Ya estaba vestido y dispuesto cuando escuchó ruido de pasos y voces por el pasillo.
Entreabrió la puerta, atisbando prudentemente.
Los cuatro.
Venían serios, enlutados, con expresiones de circunstancias, severos.
Tratando por todos los medios de no traslucir en sus semblantes la verdad de sus torcidos pensamientos.
Jessie Aston, Dale Henrickson, Henry Teller y Floyd Beede.
Juez. Ganadero. Banquero. Alcalde.
Cuatro canallas que habían subyugado todo un pueblo a través del terror impuesto por los pistoleros, ¡malditos pistoleros!, que asesinaban sin piedad a quien se les ordenaba.
Vio salir a Pamela, en aquel instante, y se sonrió duramente ante las reverencias, frases, ademanes.
¡Teatrales canallas!
Bill, una vez hubieron desaparecido por el otro extremo del corredor hacia la escalinata, se fue a la ventana, la subió, apartando la tenue cortinilla y clavó sus ojos en la calle.
Tres calesines.
En el primero fue ayudada a subir Pamela, acomodándose junto a ella el juez Aston. La segunda la ocuparon el banquero Teller y el alcalde Beede. En la tercera y última subió el ganadero Henrickson.
Bill, viendo partir los carruajes, no pudo evitar una extraña sensación ante el pensamiento alarmante, estremecedor, de que algo malo pudiera sucederle a Pamela.
La sola idea..., ¡lo desesperaba! Y él..., William Larson, sería el único culpable. Porque él, prácticamente, la había obligado... El temor también era un medio de coaccionar, a jugarse la vida en aquel desafío del Oeste donde el revólver de un pistolero segaba una existencia noble, limpia...
¡No! Nada iba a suceder. Sus planes no podían fallar.
Juzgó que ya era oportuno cabalgar hacia el cementerio y estrangular en el camino la voz de sus pensamientos.
No había transcurrido un minuto cuando Bill Larson asomó por el vestíbulo del hotel rumbo a la calle.
Salió.
Fue algo más que un presentimiento, que una intuición.
Aquel silencio sepulcral, denso, pesado como una losa de mármol, que parecía aplastar el aire contra el suelo..., no era lógico
Vibraba en él una latente, clara amenaza.
Los sagaces ojos verdes, puro pedernal ahora, escrutaron hacia uno y otro extremo.
Nada.
Silencio. Quietud. Asfixiante calma.
Instintivamente, los dedos de su zurda palparon la lustrosa culata del revólver.
Se hacía tarde. No podía permanecer allí, quieto, sobrecogido por un agorero silencio, mientras Pamela cabalgaba a horcajadas de la muerte.
Eso... MUERTE.
Dejó atrás la marquesina del «Arizona Hotel» caminando con medidos y seguros pasos hacia el poste donde se hallaba sujeto su caballo.
—¡«Silencioso» Larson! —estalló, de súbito, una voz a su espalda.
Inevitable. Desde que pusiera los pies en el umbral de la puerta había sabido que invariablemente tenía que suceder así.
Algo menos de diez yardas le separaban de la espigada figura del rubio albino.
Del gun-man de fríos ojos azules, transparentes. Del asesino de Perry Lasron. De otros muchos. Casi de Jim Forrester también.
Perniabierto. Caídos los brazos con engañosa languidez. Cruel la sonrisa sádica que ocupaba sus labios.
Se miraron.
—¡Larson! —gritó Jack Frazier—. ¿Quieres repetir tu exhibición de anoche, conmigo? ¡No creo que seas lo suficiente hombre! ¿Lo eres...?
Un tipo de pinta elocuente habíase situado a la derecha de Frazier, cuestión de dos pasos detrás.
Era Merrill Ison.
Perfecta encerrona la que le habían preparado. Bill,, para sus adentros se maldijo. Moriría él, moriría Pamela... absurda e inútilmente.
—¡Frazier! —respondió con entonación lenta, tranquila firme de siempre—. ¡Te había reservado para el final...! ¡Los: malditos pistoleros como tú, cobardes asesinos...!
Jack Frazier se movió de forma imperceptible al tiempo que bramaba:
—¡Nadie me ha llamado jamás cobarde y ha vivido para contarlo! ¡SACA!
«Saca». Fatídica palabra.
«Silencioso» Larson actuó con inesperada, inverosímil rapidez.
Cuando entró en contacto con el polvoriento piso, apoyándose en el hombro izquierdo, su diabólico «saque» cruzado era una realidad.
Vio saltar la delgada figura de Frazier, empuñando también sus revólveres.
Lo vio... perfectamente. Y dispuso de las fracciones de segundo necesarias que le otorgaban la ventaja de taladrar con dos pedazos de plomo su vientre de pistolero... ¡Maldito pistolero!
Jack Frazier brincó, hacia arriba, hacia la izquierda. Soltó las armas. Aplastó ambas manos contra las heridas que escupían voluptuosas su sangre, mala sangre.
Pero Bill Larson no perdió un segundo en contemplar la agonía de aquel sádico asesino.
De pie.
Como si unos resortes invisibles lo hubieran proyectado desde el suelo.
Merrill Ison efectuaba su segundo disparo.
Sobre un blanco en movimiento que parecía burlarse de las balas que hacia él enviaba.
Algo incandescente se atravesó en la garganta de Merrill.
Algo así como la muerte..., en una mínima dosis llamada proyectil, plomo.
—¡NOOOO!
Fue aquél un grito espeluznante, infrahumano.
«Silencioso» Bill, sintiéndose embriagado por la fiebre del gatillo, se revolvió con la agilidad de un puma.
Porque aquel grito...
La mujer, rubios platino los cabellos, irisados los ojos, se había interpuesto en el camino de un insecto de plomo que volaba hacia la espalda de Bill Larson.
Jess Kersey, traidoramente apostado, contrajo los músculos faciales en rictus de rabia y desesperación.
—¡Maldita! —rugió.
Y ya no tuvo aliento para pronunciar otra palabra.
Porque un objeto cálido se estrelló con mortífero impacto sobre su frente, astillándosela. Haciendo saltar en pequeños pedazos su cráneo de asesino.
Bill había saltado junto al cuerpo de Janet, tendido, convulso encima de la polvorienta calzada.
Se arrodilló.
—¡Janet! —había tomado su cabecita dorada, alzándola con infinito cuidado—. ¡Janet...! ¿Por qué lo has hecho, muñeca?
Eran cristalinos, vidriosos, aquellos círculos irisados que le miraban sin ver.
—Yo... tenía... que salvar...te...
—Calla, no te fatigues. Voy a llevarte con el médico. Pronto sanarás y...
—No... No, Bill... Es... Es inútil. Al fin he sabido hacer algo... bue...no. Tu vida... vale..., vale mucho...
Hizo un esfuerzo por incorporarse y lo consiguió.
Sus ojos dieron la sensación de cobrar luz, vida, movimiento.
Fue como un espejismo, un fugaz espejismo.
Porque una bocanada de sangre se desbordó por entre sus labios carnosos y la cabeza cayó hacia atrás lo mismo que si la hubieran separado del tronco.
Ahora... sí era inútil.
La gente empezó a sacar la cabeza por puertas y ventanas.
Bill Larson sintió bestiales deseos de ir uno por uno y gritarles su cobardía, escupírsela en la cara. Señalar el cadáver de ella, de Janet Earp y exclamar:
«¡Estos son los verdaderos valores humanos!»
Muerta.
El hombre de negro, tomándola suavemente entre sus brazos, la llevó a la acera y traspuso con el cuerpo la entrada del hotel.
Allí la tendió.
—Para los seres como tú... —murmuró, mirando el cadáver—, debe existir la verdad de otro mundo, el premio de la Suprema Justicia.
Dio media vuelta, con la saliva atascada en su garganta, y corrió en busca de su caballo.
* * *
A Henry Teller sólo le faltaba sacar un breviario y ponerse a rezar oraciones.
Todos, en general, estaban tristes. Contritos.
—Aquí es, señorita Kester.
El juez Aston señalaba la tumba rematada con una tosca cruz de madera.
Pamela buscó un fino pañuelo de encaje. Y con él trató de enjugar unas lágrimas que habían surgido con mayor facilidad de la esperada.
—¡Pobre Perry...! —y ahora fue totalmente sincera en su expresión.
—Sí —cabeceó el raquítico alcalde de Prescott—, pobre señor Lasron.
Hubo un lapso de silencio. Sepulcral, sí. Y nunca mejor empleada la expresión.
De repente, Jessie Aston, adelantándose hacia Pamela, le mostró el doble cañón del «Remington» cartuchos de espiga que empuñaba, firme, decididamente, con la derecha.
—¡Ha terminado el juego, paloma! —silabeó con sádico acento.
Henrickson, Teller y Beede, se alejaron con prudencia.
—¡Pero...! —tartamudeó la bella mujer con legítimo y patente temor—. ¿Qué..., qué significa esto?
Soltó el juez una sardónica carcajada.
—Significa, mi ingenua señorita Kester, que usted y su amigo del traje negro han fracasado. El..., ese temido «Silencioso» Larson, debe estar retorciéndose con muchos plomos en el estómago. En su caso, por tratarse de una dama, seré más escrupuloso..., menos sanguinario que Jack Frazier y sus colegas. Lo lamento, paloma. Tú y él hicisteis un mal negocio viniendo aquí. Todavía no acabo de comprender con exactitud la verdadera razón de vuestra presencia en Prescott, pero sea cual sea, nosotros no podemos permitir... Al decir nosotros, preciosa, me refiero a estos caballeros que nos acompañan. Pues eso, no podemos permitir que dos aventureros, vengadores, justicieros, o lo que demonios seáis...
—¿Quiere que le diga yo lo que somos, juez Aston?
La pregunta pareció brotar del interior de una tumba. Los cuatro individuos se estremecieron.
Ella, Pamela, no.
Porque había reconocido el acento de Bill.
—¡Maldito...! —bramó Aston, primero en reaccionar.
Brilló un cegador fogonazo. Silbó un proyectil.
Y el «Remington» dos cañones, cartuchos de espiga, voló limpiamente de entre los dedos del juez.
—¡Aquí, Pamela! ¡Y ustedes quietos, amigos! ¡Sólo espero una mínima coyuntura para perforarles los sesos!
La mujer, cuidando bien de no interferir la línea de tiro, corrió al lado de Bill Larson.
Que todavía jadeante, la situó a su espalda, avanzando hacia el cuarteto que le miraba con el más genuino de los terrores.
¡Frazier y los otros habían fracasado!
—Sí... —susurró el de negro—. Jack Frazier está muerto. El y sus malditos pistoleros. En cuanto a ustedes... —se encaró con el juez Aston, el peor de todos, el más ruin, el de más retorcidos instintos y sentimientos. Siguió, con un tono de voz que hacía estremecer—: Le voy a contar una historia, juez. Para que se vaya al otro mundo con la curiosidad alimentada, satisfecha. Viví mi niñez en un pequeño pueblo vecino a Texarkana. Mis padres poseían una granja, cuyo producto, humilde sí, era suficiente para cubrir las necesidades de ellos y sus dos hijos. Mi hermano y yo nos llevábamos dos años... No coincidíamos demasiado en la elección de nuestros juegos y escasas diversiones que allí podíamos encontrar. Mi mayor satisfacción consistía en subir a un bastión formado por pequeñas rocas, cerca de nuestra granja, y jugar allí a emboscadas, a soldados y bandidos... Contaba diez años el día en que sucedió aquello. Yo, como siempre, estaba jugando en el bastión. Desde allí los vi venir... Un grupo de indios pintarrajeados, ebrios de sangre y de whisky, que cabalgaban hacia la granja lanzando espeluznantes aullidos. Tuve miedo, señor juez Jessie Aston, casi tanto como el que usted tiene ahora. Y no me moví. Estuve oculto mientras aquellos salvajes saqueaban la granja, mataban personas y animales, lo incendiaban todo luego. Creo que después, mientras caminaba por las montañas sin rumbo ni destino, lloré. Lloré amargamente. Tanto por la desgracia como por mi propia cobardía... Por instinto, sin darme cuenta, brotó de mis labios el solemne juramento de que nunca jamás huiría de ningún peligro y consagré mi existencia a reparar tanto mal y tantas injusticias como se cruzaran en mi camino. Dando tumbos de un lugar a otro, crecí. Obtuve dinero con mi trabajo. Y armas. En cuyo manejo me especialicé tres horas, días, meses y años de practicar.
»Una noche decidí recalar en Phoenix. Allí encontraría trabajo y daños que reparar. Pero lo que jamás imaginé, lo que no pude tan siquiera soñar, es que me tropezaría con aquel viejo y fracasado buscador de oro y el muchacho que le acompañaba. Hicimos amistad en una taberna. El viejo me contó cómo había rescatado, muchos años atrás, casi de entre las llamas, en una granja de un pueblecito cercano a Texarkana, el cuerpo de un niño... que ahora era aquel muchacho que estaba a su lado. Los recuerdos del pasado la trágica verdad de mi existencia, la cobardía de entonces..., golpearon en mi pecho con brutal impacto. Porque aquel muchacho que decía llamarse Perry Lasron... ¡era mi hermano!
Los cuatro componentes de su fúnebre auditorio, ante la sorprendente revelación, se estremecieron.
Bill los abarcó en una mirada llena de desprecio.
—Sí —continuó—, mi hermano. Que había conservado el verdadero apellido, puesto que yo, quizá en un absurdo intento de olvidar, alteré el orden de la s y la r. Lasron... Larson. Las mismas letras en distinta fonética. Pero todo se diluía ante la imagen del que yo creía muerto... quemado. Era tarde para exponer la verdad, para decirle que yo era su hermano, para tratar de que comprendiera a un niño de diez años... Sólo podíamos ser amigos, muy buenos amigos. Lo fuimos. Porque me hice el firme propósito de conseguir para él la felicidad..., lo mejor. Renuncié a todo, absolutamente todo. ¡Hasta al amor de la mujer de quien estaba locamente enamorado! Pero Perry también la amaba... Y vino a Prescott en busca de un dinero limpio que le permitiera casarse, ser feliz, vivir en paz... Vino a Prescott, a un pueblo sometido por la voluntad de cuatro canallas y un puñado de malditos pistoleros. ¡Y fue cobardemente asesinado...! ¡Perry asesinado, cuando yo había renunciado a todo por su felicidad! Jack Frazier, su ejecutor, ya ha pagado. Pero ahora quedáis vosotros... —el rostro de Bill Larson habíase mutado, sus facciones mostraban una lividez producto del rencor, del deseo de venganza —, y de vosotros, ¡tú, retorcido juez! ¡ASESINO! Y vas a pagar...
—¡No será usted quien cobre, forastero!
Todos miraron hacia el lugar, hacia la verja del cementerio, hacia el hombre...
Hacia el puñado de hombres que avanzaban, empuñando rifles, revólveres, viejas escopetas... Avanzaban en busca de los cuatro canallas a quienes se había despojado de su corte de malditos pistoleros.
Bill Larson, abrazando el trémulo cuerpo de Pamela, quedó inmóvil.
Jessie Aston, Dale Henrickson, Floyd Beede y Henry Teller, comprendieron que aquella sentencia era inflexible, inapelable.
Cada hombre de aquellos era un juez.
Sin piedad.
Pidiendo la máxima pena.
Corrieron. De repente, echaron a correr...
Sonó una descarga.
Otra...
Hasta seis.
Y los cuerpos, acribillados, sangrantes, convertidos en océanos de rojizo fluido, saltaban, se contorsionaban como títeres grotescos de un siniestro teatro.
Miembros, sangre, pedazos de ropa..., sesos sanguinolentos.
El postrer, definitivo desafío que el Oeste lanzaba a sus hijos, malos y buenos, honrados y ladrones, pistoleros...
La tempestad que Bill Larson, alias «Silencioso», presintiera.
El fin de una tiránica dinastía.
Los dólares, que según versión «oficial» había robado Forrester, fueron hallados en casa del juez Aston.
Junto con otros productos de sus robos y crímenes.
Se esclarecieron todos los hechos.
Jim Forrester regresó a Prescott. Le fueron cedidas íntegramente las propiedades de Dale Henrickson.
Hubo nuevo juez, nuevo alcalde, nuevo sheriff..., y todos juraron luchar contra nuevos pistoleros, si los había algún día.
El pueblo en masa trató de rendir tributo de agradecimiento al enigmático individuo de negra vestimenta que había hecho posible tanta felicidad.
Pero no le hallaron.
Nadie supo dar razón del paradero de Bill Larson, ni tampoco del de Pamela Kester.
Quizá no volvieran a verlos..., pero jamás los olvidarían.
Era un hombre alto, fuerte, de penetrantes ojos verdes, que vestía de negro y disparaba con rapidez diabólica... Se llamaba Bill Larson.
Algo parecido, dirían.