TRES ESPAÑOLES ESPERAN LA MUERTE

En un momento determinado y bajo la Francia del terror tres españoles estaban en las cárceles de París esperando, como todos los demás presos, la muerte en la guillotina; tres compatriotas nuestros llegados a la cita última por distintos y asombrosos caminos.

El de la aspiración social en un caso, el del resentimiento social en el segundo, el de la admiración por el cambio social en el tercero.

En primer lugar, por mujer y por haber sido, cronológicamente la primera en llegar, estaba Teresa Cabarrús, la hija de un hombre hecho a sí mismo que había llegado a conde de su apellido y director del Banco de San Carlos en Madrid.

Teresa Cabarrús, enviada a París para obtener la educación francesa que pedía la recién adquirida posición social de su padre, se había casado con el marqués de Fontenay. La Revolución provocó la huida del matrimonio de París a Burdeos y la posterior marcha del marido a América tras el divorcio. Teresa, sola en Burdeos y sospechosa por su título, se había salvado uniendo su suerte sentimental al comisario Tallien, enviado por el Comité de Salud Pública parisiense para imponer el orden terrorista en la Gironda. Su presencia ahora en la cárcel no era debida a la aristócrata que fue sino a la compañera que era de un hombre que, aunque del mismo partido, figuraba entre los enemigos de Robespierre, el amo de Francia en 1793.

Esta relación amorosa es la razón auténtica, pero el pretexto inmediato es que, desde su unión con Tallien, la guillotina de Burdeos había dejado de funcionar a la velocidad que requería un nido de girondinos federalistas, lo que se atribuía en la ciudad al influjo benéfico de la española que por ello era llamada “Notre Dame du Bon Secours” (mayo de 1793, el último mes que pasó Teresa en Burdeos con Tallien, fue el único mes en que no hubo ejecuciones). En los tiempos del Terror alguien capaz de obtener este título benéfico es un peligroso contrarrevolucionario. Si deteniéndola se consigue además tener un rehén contra el sospechoso Tallien, miel sobre hojuelas. Y así está ahora Teresa en un rincón de la prisión de la Force, preguntándose quién la impulsaría a acudir a Francia dejando su acogedora casa de Madrid. Lo único que la consuela es la serie de compañeras con las que comparte esperanzas y angustias; esperanzas de que Robespierre caiga y angustias de que ello suceda después que su cabeza haya rodado como tantas que lo hacen diariamente. Su mejor amiga en la cárcel es una criolla de la Martinico a la que la Revolución ha dejado ya viuda, Rosa Tascher de la Pagerie; su esposo se llamaba Beauharnais. A ella comenta Teresa las posibilidades que les quedan porque, al contrario de Rosa, ella cuenta con innumerables amigos en el exterior de la cárcel, amigos que no son aristócratas, que pueden jugar todavía un papel importante en la política y que cuentan con capacidad de maniobra para acabar con el tirano Robespierre.

El primero de todos ellos es quien fue su amante en Burdeos, Tallien. Es jacobino, del mismo partido que Robespierre, pero pertenece al grupo que quiere acabar con su dictadura personal y con ello con el Terror. Ahora que su amada está en la cárcel amenazada de muerte tiene mayores motivos para luchar por su causa y con él están muchos diputados que, aunque igualmente devotos de la izquierda, han decidido unir sus esfuerzos para acabar con el Incorruptible, como le llaman sus fieles seguidores.

En la cárcel de Santa Pelagia hay otro español; se llama Andrés María de Guzmán, oficial de caballería de familia aristócrata. Era lo que Cadalso llamó “oficial a la violeta” es decir, elegante, culto, moderno, lector de Voltaire, enemigo de la Inquisición y en fin, afrancesado, tendencia que en su caso él reforzaba por el hecho de haber estudiado en colegio militar y tener sangre gala.

Este oficial tuvo en España un problema grave con la justicia, problema que él atribuye a la envidia que despertaba su saber y su posición social y renunciando al ejército dejó también su país. Pero no lo hacía frívolamente, ni se trataba de un salto en el vacío. No dejaba un puesto seguro para una aventura, ya que esperaba entrar en posesión de la fabulosa herencia de un abuelo que le esperaba en Brabante. Se unía el desencanto de la tierra que le había visto nacer y el ansia de acercarse a la que por afición adoraba, Francia. Si ya era afrancesado por dentro ¿por qué no había de serlo también oficialmente? Además, para pleitear en territorio galo era conveniente luchar con las mismas armas de sus rivales.

Guzmán se hace francés, pleitea y pierde. Y no será porque no emplee esfuerzo y dinero, ambos reflejados en los folletos que imprime a su costa para defender sus derechos a la herencia de los T’Serclaes y los Bacq. El impreso, que apareció en 1783, tuvo una tirada de 20.000 ejemplares. Esto cuesta mucho dinero, y dado que al padre no le había parecido bien que dejara el ejército y se hiciera francés, había que convencer al amigo —en este caso a un notario de Lyon— que le prestara unas cantidades que forzosamente iba a recobrar con pingües intereses.

Pues resultó que no. Resultó que los enemigos tuvieron más maña, si no más razón, y el Consejo de Brabante decidió que el príncipe Robecq, detentor de las propiedades en litigio, era el legítimo dueño.

Decepción de Guzmán que había dedicado diez años de su vida a esa batalla legal. Una decepción que le lleva a un razonamiento tan “lógico” como incongruente. A él le habían robado despojándole de sus derechos; luego, no había justicia ni ley; luego tenían razón los revolucionarios que se agitaban diciendo que era hora de cambiar el sistema imperante. Y así, con la misma energía con la que se precipitó al pleito, Guzmán se lanzará a la política subversiva. Era español y se había hecho francés, era aristócrata y se convierte en revolucionario.

Muy pronto estará en todas las manifestaciones de París.

Y siempre a favor de los más exaltados porque un español no acostumbra a hacer las cosas a medias. Por ello, en la pugna que se establece entre los revolucionarios se pondrá al lado de los más extremistas, los jacobinos, también llamados los de la Montaña, por el lugar que ocupaban en la Convención, y contra los girondinos, que fueron los primeros en empezar el combate por la libertad, pero que ahora intentan detener el excesivo celo de los Robespierre, Marat y Danton y el centralismo de París apoyándose en las provincias, especialmente en la Gironda de donde sacan su nombre. Guzmán agitará contra sus diputados a las masas de los barrios bajos llevándolas incluso a sitiar la Convención, para presionar a sus miembros a fin de que voten la prisión de esos girondinos. En las agitadas jornadas del 1 de junio de 1793, Guzmán alcanzará incluso un mote revolucionario, Guzmán toc-de-Tocsin (toque de alarma), por las campanas que hizo repicar para reunir a los vecinos del suburbio y llevarlos al asedio de la Convención, hasta conseguir el triunfo. Los girondinos fueron destituidos de sus cargos en la Asamblea y encerrados en la cárcel, de donde saldrán pronto para la guillotina. Él en cambio, está entre los vencedores y debería ser objeto de elogios y nombramientos... y sin embargo también está en la cárcel. ¿Cómo es posible? Sencillamente porque en la difícil y arriesgada política del tiempo, nuestro español ha elegido entre los jacobinos el bando de Danton y Desmoulins, los hombres que creen llegada la hora de detener el baño de sangre del terror y por eso son llamados los “indulgentes”. Un grupo cuya sola presencia irrita a Robespierre al que además no dejan de atacar, abierta y sinuosamente, con peticiones de piedad en la Asamblea o en artículos intencionados. Y cuando Robespierre lance su ataque mortal contra esos colegas revolucionarios que se atreven a desafiar su autoridad y sus métodos, aprovechará la acusación para meter en el mismo cesto (y ésta es una metáfora aquí desgraciadamente cercana a la realidad) a ese español que ha venido a inmiscuirse en los asuntos franceses, a ese aristócrata que por serlo nunca pasará de falso revolucionario.

Por eso Guzmán está en Santa Pelagia preguntándose qué irracional impulso le obligó a abandonar la patria y el puesto social en que había nacido para servir a una causa y a un país que tan mal se lo agradecía.

El tercer español condenado se llama José Marchena, más conocido en la historia por el abate Marchena, aunque sus estudios eclesiásticos los abandonará antes de alcanzar ese título. Y los abandonó porque no casaban con su orientación ideológica que, desde el campo literario, le llevaba igual que el caso de Guzmán al afrancesamiento total, un afrancesamiento que le hizo no sólo hablar sino escribir más o menos veladamente contra el despotismo político representado por Carlos IV y el religioso simbolizado por la Inquisición en un periódico llamado El Observador. Huyendo del país que le vio nacer antes de que el Santo Oficio le detuviera, Marchena se incorporó totalmente al movimiento revolucionario en el suroeste de Francia, escribiendo incluso folletos dirigidos a los españoles para que aceptasen la doctrina francesa rebelándose contra su rey y su Iglesia.

Su ideología de izquierdas, pero no demagogia (era, como los otros dos españoles, hombre de familia acomodada y gran defensor de la propiedad privada), le hizo afiliarse al partido que mejor reflejaba esos puntos de vista dentro de la Revolución con lo que lógica y fácilmente, al caer los girondinos, fue detenido en el mismo Burdeos, donde estaba su compatriota Teresa, y llevado a la cárcel de París; esta vez a este español le toca la Conciergerie, el mismo lugar donde estaba recluida María Antonieta.

La estancia de Marchena en la cárcel tiene una anécdota tragicómica. Había en su galería un fraile, encerrado sólo por serlo, gracias a la política anticlerical del Terror, especialmente en lo que se refería a los sacerdotes que no habían querido jurar la Constitución laica.

Este fraile no había perdido con las penas su fe apostólica, y la presencia de un español que se desmentía al ser antirreligioso le impulsó a intentar convertirle a la verdadera fe. Marchena tomó al principio con buen humor sus intentos, pero ante su insistencia decidió, de acuerdo con otros compañeros de cárcel tan librepensadores como él, combatir el fuego con el fuego. Si el fraile quería hablarles continuamente de una religión merecedora de ser seguida, ellos inventarían otra igualmente respetable. Nace así en una prisión parisina el culto a Ibrascha, un dios que no necesitaba sacerdotes, intermediarios tan inútiles como nocivos. Los únicos principios que serán respetados siempre en esa religión serán los de libertad, igualdad y fraternidad. Los demás serán examinados cada cincuenta años para eliminar los que el progreso haya considerado superados.

Al altar improvisado de ese nuevo dios dedicaban sus plegarias los neófitos, unas plegarias lo más altas posibles mientras el pobre fraile fingía dormir. Cuando ya no podía más empezaba a cantar el De Profundis, para acallarlos. Marchena y sus compañeros redoblaban sus esfuerzos corales para ahogar su voz y el pobre religioso los insultaba llamándolos sectarios y blasfemos, a lo que los otros contestaban reprochándole ser ¡incrédulo y ateo!

Así pasaban lo que creían iban a ser sus últimos días los españoles encerrados por el Terror. Teresa Cabarrús rememorando días de vino y rosas, Guzmán su caballo en las maniobras militares, Marchena en un juego intelectual más de los que había hecho en su vida.