TRAS LOS GIRONDINOS, LOS HEBERTISTAS

TRAS LOS IDEALISTAS, LOS MATERIALISTAS

Esta vez el hacha caía sobre las propias ramas del árbol jacobino porque Hébert era lo contrario de los girondinos, incluso uno de sus acusadores más feroces; era el hombre de la izquierda extrema, el que se alegró públicamente de las ejecuciones del rey y de la reina, el que desde su periódico Le Père Duchesne halagaba entre continuas groserías (foutre era su preferida), los más bajos sentimientos de la plebe lanzándola contra lo que llamaba enemigos del pueblo, frase en que cabían desde La Fayette a Brissot, desde María Antonieta a Vergniaud.

Su tono molestaba al espíritu refinado de Desmoulins.

“Tiberio y Carlos IX iban efectivamente a ver el cuerpo de un enemigo muerto, pero al día siguiente no se dedicaban a bromas de mal gusto como las que usa un magistrado del pueblo, Hébert: por fin ha visto la navaja nacional separar la cabeza calva de Custins de su redonda espalda” (Desmoulins, Le Vieux Cordelier, núm. VII).

Pero también irritaba a quien como Robespierre podía ser tan sanguinario como Hérbert sin proferir jamás una frase de mal gusto o un insulto.

Igual sucedía en el aspecto religioso; Hérbert era el clásico anarquista que odia a todo lo que huele a iglesia y a la divinidad, mientras Robespierre aun en contra del papado que considera reaccionario, quiere que el pueblo francés se “espiritualice” respetando a un ser supremo. Para Robespierre y su fiel amigo Saint-Just, Hérbert hacía más daño a la Revolución con sus excesos a su favor, que si lo hubiera hecho estando en la trinchera enemiga. Por ello tras deshacerse de los girondinos inició con la ayuda de Fouquier-Tinville, el proceso que tenía que significar la muerte de su vociferante camarada de lucha y sus amigos.

Llevados ante el Tribunal Revolucionario, la requisitoria del presidente advierte que “jamás ha existido contra la soberanía del pueblo francés y su libertad una conspiración más atroz”.

Estamos acostumbrados ya a esa retórica revolucionaria llena de superlativos; lo curioso es que por vez primera se aplique a gente de la izquierda, combatientes de las barricadas, a los que se acusa incluso de estar pagados por el gobierno inglés, el más tenaz enemigo del cambio en Francia, para movilizar las masas, abrir las cárceles y degollar a los miembros de la Convención y restaurar la monarquía, algo realmente difícil de creer con el currículum de los acusados.

A Hébert le achacan varios testigos de cargo el haber denunciado continuamente a patriotas insignes para desacreditarlos. Ello pudo ser cierto. La obsesión revolucionaria de Hébert le impulsaba a ver enemigos de los jacobinos en cualquier sujeto que no fuese tan adicto a Robespierre como él mismo y entre tantos denunciados es posible que hubiera algún calumniado. Lo que es más difícil de probar es que lo hiciera con el único y maquiavélico propósito de infundir la desconfianza entre los “patriotas” para dividirlos y hacer posible una restauración monárquica. Recordemos que fue precisamente Hébert quien sacó a relucir la acusación más grave que se haya hecho contra la reina María Antonieta; la relación incestuosa con su hijo. Para un monárquico es una curiosa forma de hacer deseable la monarquía. En el caso de Marat debía de tratarse de un problema de celos, de pugna para ver quién era el primero en la escala revolucionaria, porque lo más parecido a la violencia que pedía Hébert es la que pedía Marat. L’Ami du Peuple, periódico este último, no empleaba el lenguaje obsceno de Le Père Duchesne, pero la petición constante de castigos contra los aristócratas era común en ambas publicaciones. Recuérdese que Marat recibió a Carlota Corday, contra los consejos de su compañera, sólo porque la muchacha prometía darle una lista de los enemigos de la Revolución que efectivamente él los escribió cuidadosamente uno a uno y que dijo satisfecho: “Todos subirán a la guillotina”, antes de recibir el golpe mortal.

Las mismas ideas eran las de Hébert, que debía de sentirse como víctima de una pesadilla cuando sus compañeros de la izquierda desgranaban contra él acusación tras acusación presentándole como enemigo del cambio.

“Yo no he hablado mal en el club de los Cordeliers [jacobino] de los patriotas —grita cuando le conceden la palabra—, sino de los falsos patriotas que existen incluso entre los que han servido la causa del pueblo.”

El sistema del Tribunal para desacreditar a los acusados consistía a veces en atacar incluso sus manifestaciones revolucionarias alegando que, al tratarse de ridículas exageraciones, producían un efecto contrario y nocivo. Así en el caso de un cómplice de Hébert llamado Clootz que se hacía llamar, según la moda clásica de entonces, Anacarsis y que preconizaba una república universal.

“Perfidia profundamente meditada —sostiene un jurado— que da la excusa a la coalición de cabezas coronadas contra Francia.”

Clootz contesta que la república universal está en el sistema natural y que es lícito hablar de ello como el abatede Saint-Pierre, el autor de la popular novela Pablo y Virginia, podrá hablar de la paz universal. Por lo demás, Clootz se asombra de que se pueda sospechar que él sea partidario de los reyes y añade, irónicamente, que sería bien curioso que un hombre al que querían quemar en Roma, colgar en Londres y poner en la rueda de tormento en Viena, fuera guillotinado en París.

Era curioso, pero ocurrió así y ese historial internacional le hizo más daño que provecho, como había ocurrido a tantos extranjeros que se unieron entusiásticamente a la Revolución para oírse reprochar su procedencia al menor incidente. Esa experiencia la tuvieron por ejemplo además de Clootz, los españoles Guzmán y Marchena, presos —y el primero guillotinado— por los mismos que habían querido ayudar en su lucha contra la tiranía.

Contra Hébert se leen lógicamente partes de sus artículos en Le Père Duchesne. Lo que el acusado hace en ellos es tachar a la Convención de débil ante las agitaciones contrarrevolucionarias. Y ese intento de galvanizar la Revolución lo juzga el Tribunal como un deseo de desmoralizar al pueblo para que desconfíe de sus líderes Como todos los escritores que en el mundo ha habido, Hébert protesta de que se deduzca lo que conviene al juez sacando las frases de su contexto. Al final de esa sesión el secretario encargado de redactar las actas muestra, como en el proceso de los girondinos, que la imparcialidad no es una de sus virtudes. Así describe: “El presidente ordena que los acusados se retiren y nada se parece menos a Le Père Duchesne [lenguaraz, violento] que el acusado Hébert que, hasta este momento, no ha mostrado la menor energía; por el contrario, su rostro le traiciona y resulta realmente una pieza de convicción contra él.”

La requisitoria final es dura y completa: “Intentar sublevar el pueblo contra los jefes en un momento en que Francia —tras la caída del rey y de los girondinos— estaba por fin unida y segura de sus destinos, no es ser revolucionario sino contrarrevolucionario. Bajo el pretexto de ir más deprisa en el cambio se quería retroceder; con la excusa de ser más puros se buscaba la impureza.”

La sentencia fue la prevista. La pena de muerte para todos menos para uno. Los condenados quisieron hablar, pero no los dejaron. Sólo Clootz logró hacerse oír en su llamamiento “al género humano” y muy en su papel de Anacarsis afirmó que “bebería la cicuta voluptuosamente”.

La justicia revolucionaria es rápida y en esta ocasión lo fue mucho más. A la una se dio el veredicto y a las cuatro de la tarde ya salían para el patíbulo todos los condenados menos la única mujer del grupo, una tal Quitina que se declaró embarazada salvándose por ello del último viaje.

Las memorias de los contemporáneos y los comentarios de los periódicos en los días siguientes muestran la confusión que se creó en muchos franceses con esa sentencia. ¿Cómo era posible que un feroz panfletario que pedía todo el tiempo sangre aristócrata resultara de pronto un conspirador monárquico? La sentencia produjo en la extrema izquierda el mismo efecto de desconcierto que en los republicanos moderados había producido la efectuada contra los girondinos. Todo era muy raro... algo no marchaba en la República.