MARAT EN EL BAÑO
Todos conocen el cuadro de Louis David, el pintor clasicista, artista oficial de la Revolución, como luego lo fue del Imperio. David nos asocia para siempre en la memoria el recuerdo de un político con su trágica muerte; era en principio el marco menos noble y digno para un asesinato, una bañera. Y sin embargo, el pintor consiguió darle a esa figura sorprendida por el fin un carácter romano que tanto correspondía a su estilo.
Marat, destacado miembro del triunvirato más famoso con Danton y Robespierre, era un hombre pequeño, apasionado, vehemente, trabajador infatigable, médico de profesión, político por vocación, periodista y escritor.
Para todos los que han estudiado la apasionante etapa de la Revolución francesa, Marat es el más violento de los oradores y panfleteros, si exceptuamos a Hébert, de quien le separa su cultura y estilo literario.
Marat es quien tras los choques del Campo de Marte, el 17 de agosto de 1791, pide que se levanten en los jardines de las Tullerías ochocientas horcas donde colgar a ochocientos enemigos del pueblo. El 24 de agosto de 1792 pronuncia un discurso en la tribuna de los “Cordeliers” donde decide que hay que cortar 270000 cabezas para asegurar el reino de la libertad, cifra curiosa y precisa en la que insiste más tarde; ni una más ni una menos.
“¡En pie, en pie! Y que la sangre de los traidores comience a derramarse” (Marat, L’ami du peuple, 9-VIII-1792).
Era demasiado incluso para muchos izquierdistas. El 14 de abril de 1793 por 220 votos contra 99, Marat fue acusado y enviado al Tribunal Revolucionario. Escoltado por sus seguidores se presentó en la Conciergerie, fue juzgado el 24 de abril y absuelto de todos los cargos entre el entusiasmo de los sans-culottes, que le llevaron en triunfo hasta la Convención. Pero un día... Carlota Corday llega de Caen, Calvados, el 13 de julio de 1793; el 14 compra en una tienda del Palais Royal un cuchillo para descuartizar que le cuesta tres francos. Toma un coche de alquiler hasta la rue de Cordeliers,30. Es la casa de Marat, a quien había escrito desde el pueblo para pedirle una cita porque pensaba darle detalles de la conspiración girondina en su pueblo. Simone Evrard, la compañera a quien Marat había tomado por esposa “ante Dios y la naturaleza” tres años antes, desconfía de esa joven de aire misterioso y no le permite ver al diputado. Charlotte vuelve a la carga a las siete y media; para el acto que meditaba había vestido su mejor ropa, un vestido claro, con fondo blanco y un chal rosa sobre los hombros; en la cabeza, un sombrero tipo masculino con escarapela negra sujetada por una cinta verde. Lo que no se veía en el atuendo era la hoja de papel fijada en su ropa por la parte interna donde su “Llamada a los franceses” terminaba: “Si no logro triunfar en mi empresa, franceses, al menos os he demostrado el camino; ya sabéis quiénes son vuestros enemigos; ¡alzaos! ¡marchad!, ¡atacadlos!”
Había insistido de nuevo: “Os he escrito esta mañana, Marat. ¿Habéis recibido mi carta? No puedo creerlo porque me han impedido la entrada en vuestra casa. Os lo repite: tengo que revelaros secretos muy importantes para la salvación de la República. Por otra parte soy una perseguida por la causa de la libertad y por ello desgraciada. Creo que eso debe bastar para tener derecho a vuestra protección.”
Esta última frase debió de impresionar a Marat porque esta vez y a pesar de la desconfianza de Simone la obligó a que la dejara pasar, recibiéndola en una bañera donde con turbante y el cuerpo cubierto de telas húmedas, combatía una afección de la piel. La muchacha se sienta en un taburete cercano y le cuenta las maniobras políticas de los contrarrevolucionarios de su región. Marat la escucha atento y sobre una tablilla atravesada sobre la bañera va escribiendo los nombres de aquellos conspiradores contra la República. Parece que decía satisfecho...
“Todos irán a la guillotina”, cuando recibió la puñalada que le llegó al corazón a través de los pulmones.
—¡Socorro, amiga mía!
A los gritos entra Simone que derriba a Charlotte Corday con el mismo taburete donde había estado sentada. Llegan los vecinos, los amigos, Charlotte se mantiene fría y distante, convencida de haber cumplido un deber sagrado.
Actitud que mantendrá en el camino hacia la guillotina adonde será llevada tras el juicio a los tres días, una actitud que como dijimos al hablar de Sanson, sólo variará para mirar con asombro de provinciana los comercios de un París que apenas tuvo ocasión de ver.
Ese París que al día siguiente llevaba en triunfo al cadáver del “mártir” al Panteón donde ocupó el puesto que había dejado libre el de Mirabeau, expulsado como traidor, que así es la política. En toda Francia se compusieron himnos al desaparecido y cuarenta y dos pueblos decidieron abandonar el nombre con el que siempre habían sido conocidos para llamarse “Marat”.
Aunque naturalmente, también hubo quien se alegró con la desaparición del “monstruo” como el español Marchena que, preso en las cárceles del Terror, dedicó unos versos elogiosos a la mujer que había realizado la hazaña:
“Salve, deidad sagrada,
tú del monstruo sagrado liberaste
la patria, tú vengaste a los humanos,
tú a la Francia enseñaste
cual usa el arma libre de la espada.
Con un final donde se espera que su influencia desde el más allá pueda devolver la auténtica libertad al país:
¡Oh diosa! Los auspicios
funestos de la Francia tan lejanos;
torne la libertad a nuestro suelo
así con puras manos,
los hombres libres gratos sacrificios
te ofrecerán, Carlota; tú del cielo
donde asistes, clemente
protege siempre a la francesa gente”.