CAPITULO PRIMERO

Perry Lasron era un fornido muchacho de elevada estatura.

Además, era también un hombre hábil con las armas.

Y excesivamente afortunado en el juego.

Así lo entendieron los cuatro hombres que se hallaban sentados con él, alrededor de la mesa cubierta por verde tapete y sobre el cual se hallaban esparcidos, boca arriba, cinco sentenciosos naipes.

Sentenciosos, porque significaban la ruina, no ya de cuatro hombres, sino de todos los habitantes de Prescott, en el Estado de Arizona.

Rodeando la mesa se encontraban un buen número de individuos, con indumentaria de vaqueros, entre los que figuraba Nick Lasich, sheriff de Prescott.

Un silencio sepulcral descendió sobre el saloon cuando Perry Lasron se alzó de su asiento y abarcó con ambas manos el producto de sus ganancias en aquella segunda noche de juego.

Ni más ni menos; ciento cincuenta mil dólares.

La cantidad exacta que el banquero del pueblo, Henry Teller, había repartido entre él y sus tres compañeros con la completa seguridad de que iban a resarcirse de las pérdidas del día anterior que, aproximadamente, ascendían a treinta mil dólares.

Pero esa seguridad había fallado estrepitosamente, y Perry Lasron, haciendo gala de igual limpieza y habilidad que la noche anterior, acababa de hundirles en el abismo de la ruina.

Jessie Aston, juez de Prescott, uno de los cuatro que habían intervenido en la partida contra Perry, contrajo sus porcinos ojillos de color pardo al clavarlos en la elevada figura del muchacho que, con parsimonia, iba recogiendo el producto de su afortunada intervención con la baraja.

Pensó Aston que resultaba inaudito, casi imposible, lo sucedido. Y pensó también que no podía dejarse salir de Prescott al hombre que prácticamente los hundía en una maestría desesperante.

La oscura mirada de sus ojillos se posó en la faz sanguínea, congestionada, de Dale Henrickson. Este, el más importante ganadero de la región, resultaba ser uno de los más afectados económicamente por la racha de buena suerte de Perry Lasron.

Henrickson, de mediana estatura, fornido, amplio tórax, brazos musculosos, se mordió el finísimo labio inferior a la vez que sus pupilas grises se hundían con extraño significado en las de un muchacho joven, delgado, de aspecto enfermizo, ojos de un azul transparente y cabellos de rubio albino.

Jack Frazier, uno de los vaqueros de su rancho. En realidad, su profesión había sido desde los dieciocho años la de pistolero.

Gun-man, peligrosísimo gun-man, que había alcanzado lúgubre fama en ciertos pueblos de Texas, Arizona y Nuevo México.

Frazier pareció comprender a las mil maravillas el denso contenido de la mirada que su jefe le dirigía.

Entretanto, sin que ni el vuelo de un insecto taladrara el denso silencio reinante entre las paredes del «Eldorado», Perry Lasron iba llenando sus bolsillos con el desorbitado producto de sus ganancias.

Fue entonces cuando Floyd Beede, alcalde de Prescott, hombrecillo de raquítica naturaleza, se decidió a pronunciar las palabras que sonaron en el ámbito como débiles y apagados martillazos.

Dijo así, removiéndose nerviosamente en el fondo del asiento que ocupaba:

—Oigame, Perry....

El ganador interrumpió su agradable tarea para mirar fijamente al que le interpelaba.

—¿Qué ocurre, alcalde?

Las miradas de los demás, Henry Teller, el banquero; Dale Henrickson, el ganadero, y Jessie Aston, el juez, quedaron prendidas con temerosa interrogante en su compañero. Y de súbito, tuvieron la certeza de cómo iban a desarrollarse las cosas a partir de aquel instante.

Esto, Perry... —el alcalde hizo un nervioso guiño—f no quiero insinuar que usted nos haya ganado haciendo trampas....

—Espero que no se atreva a pensarlo tan siquiera —cortó Lasron con voz glacial, que a todos hizo estremecer.

—Bueno, bueno... —Floyd Beede parecía estar arrepentido de haberse dirigido al peligroso individuo que les había ganado limpiamente—, ya he dicho que has ganado bien. Pero..., se trata de ese dinero, el que ganaste ayer y el que has ganado hoy, un total de ciento ochenta mil dólares, puede decirse que es el total patrimonio del pueblo de Prescott. La semilla recogida por todos durante varios años de trabajo duro, de esfuerzo y sacrificios.

Perry Lasron, clavando su mirada aguileña en la asustada faz del otro, inquirió sin un ápice de ironía:

—¿Y no cree que eso debieron pensarlo antes todos ustedes, alcalde? Yo he jugado limpio y he ganado. Todo ha sido legal, y, por tanto, legalmente, ese dinero es mío.

—¡Sí..., ya lo sé! —exclamó Floyd Beede con mayor nerviosismo—. Pero..., lo cierto, Perry, es que ninguno de nosotros imaginó por un momento que pudieras ganar partida tras partida. Sólo con que hubieses perdido una vez, tus reservas se hubieran venido abajo...

—Pero no ha sido así.

—Perry —siguió el alcalde con más terquedad que nerviosismo ahora, firme la voz, seguro de que todos le apoyarían por la cuenta que les traía—, quiero hacer una llamada a tu sensatez. Llévate veinticinco mil dólares y estaremos en paz...

—¿En paz? —Lasron enarcó sus tupidas cejas—. Estaremos en paz cuando haya salido de este saloon y del pueblo con todo el dinero que he ganado honradamente.

Mientras daba esa respuesta, Perry Lasron pensó que la razón le asistía y también la Ley, pero... Veinticinco mil dólares tampoco era una suma nada despreciable y lo suficiente elevada para que con ella cristalizaran sus sueños de regresar a Winslow, comprar un rancho y casarse con Pamela.

Podía ser, a fin de cuentas, una solución.

Sí.

Pero existían otros importantes factores que pesaban enormemente en el ánimo de Lasron. Y contra lo que pueda suponerse, la ambición no era uno de esos factores. Lasron jamás había sido un hombre ambicioso. Cierto que había confiado en la enorme suerte que le acompañaba a la hora de manejar los naipes, para solucionar su porvenir jugando a las cartas. Pero nunca guiado por la desmesurada ambición de hacerse rico, inmensamente rico.

Veinticinco mil dólares solucionaban sus problemas, su vida..., sí. Mas, si aceptaba aquellas condiciones, que ganando limpiamente como lo había hecho no tenía por qué aceptar, cuantos estaban presentes pensarían que el miedo influía en su magnánima decisión.

Perry Lasron no podía consentir en modo alguno que nadie pensara que él era un cobarde.

El orgullo y el valor de hombres como él... causa y efecto que muchos hombres como él descansaran desde muy jóvenes bajo unos metros de tierra.

Por eso al fin, aprovechando el silencio que habíase abierto de nuevo tras sus palabras, agregó:

—Ese dinero es mío, alcalde. Y que yo sepa, sólo existe una forma de evitar que me lo lleve.

Dicho esto, sonrió, echando hacia atrás el fornido torso y palmeando instintivamente la culata de sus revólveres.

—¡Está loco, Lasron! —estalló, congestionado, el ganadero Henrickson—. Moralmente, es lo mismo que si estuvieras cometiendo un robo.

Chispearon peligrosamente los ojos del muchacho.

—Señor Henrickson —arrastró las palabras ominosamente—, me ha insultado. Eso... eso es de cobardes. Me ha insultado sabiendo que no puedo responder como se merece porque va desarmado...

Entonces, Jack Frazier, el pistolero de los fríos ojos azules intervino.

Sin pensarlo un segundo.

—¡Eres un ladrón, Lasron! ¡Yo lo afirmo! ¡Y llevo un par de revólveres al cinto!

Como por ensalmo, cuantos habían presenciado la partida y posterior discusión, se esparcieron por todos los extremos del local buscando protegerse de los balazos que, sin duda, no tardarían en silbar lúgubremente.

Perry, envarado, se revolvió en fracciones de segundo.

Mas, Frazier, que al tiempo que le provocaba había empuñado sus armas, se limitó a oprimir los gatillos con una sádica sonrisa esculpida en sus crueles labios.

Clavando un par de plomos en el vientre del muchacho.

—¡Pistolero... maldito pistolero! —aulló Perry Lasron mientras trataba desesperadamente de empuñar sus revólveres.

No.

No lo consiguió.

Porque detuvo su movimiento defensivo para llevar ambas manos a los sangrantes boquetes abiertos en su estómago, trastabillar, hacer un postrer y patético esfuerzo por asirse a la vida que huía velozmente de su cuerpo, balancearse sobre la punta de los pies y caer finalmente, con macabro estrépito, con sordo golpetazo, chocando su cabeza contra las botas del frío gun-man.

Jack Frazier se apresuró a retirar los pies.

—Ha sido legal —habló despectivo.

A las palabras del asesino siguió un silencio, agobiante, feroz, en el que parecía que hasta las respiraciones habíanse detenido, paralizado indefinidamente.

Frazier, tranquilo, impertérrito, soplaba negligente el cañón de sus humeantes revólveres.

—¡Lo has asesinado cobardemente! —exclamó, de súbito, una bien timbrada voz femenina.

Janet Earp.

Así se llamaba la mujer.

Una rubia platino de ojos color irisado, animadora del saloon, que vestía traje verde con finos tirantes que señalaban sus tersos hombros de piel blanquísima.

Sus senos altos, túrgidos, que asomaban belicosamente por el pronunciado escote, evidenciaban en su agitado palpitar el nerviosismo que le invadía.

La boca de rojos y perfilados labios sensuales estaba contraída en repulsivo rictus, igual sus grandes y rasgados ojos almendra, fijos, acusadoramente fijos en el rostro de Jack Frazier.

El gun-man no pareció inmutarse. Muy al contrario, dirigiéndose a cuantos le contemplaban en silencio dijo, como si se explicara ante un jurado después de haber oído la acusación formulada por el fiscal:

—Perry Lasron se lo ha buscado. Todos lo han visto. Porque, aunque nadie pueda probar que haya hecho trampas, es imposible, absolutamente imposible, que durante dos noches haya estado ganando partida tras partida sin perder una sola. Por otra parte, ¿preferirían que estuviese vivo? ¿Qué les hubiera explicado el señor Teller a sus cuentacorrentistas, cuando mañana, enterados de lo sucedido, hubiesen tratado de cancelar sus cuentas retirando todo el efectivo?

Eran éstas, para el pueblo de Prescott, razones de peso. Irrefutables.

Poco importaba el hecho de que Frazier hubiese asesinado al jugador. Lo verdaderamente importante estribaba en que gracias a él su dinero se había salvado.

—Jack está en lo cierto —habló al fin su propio patrón, Dale Henrickson—. Y conste —añadió—, que no le apoyo por tratarse de uno de mis hombres.

—¿Qué puede esperarse de quien ha formado un equipo de gun-men disfrazados de de cow-boys? —se plantó Janet, agresivamente, frente a la mesa en donde habíase disputado la trágica partida. Y señalando el cuerpo inmóvil, de Perry Lasron, agregó—: ¡Ese muchacho está muerto... asesinado! Y mil maravillosos razonamientos no pueden en modo alguno cambiar los hechos ni silenciar la verdad. ¡Ha sido cobardemente asesinado!

Jack Frazier, luego de soltar un escupitajo, cruzó de revés y derecho, con la zurda, el bello y nacarino rostro de Janet.

Un hilillo de sangre manó por la comisura de sus bien formados labios.

—¡Harold! —exclamó acto seguido Dale Henrickson—. ¡Llévate de aquí a esa imbécil!

La muchacha, asomando a sus enormes ojazos color del iris unas lágrimas cristalinas, producto de la rabia e indignación más que del golpe brutalmente propinado por Frazier, gritó con toda la fuerza de sus cuerdas bucales:

—¡Asesinos...! ¡Pistoleros... malditos pistoleros! ¡No sois más que unos cobardes y asquerosos pistoleros!

Jack Frazier, despótico, cruel, ruin la mirada, cerró el puño derecho para, estrellarlo bestial, violentamente, en pleno rostro de Janet.

Cayó ella sobre las relucientes tablas y revoloteó la falda mostrando la perfección de sus piernas y la prieta línea de sus lácteas pantorrillas.

En aquel preciso instante apareció Harold Bauer, un calvo rechoncho de faz temerosa, dueño del saloon, que se apresuró a tirar de un brazo de Janet, arrastrándola, entre gritos y pateos de ésta, hacia la trastienda.

Jessie Aston, juez del pueblo, iluminados sus ojillos pardos por un brillo lividinoso que nacía en la blancura de los muslos de Janet, apartó de allí su mirada, de la mancha azul que cierta pieza íntima formaba sobre la sugestiva carne, para depositarlos ahora en quienes seguían sentados a la mesa.

Luego, con voz chillona, estridente y autoritaria, ordenó:

—¡Nick, desaloja el local inmediatamente!

Nick Lasich, sheriff de Prescott, no hubo de esforzarse demasiado papa cumplir la orden del juez, ya que los concurrentes, presurosamente, abandonaren en un abrir y cerrar de ojos el interior del saloon.

Sólo se quedaron Jack Frazier, Jess Kersey, Charles Garka y Merrill Ison, vaqueros del rancho de Henrickson,

Vaqueros, era una eufemística forma de llamarlos.

En la mesa, amén del alcalde, el juez, el vaquero y Dale Henrickson, se agruparon el sheriff Lasich y sus ayudantes Ray Imus y Paul Brown.

—Escuchadme bien —el juez Aston imprimió una mayor dureza a su acento—; es absurdo que pretendamos engañarnos. Lasron nos había limpiado los bolsillos legalmente y Frazier lo ha asesinado siguiendo instrucciones... tuyas, amigo Henrickson.

—¡He defendido mi dinero y el vuestro! —protestó el ranchero, rojo de ira.

—Correcto, Dale, correcto. Y todos debemos estarte agradecidos... igual que a Jack. Ahora, muerto Perry Lasron, se trata de arreglar las cosas de la mejor manera posible y no de enzarzarnos en absurdas disputas. Está muerto... ¡Y bien muerto! Hemos recuperado el dinero que nos ganó entre ayer y hoy, que es lo que a todos nos interesaba, ¿no?

Floyd Beede, el raquítico alcalde de Prescott que había iniciado la discusión que llevara a Lasron a la muerte, sudoroso, aflojándose el cuello de la camisa, apuntó:

—Aston está en lo cierto.

—¿Y qué significa eso de arreglar las cosas? —inquirió Henrickson.

El juez sonrió maliciosamente.

—A veces, Dale, creo que no pasas de ser un niño torpe y ambicioso. Estoy pensando... —amplió su enigmática sonrisa—. Estoy pensando que la muerte de Perry Lasron nos ha brindado en bandeja de plata una oportunidad inesperada.

Henry Teller enarcó sus cejas hirsutas, clavando en la faz del alcalde sus menudos y brillante ojillos astutos. Su rostro menudo, magro, se contrajo en rictus que expresaba su desmesurado amor por los bienes materiales, por el dinero concretamente.

—Y... —susurró con cautela—, ¿cuál es esa oportunidad inesperada?

—Primero, amigo —el juez sentíase satisfecho, colmado en su egolatría, al captar la atención que le dispensaban todos—, hay que averiguar si «ése»... —por encima del hombro asomó el pulgar derecho en dirección al cadáver de Lasron—, tiene familiares que puedan interesarse por él, por su trágica desaparición y por cómo ha sucedido ésta. Jack... —se volvió hacia el gun-man de los glaciales ojos—, regístrale. Y uno de tus hombres que suba al cuarto que ocupaba en la pensión de Bauer.

Bauer, en un edificio anejo a «Eldorado», tenía una especie de posada, una de cuyas habitaciones había ocupado Perry Lasron.

Frazier, luego de consultar con la mirada a su jefe, obteniendo la aquiescencia, se encargó de cumplir las órdenes del juez.

—Yo —habló en aquellos instantes Paul Brown, uno de los ayudantes del sheriff, sintiéndose importante por el hecho de intervenir en la conversación que sostenían las figuras preponderantes de Prescott—, conocí a Lasron hace un par de arios. Fue en Phoenix.

Dale Henrickson, viendo que enmudecía, le preguntó:

—¿Qué puede decirnos de él, Paul?

Brow, fulano de mediana estatura, ni grueso ni delgado, era esa clase de individuo que ofrece la misma expresión cuando ríe o llora, cuando está triste o alegre.

Pasándose la lengua por sus resecos y ajados labios, apuntó con cierta timidez, como sobrecogido por la importancia que él suponía iban a revestir sus declaraciones:

—Bueno... —tartajeó—, yo no sé... En fin...

—¡Suelta la lengua ya, demonios! —estalló nerviosamente el alcalde.

—Eso, Paul, habla —el sheriff le propinó un intencionado golpe en el tobillo.

Brow deshizo el nudo de saliva que se había formado en su garganta, carraspeó, y dijo al fin:

—Por aquel entonces, Lasron andaba con un tipo llamado... ¡Maldita memoria! Llamado... ¡Eso, Bill Larson! Sí, estoy seguro. Larson. Un hombre de ésos que impone con sólo mirarlo. Circulaban muchas versiones de Larson, a quien apodaban «Silencioso» por...

—¡Diantre! —se desesperó ahora el ranchero Henrickson—. ¿Nos vas a volver locos? ¡Es de Lasron de quien nos interesa saber!

El sheriff Lasich le sacudió otra patada en el tobillo a su ayudante.

—Sí, sí... —farfulló Brow—. Perdónenme. Perry Lasron era como uno de los hombres que iban de una parte a otra sin rumbo fijo. A los ocho años, un grupo de indios rebeldes escapados de la reserva de Oklahoma incendiaron la granja que sus padres poseían en un pueblecito cercano a Texarkana, en el Estado de Texas. El se salvó de milagro, ya que los indios lo dejaron por muerto. Y de no estarlo, lo consumirían las llamas. Pero un viejo buscador de oro acertó a pasar por allí antes de que el cuerpo de Lasron fuese pasto del fuego y lo salvó. Perry fue deambulando de un lugar a otro en compañía de su salvador hasta que conoció a «Silencioso» Larson, muchacho de edad aproximada a la suya. Aunque se decía que el tal Bill Larson era agente del Gobierno, la verdad es que también vagaba sin rumbo fijo, empleándose de peón, cow-boy» o de cualquier cosa que se remunerara lo suficiente para ir viviendo. El enseñó a Lasron el manejo de las armas y también a trabajar duro en los ranchos. Cuando yo los conocí, allá en Phoenix, estaban ambos al servicio de un importante ganadero.

Brown hizo un alto en su relato. Miró al mudo auditorio que lo contemplaba con interés, y tras un ligero carraspeo, prosiguió:

—De veras que me quedé sorprendido cuando hace un par de días vi a Perry Lasron en Prescott. El no me reconoció. Pero yo le interpelé en este mismo local recordándole dónde y por qué nos habíamos conocido. Pareció entonces que se alegraba de encontrarme. Le dije que me extrañaba verlo solo y le pregunté qué había sido de su amigo el «Silencioso». Estábamos acodados en el mostrador y recuerdo que Lasron, ante mi pregunta, sonrió con cierta tristeza. Murmuró unas palabras que no llegué a captar y luego me dijo que él y Bill se habían separado por causa de una mujer. El hecho sucedió unos meses atrás, en Winslow, cuando regresaban de Tulsa, Oklahoma, de conducir una manada de ganado, camino de Phoenix. La muchacha se llamaba... ¡Sí, Pamela! Eso es, Pamela

Kester. Tanto Bill como Perry se enamoraron de ella, y ella parece ser que eligió a Perry. Para evitar que su amistad finalizara de un modo trágico, decidieron separarse. A partir de entonces, Lasron se dedicó a las cartas... Me dijo, sonriendo, que los naipes se le daban excepcionalmente, y esperaba reunir unos miles de dólares, jugando, para volver a Winslow, comprar un rancho y casarse con su novia —Paul Brown, tras una breve pausa, los miró temerosamente para agregar—: Eso es todo lo que sé de Perry Lasron.

—Suficiente, muchacho, suficiente —sonrió el juez Aston, entornando los párpados con maligna sonrisilla. Y mirando al sheriff Lasich, dijo autoritario—: Dale a Brow cien dólares.

Nick Lasich asintió al instante:

—Lo que usted diga, juez Aston.

—Bien —habló ahora el banquero Teller, arrugando como era característico en él sus pobladas cejas—, y, ¿dónde vamos a parar con todo eso?

Era el propio juez quien iba a responder, pero no tuvo tiempo de hacerlo.

Charles Garka, uno de los hombres de Henrickson enviados por el gun-man de los glaciales ojos azules a registrar la habitación de Perry Lasron, hizo acto de presencia en el saloon dirigiéndose con rapidez hacia la mesa que ocupaban los magnates de Prescott.

—He encontrado esta carta, señor Henrickson —dijo, tendiendo a su patrón un papel arrugado.

Daba la sensación de que aquella esquela de color amarillento, con letras casi borradas, había sido leída muchísimas veces.

Dale Henrickson lo hizo una más.

—¡Paul Brow estaba en lo cierto! —exclamó—. Esta carta fue fechada en Winslow hace varios meses y la firma Pamela Kester.

—Correcto —sonrió el juez—. Su novia. Ahora, amigos, es cuando voy perfilando con mayor claridad esa inesperada oportunidad que, como os he dicho antes, la muerte de Perry Lasron nos ha brindado en reluciente bandeja de plata.

—¡Palabra que no entiendo, Jessie! —exclamó el timorato alcalde de Prescott.

—Ni yo —asintió el ganadero Henrickson.

—Pues... —una vez más, Jessie Aston hizo brillar sus maliciosos ojillos con la extraña sonrisa que por ellos vagaba—, juraría que el banquero Teller me está entendiendo sin que haya pronunciado una sola palabra. Claro que, por razones de su profesión, Henry tiene extraordinariamente agudizado el sentido comercial.

—Puede... Puede que estén en lo cierto —apuntó cautelosamente el banquero. Agregando—. Pero no estaría de más, nuestro buen amigo y juez de Prescott, que te dejaras de rodeos y fueras recto al grano.

—Correcto —Aston sudaba, quizá demasiado en consonancia con la temperatura reinante dentro del «Eldorado»—. Escuchadme con atención —mirando a Nick Lasich y Jack Frazier, les hizo una seña que ambos interpretaron debidamente, ya que, sin mediar palabra, se retiraron junto con sus hombres hacia las batientes del saloon. Sin embargo, antes de que salieran, el juez debió cambiar de pensamiento puesto que llamó—: ¡Jack! ¡Tú quédate!

Frazier, el gun-man de fríos ojos azules y expresión de nato sádico asesino, inclinó la cabeza, retrocediendo, murmurando:

—Como usted mande, señor Aston.

—Toma una silla y siéntate aquí, con nosotros —le invitó el juez con aquélla su invariable sonrisa maligna. Una vez se hubo acomodado Frazier, prosiguió—: Perry Lasron tenía una novia, una chica que esperaba ansiosamente su regreso para casarse con él. Una mujer que debía estar muy enamorada de Lasron para preferirlo a un tipo tan impresionante como Paul Brow nos ha asegurado que era ese amigo de Perry a quien apodan el «Silencioso». Esa novia, esa muchacha, esa mujer... es muy probable que al enterarse de lo sucedido quiera venir a Prescott y hurgar con sus lindas naricitas en el cadáver del novio adorado. ¿Cómo evitarlo? Sencillo, muy sencillo. Perry jugó su dinero con un tipo de mala catadura, le ganó, y el tipo de mala catadura asesinó a Perry para robarle !o que le había ganado en buena lid. Ese tipo pudo ser por ejemplo... por ejemplo... Harold Bauer. Y por ejemplo, Harold Bauer puede ser juzgado, condenado, colgado...

Algo pringoso, pegadizo, pareció flotar en la atmósfera rozando la piel de quienes escuchaban los siniestros razonamientos del juez Aston. Todos quedaron sumergidos en aquella película gelatinosa como la baba de un caracol.

—¿Insinúas... —empezó el alcalde Beede, convertido en una masa de temblorosa manteca, trémula su voz— que colguemos a Bauer...?

—Afirmo, mi amigo y colaborador, afirmo que debemos colgarle —hizo, un significativo gesto y los demás se estremecieron. Excepto Jack Frazier, por supuesto. Siguió el juez—: Lo colgaremos... y el señor Teller comprará el saloon, ¿entiendes, Henry?

El banquero movió vivamente sus brillantes y astutos ojillos negros.

Sonriendo despacio, con rictus ambicioso, repuso con su habitual cautela:

—Sí, juez, entiendo. ¿Y... luego?

—Como somos gente con un elevado concepto de la honradez y la moral... —curvó los labios en gesto burlón y despectivo—, como somos eso tan agradable y bien sonante, enviaremos un emisario a Winslow para que entregue a la señorita Pamela los cinco mil dólares que su prometido le había ganado al canalla de Harold Bauer y, asimismo, lo haremos portador de una carta en la que se explicará detalladamente el trágico final de Perry Lasron. Mas, por desgracia, ese emisario no llegará a Winslow...

—¡Qué! —estalló el ganadero Henrickson.

—Lo que has oído, Dale. Mi emisario no llegará a Winslow porque... —de repente, bajando la voz, el juez le dijo a Jack Frazier—: Presta mucha atención, muchacho. Tú eres la mano ejecutora de mi proyecto y no quiero que haya fallos.

Todos, absortos, silenciosos, intrigados, inclinaron hacia la mesa sus rostros ávidos para escuchar las palabras que Jessie Aston, despacio, con lentitud intencionada, iba pronunciando sin borrar de sus labios crueles la despótica y canallesca sonrisa.

Al fin, luego de mirar al juez, se interrogaron con las miradas unos a otros.

Henry Teller, segregándole una espuma blanquecina las comisuras de los labios, dijo, como quien se relame tras ingerir un suculento pastel:

—Magistral, Aston... Es un plan magistral. Suficiente para hacernos ricos y...

—Y pasado un tiempo —el alcalde también traslucía en sus ojos parduscos el brillo de ambición que lo dominaba—, sin despertar sospechas, podemos largarnos a cualquier punto del país con la vida solucionada.

De repente, como si estuvieran de acuerdo, estallaron en sardónicas carcajadas.

Bestiales carcajadas.

Todos.

Todos reían convulsiva y canallescamente.

 

* * *

A la mañana siguiente, cuando Prescott se enteró de la muerte de Perry Lasron, de que éste había sido asesinado por el rencoroso y traidor Harold Bauer, ninguno de sus habitantes se atrevió a efectuar el más ligero comentario.

Y quienes la noche anterior habían presenciado los hechos en el saloon «Eldorado», se guardaron muy mucho de repetir verbalmente los reales sucesos de que fueron testigos.

Si juez, alcalde y sheriff, decían que Bauer había matado a Lasron, es que... es que Bauer había matado a Lasron.

Y como Lasron estaba muerto y no podía probar lo contrario, ¿por qué habían de probarlo ellos y arriesgarse a...?

A ser colgados por el cuello de una soga de fragante cáñamo como Harold Bauer había sido colgado con los albores del nuevo día.

Un suceso más en un pueblo más de un Estado más del violento y salvaje Oeste.

Cada cual apreciaba demasiado su vida para cometer la insensatez de enfrentarse a hombres como Jessie Aston, Floyd Beede, Henry Teller, Dale Henrickson... y a sus ejecutores, encabezados por el propio sheriff Lasich y el sádico asesino Jack Frazier.

Los habitantes de Prescott deseaban comer y vivir en paz. Sólo eso.

Y como pago, tributo a esa paz que tanto anhelaban, tenían que obedecer a quienes mandaban en el pueblo y dar por buenas sus palabras y acciones.

Bien mirado, no era un precio excesivamente caro.

¿Qué importaba silenciar dos o más asesinatos...?

Nada.

Por eso el pueblo de Prescott recibió con unánime beneplácito las explicaciones de sus representantes legales

Y procuraron olvidarse lo antes posible de Perry Lasron y Harold Bauer.

Tener una buena memoria resultaba en pueblos como aquél mil veces más pernicioso que la peste bubónica.

* * *

Tampoco Jim Forrester hizo preguntas enojosas ni apuntó el menor atisbo de duda con respecto a las explicaciones del juez.

Con obediente ademán, tomó la carta que Aston le tendía y también los cinco mil dólares. Varias inclinaciones de cabeza corearon las palabras de Jessie Aston, por parte de Forrester, quien aseguró que partiría de inmediato hacia Winslow.

—Supongo que esa mujer —murmuró el juez, chupando la húmeda punta de un grueso cigarro—, acongojada por la terrible nueva de que eres portador, no pensará en reclamar el cadáver de Lasron. Mas, por si acaso, puedes insinuar que goza de una espléndida lápida en el cementerio de Prescott... subvencionada por las autoridades del lugar.

—Lo que usted mande, señor Aston.

—¡Ah, Jim...! Ten cuidado, ¿oyes? Llevas mucho dinero y esos caminos de Dios están llenos de ladrones, salteadores y asesinos. Sería terrible para mí que te sucediese algo malo.

Jim Forrester se esponjó como un pavo, satisfecho, casi emocionado, por la circunstancia de que el señor juez se preocupara hasta aquel extremo por la suerte que él pudiera correr.

«¡Qué gran persona el señor juez!», pensó Forrester una vez más.

Tanto Jim como su hermana Virginia estaban seguros de no vivir lo suficiente para recompensar al señor Aston lo mucho que por ellos habla hecho, la desinteresada protección que les brindara desde aquel aciago día en que su padre, a quien Nick Lasich había sucedido en el cargo de sheriff, fuera traidoramente asesinado por un pistolero que más tarde había pagado su crimen en la horca.

Pero Jim y Vivian Forrester ignoraban que el pistolero recibió mil dólares de mano de Aston para asesinar a Roger Forrester, sheriff de Prescott, hombre íntegro y honrado, fiel cumplidor de su sagrado deber, que habíase negado a participar y permitir los turbios manejos del juez y demás capitostes del pueblo.

Jessie Aston, en gesto altruista que había aplaudido todo el pueblo de Prescott, se hizo cargo de los hijos del sheriff. A Jim, cuando éste se convirtió en un hombre, lo dejó a su servicio con el cargo de secretario. En cuanto a Vivian, ya de chiquita, había demostrado unas inestimables condiciones de ama de casa.

Pero el juez, complacido, seguía minuto a minuto el desarrollo físico de aquella chiquilla que, de la noche a la mañana, habíase convertido en una mujer de sugestivos encantos y maravillosos atractivos.

Aston aprovechaba la menor ocasión para acariciar y besar a la muchacha con paternal sonrisa que escondía un ardiente deseo de poseerla...

Deseo que el juez, todo a raíz de los sucesos de la noche anterior, esperaba ver realizado en breve.

Forrester, luego de prepararse, mirando a su protector con agradecida sonrisa, le dijo:

—No debe preocuparse por mí, señor Aston. Sabré defenderme si me tropiezo con alguien que no lleve buenas intenciones.

—Sé que ya eres un hombre muy capaz de defenderse, Jim. No obstante, haz lo posible por evitar encuentros. Y no demores tu regreso cuando hayas visto a esa señorita.

—Así lo haré, señor Aston.

Jim, después, fue a despedirse de Vivian.

—¿Ocurre algo, hermanito?

—¡Bah! ¿Cómo he de decirte que no me llames así? Tengo seis años más que tú y...

—Y eres más chiquillo que yo, Jim. ¿Por qué te enfadas?

Vivian era una mujercita de dieciocho años llenos de belleza, vivacidad, ardor y exuberancia física. Su desarrollo había alcanzado una magnitud que envidiaban mujeres de más edad. Cimbreño el cuerpo, vibrante, de curvas suaves y rotundas a la vez, de caderas moldeadas que oscilaban armoniosamente bajo la falda, de senos pujantes, mórbidos, que desbocaban con sensual y atractiva ingenuidad el bajo escote de la blusa.

Jim, sonriente, al besarla en la frente, se dijo que en verdad era ya toda una mujer.

—No me enfado, Vivian. De veras. He venido a decirte adiós porque tengo que partir inmediatamente hacia Winslow para diligenciar un encargo del señor Aston.

Arqueó ella sus finas y bien trazadas cejas.

—¿Estarás mucho tiempo fuera, Jim?

—Un par de días por lo menos. No debes preocuparte. El señor Aston cuidará de ti...

—Sí —respondió ella con extraño acento en su voz. Agregando—: Voy a prepararte café y unas lonchas de tocino. ¿Te apetece llevarte unas tortas de maíz?

—¡Claro que sí, hermanita! Tienes unas manos de plata a la hora de preparar esas riquísimas tortas. ¡Ah! Necesito también una camisa limpia.

—Ya lo sé, ya lo sé —sonrió la hermosa Vivien—. Anda, ve a ensillar tu caballo... Me pone nerviosa verte por aquí cuando he de prepararte algo.

Jim Forrester, le dio unas cariñosas palmaditas en la mejilla.

—De acuerdo, gruñona, de acuerdo. Iré a ensillar mi caballo.

Y así lo hizo, dirigiéndose hacia la parte posterior del edificio, en donde se encontraba la caballeriza.

Ni él ni su hermana habíanse percatado del lascivo brillo de unos ojos que atisbaban por la rendija de la entreabierta puerta de la cocina... hipnóticamente fijos en el busto juvenil, pujante, sensual y atractivo de ella,

Unos ojillos pardos...