad. Tito se irritó de que ellos, que estaban en situación de 352vencidos, le pusieran condiciones, como si fueran los vencedores, y ordenó proclamar por medio de un heraldo que ya no desertaran y que no esperaran llegar a ningún acuerdo con él, pues no perdonaría a nadie, sino que lucharan con todas sus 353fuerzas y se salvaran como pudieran. A partir de ahora él actuaría en todo momento de acuerdo con las leyes de la guerra. A sus soldados les dejó incendiar y saquear la ciudad. Aquel 354día se refrenaron, pero al siguiente quemaron los archivos[170], el Acra[171], el Consejo[172] y la zona llamada Ofla[173]. El fuego 355se extendió hasta el palacio de Helena[174], que estaba edificado en medio del Acra, y también se consumieron las callejuelas y las casas, que estaban llenas de los cadáveres de los que habían muerto por causa del hambre.
Este mismo día los hijos y hermanos 356del rey Izate[175], a los que se habían unido muchos notables del pueblo, pidieron a César llegar a un acuerdo de capitulación. Tito, aunque estaba enfadado con todos los supervivientes, no se olvidó de su carácter bondadoso, 357sino que acogió a estos hombres. Entonces los puso a todos bajo custodia y luego encadenó a los hijos y a los familiares del rey y los envió a Roma como rehenes en garantía de la fidelidad de su país.
358Los sediciosos atacaron el palacio real[176] en el que muchos habían guardado sus bienes debido a la seguridad de este lugar. Expulsaron de él a los romanos, mataron a toda la gente del pueblo que allí se había reunido, ocho mil cuatrocientas personas, y se adue359ñaron del dinero que había. Cogieron también como prisioneros a dos romanos, un soldado de caballería y otro de infantería: a este último lo degollaron enseguida y lo alastraron alrededor de la ciudad, como si de esta forma se vengaran en 360un sólo cuerpo de todos los romanos. En cambio, el jinete, que dijo que les podía hacer una propuesta útil para su salvación, fue conducido ante Simón. Pero como no tenía nada que decir, fue entregado a Ardala, uno de sus generales, para que lo 361ejecutara. Ardala le ató las manos atrás, le vendó los ojos y le llevó delante de los romanos para cortarle la cabeza. Sin embargo, aquél se adelantó a su verdugo y huyó al bando ro362mano, mientras el judío sacaba su espada. Tito no se atrevió a quitar la vida a un individuo que había huido de los enemigos. No obstante, juzgó que era un soldado indigno de los romanos, porque había sido capturado vivo, le quitó las armas y le expulsó de la legión, lo que precisamente era un castigo más duro que la muerte para una persona de honor.
363Al día siguiente los romanos echaron a los bandidos de la Ciudad Baja e incendiaron toda la zona hasta Siloé[177]. Se alegraron de que la ciudad ardiera, pero se equivocaron en cuanto al botín, puesto que los rebeldes habían cogido todo y habían huido a la Ciudad Alta. Estos últimos no tenían ningún arrepenti364miento de sus maldades, sino que se gloriaban de ellas como si fueran buenas acciones. Cuando vieron que la ciudad se consumía por el fuego dijeron con caras alegres que aceptaban la muerte llenos de felicidad[178], pues no dejaban nada para los enemigos, ahora que el pueblo ya había perecido, el Templo ya estaba quemado y la ciudad ardía. Ni en aquellos 365momentos críticos Josefo se cansaba de suplicarles por lo que aún quedaba de la ciudad, sino que, a pesar de que les expuso numerosas razones en contra de su crueldad y de su impiedad y de que les dio muchos consejos para conservar su vida, no consiguió más que burlas. Habida cuenta de que 366los sediciosos no soportaban entregarse, por el juramento que habían hecho, ni podían luchar en igualdad de condiciones contra los romanos, pues estaban acorralados como en una prisión, entonces sus sanguinarias costumbres movían aún sus manos. Se dispersaron delante de la ciudad, entre sus ruinas, y tendieron emboscadas contra los que se disponían a desertar. Capturaron a muchos, a todos los ma367taron, pues debido al hambre no tenían fuerzas para escapar, y arrojaron sus cuerpos a los perros. Cualquier clase de 368muerte parecía mejor que el hambre, de modo que, aunque ya no esperaban obtener el perdón de los romanos, huían también hacia ellos y voluntariamente se entregaban a los sanguinarios sediciosos. No había en la ciudad ningún sitio 369sin cadáveres, sino que por todos los lugares había víctimas del hambre o de la sedición[179].
370La última esperanza que animaba a los tiranos y a la banda de ladrones que estaba con ellos era la de las galerías subterráneas[180]. Se habían refugiado en ellas con la esperanza de no ser encontrados y, después de la toma completa de la ciudad, cuando los roma371nos se hubieran retirado, salir e intentar escaparse. Esto no era para ellos más que un sueño, pues no iban a pasar desa372percibidos ni a Dios ni a los romanos. Los judíos, confiados entonces en estas galerías, hicieron más fuego que los romanos y mataron sin compasión y despojaron a los que huían del fuego a refugiarse en estos subterráneos. Si les encontraban algo de comer, se lo quitaban y, llenos de sangre, 373se lo comían. Ahora luchaban entre sí por las rapiñas, y por su exagerada crueldad me parece que, si no se les hubiera adelantado la toma de la ciudad, habrían llegado a comerse incluso los cadáveres[181].
374Como no era posible apoderarse de la Ciudad Alta sin la ayuda de los terraplenes, ya que estaba rodeada de precipicios, distribuyó a su ejército en las tareas el día 375veinte del mes de Loos[182]. Era difícil traer madera, dado que, como he dicho[183], los alrededores de la ciudad, en una extensión de cien estadios, habían sido 376talados para construir los primeros terraplenes. Los trabajos de las cuatro legiones se levantaron en la parte oeste de la ciudad, frente al palacio real[184]. La tropa auxiliar y el resto 377de los hombres lo hicieron en la zona del Xisto, del puente[185] y de la torre de Simón, que éste había construido para que fuera su fortaleza cuando luchaba contra Juan[186].
Por aquellos días los jefes idumeos[187] 378se reunieron en secreto y deliberaron sobre su rendición. Enviaron cinco hombres ante Tito y le pidieron llegar a un acuerdo de capitulación. Éste, que esperaba que 379los tiranos[188] también se entregaran, tras la defección de los idumeos, que representaban una parte importante de la guerra, decidió con pesar perdonarles la vida y dejó marchar a los emisarios. Simón se enteró de que los idumeos se dispo380nían a irse e inmediatamente ejecutó a los cinco que habían acudido ante Tito. Detuvo y encerró a los jefes, entre los que destacaba Jacobo, el hijo de Sosa. Mantuvo bajo vigi381lancia a la multitud idumea, que tras la pérdida de sus generales estaba desorientada, y colocó en la muralla vigilantes que estuvieran más atentos. Los centinelas no tenían la sufi382cíente fuerza para hacer frente a los desertores, sino que, aunque eran muchos los que morían en el intento, más numerosos eran los que escapaban. Los romanos acogieron a 383todos: Tito porque, a causa de su clemencia, no tuvo en cuenta sus órdenes anteriores[189], y los soldados porque estaban cansados de matar y por la esperanza de obtener alguna 384ganancia. Se quedaban solamente con los ciudadanos[190] y al resto de la gente la vendían con sus mujeres e hijos, cada uno de ellos a un precio muy bajo, pues eran muchos los 385que estaban en venta y pocos los compradores. Aunque Tito había anunciado por medio de un heraldo que nadie desertara solo, para que también se trajeran a sus familias, sin embargo aceptó igualmente a estos últimos. No obstante, designó oficiales para que decidieran quiénes de ellos merecían ser 386castigados. El número de las personas vendidas fue tremendo; se salvaron más de cuarenta mil ciudadanos, a los que César dejó ir a donde cada uno quisiera.
387En estos mismos días uno de los soldados de caballería, de nombre Jesús, hijo de Zebedeo, recibió de César garantías, bajo juramento, de que conservaría su vida a condición de que le diera alguno de los 388tesoros sagrados[191]. Este individuo salió y desde el muro del Templo entregó dos candelabros iguales a los que había en el santuario[192], mesas, cráteras y vasos, todos ellos comple389tamente de oro macizo. También le ofreció los velos[193], las vestimentas de los sumos sacerdotes[194] con sus gemas y muchos otros de los objetos que se utilizaban en el culto. Fue también hecho prisionero el tesorero del Templo[195], 390llamado Fineas, que sacó las túnicas y los cinturones de los sacerdotes, una gran cantidad de púrpura y de escarlata, que estaba reservada para las necesidades del velo del Templo, y también mucho cinamomo, casia y una gran cantidad de otros aromas[196], que todos los días los sacerdotes mezclaban en los sacrificios dirigidos a Dios. Asimismo él hizo entrega 391de muchos otros objetos preciosos y no pocos ornamentos sagrados. Este hecho a Fineas, que había sido capturado, le propició la obtención del perdón concedido a los desertores.
Una vez terminados los terraplenes en 392dieciocho días, el siete del mes de Gorpieo[197] los romanos acercaron allí las máquinas. Algunos de los sediciosos, que ya daban por perdida la ciudad, abandonaron la muralla y se retiraron al Acra, mientras que otros bajaron a refugiarse a las galerías subterráneas[198]. Muchos se colo393carón a lo largo de la muralla y se defendieron de los soldados que traían las helépolis[199]. También a estos últimos vencieron los romanos en cantidad y en fuerza y, sobre todo, porque ellos estaban muy animados frente a los judíos, 394que se hallaban abatidos y debilitados. Cuando fue derribada una parte del muro y cedieron algunas de la torres, golpeadas por los arietes, al punto se produjo la huida de los defensores y sobrevino sobre los tiranos un miedo superior a lo que la 395necesidad del momento requería. Antes de que los enemigos escalaran por la brecha, aquéllos estaban aturdidos y decididos a escapar. A individuos, que antes eran impetuosos y que se enorgullecían de sus sacrilegios, se les podía ver ahora humildes y temblorosos, de forma que este cambio daba lástima, 396a pesar de que se trataba de gente muy malvada. Se dispusieron a correr hacia el muro que les sitiaba para así echar de allí 397a los guardias y abrirse un paso de salida[200]. Sin embargo, vieron que no estaban en ningún sitio los que antes les eran fieles, ya que habían huido en la dirección que la necesidad del momento les había dictado, además algunos acudieron a ellos a comunicarles que toda la muralla occidental había caído, otros a anunciarles que los romanos habían entrado y es398taban ya cerca buscándolos, y otros, con la vista nublada por el miedo, decían que desde las torres divisaban a los enemigos. Ante estas noticias cayeron de bruces al suelo, lamentaron su locura y, como si se hubieran cortado sus nervios, no 399fueron capaces de huir. En este punto es donde uno especialmente puede reconocer el poder de Dios sobre los impíos y la Fortuna de los romanos[201]. Los tiranos renunciaron a su seguridad y descendieron voluntariamente de las torres, en las que nunca habrían podido ser dominados por la fuerza, sino sólo por el hambre. Por su parte, los romanos, que tanto ha400bían padecido en las murallas que eran más endebles, conquistaron con la ayuda de la Fortuna aquellas otras que no podrían haberlas tomado con las máquinas, pues las tres torres, de las que hemos hablado más arriba[202], resistían a cualquier artefacto de guerra.
Tras abandonar los judíos estos lugares o, más bien, tras 401ser expulsados de allí por Dios, inmediatamente se refugiaron en el barranco[203] que está al pie de la fuente de Siloé. Con posterioridad, cuando se recuperaron un poco del miedo, arremetieron contra el muro que les sitiaba por aquel lugar. Con una audacia inferior a lo que apremiaba la necesi402dad del momento, pues sus fuerzas estaban debilitadas por el miedo y por las desgracias, fueron rechazados por los centinelas, se dispersaron por un lado y por otro y bajaron a las galerías subterráneas[204].
Los romanos se apoderaron de las 403murallas, colocaron sus enseñas sobre las torres y entonaron un canto en honor de la victoria con aplausos y gritos de júbilo, pues se daban cuenta de que el final de la guerra era mucho más llevadero que su principio. No se creían que hubieran subido la última muralla sin derramar sangre y, al no ver a ningún enemigo, se quedaron atónitos. Se metieron por las callejuelas con sus espadas en las ma404nos, mataron sin hacer distinción a todos los que se encontraron e incendiaron las casas con la gente que se había re405fugiado en ellas. En muchos de sus saqueos, cuando pasaban dentro para hacer sus rapiñas, se encontraban con familias enteras de cadáveres y con sus habitaciones repletas de víctimas del hambre[205]. Entonces, llenos de horror ante la 406visión de este espectáculo, salían con las manos vacías. A pesar de que se compadecían de los que morían de esta forma, sin embargo no tuvieron los mismos sentimientos con los vivos, sino que degollaron a todo el que se toparon, con sus cadáveres taponaron las estrechas calles e inundaron de sangre toda la ciudad, de modo que muchos incendios fue407ron también apagados por esta carnicería. Los romanos dejaron esta actividad sanguinaria al atardecer. Por la noche el fuego se intensificó y el día ocho del mes de Gorpieo[206] Je408rusalén se levantó en llamas. Esta ciudad habría sido totalmente envidiable, si hubiera disfrutado desde su fundación de tantos bienes como desgracias padeció durante su asedio. Sin embargo, ella mereció tan grandes infortunios no por otro motivo sino por haber engendrado la generación que le ha ocasionado su propia ruina.
409Tito entró en la ciudad y se asombró, entre otros aspectos, de la solidez de sus fortificaciones y de las torres, que los tiranos en su estado de locura habían aban410donado. Cuando se percató de la elevación del conjunto arquitectónico de las torres, de la magnitud de cada uno de los bloques de piedra, de la exactitud de 411su ensamblaje, de su anchura y de su altura, dijo: «Hemos luchado con la ayuda de Dios y es Dios el que ha expulsado a los judíos de estas fortalezas, pues ¿qué poder tienen las manos de los hombres o las máquinas contra estas torres?»[207]. Hizo muchos comentarios de este tipo a sus ami412gos y liberó a los prisioneros de los tiranos, que se encontraron en las fortalezas. Luego, tras hacer desaparecer lo que 413quedaba de la ciudad y demoler las murallas, dejó las torres[208] en recuerdo de su Fortuna[209], con cuya colaboración en la lucha se había apoderado de lo que era imposible de conquistar.
Después de que los soldados se har414taron de matar, aún seguían apareciendo numerosos sobrevivientes. César ordenó ejecutar sólo a los que estaban armados y a los que ofrecían resistencia y apresar vivo al resto. Pero ellos acabaron también con la vida de 415los ancianos y de los débiles, además de la de aquellos que les había encomendado Tito. A los que estaban en la flor de la edad y eran útiles los llevaron al Templo y los encerraron en el patio de las mujeres[210]. César puso como 416guardián a uno de sus libertos y a Frontón, un amigo suyo, le encargó decidir la suerte que cada uno merecía. Este 417personaje ejecutó a todos los sediciosos y bandidos, que se acusaban unos a otros, escogió a los jóvenes más altos y bellos y los reservó para la procesión triunfal[211]. Del resto 418de la gente, a los que tenían más de diecisiete años los encadenó y envió a trabajar a Egipto[212]. Muchísimos fueron donados por Tito a las provincias para que la espada o las fieras acabaran con ellos en los teatros[213]. Los que no lle419gaban a esta edad fueron vendidos. Perecieron también de hambre once mil prisioneros en los días en que Frontón hacía su selección: unos porque, debido al odio que les tenían sus guardianes, no recibían comida, mientras que otros no aceptaban lo que les daban. Además había también falta de trigo para tanta gente.
420Todos los prisioneros que fueron capturados en el conjunto de la guerra sumaron noventa y siete mil, y los que perecieron en la totalidad del asedio fueron un millón cien 421mil[214]. La mayoría de éstos eran judíos, pero no eran naturales de Jerusalén, puesto que se había concentrado gente de todo el país para la fiesta de los Ácimos, cuando de repente les sorprendió la guerra[215]. En consecuencia, en un primer momento la estrechez del lugar les propició una peste destructiva 422y más tarde un hambre voraz. La cantidad de habitantes que había en la ciudad se deduce del censo elaborado en tiempos de Cestio[216]. Este personaje, que quería demostrar la prosperidad de la ciudad a Nerón, que despreciaba al pueblo judío, instó a los sumos sacerdotes a contabilizar la población de la mejor forma posible. Era ya inminente la fiesta llamada Pas423cua, en la que se hacen sacrificios desde la hora nona hasta la undécima[217]; en cada una de las ofrendas actuaba una fraternidad de no menos de diez hombres, pues no se puede hacer el banquete sacrificial solo, y muchas veces se reunían incluso veinte. Los sacerdotes contabilizaron doscientas cincuenta y 424cinco mil seiscientas víctimas. El resultado son dos millones 425setecientos mil hombres, todos ellos puros y santos, si suponemos diez personas para cada víctima[218]. En efecto, ni los 426leprosos ni los que tienen gonorrea ni las mujeres menstruantes ni los que tienen otro tipo de impureza pueden participar de este sacrificio, ni tampoco ninguno de los extranjeros que 427acudían a presenciar estos actos[219]. Era muy grande el número de personas que venían de otras naciones.
En este momento todo el pueblo ha428bía sido encerrado por el Destino[220], como en una cárcel, y la guerra rodeó la ciudad, cuando desbordaba de gente. El 429número de muertos superó a toda destrucción humana o divina, pues los romanos, tras matar o apresar a todos los que estaban a la vista, buscaron a los que se hallaban en los subterráneos[221], hicieron agujeros 430en el suelo y ejecutaron a cuantos se encontraron. Allí había más de dos mil cadáveres: unos se habían suicidado, otros se habían matado entre sí y la mayoría había sido 431víctima del hambre. A los que pasaban a su interior les venía un terrible hedor a muerto, de forma que enseguida 432muchos se daban la vuelta y otros, por codicia, penetraban pisando los cadáveres que allí se amontonaban. En las galerías hallaron muchos objetos preciosos. Todo camino era lícito para conseguir alguna ganancia. También sacaron fuera a muchos prisioneros de los tiranos, pues éstos ni en 433sus últimos momentos pusieron freno a su crueldad. Dios castigó a los dos como se merecían: Juan, cuando estaba muriéndose de hambre junto con sus hermanos en las galerías subterráneas, suplicó a los romanos llegar a un acuerdo de paz, algo que había rechazado muchas veces, y Simón se rindió, después de haber combatido durante un largo espacio de tiempo contra la adversidad, como vere434mos más adelante[222]. Este último fue reservado para servir de víctima en la procesión triunfal[223], mientras que Juan fue condenado a cadena perpetua. Los romanos prendieron fuego a los barrios de las afueras de la ciudad y echaron abajo las murallas.
De esta forma fue conquistada Jeru435salén en el segundo año del principado de Vespasiano, el día ocho del mes de Gorpieo[224]. Antes ya había sido conquistada cinco veces y otras dos había sido devastada. Pues Asoqueo[225], rey de Egipto, luego Antíoco[226], más 436tarde Pompeyo[227] y después de ellos Sosio junto con Heredes[228] se apoderaron de la ciudad, pero sin destruirla. Y an437tes la conquistó y asoló el rey de Babilonia[229], tras haber transcurrido mil cuatrocientos sesenta y ocho años y seis meses desde su fundación[230]. Su primer fundador fue un 438príncipe cananeo, que en su lengua materna se llamaba «Rey Justo»[231], que así era en realidad. Por ello fue pionero en ser sacerdote de Dios y, al ser el primero en levantar el Templo, llamó a la ciudad Jerusalén, que antes se denominaba Sóli439ma[232]. El rey de los Judíos, David, expulsó de allí al pueblo de los cananeos y estableció a su nación. Cuatrocientos setenta y siete años y seis meses después la ciudad fue des440truida a manos de los babilonios. Entre el rey David, que fue el primer judío que gobernó en ella, y la devastación llevada a cabo por Tito han pasado mil ciento setenta y nue441ve años. Desde su primera fundación hasta su última destrucción han transcurrido dos mil ciento setenta y siete 442años[233]. Sin embargo, ni su antigüedad ni su inmensa riqueza ni la Diáspora de su gente por todo el mundo habitado ni la gran fama de su culto han podido evitar su ruina. Así terminó el asedio de Jerusalén.