MORALIDAD, RAZÓN Y
DERECHOS DE LOS ANIMALES

Peter Singer

Mi respuesta a las ricas y estimulantes Conferencias Tanner se divide en dos partes. La primera y más larga lanza algunas preguntas sobre la naturaleza de la moralidad y más concretamente sobre la crítica que De W^aal hace de lo que el llama «la moralidad como una capa». La segunda parte cuestiona los argumentos presentados por De Waal en el apéndice sobre el estatus moral de los animales. En ambas cuestiones, enfatizaré aquellos aspectos en los que no estoy de acuerdo con De Waal, de modo que es necesario recordar aquí que las posiciones en las que estamos de acuerdo son más importantes que nuestras diferencias. Espero que esto quede evidenciado en las páginas que siguen.

LA CRITICA DE LA MORALIDAD COMO CAPA

En mi obra The Expanding Circle, publicada en 1981, sostuve que los orígenes de la moralidad deben encontrarse en los mamíferos sociales no humanos a partir de los cuales evolucionamos. Rechacé entonces la idea de que la moralidad es una cuestión cultural más que biológica, o de que la moralidad es un fenómeno únicamente humano y sin ninguna raíz en nuestra historia evolutiva. Sugerí entonces que el desarrollo del altruismo entre iguales y el altruismo recíproco es mucho más importante para el desarrollo de nuestra propia moralidad de lo que nos gusta reconocer.[32] De Waal comparte este punto de vista, y dota a estas ideas de una cantidad de conocimientos sobre el comportamiento de los primates mucho mayor que el que yo podría tener. Resulta estimulante contar con el apoyo de alguien tan familiarizado con nuestros parientes los primates que afirma, sobre la base de esos conocimientos, que existe un gran nivel de continuidad entre el comportamiento social de los animales no humanos y nuestras propias normas morales.

De Waal critica la teoría del contrato social porque asume que hubo un determinado momento en el que los humanos no eran seres sociales. Evidentemente, cabría preguntarse si los principales teóricos del contrato social creían estar ofreciendo una explicación histórica sobre los orígenes de la moralidad, pero es cierto que muchos de los lectores han llegado a la conclusión de que así fue. Cabría también preguntarse qué podemos aprender de teorías que toman como punto de partida un postulado históricamente falso (que si no hubiera sido por la existencia de dicho contrato, seríamos egoístas aislados), aun cuando dichas teorías no asuman que éste habría sido el caso. Quizás el haber partido de este punto ha contribuido a lo que De Waal se refiere al hablar de la saturación de la civilización occidental «con la presunción de que somos criaturas asocíales, incluso malvadas».

De Waal rechaza acertadamente la idea de que toda nuestra moralidad es «un recubrimiento cultural, una fina capa que esconde una naturaleza que por lo demás es egoísta y brutal». Pero precisamente porque fracasa a la hora de conceder la suficiente importancia a las diferencias que él mismo reconoce que existen entre el comportamiento social de los primates y la moralidad humana, su rechazo de la teoría de la capa resulta demasiado brusco y el propio De Waal es demasiado duro con alguno de sus defensores.

Para entender en qué acierta De Waal y en qué se equivoca, tenemos que distinguir dos posturas bien diferenciadas:

  1. La moralidad humana es inherentemente social y las raíces de la ética humana se encuentran en los rasgos y patrones del comportamiento que compartimos con otros mamíferos sociales, especialmente los primates.
  2. Toda la ética humana deriva de nuestra naturaleza evolucionada en tanto que mamíferos sociales.

Deberíamos aceptar la primera proposición y rechazar la segunda, si bien en ocasiones De Waal parece aceptar ambas.

Consideremos la crítica que De Waal realiza de las ideas de T. H. Huxley, a quien atribuye ser el creador de la moderna teoría de la capa. De Waal habla del «curioso dualismo de Huxley, que enfrenta a la moralidad con la naturaleza y a la humanidad con todos los demás animales». Como comentario inicial, podríamos empezar por señalar que no hay nada de «curioso» en un dualismo que ha sido una cantinela bastante común (y de hecho puede decirse que dominante) en la ética occidental desde que Platón distinguiera entre las diferentes partes del alma y comparara la naturaleza humana a un carro tirado por dos caballos que el conductor debe controlar y hacer funcionar a la par.[33] Kant introdujo el dualismo en su metafísica al sugerir que mientras nuestros deseos (incluida nuestra preocupación empática por el bienestar de los demás) vienen de nuestra naturaleza física, nuestro conocimiento de las leyes universales de la moralidad proviene de nuestra naturaleza en tanto que seres racionales.[34] Esta distinción presenta una serie de problemas evidentes, pero como veremos más adelante, resultaría erróneo rechazarla a la ligera.

Es posible que De Waal piense que la posición de Huxley es curiosa porque era defensor de Darwin, y con sus ideas parece estar alejándose de un planteamiento verdaderamente evolutivo sobre la ética. Pero en El origen del hombre, el propio Darwin ya escribió que «el sentido moral permite quizás elaborar la mejor y más profunda distinción entre el hombre y los animales inferiores». Las diferencias entre Huxley y Darwin en este tema son menores de lo que De Waal sugiere.

La misma descripción que De Waal hace de los escritos de Edward Westermarck es quizá la mejor demostración de que no deberíamos descartar tan a la ligera el problema que la «teoría de la capa» pretende resolver. De Waal alaba certeramente a Westermarck, cuyo trabajo no recibe hoy en día la suficiente atención. De Waal le describe como «el primer estudioso en promover una visión integrada que incluya tanto a humanos como a animales en los campos de la cultura y la evolución». Quizá la parte más perspicaz del trabajo de Westermarck, en opinión de De Waal, es el hecho de que intente distinguir las emociones específicamente morales del resto de emociones. Westermarck, según De Waal, «demuestra que hay algo más que meros instintos en dichas emociones», y explica que la diferencia entre los sentimientos morales y «las emociones no morales análogas» debe buscarse en «el desinterés, la aparente imparcialidad y la apariencia de generalidad» que caracteriza a las primeras. El propio De Waal elabora esta idea en el siguiente fragmento:

Las emociones morales deben desvincularse de la situación inmediata de cada cual: tienen que ver con el bien y el mal en un nivel más abstracto y desinteresado. Es sólo cuando realizamos un juicio general de cómo alguien debe ser tratado que podemos empezar a hablar de la aprobación o desaprobación morales. Es en esta área en concreto, simbolizada por el célebre «espectador imparcial» de Smith (1937 [1759]), donde los seres humanos parecemos ir radicalmente mucho más allá que otros primates.

Pero ¿de dónde surge esta preocupación acerca de los juicios realizados desde la perspectiva del espectador imparcial? Al parecer, no de nuestra naturaleza evolucionada. De Waal nos dice que «la moralidad probablemente evolucionó como un fenómeno intragrupal en conjunción con otra serie de capacidades típicamente intergrupales, tales como la resolución de conflictos, la cooperación y la capacidad para compartir». De Waal apunta, consistentemente con esta idea, que en la práctica somos a menudo incapaces de poner en práctica esta perspectiva imparcial:

De forma universal, los humanos tratamos a los desconocidos muchísimo peor de lo que tratamos a los miembros de nuestra propia comunidad. Es más, las normas morales apenas parecen ser aplicables fuera de nuestro entorno. Es cierto que en la época moderna existe un movimiento que busca expandir la red de la moralidad para incluir incluso a los miembros de un ejército enemigo (por ejemplo, la Convención de Ginebra, adoptada en 1949), pero todos somos conscientes de cuán frágil resulta este esfuerzo.

Pensemos en lo que De Waal está diciendo en los pasajes anteriores. Por un lado, poseemos una naturaleza evolucionada, que da lugar a una moralidad basada en el parentesco, la reciprocidad y la empatia para con los demás miembros del grupo de uno. Por otro, la mejor manera de capturar la singularidad de las emociones morales es que éstas adopten una perspectiva imparcial, lo que nos lleva a considerar los intereses de quienes no pertenecen a nuestro grupo. Tan importante resulta todo ello para nuestra noción actual de moralidad, que el propio De Waal afirma, como ya hemos visto, que es sólo cuando hacemos estos juicios generales e imparciales que podemos empezar a hablar de aprobación y desaprobación morales.

La idea de la moralidad como algo ampliamente imparcial no es nueva. De Waal cita a Adam Smith, pero la idea de una moralidad universal se retrotrae al menos al siglo va.C., cuando el filósofo chino Mozi, extremadamente horrorizado por el daño causado por las guerras, preguntó: «¿Cuál es el camino hacia el amor universal y el beneficio mutuo?».[35] El propio Mozi nos daba la respuesta: «Es considerar el país de los demás como si fuera el propio». Pero, como señala De Waal, la práctica de esta moralidad más imparcial es «frágil». ¿No se acerca mucho esta idea a decir que el elemento imparcial de la moralidad es una especie de capa que recubre nuestra naturaleza evolucionada?

En The Expanding Circle, sugerí que es nuestra capacidad evolucionada para razonar lo que nos da nuestra habilidad para adoptar una perspectiva imparcial. En tanto que seres dotados de raciocinio, podemos abstraemos de nuestra situación y ver que otros, fuera de nuestro grupo, tienen intereses similares a los nuestros. También podemos ver que no existe ninguna razón imparcial por la que sus intereses no debieran tener la misma importancia que los de nuestro propio grupo, e incluso que los nuestros propios.

¿Quiere esto decir que la idea de una moralidad imparcial es contraria a nuestra naturaleza evolucionada? La respuesta es que sí, si por «naturaleza evolucionada» entendemos la naturaleza que compartimos con otros mamíferos sociales a partir de los cuales hemos evolucionado. Ningún animal no humano, ni tan siquiera los grandes simios, se aproximan a nuestra capacidad para razonar. Así que, si esta capacidad para razonar se sitúa detrás del elemento imparcial de nuestra moralidad, entonces constituye una novedad en la historia evolutiva. Por otra parte, nuestra capacidad para razonar es parte de nuestra naturaleza y, como cualquier otro aspecto de la misma, es un producto de la evolución. Lo que la hace diferente de otros elementos de nuestra naturaleza moral es que las ventajas evolutivas que la razón nos concede no son específicamente sociales. La capacidad para razonar ofrece ventajas muy generales. Tiene importantes aspectos sociales: nos ayuda a comunicarnos mejor con otros miembros de nuestra especie y por ende a cooperar en la ejecución de planes más detallados. Pero la razón también nos ayuda, en tanto que individuos, a encontrar agua y comida, y a comprender y evitar las amenazas de los predadores o las procedentes de los acontecimientos naturales. Nos permite, por ejemplo, controlar el fuego.

Aun cuando la capacidad para razonar nos ayude a sobrevivir y a reproducirnos, una vez desarrollada puede conducirnos a situaciones que no suponen una ventaja directa para nosotros en términos evolutivos. La razón es comó un ascensor: una vez que entramos, no podemos bajarnos hasta que no lleguemos adonde nos ha llevado. La capacidad para contar puede resultar útil, pero mediante un proceso lógico nos lleva a las abstracciones propias de la matemática abstracta que no tienen ninguna ventaja en términos evolutivos. Quizás ocurre lo mismo en el caso de la perspectiva adoptada por el espectador imparcial de Smith.[36]

Al concebir de este modo el papel de la razón en la moral, difiero del punto de vista de De Waal respecto de las lecciones a extraer del innovador trabajo de J. D. Greene, en el que utiliza técnicas de neuroimagen para ayudarnos a entender lo que ocurre con los juicios morales. De Waal dice:

Mientras que la teoría de la capa, con su énfasis en la singularidad humana, predice que la resolución de un problema moral se asigna a añadidos de nuestro cerebro evolutivamente recientes, tales como el córtex prefrontal, la neuroimagen muestra que la tarea de realizar un juicio moral implica a una gran variedad de zonas cerebrales, algunas de ellas muy antiguas (Greene y Haidt, 2002). En resumen, la neurociencia parece apoyar la postura de que la moralidad humana está evolutivamente anclada en la socialidad de los mamíferos.

Para entender por qué esta conclusión no es la conclusión a la que debemos llegar, necesitamos conocer más datos acerca del trabajo realizado por Greene y sus colegas. Utilizaron neuroimágenes para examinar la actividad cerebral cuando la gente respondía a situaciones conocidas en la literatura filosófica como «el problema de la vagoneta».[37] En la versión clásica del problema de la vagoneta, estamos junto a las vías del tren cuando de repente vemos que una vagoneta, sin nadie a bordo, va deslizándose por la vía en dirección a un grupo de cinco personas. Todas ellas morirán si la vagoneta continúa su trayectoria. Lo único que podemos hacer para evitar estas cinco muertes es activar una aguja que desvíe la vagoneta a una vía lateral, donde únicamente matará a una persona. Al ser preguntada sobre qué hacer en tal circunstancia, la mayoría de la gente dice que deberíamos desviar la vagoneta a la vía lateral, salvando así un total neto de cuatro vidas.

En otra versión del problema, la vagoneta está como en el ejemplo anterior a punto de matar a cinco personas. En esta ocasión, sin embargo, no nos encontramos cerca de las vías, sino en un puente elevado sobre las mismas. No podemos desviar la vagoneta. Pensamos en saltar del puente y tirarnos delante de la vagoneta, sacrificando nuestra vida para salvar a las personas que se encuentran en peligro, pero nos damos cuenta de que somos demasiado ligeros para detenerla. Sin embargo vemos que a nuestro lado hay un desconocido de gran tamaño. El único modo de impedir que la vagoneta mate a las cinco personas es empujar a este desconocido puente abajo, delante de la vagoneta. Si empujamos al desconocido, morirá, pero salvaremos la vida de las otras cinco personas. Al ser preguntadas sobre qué hacer en esta situación, la mayoría de la gente dice que no debemos empujar al desconocido.

Greene y sus colegas ven estas situaciones como diferentes en el sentido de que una implica una situación «impersonal» como es activar una palanca de cambios, o una violación «personal», como empujar a un desconocido puente abajo. Descubrieron que cuando los sujetos decidían sobre casos «personales», las partes del cerebro asociadas a la actividad emocional se activaban más que cuando se les pedía tomar una decisión en casos «impersonales». De manera más significativa aún, la minoría de sujetos que llegaron a la conclusión de que sería correcto actuar de modo que fuera necesaria una violación personal para minimizar los daños totales (por ejemplo, quienes dijeron que sería correcto empujar al desconocido puente abajo) mostraron más actividad en las partes del cerebro asociadas a la actividad cognitiva y tardaron más tiempo en adoptar una decisión que quienes dijeron «no» a tales acciones.[38] En otras palabras: enfrentados a la necesidad de atacar físicamente a otra persona, nuestras emociones se ven poderosamente alteradas, y para algunos el hecho de que ésta sea la única manera de salvar varias vidas resulta insuficiente para superar dichas emociones. Pero quienes se muestran dispuestos a salvar el mayor número de vidas posible, aun cuando esto implique empujar a una persona hacia su muerte, parecen estar utilizando la razón para anular su resistencia emocional a la violación personal que ese empujón supone.

¿Apoya esto la idea de que «la moralidad humana está evolutivamente anclada en la socialidad mamífera»? Hasta cierto punto, así es. Las respuestas emocionales que llevan a la mayor parte de la gente a decir que está mal empujar a un desconocido puente abajo pueden ser explicadas exactamente en los mismos términos evolutivos que De Waal emplea en sus conferencias y sostiene con ejemplos extraídos de sus observaciones del comportamiento primate. Igualmente, es fácil ver por qué no habríamos desarrollado respuestas similares ante ejemplos como el del cambio de agujas, que también puede causar la muerte o provocar heridas, pero lo hace a distancia. En toda nuestra historia evolutiva, hemos sido capaces de hacer daño a otros empujándoles con violencia, pero es únicamente en los últimos siglos (un espacio de tiempo demasiado breve como para marcar diferencias en nuestra naturaleza evolutiva) que tenemos la capacidad de dañar a otras personas mediante acciones como la de hacer un cambio de agujas.

Antes de tomar este ejemplo como confirmación de la validez del punto de vista de De Waal, no obstante, necesitamos reflexionar sobre aquellos sujetos en los estudios de Greene que concluyeron que, al igual que es correcto activar una palanca para desviar un tren y matar a una persona para salvar a cinco, también es correcto empujar a una persona puente abajo matando a una persona para salvar a cinco. Éste es un juicio que ningún otro mamífero social parece capaz de realizar. Pero también se trata de un juicio moral que parece provenir no de la herencia evolutiva común que compartimos con otros mamíferos sociales, sino de nuestra capacidad para razonar. Al igual que otros mamíferos sociales, tenemos respuestas emocionales automáticas para ciertos tipos de comportamiento, respuestas que a su vez constituyen una parte importante de nuestra moralidad. Pero, frente a otros mamíferos sociales, podemos reflexionar sobre nuestras respuestas emocionales y elegir rechazarlas. Recordemos si no la frase que Humphrey Bogart pronuncia en el final de Casablanca cuando, en el papel de Rick Blaine, le dice a la mujer a la que ama (lisa Lund, interpretada por Ingrid Bergman) que suba al avión con su marido: «No se me da bien ser noble, pero no hay que esforzarse mucho para ver que los problemas de tres personas no importan nada en este mundo de locos». Quizá no se requiera demasiado, pero sí se requieren capacidades que ningún otro mamífero social posee.

Si bien comparto con De Waal la admiración que siente hacia David Hume, en la actualidad he desarrollado un gran respeto —aun a regañadientes— por el filósofo al que se considera el gran rival de Hume: Immanuel Kant. Kant pensaba que la moralidad debe basarse en la razón, no en nuestros deseos o emociones.[39] Sin lugar a dudas, Kant erró al pensar que la moralidad puede estar basada únicamente en la razón, pero resulta igualmente erróneo ver la moralidad únicamente como una serie de respuestas emocionales o instintivas, no controladas por nuestra capacidad para el razonamiento crítico. No tenemos por qué aceptar como algo dado las respuestas emocionales grabadas en nuestra naturaleza biológica a lo largo de millones de años de vida en pequeños grupos tribales. Somos capaces de razonar y de tomar decisiones, y podemos rechazar dichas respuestas. Quizás únicamente lo hagamos en función de otras respuestas emocionales, pero el proceso implica la capacidad de razonar y de abstracción, y podría conducirnos, tal como el propio De Waal reconoce, a una forma de moralidad que es más imparcial de lo que nuestra historia evolutiva en tanto que mamíferos sociales (en ausencia de dicho proceso racional) permitiría.

Al igual que Kant no está tan equivocado como De Waal sugiere, también Richard Dawkins tiene algo de razón cuando (en un pasaje que De Waal expone como un lamentable ejemplo de la teoría de la capa) escribe que «Somos los únicos que, en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas».[40] Nuevamente, si tenemos en cuenta el argumento de De Waal sobre el aspecto imparcial de al menos parte de la moralidad humana, resulta difícil ver por qué se opone a esta frase de Dawkins. Lo que Dawkins dice no es en absoluto diferente del propio comentario de Darwin en El origen del hombre de que los instintos sociales «con la ayuda de los poderes intelectivos activos y los efectos creados por el hábito conducen de forma natural a la regla de oro: “Trata a los demás como quieras que te traten a ti”; y aquí se encuentra la base de la moralidad».

Así pues, la cuestión no es si aceptamos la visión que de la moralidad nos ofrece la teoría de la capa, sino qué parte de la moralidad es una capa y qué parte es estructura subyacente. Quienes aseguran que toda la moralidad es una capa dispuesta sobre una naturaleza humana esencialmente egoísta e individualista están equivocados. Pero una moralidad que vaya más allá de nuestro propio grupo y muestre verdadero interés por todos los seres humanos bien puede ser vista como una fina capa que recubre la naturaleza que compartimos con otros mamíferos sociales.

LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES Y EL TRATO IGUALITARIO

En 1993 cofundé, junto a la italiana defensora de los derechos de los animales Paola Cavalieri, el Proyecto Gran Simio, una iniciativa internacional que tenía por objeto conseguir que se respetaran los derechos de los grandes simios. El proyecto fue simultáneamente una idea, una organización y un libro. El proyecto «Gran Simio»: la igualdad más allá de la humanidad incluye trabajos de filósofos, científicos y expertos en el comportamiento de los grandes simios, como Jane Goodall, Toshisada Nishida, Roger y Deborah Fouts, Lyn White Miles, Francine Patterson, Richard Dawkins, Jared Diamond y Marc Bekoff. El libro comienza con una «Declaración sobre los grandes simios» que todos los contribuyentes al proyecto apoyaron. La Declaración exige que se haga extensiva a los grandes simios la llamada «comunidad de iguales», que define como «una comunidad moral en la que aceptamos que determinados principios o derechos morales fundamentales, que se puedan hacer valer ante la ley, rijan nuestras relaciones mutuas». En estos principios o derechos, se afirma, se encuentran el derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura.

Desde el lanzamiento del Proyecto Gran Simio, varios países (incluidos Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Suecia y Austria) han prohibido la utilización de grandes simios en la investigación médica. En Estados Unidos, si bien se siguen utilizando chimpancés en la investigación, ya no se considera aceptable matar grandes simios cuando su utilidad como sujetos experimentales es mínima. En su lugar, son «jubilados» en santuarios para simios, si bien en la actualidad no existen suficientes lugares de estas características para acoger a todos los chimpancés, y algunos de ellos siguen viviendo en pésimas condiciones.

Supongo que mi compromiso con el Proyecto Gran Simio, y quizá también mi ya larga abogacía a favor de la «liberación animal»,[41] me convierten en uno de los objetos de las críticas que De Waal lanza contra los defensores de los derechos de los animales en su apéndice C. Sin embargo, de nuevo es importante recordar todo lo que De Waal y yo tenemos en común. De Waal tiene un fuerte sentido de la realidad del dolor animal. Rechaza con firmeza la posición de quienes sostienen que es «antropomórfico» atribuir a los animales características tales como las emociones, la conciencia, la comprensión o incluso la política o la cultura. Cuando se combina un sentido tan rico de las experiencias subjetivas del animal con el apoyo a «iniciativas para prevenir el abuso contra los animales», como es el caso de De Waal, nos aproximamos mucho a la posición de los defensores de los derechos de los animales. Toda vez que hemos reconocido que los animales no humanos tienen necesidades emocionales y sociales complejas, empezamos a ver allí donde otros no ven nada; por ejemplo, en el método estándar para mantener preñadas a las cerdas en las granjas intensivas modernas: situadas sobre una superficie de cemento, sin ningún tipo de mullido, aisladas en una jaula metálica e incapaces de moverse libremente, manipular su entorno, interactuar con sus congéneres o construir una cama para sus crías antes del parto. Si todo el mundo compartiera el punto de vista de De Waal, el movimiento animalista alcanzaría rápidamente sus más importantes objetivos.

Tras mostrarse de acuerdo con la idea de que no debemos abusar de los animales, De Waal añade que «sigue siendo un gran paso decir que el único modo de asegurar que se les trate decentemente es darles derechos y abogados». Preferiría separar la cuestión de si los animales deberían tener derechos de la cuestión de si deberían disponer de abogados. Estoy completamente de acuerdo con De Waal en que actualmente la gente (y especialmente los estadounidenses) se muestra demasiado dispuesta a acudir ante un tribunal para conseguir sus propósitos. El resultado es una colosal pérdida de tiempo y de recursos, así como el desarrollo de una tendencia en las instituciones a pensar a la defensiva sobre cuál es el mejor modo de evitar una demanda judicial. Pero reconocer que todos los animales deberían tener algún tipo de derechos básicos no implica necesariamente llamar a sus abogados. Podríamos, por ejemplo, legislar con el fin de proteger los derechos de los animales y hacer que dichas leyes se cumplan. Existen numerosas leyes que son muy eficaces precisamente porque imponen un estándar que prácticamente todo el mundo está dispuesto a cumplir sin tener que arrastrar a nadie ante un tribunal. Por ejemplo, hace algunos años Gran Bretaña prohibió el alojamiento de cerdos en el tipo de jaulas anteriormente descritas. Como consecuencia, cientos de animales viven en mejores condiciones. Sin embargo, aún no he oído que ninguna piara inglesa haya conseguido abogado, ni que las autoridades se hayan visto obligadas a llevar a ningún granjero ante los tribunales por seguir manteniendo a sus piaras en jaulas después de que la ley se hiciera efectiva.

De Waal se opone a la idea de derechos de los animales sobre la base de que «la concesión de derechos a los animales depende por entero de nuestra buena voluntad. Consecuentemente, los animales disfrutarán únicamente de aquellos derechos que les concedamos. Nunca oiremos hablar del derecho de los roedores a ocupar nuestros hogares, del derecho de los estorninos a atacar cerezos, o de perros que decidan qué ruta habrá de seguir su dueño. En mi opinión, los derechos que se conceden de forma selectiva no pueden ser calificados de tales». Sin embargo, la concesión de derechos a seres humanos intelectualmente discapacitados también depende enteramente de nuestra buena voluntad. Y todos los derechos son concedidos de forma selectiva. Los bebés no disfrutan del derecho al voto, y las personas que como resultado de una enfermedad mental o una anormalidad muestran una tendencia a comportarse de forma violenta y antisocial pueden perder el derecho a la libertad. Pero todo ello no significa que el derecho al voto o a la libertad no puedan ser considerados derechos en toda regla.

De cualquier manera, en realidad estoy de acuerdo con De Waal cuando sugiere que en lugar de hablar de derechos de los animales, podríamos hablar de nuestras obligaciones para con ellos. En política, los asertos sobre los derechos se convierten en eslóganes magníficos, puesto que son rápidamente entendidos como declaraciones de que a alguien, o a algún grupo, se le está negando algo importante. Es en este sentido que brindo mi apoyo a la Declaración de los Grandes Simios y la reclamación de derechos contenida en la misma. Sin embargo, en mi papel de filósofo más que de activista, ya sean los humanos o los animales el objeto de nuestro interés, encuentro que las reclamaciones sobre estos derechos resultan insatisfactorias. Diferentes pensadores han elaborado una serie de listas de derechos humanos supuestamente evidentes y argumentos a favor de que exista una única lista en lugar de varias listas que a su vez den lugar a nuevas listas como respuesta. Cuando los derechos chocan, como es inevitable que ocurra, los debates sobre qué derecho debería tener mayor peso no suelen conducir a ninguna parte. Esto es debido a que los derechos no constituyen en realidad la base de nuestras obligaciones morales. En sí mismos, los derechos se basan en la preocupación por los intereses de todos aquellos afectados por nuestras acciones: un principio básico que puede alcanzarse si adoptamos la perspectiva del «espectador imparcial» de Smith, un punto de vista más refinado de la idea kantiana de asegurar que la máxima de nuestras acciones se convierta en ley universal, o incluso de la más antigua aún «regla de oro».

Adoptar esta perspectiva basada en las obligaciones más que en los derechos aún nos obliga a determinar el peso que hemos de conceder a los intereses de los animales. De Waal escribe: «Deberíamos utilizar los nuevos descubrimientos sobre la vida mental de los animales para promover en los humanos una ética del cuidado en la cual nuestros intereses no sean los únicos en la balanza». Sin lugar a dudas, esto debería ser lo mínimo que hiciéramos. Pero reconocer que los intereses humanos no han de ser «los únicos en la balanza» es muy vago. De Waal también dice: «Creo que nuestra primera obligación moral es para con los miembros de nuestra propia especie». Menos vago, pero no deja de ser un mero aserto. De Waal también apunta que los defensores de los animales aceptan procedimientos médicos desarrollados mediante investigaciones con animales; como mucho, éste es un argumento ad hominem contra personas que podrían no ser lo suficientemente fuertes moralmente como para rechazar asistencia médica en caso de necesidad. De hecho, hay defensores de los derechos de los animales que rechazan tratamientos médicos desarrollados con animales, si bien son minoría. Podría también argumentarse que debemos rechazar la idea de la igualdad entre los seres humanos porque no se conocen casos de defensores de esta idea que hayan decidido voluntariamente vivir en condiciones de penuria para ayudar a personas de otros países que están muriéndose de hambre. (Nuevamente, sí hay algunos casos que se aproximan a esto, como por ejemplo el de Zell Kravinsky.)[42] De hecho, el vínculo entre la idea y la acción sugerida es más fuerte en el caso de la igualdad entre los seres humanos y el darse a los pobres que en el caso de los derechos de los animales y el rechazo de un tratamiento médico desarrollado mediante experimentos en animales, porque el dinero que damos a los pobres podría salvar la vida de personas que en nuestra opinión valen lo mismo que nosotros mismos, mientras que no está del todo claro hasta qué punto el hecho de que algunas personas rechacen un tratamiento médico podría beneficiar a ningún animal presente o futuro.

¿Por qué el hecho de que los animales no humanos no sean miembros de nuestra especie justifica que concedamos menos importancia a sus intereses que la que le concedemos a intereses similares que se dan entre miembros de nuestra especie? Si argumentamos que el estatus moral depende de la condicion de miembro de nuestra propia especie, ¿en qué se diferencia nuestra postura de la de la mayor parte de las personas abiertamente racistas o sexistas, es decir, aquellos que creen que ser blanco, u hombre, equivale a gozar de un estatus moral superior, sin tener que considerar ninguna otra característica o cualidad? De Waal sostiene que el paralelismo que el movimiento animalista establece entre la abolición del abuso de animales y la abolición de la esclavitud es «escandaloso» porque, frente a los negros o las mujeres, los animales no humanos nunca podrán ser miembros de pleno derecho de nuestra comunidad. La diferencia está ahí, pero si los animales no pueden ser miembros de pleno derecho de nuestra comunidad, entonces tampoco los seres humanos con graves discapacidádes intelectuales podrían serlo. Y sin embargo no creemos que esto sea razón suficiente para preocuparnos menos por su sufrimiento. Del mismo modo, el hecho de que los animales no puedan ser miembros de pleno derecho de nuestra sociedad no debería ir en contra de que podamos conceder la misma importancia a sus intereses. Si un animal siente dolor, el dolor importa tanto como cuando es un humano el que sufre; ocurre lo mismo si el dolor provoca el mismo sufrimiento y tiene la misma duración, o si no tiene ninguna consecuencia negativa para el ser humano más de las que pueda tener para el animal no humano. De manera que hay algo de verdad en el paralelismo entre la esclavitud humana y la esclavitud animal. En ambos casos, miembros de un grupo más poderoso se arrogan el derecho de utilizar a otros seres de fuera del grupo para sus propios fines egoístas, ignorando ampliamente sus intereses. Esta utilización se justifica posteriormente mediante una ideología que explique por qué los miembros del grupo más poderoso valen más y tienen el derecho, a veces divino, de gobernar sobre los extraños al grupo.

Si bien ocurre que el principio de igualdad únicamente puede aplicarse tal cual en el caso de que animales y humanos tengan intereses parecidos (y determinar qué intereses son «parecidos» no es precisamente tarea fácil), resulta igualmente difícil comparar diferentes intereses humanos, especialmente en el caso de diferentes culturas. Esto no significa que descartemos los intereses de personas con culturas diferentes a las nuestras. Claro está que las capacidades mentales de diferentes seres afectarán al modo en que experimentan dolor, y estas diferencias pueden ser importantes. Pero todos estaríamos de acuerdo en que el dolor que siente un bebé es algo malo, aun cuando el bebé no sea más consciente que, por ejemplo, un cerdo, y no tenga capacidades desarrolladas en los campos de la memoria o la anticipación. El dolor puede servir también para avisar de algún peligro, de modo que, si lo consideramos en su conjunto, no siempre es malo. Sin embargo, a menos que exista algún beneficio que lo compense, deberíamos considerar que todas las experiencias de dolor que guardan alguna similitud son igualmente malas, sea cual sea la especie que sienta ese dolor.

Junto a este principio general de la igual consideración de intereses, no obstante, sigue siendo posible estar de acuerdo con la aseveración de De Waal de que «los simios merecen un estatus especial», no tanto porque son nuestros parientes más próximos, ni porque su similitud con nosotros pueda «movilizar mayores sentimientos de culpa cuando se les daña», sino por lo que conocemos acerca de la riqueza de sus vidas sociales y emocionales, su nivel de autoconciencia y su comprensión de la situación en la que viven. Al igual que dichas características a menudo hacen que los humanos suframos más que otros animales, también harán que a menudo los grandes simios sufran más que los ratones. Evidentemente, no todas las investigaciones causan sufrimiento, y el test que De Waal cree que la investigación con grandes simios debería superar (que sea «el tipo de investigación que no nos importaría llevar a cabo con voluntarios humanos») se adecúa a la igual consideración de intereses.

Existe no obstante una razón añadida para conceder un estatus especial a los grandes simios. Gracias en parte al propio trabajo de De Waal, así como al de Jane Goodall y otros, sabemos mucho más sobre las vidas mentales y emocionales de los grandes simios que sobre las de otros animales. Por todo lo que sabemos, y porque podemos ver una parte tan significativa de nuestra naturaleza reflejada en ellos, los grandes simios pueden ayudarnos a enmendar la brecha abierta entre nosotros y el resto de los animales tras varios milenios de adoctrinamiento judeocristiano. Reconocer que los grandes simios tienen derechos básicos nos ayudaría a ver que las diferencias que nos separan del resto de los animales son una cuestión de grado, y en consecuencia ello nos llevaría a tratarles mejor.