ÉTICA Y EVOLUCIÓN:
CÓMO SE LLEGA HASTA AQUÍ

Philip Kitcher

I

Con la posible excepción de Jane Goodall, Frans de Waal ha hecho más que ningún otro primatólogo por cambiar la forma en la que entendemos la vida social de nuestros parientes evolutivos más cercanos. Sus concienzudas observaciones y experimentos han revelado las capacidades para identificar y responder a las necesidades de sus congéneres en los aparentemente más sofisticados chimpancés y bonobos, capacidades también presentes en otros primates. Sus detallados ejemplos sobre la forma en que estas capacidades se manifiestan han acabado con el temor, anteriormente muy común entre los primatólogos, de que postular la existencia de estados y disposiciones psicológicamente complejas en los primates es una forma de antropomorfismo sentimental. Cualquier investigador que espere utilizar el comportamiento social de los primates como vía para entender determinados aspectos de nuestras propias prácticas debería estarle profundamente agradecido.

En su Conferencia Tanner, De Waal parte de décadas de cuidadosas investigaciones para desarrollar lo que Darwin ya había previsto en el capítulo 5 de El origen del hombre. De Waal sugiere que la moralidad humana nace de una serie de disposiciones que compartimos con otros primates, particularmente con aquellos más próximos a nosotros en el árbol filogenético. Pero, al igual que él, mi idea sobre su propuesta resulta muy vaga en aspectos cruciales: ¿qué queremos decir exactamente cuando afirmamos que la moralidad «procede» de rasgos presentes en los chimpancés, o que la moralidad es «una consecuencia de los instintos sociales que compartimos con otros animales», que «muy en el fondo» somos verdaderamente morales, o que «los componentes básicos de la moralidad son muy antiguos evolutivamente hablando»? Para abordar esta postura con mayor precisión articularé una versión propia de lo que creo que De Waal podría tener en mente. Si ésta no es la idea que él tiene, espero que le impulse a desarrollar una alternativa más concreta que la que ha desarrollado hasta ahora.

De hecho, creo que la propia presentación de De Waal se ve obstaculizada por su deseo de machacar lo que en su opinión es una teoría que rivaliza con su propia visión: ese rival, la «teoría de la capa», ha de ser demolido. Pero el hecho de que la destrucción de la teoría sea tan fácil debería servir para alertarnos de que es posible que nos enfrentemos a algunos problemas que no han sido lo suficientemente explicados.

II.

Tal como yo la entiendo, la teoría de la capa divide el reino animal en dos. Por un lado están los animales no humanos, que carecen de la capacidad de la empatia y la amabilidad, y cuyas acciones, hasta el punto en que pueden ser entendidas como intencionales, son la expresión de deseos egoístas. Por otro, los seres humanos, que a menudo actúan guiados por impulsos egoístas, pero que también son capaces de vencer el egoísmo y sentir empatia por los demás, reprimir sus tendencias más viles y sacrificar sus propios intereses en favor de ideales elevados. Los miembros de nuestra especie poseen las disposiciones egoístas que son tan comunes en las partes más complejas del resto del mundo animal, pero tienen algo más, a saber, la habilidad para dominar dichas disposiciones. Nuestra psique no es, pues, un territorio lleno de malas hierbas; podemos ser, también, sus jardineros.

De Waal adscribe esta postura a T. H. Huxley, en cuya célebre conferencia pronunciada en 1893 introdujo la metáfora del jardinero. Acusa a Huxley de desviarse del darwinismo en este punto, pero no me queda claro que, aun cuando ésta fuera una representación adecuada del punto de vista de LJuxley (cosa que dudo), la acusación esté justificada. Un Huxley plenamente darwinista podría responder que la evolución humana implica la emergencia de un rasgo psicológico que muestra una tendencia a inhibir otra parte de nuestra naturaleza psicológica; no se trata de que un elemento misterioso exterior a nosotros se oponga a nuestra naturaleza, sino de que experimentamos conflictos internos que nunca antes habían formado parte de nuestras vidas. Por supuesto, sería razonable pedir a este Huxley darwinista que elaborara una teoría sobre cómo este nuevo mecanismo podría haber evolucionado, pero aun cuando la respuesta resultara ser especulativa, Huxley no sería culpable de asumir que la moralidad constituye un aditivo no naturalista.

La versión de la teoría de la capa que he perfilado y de la que también se ocupa De Waal adopta un punto de vista específico sobre el comienzo y el final de este proceso. En nuestro pasado evolutivo tenemos una serie de antepasados comunes de seres humanos y chimpancés que carecían de capacidades para el altruismo y la empatia. Los seres humanos de hoy en día cuentan con formas de controlar sus urgentes impulsos, y teorizamos sobre la moralidad como una colección de estrategias disciplinarias. La verdadera objeción que se le puede hacer a la teoría de la capa así formulada es que su punto de partida es erróneo. La teoría se ve falsada por toda la evidencia que De Waal ha acumulado sobre las tendencias de chimpancés, bonobos y, hasta cierto punto, otros primates.

Saber valorar en su justa medida este punto debe ser nuestro primer paso en la investigación de la historia evolutiva que une las disposiciones psicológicas de nuestros antepasados con las capacidades que subyacen en nuestro comportamiento moral actual. De Waal hace añicos su versión de la teoría de la capa clarificando el punto de partida de la misma (después de todo, ha dedicado gran parte de su vida a este proyecto), pero es mucho menos claro a la hora de considerar el punto terminal. Términos vagos como «componentes básicos» o «consecuencia directa» aparecen porque De Waal no ha pensado lo suficiente sobre el fenómeno humano cuya existencia en su opinión puede verse anticipada en la vida social de los chimpancés.

Existe un opuesto de la teoría de la capa que podríamos llamar la «teoría de la solidez absoluta». Esta teoría sostiene que la moralidad está presente de una forma básica en nuestros antepasados evolutivos. Quizás en los tiempos de mayor gloria de la sociobiología humana hubo quienes sintieron la tentación de afiliarse a dicha teoría, al suponer, por ejemplo, que la moralidad humana se reduce a la disposición para evitar el incesto (y otras tendencias sencillas similares), y que todas ellas tienen una explicación evolutiva que puede ser aplicable a un amplio número de organismos.[20] Esta teoría considera que el término del proceso evolutivo que da como resultado la moralidad humana es lo mismo que se da en el punto de partida prehumano. No deja de ser ni más ni menos plausible que la propia teoría de la capa tal como De Waal la caracteriza. Todas las posturas que son de algún modo interesantes están, sin embargo, en un terreno intermedio.

De Waal presenta su conferencia con una cita de Stephen Jay Gould, para ser precisos con un pasaje en el que Gould intentaba ofrecer una respuesta a las explicaciones sociobiológicas de la naturaleza humana. Creo que merece la pena reflexionar sobre otra observación de Gould: su comentario de que cuando decimos «Los seres humanos descienden de los simios» podemos enfatizar uno u otro aspecto para resaltar bien las continuidades, bien las diferencias. O, por poner otro ejemplo, la frase de Darwin sobre la «descendencia con modificación» representa fielmente dos aspectos del proceso evolutivo: la descendencia y la modificación. El aspecto menos satisfactorio de las conferencias pronunciadas por De Waal es ver cómo un lenguaje vago («componentes esenciales», «consecuencia directa») actúa como sustituto de cualquier sugerencia específica sobre qué es lo que ha «descendido» y qué ha sido modificado. Criticar tan duramente la teoría de la capa tal como él la expone, o su opuesto, no es suficiente.

III.

De hecho, De Waal nos ofrece más de lo que hasta ahora yo le he reconocido. Ha demostrado estar al día respecto a los avances en el campo de la ética evolutiva (o de la evolución de la ética) de los últimos quince años, un período en el que el ingenuo reduccionismo de las explicaciones de la sociobiología han dado paso a propuestas que parecen proponer una alianza entre Darwin y Hume. La tradición sentimentalista de la teoría ética, en la que, tal como De Waal apunta, Adam Smith merece ocupar cuando menos una posición igual a la de Hume, ha ido ganando enteros entre los filósofos actuales. Y al tiempo que lo ha hecho, aquellos expertos en ética que podían haber tendido hacia posturas evolutivas se han visto tentados por lo que denominaré el «señuelo de Hume-Smith».

Este señuelo consiste en centrar nuestra atención en el papel fundamental que la empatia desempeña en los discursos éticos de Hume y Smith. De modo que primeramente se postula que la conducta moral consiste en la expresión de las pasiones apropiadas, y que la empatia tiene una importancia clave para estas pasiones. Después, se argumenta que los chimpancés poseen capacidades para la empatia, y se concluye que poseen el tipo de núcleo que psicológicamente la moralidad exige. Si lo que nos preocupa es saber qué se quiere decir exactamente con el papel «central» de la empatia o con expresiones como el «núcleo» de la psicología moral, el teórico evolutivo o el primatólogo siempre pueden repartirse la responsabilidad. Hume, Smith y sus coetáneos dilucidaron la forma en que la empatia forma parte de la psicología y el comportamiento morales; los primatólogos han demostrado la existencia de tendencias empáticas en la vida social de los primates; y los teóricos de la evolución demuestran cómo estas tendencias pueden haber evolucionado.[21]

Al caracterizar esta estrategia como el «señuelo de Hume-Smith», pretendo señalar que resulta mucho más problemática de lo que muchos autores pretenden (incluidos algunos filósofos, aunque la mayor parte no lo sean). Para comprender las dificultades que se nos presentan, debemos examinar la noción de altruismo psicológico, reconocer con exactitud qué tipos de altruismo psicológico pueden descubrirse en estudios con primates, y vincular estas cuestiones con los sentimientos morales invocados por Hume, Smith y sus sucesores.

De Waal desea reconocer que los primates no humanos tienen disposiciones que no son meramente egoístas; para explicar estas disposiciones resulta útil pensar en el concepto de «altruismo psicológico». Tal como yo lo entiendo, el altruismo psicológico es una noción compleja que implica un ajuste de los deseos, intenciones y emociones sobre la base de la percepción de los deseos y las necesidades ajenas. De Waal distingue correctamente la noción psicológica de altruismo de su concepción biológica, definida en términos de la promoción del éxito reproductivo de los otros con un coste reproductivo para uno mismo; tal como señala De Waal, la noción más interesante es la que aplicamos únicamente al concepto de comportamiento intencional, que puede ser desvinculada de cualquier pensamiento sobre la asistencia al éxito reproductivo de otros animales.

Para ser exactos, el altruismo psicológico debería explicarse en términos de la relación existente entre diferentes estados psicológicos que varían según sea la percepción de los deseos o necesidades del otro. Si bien una respuesta altruista puede consistir en una modificación de las emociones o intenciones, podría resultar más fácil introducir el concepto si hiciéramos referencia al deseo. Imaginemos a un organismo A en un contexto en el que las acciones posibles no tienen ningún efecto perceptible sobre otro organismo B, y supongamos que A prefiere una opción determinada. Podría ser cierto que en un contexto muy similar al original, en el que hubiera un efecto perceptible sobre B, A eligiera un curso de acción diferente en el que A prestase más atención a los deseos o necesidades de B. Si se cumplen estas condiciones, entonces A habrá cumplido los requisitos mínimos para decir que tiene una disposición altruista respecto a B en tanto que beneficiario. Sin embargo, las condiciones no sería suficientes si no se da también el caso de que el cambio de preferencia de A en la situación en la que los intereses de B entran en juego es causado por la percepción por parte de A de que una acción alternativa estaría más de acuerdo con los deseos o necesidades de B, y más aún, de que el cambio no fue generado por un cálculo de que llevar adelante esa alternativa podría satisfacer otras de las preferencias de A. Este ejemplo me sirve para explicar la idea de que lo que hace que un deseo sea altruista es la disposición para modificar lo que se elige en una situación en la que existe un impacto perceptible sobre otro, que la modificación alinea la elección con mayor exactitud con los deseos y necesidades percibidos del otro, que la modificación es causada por la percepción de esos deseos y necesidades, y que ello no implica un cálculo de las ventajas esperadas como satisfacción de las preferencias actuales.

Ilustremos lo anterior con un ejemplo. Supongamos que A se encuentra con algo de comida y quiere comerla toda; es decir, que en ausencia de B, A se la comería toda. Sin embargo, en presencia de B, A podría elegir compartir su comida con B (modificando así el deseo que habría estado operativo en el contexto en el que B estaría ausente), podría hacerlo porque A percibe que B también desea parte de la comida (o quizá que B necesita parte de la comida), y podría además hacerlo sin que haya calculado que el compartir podría aportarle algún beneficio egoísta ulterior (por ejemplo, que B se muestre más predispuesto a corresponderle en ocasiones futuras). Bajo estas circunstancias, el deseo de A de compartir es altruista respecto de B.

Podemos pensar en la misma estructura aplicada al caso de las emociones o las intenciones: una modificación del estado que habría estado operativo que es causada por la percepción de los deseos o necesidades del otro y que no surge de ningún calculo de beneficios futuros. Pero incluso si nos concentramos únicamente en el caso del deseo altruista, debería estar claro que existen muchas formas de altruismo psicológico. Tal como sugiere mi propia formulación disyuntiva entre «deseos o necesidades», un altruista podría responder bien a los deseos o a las necesidades percibidas del beneficiario. De forma típica, ambos tenderán a coincidir, pero cuando divergen, los altruistas deben elegir a cuál atender. El altruismo paternalista constituye una respuesta a las necesidades mas que a los deseos; el altruismo de tipo no paternalista, en cambio, hace lo opuesto.

Más allá de la distinción entre altruismo paternalista y no paternalista, es asimismo importante reconocer otras cuatro dimensiones del altruismo: la intensidad, el rango o extensión, el alcance y la destreza. La intensidad viene marcada por el grado al que el altruista acomoda el deseo (o la necesidad) percibido en el beneficiario; en el ejemplo sobre el reparto de comida que hemos presentado, se observa concretamente este aspecto en la porción de comida que el altruista está dispuesto a asignar a su beneficiario.[22] El rango o extensión viene marcado por el conjunto de contextos en los que el altruista ofrece su respuesta altruista. Tomemos un ejemplo de De Waal: dos chimpancés macho adultos podrían estar dispuestos a compartir en toda una serie de situaciones, pero si lo que está en juego es muy importante (por ejemplo, la posibilidad de monopolizar el acceso a la reproducción), un otrora amigo podría actuar con verdadero desprecio por las necesidades o deseos del otro.[23] El alcance del altruismo se expresa en el conjunto de individuos a quienes el altruista está dispuesto a ofrecer una respuesta altruista. Finalmente, la destreza del altruista se mide mediante la habilidad para discernir, a lo largo de una gama de situaciones, los deseos reales del beneficiario en potencia (o, para los altruistas paternalistas, las necesidades reales del mismo).

Aun cuando ignoremos las complicaciones de elaborar un enfoque similar para la emoción y las intenciones, e incluso si dejamos a un lado la distinción entre el altruismo de tipo paternalista y el no paternalista, es evidente que los altruistas psicológicos se nos presentan en una amplia gama de tipologías. Pensemos en un espacio cuatridimensional: podemos elaborar una serie de «perfiles de altruismo» que capten las diferentes intensidades y las variadas habilidades con las que los individuos responden a lo largo de un amplio rango de contextos y de beneficiarios en potencia. Algunos de esos posibles perfiles muestran respuestas de baja intensidad ante muchos individuos en muchas situaciones; otros mostrarán respuestas de alta intensidad hacia unos pocos individuos en casi todas las situaciones; y habrá otros que muestren respuestas dirigidas a los individuos más necesitados en cualquier situación, en los que la intensidad de la respuesta será proporcional al nivel de necesidad. ¿Cuál de estos perfiles, si es que existen, encontramos en los seres humanos y en los animales no humanos? ¿Existe un único tipo al que nos gustaría que todo el mundo se adecuase, o es la diversidad la marca de un mundo moralmente ideal?

Planteo estas cuestiones no como preludio a mi respuesta a las mismas, sino como forma de exponer cuán compleja es la noción del altruismo psicológico, y lo insostenible que resulta pensar que, toda vez que sabemos que los animales tienen capacidad para ejercerlo, podemos inferir que ellos también cuentan con los componentes básicos de la moralidad. El declive de la teoría de la capa tal como De Waal la entiende nos dice que nuestros parientes evolutivos ocupan un lugar en el campo del altruismo, lejos de una indiferencia completamente egoísta. Hasta que no tengamos una visión más clara de las formas específicas del tipo de altruismo psicológico que se dan entre los chimpancés y otros primates no humanos, y hasta que no sepamos cuáles de esos tipos son relevantes para la moralidad, es prematuro asegurar que la moralidad humana es el «resultado directo» de las tendencias que estos animales comparten con nosotros.

IV.

De Waal ha construido un argumento muy sólido a favor de la existencia de algunas formas de altruismo psicológico en el mundo no humano. Creo que el mejor ejemplo que nos ofrece, que presenta en Bien natural y que reproduce aquí, es la historia de Jakie, Krom y los neumáticos. Su descripción demuestra convincentemente que el joven Jakie modificó sus deseos e intenciones respecto a cualquier otro que pudiera haber albergado, que lo hizo como respuesta a su percepción de cuáles eran los deseos de Krom, y que los deseos modificados iban dirigidos a satisfacer los deseos de ésta tal como eran percibidos por Jakie; y aun cuando los defensores de la línea dura del egoísmo psicológico podrían insistir en el hecho de que el cambio tuvo lugar a raíz de algún cálculo de tipo maquiavélico, resulta extremadamente difícil formular una hipótesis plausible: Krom es una hembra adulta de bajo estatus y ligeramente retrasada que no está en posición de ayudar a Jakie, y la idea de que esta acción pudiera elevar el estatus de Jakie dentro del grupo se ve desmentida por la ausencia de otros miembros del grupo.[24] Lo que todo esto pone de manifiesto es que Jakie fue capaz de ofrecer una respuesta psicológicamente altruista, de intensidad muy moderada (ya que se jugaba poco interrumpiendo sus actividades para ayudar con los neumáticos), ayudando a un individuo con quien mantenía una relación de subordinación, y en un contexto en el que no sucedía casi nada.

Otros ejemplos resultan mucho menos convincentes. Pensemos en los capuchinos y el ejemplo de los pepinos y las uvas. Cuando De Waal publicó los resultados dé sus experimentos, hubo entusiastas dispuestos a proclamar que los experimentos demostraban la existencia del sentido de la justicia en animales no humanos.[25] Interpreto que un sentido de la justicia implica la existencia del altruismo psicológico, tal como yo lo entiendo, puesto que depende de no estar satisfecho con una situación que de otro modo habríamos visto como satisfactoria precisamente porque reconocemos que las necesidades de los demás no han sido cubiertas. De hecho, el experimento de De Waal no revela la existencia de ningún tipo de altruismo psicológico, sino únicamente el reconocimiento por parte de un animal de la posibilidad de obtener una recompensa preferida que no se ha obtenido, y una protesta que resulta del deseo egoísta de esa misma recompensa.

En mi opinión, los ejemplos más convincentes relativos a la existencia del altruismo psicológico son los del tipo Jakie-Krom, casos en los que un animal ajusta su comportamiento a la percepción de un deseo o necesidad de otro animal con el que ha interactuado con frecuencia, o de situaciones en las que un animal de mayor edad atiende a las necesidades percibidas de los más jóvenes. Estos ejemplos bastan para mostrar que los animales no humanos no son invariablemente egoístas psicológicos; y, de hecho, son suficientes para suponer que es muy probable que compartamos con ellos las mismas capacidades y estatus. Pero ¿cuán relevante es el altruismo psicológico de este tipo para la práctica moral humana?

Poseer una cierta habilidad para acomodar nuestros deseos e intenciones a los deseos o necesidades que se perciben en los demás parece ser una condición necesaria para que se dé un comportamiento moral.[26] Pero, como ya he sugerido en mis observaciones sobre las variedades de altruismo psicológico existentes, esto no es suficiente.

Tanto Hume como Smith creían que la capacidad para el altruismo psicológico, tanto en lo relativo a la benevolencia (en Hume) como a la empatia (en Smith), es bastante limitada. Smith comienza su Teoría de los sentimientos morales examinando los diferentes modos en que nuestras respuestas a las emociones de los demás no son sino una pálida copia. Ambos probablemente reconocerían el alcance de las investigaciones de De Waal, de La política de los chimpancés, pasando por Peacemaking among Primates, hasta Bien natural como una reivindicación de sus argumentos más importantes, demostrando así (en los términos en los que yo lo planteo) que el altruismo psicológico existe, pero que se ve limitado en intensidad, rango, alcance y pericia.

De forma más importante aún, ambos distinguirían este altruismo psicológico de primer orden de las respuestas propias de los sentimientos genuinamente morales. En su Investigación sobre los principios de la moral, Hume concluye identificando los sentimientos morales como propios de la humanidad. Interpreto que Hume supone que tenemos la capacidad de refinar nuestras disposiciones originales y limitadas para dar una respuesta a los deseos y necesidades de nuestros hijos y amigos. A través de una inmersión adecuada en la sociedad, podemos llegar a expandir nuestros sentimientos empáticos, de modo que eventualmente nos veremos conmovidos por aquello que resulta «útil y aceptable» al resto de la gente, no sólo cuando ello entra en conflicto con nuestros deseos egoístas sino incluso cuando se opone a nuestras respuestas altruistas más primitivas y localmente partisanas.

Smith es mucho más explícito que Hume sobre cómo debería continuar esta prolongación de la empatia. Considera que ello implica reflexionar sobre los juicios de aquellos que poseen diferentes perspectivas a nuestros alrededor, hasta que seamos capaces de combinar todos los puntos de vista, con sus prejuicios, y formar un juició que exprese un sentimiento genuinamente moral[27]. Sin la figura del espectador imparcial (el «hombre en el pecho» de Smith), únicamente nos quedan nuestras empatias limitadas e idiosincrásicas, formas de altruismo psicológico que podrían resultar necesarias si las respuestas morales han de desarrollarse en nosotros, pero que se quedan cortas, sin llegar al terreno de la moralidad.

Así, pienso que el señuelo de Hume-Smith es simplemente eso: un señuelo. Es una invitación a los estudiosos del comportamiento animal a que demuestren la existencia del altruismo psicológico en sus sujetos, sobre la asunción de que bastará con demostrar la existencia de cualquier tipo de altruismo, porque Hume y Smith han demostrado que ser moral consiste básicamente en ser altruista. Pero aún queda mucho trabajo por hacer. Afortunadamente, los estudios de De Waal son valiosos a la hora de mostrarnos por dónde podemos continuar.

V.

El papel del espectador imparcial de Smith (o de la «razón interna» de Kant y un gran número de mecanismos filosóficos que gobiernan el comportamiento moral) se hace especialmente evidente en situaciones de conflicto. Los conflictos más obvios son aquellos que hacen que un impulso egoísta se enfrente a otro altruista. En estos casos, podría pensarse que el veredicto de la moralidad es que el impulso altruista debería ganar la batalla, de modo que un paso clave en la evolución de la ética es la adquisición de cierta capacidad para el altruismo psicológico. Pero esto resulta demasiado brusco. Necesitamos de la figura del espectador imparcial (o algún otro equivalente) porque nuestras disposiciones altruistas son demasiado débiles y a menudo del tipo equivocado, y porque los impulsos altruistas que entran en conflicto con otros necesitan que se adopte una decisión.[28] Podemos ver lo que ocurre cuando no existe ningún agente interno que tome decisiones si consideramos los estudios tempranos de De Waal a la luz de su posterior defensa del altruismo psicológico.

Sus obras La política de los chimpancés y Peacemaking among Primates revelan la existencia de mundos sociales en los que existen formas limitadas de altruismo psicológico. Estas sociedades se dividen en coaliciones y alianzas, dentro de las cuales los animales cooperan ocasionalmente. Parte de la cooperación puede basarse en la identificación de ventajas futuras, pero hay ocasiones en las que la hipótesis de que un animal esté respondiendo a las necesidades de otro sin calcular beneficio futuro alguno parece muy plausible. Si trazamos el altruismo psicológico como función de las dimensiones de las que he hablado anteriormente, encontramos que los chimpancés de De Waal (la especie sobre la que contamos con más datos) están bastante limitados en cuanto a la intensidad, rango y alcance de sus tendencias altruistas.

La limitación en el alcance de dichas tendencias es especialmente importante, ya que, como se hace singularmente vivido en Peacemaking among Primates, la cooperación entre estos animales y el altruismo psicológico que a menudo subyace en ella se ve constantemente rota. Cuando un aliado no cumple con sus obligaciones, el tejido social se rompe y ha de ser reparado. De Waal documenta formas que consumen mucho tiempo en las que los primates se tranquilizan los unos a los otros, o los largos períodos dedicados al acicalamiento que siguen a la ruptura entre alianzas.

Si observásemos este comportamiento a través de la mirada de Adam Smith —filósofo moral y teórico social— surge una idea evidente: estos animales podrían utilizar su tiempo y energía de forma mucho más eficaz y con mayores beneficios si dispusieran de algún mecanismo para ampliar y reforzar sus disposiciones para el altruismo psicológico. La existencia de «un pequeño chimpancé interior» les proporcionaría una sociedad más tranquila y funcional, con más oportunidades para desarrollar proyectos cooperativos; podrían incluso interactuar con animales que no vieran a diario, y el grupo podría crecer en número. Al poseer cierto nivel de altruismo psicológico, son capaces de tener una organización más rica que la mayoría del resto de especies de primates. Pero dado que esas formas de altruismo psicológico son tan limitadas, se ven socialmente bloqueados, incapaces de formar sociedades más amplias o alcanzar un nivel de cooperación más extenso.

Las sociedades de chimpancés muestran conflictos abiertos que se resuelven mediante complejas negociaciones de paz. Existen también conflictos dentro de los propios chimpancés. A veces, la tendencia a compartir de un chimpancé choca contra la tendencia a quedarse la comida para sí: el chimpancé sostiene la rama de hojas rígidamente hacia quien se la pide, aparta ligeramente la cara;[29] la rigidez de la postura, la dirección de la mirada y la expresión de descontento hacen del conflicto interno algo tan evidente como en el caso de una persona a dieta que saliva mientras pasa de largo ante una bandeja de comida. La frecuencia con la que ocurren conflictos abiertos podría verse reducida si existiera algún mecanismo para resolver adecuadamente los conflictos internos. Sin embargo, tal como son las cosas, los chimpancés son seres caprichosos (siguiendo la terminología de Harry Frankfurt), vulnerables ante cualquier impulso dominante en determinado momento.

En algún punto de la evolución de los homínidos ocurrió algo que nos dotó de los mecanismos psicológicos adecuados para superar esa tendencia a ser caprichosos. Me inclino a pensar que esto es parte de lo que nos hace completamente humanos. Quizá comenzó con la toma de conciencia de que ciertas formas de comportamiento proyectado podrían tener resultados problemáticos y la consecuente habilidad para inhibir los deseos que de otro modo habrían sido dominantes. Sospecho que todo ello se vinculó a la evolución de nuestras capacidades lingüísticas, y que incluso alguna faceta de la ventaja selectiva para la habilidad lingüística radica en ayudarnos a saber cuándo debemos refrenar nuestros impulsos. Tal como yo lo concibo, nuestros antepasados fueron capaces de formular patrones para la acción, discutirlos entre sí y elaborar formas para regular la conducta de los miembros del grupo.[30]

En esta etapa, conjeturo que comenzó un proceso de evolución cultural. Diferentes grupos pequeños de seres humanos pusieron en práctica una serie de recursos normativos (reglas, historias, mitos, imágenes, etc.) para definir el modo en el que «nosotros» vivimos. Algunos de estos recursos ganaron popularidad entre sus vecinos y grupos de descendientes, quizá porque ofrecían un mejor acceso a la reproducción o más probablemente porque conducían a la formación de sociedades más tranquilas, caracterizadas por una mayor armonía y un mayor nivel de cooperación. Los recursos más exitosos se fueron transmitiendo de generación en generación y aparecen de forma fragmentaria en los primeros documentos escritos que nos han llegado: los códigos de las sociedades mesopotámicas.

Gran parte de todo este proceso resulta invisible debido al largo período transcurrido entre la completa adquisición de la habilidad lingüística (hace 50.000 años como muy tarde) y la invención de la escritura (hace 5.000 años). Existen fascinantes indicios de importantes progresos, como por ejemplo el arte rupestre o las estatuillas. Más significativos aún son los ejemplos que apuntan a una mayor habilidad para la cooperación con individuos que no pertenecieran al mismo grupo local. Desde hace aproximadamente 20.000 años en adelante, los restos encontrados en algunos yacimientos muestran un aumento en el número de individuos presentes en el mismo en un momento concreto, como si varios grupos se hubieran reunido allí. Aún más intrigantes resultan los descubrimientos de herramientas hechas de materiales concretos a distancias considerables respecto de la fuente de materias primas más cercana; quizá deberíamos entender este fenómeno en términos del desarrollo de las «redes de intercambio comercial», como algunos arqueólogos han propuesto; o quizá deberíamos verlos como indicadores de la capacidad de los extraños para abrirse camino en territorios poblados por otros grupos. Sea cual sea la alternativa que elijamos, estos fenómenos ponen de manifiesto la creciente capacidad para la cooperación y la interacción social que se manifiesta ya plenamente en los grandes asentamientos neolíticos de Jericó y Çatal Hüyük.

Aun cuando no podamos más que conjeturar acerca de lo ocurrido, creo que existe una concepción de la evolución capaz de explicar cómo hemos llegado hasta aquí, que contempla el desarrollo de la capacidad para una orientación normativa (entendida quizás a través de esa visión más extensa y refinada de la empatia que dio lugar al espectador imparcial de Smith) como un paso crucial en el camino. Toda vez que dicha capacidad apareció y que comenzamos a tener lenguajes con los que iniciar discusiones con los demás, pudieron desarrollarse, a través de una serie de linajes culturales, prácticas morales explícitas y un compendio de normas, parábolas e historias, algunas de las cuales llegan hasta la actualidad. Si volvemos a la famosa metáfora de Huxley, todos nos convertimos en jardineros al tener como parte de nuestra naturaleza el impulso de eliminar de raíz las malas hierbas que son parte de nuestra psique, y de fomentar el crecimiento de otras plantas, añadiendo un rodrigón aquí, una espaldera allá. Es más: en nuestro caso, al igual que ocurre con un jardín, el proyecto nunca está acabado, sino que continúa indefinidamente, según surjan nuevas circunstancias.[31]

VI

Pero ¿habré terminado adoptando la teoría de la capa al volver a Huxley? Ciertamente, no en la versión simple que De Waal pretende destruir. ¿Cómo entonces puede defenderse la idea de que nuestros parientes evolutivos poseen los «componentes básicos» de la moralidad, o que nuestras prácticas y disposiciones morales son «consecuencia directa» de ciertas capacidades que compartimos con ellos? Anteriormente ya me había quejado de que estas frases son demasiado imprecisas para servirnos de ayuda. Existen continuidades importantes entre los agentes morales humanos y los chimpancés: compartimos la disposición para el altruismo psicológico, sin el cual ninguna acción genuinamente moral sería posible. Pero sospecho que entre nosotros y nuestro antepasado más reciente que compartimos con los chimpancés se han dado algunos pasos evolutivos realmente importantes: la aparición de la capacidad para la orientación normativa y el autogobierno, la habilidad para hablar y discutir sobre recursos morales en potencia con los demás, y al menos cerca de cincuenta mil años de una importante evolución cultural. Tal como Steve Gould vio con total claridad, cualquier evaluación de nuestra historia evolutiva puede servirnos para enfatizar bien las continuidades, bien las discontinuidades en la misma. Pero yo creo que no ganamos nada inclinándonos a uno u otro lado. Resulta más adecuado determinar qué es lo que ha pervivido y qué lo que ha sido alterado.

Evidentemente, De Waal podría rechazar mis especulaciones acerca de cómo llegamos de allí a nuestro presente. A pesar de que creo que mi historia incorpora percepciones que él ha ido desarrollando a lo largo de su carrera, es posible que prefiera un punto de vista alternativo al mío. Lo importante es que necesitamos alguna visión de este tipo, porque para mi argumentación resulta de central importancia la tesis de que una mera demostración de la existencia de alguna forma de altruismo psicológico en los chimpancés (o en cualquier otra especie de primates superiores) demuestra muy poco acerca de los orígenes o la evolución de la ética. Me parece perfecto arrojar al fuego la teoría de la capa, ¡pero no las teorías de Huxley! Con ello, sin embargo, nos encontraríamos ante el principio de un proceso en el que las teorías primatológicas de De Waal serían relevantes para nuestra comprensión de la moralidad humana.