INTRODUCCIÓN
Josiah Ober y Stephen Macedo
En la serie de Conferencias Tanner sobre Valores Humanos que dieron lugar a este libro, Frans de Waal pone a nuestra disposición decenios dedicados al trabajo con primates, así como su costumbre de pensar en profundidad sobre el sentido de la evolución, para examinar la cuestión fundamental de la moralidad humana. Tres distinguidos filósofos y un eminente estudioso de la psicología de la evolución responden posteriormente a la forma en que De Waal plantea la pregunta, así como a su subsiguiente respuesta. Sus ensayos demuestran aprecio por la labor de De Waal, al tiempo que se muestran críticos con algunas de sus conclusiones. De Waal responde a sus críticos en un epílogo. Si bien existe un desacuerdo significativo entre estos cinco ensayistas tanto sobre la pregunta a formular como sobre su respuesta, comparten también muchos puntos. En primer lugar, todos los colaboradores de este libro aceptan la explicación científica tradicional de la evolución biológica como algo basado en la selección natural arbitraria. Ninguno de ellos sugiere que haya razón alguna para suponer que los humanos sean diferentes de otros animales en su esencia metafísica, y ninguno de ellos basa sus argumentos en la idea de que los humanos seamos únicos por contar con un alma trascendente.
Una segunda premisa importante compartida por De Waal y sus cuatro interlocutores es que la bondad moral es algo real sobre lo que podemos establecer premisas ciertas. Como mínimo, la bondad requiere reconocer de forma apropiada a los demás. Del mismo modo, la maldad incluye esa clase de egoísmo que nos lleva a tratar a los demás inadecuadamente, al ignorar sus intereses o tratarles como meros instrumentos. Las dos premisas básicas de la ciencia de la evolución y la realidad moral establecen las fronteras del debate acerca de los orígenes de la bondad tal cual se presentan en este libro. Esto significa que los creyentes religiosos comprometidos con la idea de que los seres humanos están singularmente dotados de una serie de atributos (incluido un sentido de lo moral) solamente mediante la gracia divina no participan en la discusión aquí presentada. Como tampoco participan aquellos científicos sociales fieles a una versión de la teoría del agente racional que considera la esencia de la naturaleza humana como una tendencia irreductible a preferir el egoísmo (hacer trampas, u obtener beneficios sin esfuerzo alguno) a la cooperación voluntaria. Tampoco, en última instancia, participan en el debate los relativistas morales, que creen que una acción puede ser juzgada como correcta o incorrecta únicamente en el ámbito de lo local, referida a consideraciones contingentes y contextuales. De modo que lo que este libro ofrece es un debate entre cinco especialistas que están de acuerdo en algunos temas esenciales acerca de la ciencia y la moralidad. Se trata de una conversación seria y animada sostenida por un grupo de pensadores profundamente comprometidos con el valor y la validez de la ciencia, así como con el valor y la realidad de una moralidad que tenga en cuenta a los demás.
La pregunta que De Waal y sus interlocutores pretenden responder es la siguiente: dado que existen razones científicas de peso para suponer que el egoísmo (al menos en un nivel genético) es un mecanismo primario de selección natural, ¿cómo es que los humanos hemos desarrollado un vínculo tan fuerte con el valor de la bondad? O, dicho de otra manera, ¿por qué no pensamos que está bien ser malo? Para aquellos que creen que la moralidad es algo real, pero que no puede ser explicado o justificado simplemente mediante el recurso a la presunción teológica de que la singular propensión humana a hacer el bien es un producto de la gracia divina, ésta es una cuestión de difícil respuesta, a la par que importante.
El objeto de De Waal es presentar argumentos frente a las respuestas dadas por lo que él mismo define como teoría de la capa [Veneer Theory] a la pregunta de «por qué la moralidad»: el argumento de que la moralidad sería únicamente una fina capa que recubre un núcleo bien amoral, bien inmoral. De Waal sugiere que la teoría de la capa está, o cuando menos así era hasta hace poco, bastante extendida. El principal objeto de su crítica es Thomas Huxley, un científico conocido como «el bulldog de Darwin» debido a su furibunda defensa de la teoría de la evolución de Darwin frente a sus detractores decimonónicos. De Waal sostiene que Huxley traicionó sus propias convicciones darwinianas al defender una visión de la moralidad similar a la idea de lo que supondría cuidar un jardín: una batalla constante contra las lozanas malas hierbas de la inmoralidad que perennemente amenazan la psique humana. Otros de los objetos de la crítica de De Waal serían algunos teóricos del contrato social (de forma más notable Thomas Hobbes) que inician sus reflexiones con una concepción de los humanos como seres fundamentalmente asociales o incluso antisociales, así como algunos biólogos evolutivos que, a su modo de ver, tienden a generalizar a partir del papel del egoísmo en el proceso de selección natural.
Ninguno de los cinco autores que participan en este volumen se identifica como un «teórico de la capa» en el sentido en que lo define De Waal. Y aun así, tal como muestran los ensayos, la teoría de la capa puede ser concebida de diversas maneras. Podría ser, pues, válida para describir un tipo ideal de TC, aun cuando caiga en el riesgo de no ser sino un espejismo. La teoría de la capa en su formulación ideal asume que los humanos somos bestiales por naturaleza y que, en consecuencia, somos malos (esto es, profundamente egoístas); así, lo que se espera es que actuemos con maldad, esto es, que tratemos a los demás inadecuadamente. Con todo, es un hecho observable que a menos en algunas ocasiones los seres humanos tratan bien y de forma adecuada a los demás, como si fueran buenos. Si, como postula la teoría, los seres humanos son esencialmente malos, su buen comportamiento deberá explicarse como el producto de una capa de moralidad misteriosamente superpuesta sobre un núcleo natural maligno. La principal objeción de De Waal es que la teoría de la capa no puede identificar el origen de esta capa de bondad. Esa capa es algo que aparentemente existe fuera de la naturaleza y por lo tanto debe ser rechazada como un mito por cualquier persona dedicada de lleno a la explicación científica de los fenómenos naturales.
Si la teoría de la capa acerca de la bondad moral se basa en un mito, el fenómeno de la bondad humana deberá ser explicado de otro modo. De Waal comienza dando la vuelta a la premisa de partida: sugiere que los humanos somos buenos por naturaleza. Nuestra «naturaleza buena» nos viene heredada, junto con otras muchas cosas, de nuestros ancestros no humanos a través del ya conocido proceso darwiniano de la selección natural. Para poner a prueba esta premisa, De Waal nos invita a observar con atención el comportamiento de nuestros parientes no humanos más cercanos: primero los chimpancés, después otros primates más alejados de nosotros y finalmente otros animales sociales que no son primates. Si nuestros parientes más cercanos actúan de hecho como si fueran buenos, y si nosotros los humanos actuamos como si fuéramos buenos, entonces el principio metodológico de la parsimonia nos insta a suponer que la bondad es real, que la motivación para hacer el bien es natural y que la moralidad de los humanos y de sus parientes tiene un origen común.
Si bien la bondad en la conducta humana está más desarrollada que la bondad de la conducta no humana, De Waal sostiene que al ser más sencilla, deberíamos considerar la moralidad no humana en un sentido sustancial como el fundamento de la moralidad más compleja que hallamos en los humanos. La evidencia empírica para la teoría «anticapa» de De Waal que une la moralidad humana con la no humana se basa en meticulosas observaciones del comportamiento de los parientes de los humanos.
La larga y exitosa carrera de De Waal ha transcurrido observando minuto a minuto el comportamiento de los primates, lo que le ha permitido tomar nota de muchas actitudes bondadosas entre los mismos. En el proceso, ha desarrollado un inmenso respeto y cariño hacia sus sujetos. Parte del placer de leer los escritos de De Waal sobre primates —placer que irradia cada uno de los ensayos de sus interlocutores— es su evidente disfrute de los años en los que ha trabajado con chimpancés, bonobos y capuchinos, así como su consideración de los mismos como colaboradores suyos en una empresa de dimensiones colosales.
De Waal concluye que la capacidad humana para actuar correctamente y no con maldad todo el tiempo tiene sus orígenes evolutivos —al menos en algunas ocasiones— en emociones que compartimos con otros animales: en respuestas involuntarias (no elegidas y prerracionales) y psicológicas obvias (y por tanto observables) ante las circunstancias de los demás. La empatia es una respuesta emocional importante y fundamental. De Waal explica que la reacción empática es, en primera instancia, una cuestión de «contagio emocional». La criatura A se identifica directamente con las circunstancias de la criatura B, llegando a sentir, por así decirlo, su «dolor». A este nivel, la empatia es todavía en cierto sentido egoísta: A quiere consolar a B porque A ha «pillado» el dolor de B y busca consuelo él mismo. A un nivel más avanzado, no obstante, la empatia emocional tiene como resultado un comportamiento compasivo: esto es, el reconocimiento de que B tiene una serie de querencias o necesidades situacionalmente específicas que son diferentes de las de A. De Waal ofrece el adorable e ilustrativo ejemplo de una chimpancé que intenta ayudar a un pájaro herido a volar. Puesto que la acción de volar es algo que la chimpancé no podrá nunca llevar a cabo, la simio está respondiendo a las necesidades concretas del pájaro y a su forma distintiva de estar en el mundo.
El contagio emocional se puede observar con frecuencia en muchas especies; la compasión sólo se observa entre algunos grandes simios. Las respuestas emotivas relacionadas entre sí que conducen a un buen comportamiento incluyen un altruismo recíproco e incluso un sentido de lo que es justo, si bien este último es discutible, tal como señala Philip Kitcher. Una vez más, las formas más complejas y más sofisticadas de estos comportamientos motivados por las emociones, tal como sostiene De Waal, se observan únicamente entre los simios y unas pocas especies más: elefantes, delfines y capuchinos.
Las respuestas emocionales son, según De Waal, los componentes básicos de la moralidad humana. El comportamiento moral entre los humanos es considerablemente más elaborado que el de cualquier animal no humano, pero, según De Waal, es continuo respecto del comportamiento no humano, al igual que la simpatía entre los chimpancés es más elaborada pero continua respecto del contagio emocional en otros animales. Dada esta continuidad, no es necesaria pues imaginar la moralidad como algo que misteriosamente se añade a un núcleo inmoral. De Waal nos invita a vernos a nosotros mismos no como enanos de jardín recubiertos con una fina capa de pintura de colores chillones, sino como una especie de muñecas rusas: nuestro yo moral exterior es ontológicamente continuo con una serie de «yoes prehumanos» que anidan en nuestro interior. Y hasta llegar al fondo de esa figura diminuta situada en el centro, estos «yoes» son homogéneamente «buenos por naturaleza».
Como el vigor de las cuatro respuestas demuestra, la concepción de De Waal acerca de los orígenes y la naturaleza de la moralidad humana plantea una serie de retos. Cada uno de los interlocutores está de acuerdo con la idea de De Waal de que la teoría de la capa tipo carece de atractivo a primera vista, si bien se muestran en desacuerdo sobre el significado exacto de la teoría o sobre si una persona razonable puede llegar a suscribirla, al menos en la forma tan robusta anteriormente perfilada. Aun así, al final cada uno de los interlocutores desarrolla algo que podríamos describir como un primo lejano de la teoría de la capa. Robert Wright es muy claro en este punto, al calificar su postura de «teoría de la capa naturalista». De hecho, tal como señala Peter Singer (pág. 182), el propio De Waal habla en algún momento de lo «frágil» que resulta el esfuerzo humano por hacer extensivo el «círculo de la moralidad» a los desconocidos; locución esta que parece invitarnos a imaginar cuando menos ciertas formas extendidas de moralidad humana como una especie de capa o recubrimiento.
La preocupación de De Waal por cuán lejos puede extenderse ese «círculo de la moralidad» antes de llegar a ser insosteniblemente frágil pone el énfasis sobre la cuestión que lleva a sus interlocutores a dibujar una línea visible entre la moralidad humana y la animal. De ahí su firme convicción de que la moralidad «genuina» (Kitcher) debe ser también universalizable. Esta convicción excluye a los animales del ámbito de los seres genuinamente morales. Los coloca «más allá del juicio moral», en palabras de Korsgaard, porque los animales no humanos no hacen de su buen comportamiento algo universal. La tendencia hacia la parcialidad de quienes están dentro del grupo es una constante entre los animales sociales no humanos. Es cierto que, tal como cree De Waal, esta misma tendencia parcial puede ser endógena al ser humano. Y tal como sostiene Robert Wright, podría ser un rasgo endémico de la moralidad humana. Pero como Kitcher, Korsgaard y Singer señalan, la universalización del conjunto de seres (personas o, como dice Singer, criaturas con intereses) para quienes existe una serie de obligaciones morales es conceptualmente posible para los humanos (y para algunos filósofos humanos, es conceptualmente esencial). Y, al menos algunas veces, es puesta en práctica por estos mismos.
Cada uno de los interlocutores formula una pregunta similar, si bien en registros filosóficos bastante diferentes: si incluso los animales no humanos más avanzados tienden por regla general a limitar su buen comportamiento a los miembros del grupo (esto es, los miembros del clan o la comunidad), ¿podemos calificar su comportamiento de moral? Y si la respuesta es no (conclusión a la que llegan todos ellos), debemos entonces asumir que los seres humanos poseen alguna capacidad que es discontinua respecto de las capacidades de todas las especies no humanas. De Waal reconoce el problema, apuntando (como hace Singer, pág. 181) que «es sólo cuando hacemos juicios generales e imparciales que podemos verdaderamente hablar de aprobación o desaprobación morales».
La discontinuidad más evidente en lo referido a las capacidades entre los animales humanos y los no humanos se da en el área del lenguaje, y en el uso consciente de la razón que asociamos al singularmente humano uso del lenguaje. La capacidad para hablar, la utilización del lenguaje y la razón están obviamente conectadas con la cognición. Pero ¿qué podemos decir de la cognición no humana? Ninguno de los participantes en este debate supone que exista una especie no humana que sea el igual cognitivo de los seres humanos, pero se nos sigue planteando la pregunta de si los humanos son los únicos capaces de hacer razonamientos morales.
Este es el punto del debate en el que la definición de antropomorfismo se convierte en cuestión acalorada; en concreto, Wright se centra en la importancia de la cuestión del antropomorfismo. De Waal es un fervoroso defensor de una versión económica y crítica del antropomorfismo científico, que él mismo distingue de forma muy contrastada del antropomorfismo sentimental que, si bien resulta encantador, es típico de gran parte de la literatura popular sobre animales. Ninguno de los cuatro interlocutores puede ser encasillado como defensor del antroponegacionismo, término que De Waal utiliza para caracterizar la práctica de quienes, quizás impulsados por un horror estético hacia la naturaleza, se niegan a reconocer las continuidades existentes entre los humanos y otros animales. Gran parte del debate entre filósofos y estudiosos del comportamiento animal acerca de la singularidad humana se ha centrado en la pregunta de si cualquier animal no humano es capaz de desarrollar algo como la teoría de la mente; es decir, si la capacidad para imaginar lo que existe en la mente de otro ser diferente de uno mismo es algo específicamente humano. Existen datos procedentes de la experimentación que podrían apoyar ambos lados del debate. De Waal responde a quienes dudan de que esto sea posible recordándonos que los chimpancés pueden reconocerse en un espejo (demostrando así la existencia de autoconciencia, que a menudo se presupone como condición antecedente a la teoría de la mente). De forma señalada, nos obliga a fijar la atención en el marcado antropocentrismo que exige que los simios sean capaces de formular una teoría propia de mentes humanas.
Con todo, la cuestión de una teoría de la mente no humana sigue sin resolverse, y es necesario investigar más sobre esta cuestión.
Kitcher y Korsgaard establecen una clara distinción entre el comportamiento animal motivado por las emociones y la moralidad humana, que en su opinión debe basarse en una autoconciencia cognitiva acerca de lo adecuado de la línea de acción de uno mismo. Kitcher dibuja la frontera cuando convierte las teorías del espectador de Hume y Smith en una forma de autoconciencia que necesita del discurso para existir. Korsgaard apela a la concepción kantiana de la genuina moralidad. Tanto Kitcher como Koorsgard describen a los animales no humanos como seres que actúan caprichosamente y sin motivo, sirviéndose de un concepto desarrollado en otros contextos por el filósofo de la moral Harry Frankfurt. Estos seres «caprichosos» de Frankfurt carecen de un mecanismo por el cual discriminar de forma consistente entre las variadas motivaciones que de vez en cuando les impulsan a actuar. Así, no puede decirse que los seres que actúan caprichosamente se guíen por un razonamiento autoconsciente acerca de lo apropiado de sus acciones propuestas. Pero la pregunta surge, entonces, de si Kitcher y Korsgaard no estarán poniendo el listón de la moralidad a un nivel al que incluso la mayor parte de las acciones humanas no puede llegar. Cada filósofo ofrece una explicación autoconscientemente normativa de la moralidad sobre cómo la gente debe actuar, más que una explicación descriptiva de cómo la mayoría de nosotros actuamos la mayor parte del tiempo. Si la mayoría de los humanos, con su comportamiento actual, actúa de forma gratuita y sin motivo, quizás estemos quitando importancia a la idea de que todos los animales no humanos actúan también de forma caprichosa.
El mismo problema surge en la discusión de Singer sobre lo que los filósofos de la moral llaman «problemas de la vagoneta». La preocupación consecuencialista de Singer respecto a los intereses sumativos le lleva a sostener que la razón moral exige que bajo las circunstancias adecuadas uno debería empujar a otro ser humano frente a una vagoneta descontrolada para poder salvar la vida de otras cinco personas (la premisa es que el cuerpo de uno mismo sería demasiado ligero para parar la vagoneta, mientras que el de la persona a la que empujamos tendría la masa suficiente para detenerla). Singer hace alusión a los estudios realizados con escáneres del cerebro en individuos a quienes se les hace la pregunta de cómo debería uno reaccionar en esta situación. Las personas que dicen que uno no debería matar en esa situación hacen juicios rápidos, y su actividad cerebral en el momento de la toma de decisión se concentra en zonas asociadas a la emoción. Aquellos que dicen que hay que matar muestran mayor actividad en las partes del cerebro asociadas con la cognición racional. En consecuencia, Singer sostiene que lo que él “considera como la respuesta moralmente correcta es también la respuesta cognitivamente racional. Con todo, Singer también reconoce que quienes dan la respuesta correcta son minoría: la mayoría de la gente no dice que elegirían personalmente matar a un individuo para salvar a otros cinco. Singer no cita ningún caso de gente que de hecho haya empujado a otros delante de una vagoneta.
La cuestión es que la evidencia de De Waal, tanto cuantitativa como cualitativa, relativa a la respuesta emocional de los primates está por completo basada en observaciones sobre el comportamiento real. De Waal ha de basar obligatoriamente su explicación sobre la moralidad de los primates en cómo los primates actúan en la realidad, puesto que él no puede acceder a sus historias de «cómo deberían ser las cosas» respecto a lo que la razón moral podría exigirles en una situación ideal, o cómo se supone que deberían actuar en una situación hipotética. Así pues, parece existir el riesgo de que estemos comparando churras con merinas, esto es, contrastando el comportamiento de los primates (basado en observaciones cuantitativas y cualitativas) con los ideales normativos humanos. Por supuesto, los críticos de De Waal podrían responder que la diferencia entre los elementos comparados es precisamente el elemento clave: los animales no humanos no tienen explicaciones de «lo que debería ser», y de hecho no tienen explicaciones de ningún tipo, precisamente porque carecen de la capacidad del habla, el lenguaje y la razón.
Los animales no humanos no pueden enunciar ideales normativos, ni entre ellos mismos, ni para nosotros. ¿Exige este hecho que dibujemos una frontera entre los tipos de comportamiento «moral» motivados por las emociones que De Waal y otros han observado en primates y las acciones «morales genuinas» basadas en la razón de los humanos? Si los encargados de corregir las pruebas de imprenta finales de este libro supieran la respuesta, sabrían a qué palabra de las dos anteriores («moral» o «genuina») habrían de quitarle las comillas. Gran parte de la forma en que nos entendemos a nosotros mismos y al resto de las especies con las que compartimos el planeta se basa precisamente en esa elección. Uno de los propósitos de este libro es el de animar a cada lector a pensar cuidadosamente cómo manejarían esa imaginaria pluma editorial: que cada uno se siente a la mesa para participar en la conversación con estudiosos que piensan largo y tendido y que se preocupan apasionadamente por el comportamiento de los primates, y el conjunto de todos aquellos que piensan y se preocupan también de forma apasionada por la moralidad humana. La existencia de este libro es prueba de que ambos grupos tratan al menos parcialmente cuestiones que se superponen la una sobre la otra. Parte de nuestro propósito es el de trabajar para que se produzca una mayor coincidencia en esta comunión de intereses y promover una discusión profunda entre todos aquellos preocupados por la cuestión del bien y sus orígenes, tanto en los animales humanos como en los no humanos.